10 DE ENERO

Éste va a ser el año de la cama vacía, me temo. Ella se queda casi todas las noches en el sillón, envuelta en su manta para ahorrar: no admite que la calefacción esté encendida toda la noche. Ahora es una ausencia temporal, me digo, pero dentro de poco será definitiva; esto viene a ser, pues, como un ensayo general de lo que se avecina, de todo eso en lo que no quiero pensar porque me deprime y me lleva a la ansiedad, a la sensación de ahogo y a la farmacopea, todo seguido. Son pensamientos que siempre se dejan para mañana o pretendes espantar como a la mosca cojonera. No quiero imaginar (aunque la imagine) la cama definitivamente vacía. Bien es verdad que ahora estoy yo en ella, ocupando mi lado, el izquierdo, como siempre, y tratando por lo más sagrado de no invadir ni con la punta del pie el otro lado desocupado, el derecho: eso sería una especie de profanación, casi tanto como dar a Ketty por muerta en ese mismo instante y así empezar a vivir un anticipo de las comodidades de la soledad. Estirarse a placer en la cama es la lujuria del viejo solo.

No quiero esa comodidad.

No invadiré su espacio ni después de que se haya ido.

Si no está ella, la cama está vacía. La cama del hombre que duerme solo es siempre una cama vacía.

Seguiría estando vacía aunque colocara en el otro lado una muñeca hinchable o un robot sexual.

Quizá sólo con un perro durmiendo a mi lado estaría un poco menos vacía, pero ¿quién puede pensar ahora en volver a tener un perro en casa? Ketty va a morir pronto, yo voy a morir más o menos pronto, y entonces, ¿quién cuidará del perro?, ¿qué será de él? Moriría de tristeza en una perrera municipal o sería sacrificado.

No, ni hablar.

1

Al volver del desayuno, nada más soltar el bastón y sentarse en la silla de la cocina mientras yo termino mi café, mi primer café, me ha preguntado si he pensado en volver a casarme, como si ella ya no estuviera aquí, ni en la casa ni en mi vida. Como si fuera ya un fantasma, una aparición o un holograma. Hay mañanas en las que, me imagino, ella misma cree que ya no está aquí. Como si habitara ya en el Más Allá. Sorprendido, sonrío a la manera tonta de los sorprendidos. Sabes que no tengo madera de bígamo, digo para salir del paso y tratando de dejar la conversación ahí. No quiero hablar de eso, pienso, no quiero ponerme de luto antes de tiempo, es algo que estoy tratando de evitar con todas mis fuerzas a todas horas, aunque a veces sean inevitables los pensamientos negros. Así que me levanto rápidamente camino de mi despacho sin dejar de sonreír con la sonrisa un poco forzada del «qué cosas tienes, cariño», rebajando la gravedad triste de la pregunta a la levedad de una de sus cada vez más escasas bromas mañaneras. Pero ella insiste, como me temía:

—Te lo digo en serio, tú no sabes vivir solo, convendría que fueras pensando...

Vuelvo sobre mis pasos y respondo, ya grave:

—Ni lo he pensado ni lo voy a pensar, me niego a plantearme la vida sin ti. Además, ¿quién te ha dicho que no voy a palmar yo antes?

—Deberías pensarlo, de verdad.

—Por favor, cariño, no me hagas esto. —Y añado sonriendo otra vez, tratando de quitarle hierro candente a la cosa—: Además, ya sabes que todas mis examantes ya han pasado de los setenta...

—Te lo digo aprovechando que aún estoy lúcida. Más tarde sé que no podré, porque ya no tendré bien la cabeza. Lo sé.

—Déjalo, por favor. Déjalo.

—Bueno, ya hablaremos. Son cosas de las que hay que hablar, aunque no quieras, aunque nos duela. Y pronto.

Y la abrazo para que calle. Un largo abrazo. Ella se agarra a mí tan fuerte como si temiera precipitarse por un abismo que ya intuye. Se vacía en mí. Su aliento es fétido, pero eso no me impide besarla en la boca. No lo impedirá nunca, pero tengo que volver a comprarle aquellas diminutas pastillas de menta que tanto le gustaban. Un estallido de frescura en la boca, creo recordar que decía la publicidad. Me siento en el despacho con los ojos húmedos. Me paso la vida huyendo.

2

Mi vida mejoraría mucho si pudiera vencer la ansiedad que me consume. Lo quiero todo acabado, todo solucionado al momento, todo arreglado antes de que se pueda arreglar, todo hecho antes de hacerlo, todo ordenado y listo al instante, como el mago que obra milagros con un chasquido de dedos. Quiero hacer muchas entrevistas para el periódico por si cualquier día me ingresan en el hospital por una recaída del linfoma o por si una gripe o lo que sea me impide trabajar; es absolutamente necesario tener un remanente, me digo, y si muero, que las vayan publicando a título póstumo. O sea, que me agarro al remanente, al trabajo, para escapar.

La entrevista firmada por un muerto puede ser lo más atractivo del periódico ese día, si tengo la suerte de que coincida con la breve necrológica que me dediquen. Luego, si se fueran publicando otras del paquete que he dejado a modo de herencia, algún lector ya empezaría a considerarlas una rareza, algo exótico y quizá hasta morboso, aunque lo más probable es que nadie se percatara del insólito caso, ni tan siquiera los colegas que hacen el periódico y no leen el periódico.

También convendría que fuera pensando en escribir mi necrológica; la verdad es que no me fío de lo que puedan escribir algunos compañeros, sobre todo los que quieren lucirse y hablan más de sí mismos que del muerto y ven la necrológica como una posibilidad de ganar el Mariano de Cavia. Pero creo que esto lo había pensado como arranque de una novela. Lo de la necrológica escrita en vida, digo. Autoficción o algo así. ¿Una novela de necrológicas sucesivas que el hipocondríaco va cambiando y haciendo más extensas a medida que ve aproximarse (de verdad) la despedida?

Quiero renovar el carné de identidad y el pasaporte, acudir al dentista para que empiece de una vez con los necesarios implantes, buscar un editor que se interese —aunque sea un poco— por lo que estoy escribiendo, llevar el ordenador de sobremesa a que le echen una ojeada porque está empezando a ir muy lento, comprar unas deportivas que sirvan para el invierno, o sea, para cuando llueve, leer otra vez a Carver, ordenar el armario del baño y tirar de una puñetera vez un montón de cosas...

Tareas que me gustaría que se hicieran solas. Detesto las colas, la burocracia y arreglar las cosas de la casa.

Los cajones deberían arreglarse ellos mismos. ¿Habrá en el futuro cajones chinos que se ordenarán solos y robots capaces de encontrar el compañero del calcetín que ha llegado solo de la lavadora o de la cuerda del tendedero?

La ansiedad me agota. Me falta el aire, siento como un peso en el pecho (juro que no me estoy hormonando) y que el corazón late más deprisa de lo normal. ¿Arritmia? Así que muchos días ya tomo un lexatin por la mañana. Te saludo, nuevo día, mira lo que me tomo con el segundo café nada más salir el sol. Ketty me dice que son los nervios, esos malditos nervios tuyos que te consumen. Querido, cuántas cosas no habrás hecho mal por culpa de los nervios, añade. Creo que sé de qué se acuerda. Esos malditos nervios, dice entre dientes.

Está contenta porque después de haberse rapado al cero lo poco que le quedaba de su pelo rubio (mejor nada que unos mechoncitos de mierda, dijo), ahora le está empezando a salir una pelusilla blanca. Lo ve, debe verlo, como un signo de vida, como si resucitaran sus orquídeas. Algo crece en la sabana desolada. Se palpa el poco pelo y sonríe. Como si palpara una leve esperanza.

Se sienta en su sillón a la espera de que yo me siente en el sofá para hablarme, quizá, de esa idea suya, recurrente, de la necesidad de que vuelva a casarme cuando ella falte. Antes quedó en el aire, y tiene razón. Ya sólo le falta mostrarme un álbum de fotos de amigas o enemigas para que vaya echando una ojeada al casting y así hacerme exacta idea de la realidad, de nuestra realidad, como le gusta decir, convencida de que huyo de ella como un político de la verdad. Parece mentira que seas periodista y a la vez tan poco realista, me ha dicho más de una vez. Puede que quiera hablarme de cualquier otra cosa que a ella le parezca razonable y a mí espantosa. No lo sé. Por si acaso, no voy al sofá. Saludo desde la puerta con la bolsa en la mano. Cariño, voy a por la comida al centro de mayores. Huyo.

3

Al regresar a casa, me encuentro a Ketty tirada en el pasillo. Otra caída. He perdido la cuenta de las caídas.

—No te enfades conmigo, no te alarmes, por favor, estoy bien —me dice casi sonriendo desde el suelo—. Iba al baño y no llegué.

Corro a pedir auxilio a los vecinos: yo solo no puedo levantarla, hace tiempo que no puedo. Mi mujer es un peso muerto incluso antes de morir. Ha perdido carnes, pero aún es demasiado para mí. La vecina mayor, la tía Magdalena, está sola en casa, y se presta rápidamente al socorro. Qué foto: dos viejos levantando con mucho esfuerzo a la vieja. Primero la sentamos en una silla. Luego la llevamos de la silla a su sillón.

—Quería ir al baño —repite—, pero no llegué.

Magdalena la acompaña al baño. Ketty camina renqueante apoyada en su bastón, pero al menos camina. Vuelve a su sillón. Magdalena se va.

—Iba al baño a buscar la inyección y se me enredó un pie en el cable del oxígeno. No lo vi.

Es la inyección de vitaminas que se pone ella misma cada día, en los pliegues de la tripa. Tengo que inventar algo para que los putos cables del oxígeno vayan pegados a la pared, no cruzando el salón y el pasillo por todas partes. Pero ¿cómo lo hago? Hay que inventar. En estas difíciles circunstancias, cada día trae consigo problemas, situaciones, que hay que ir arreglando sobre la marcha como buenamente se puede, como fontaneros de vidas en ruinas. Yo me pongo a veces muy nervioso, por la ansiedad y porque carezco de las habilidades necesarias para solucionar todas las dificultades que se presentan. No soy un manitas, no soy un solucionador ni un tipo duro como Ray Donovan (me encanta esa serie). Ya me gustaría. Me agobian las contrariedades. Así que acabo tomándome un lexatin, no un whisky doble como Ray. Los tipos duros no bailan ni toman lexatines.

Me gustaría reencarnarme en un tipo duro. Volver a beber.

Insisto en que debemos ir a urgencias (por si hay alguna lesión interna, cielo, por favor), pero Ketty se niega rotundamente, como tiene por insana costumbre. Sigo insistiendo y ante mi contumacia, me amenaza con salir a la calle en bata, tal como está, y gritar. La posibilidad de ir a urgencias la vuelve loca. La irrita sobremanera. No es la primera vez. Es la enferma que cada día agoniza un poco y no quiere sufrimientos añadidos. Urgencias es el sufrimiento añadido que más odia. Porque la voltean, la mueven, la pinchan, le rebuscan las débiles venas que a veces revientan, le hacen radiografías que ella sabe que no sirven para nada y las mismas preguntas de siempre, como si su historial en la Jiménez Díaz no fuera ya viejo.

—No quiero ir ni una vez más, no quiero ir allí y volver a casa peor que cuando fui. ¿Es que no te acuerdas de lo que me hacen?

Urgencias es para mi mujer la casa de los horrores, y yo lo entiendo, cómo no lo voy a entender si la he acompañado siempre para sufrir con ella, para enfurecerme con enfermeras y médicos. Identifico el lugar como la casa de la ira y de la impotencia, ideal para vivir un cabreo tras otro: tardan en atenderla, la mueven sin mucha consideración olvidándose de su gravedad y sus quejidos, porque todas las pruebas son para ella un infierno, tanto la vía del gota a gota (les cuesta mucho encontrar una vena en condiciones, la acribillan) como las forzadas posturas a las que la obligan para las radiografías, porque tardan media hora en proporcionarnos una cuña para que pueda orinar, porque nos abandonan en un desangelado box, enchufada a una máquina, y no aparecen para informar de nada ni para llevarse la cuña ya utilizada...

—De todas formas, creo que deberíamos ir, querida.

—No.

—Pero tienes dolores.

—Me duele todo el cuerpo, pero te aseguro que no hay nada roto, ni nada que esté peor que lo que está mal desde hace tiempo. Antes muerta que ir a urgencias. Tomaré más morfina. Y un nolotil. Y lo que haga falta.

—Cariño, yo sólo quiero que no sufras.

—Eso dices, pero cuando te pido que acabes con todo esto, no lo haces. Yo sólo quiero morirme.

Antes, hace unos días, me dijo sin más:

—Si me quieres, mátame.

Al cabo de un rato recuperó fuerzas (era un mal día, se ahogaba, vomitaba) para aclarar que no era necesario que yo hiciera nada:

—Basta con que dejes la caja de la morfina abierta. —Y siguió con la vieja letanía—: Esto no es vida, es mucho mejor morir, al menos te vas a la nada, y en la nada ya no sufres, eso dicen; dices todos los días que no quieres que sufra; bien, ayúdame a dejar de sufrir.

—No puedo. Creo que no podré nunca, lo siento mucho, cariño. Ahora estás deprimida porque te has caído, mañana...

—Mañana será peor. Y pasado mañana, aún peor. Lo sabes tú y lo sé yo.

Llora ella, lloro yo. Otra vez estamos abrazados y gimiendo como dos niños perdidos en el bosque oscuro de las tormentas sin saber dónde guarecernos. Qué fácil es teorizar cuando estás lejos del problema, ante la pantalla del ordenador, escribiendo. En las situaciones tremendas, todos hablamos como en las telenovelas sin darnos cuenta, ya lo he dicho. Lo supe hace tiempo, y no hallo remedio para evitarlo. Puede que no haya nada que evitar. Es así. Resbalo por el esqueleto que ya es su cuerpo y me quedo entre sus rodillas huesudas con las manos en la cara para tapar mi impotencia, mi debilidad, todas mis vergüenzas. Lloro porque no sé hacer otra cosa ante la inutilidad que soy, el medio hombre que no encuentra caminos, que se disuelve en dudas. Ella me acaricia la cabeza con ternura, quizá de vuelta al sosiego, quizá conmovida por mi pena, por el dolor añadido que ella siente al verme sufrir por su mal, por nuestro mal.

Tu enfermedad es de los dos, le dije una vez. Lo recuerda, y por eso, también por eso, quiere acabar de una vez. Por los dos. No te lo pediré más, dice, y los dos sabemos que es mentira.

Sabe que basta con que ingiera una docena de comprimidos de MST Continus de 100 miligramos y todo se irá a la mierda en un rato, creo que no muy largo y sin sufrir. Lo sabe. Por eso guardo la morfina en una caja de seguridad. Me costó tomar esta decisión: no me parecía moral coartar su libertad hasta tal punto, esconder su fuga al otro barrio bajo llave. Me traicioné, lo hice como si fuera un cura viejo o un médico del Opus. Me sentí mal, me siento mal, pero lo hice.

Un día la vi animada después de la consulta quincenal con el doctor Dómine, cuando él le dijo (algo que repetiría después varias veces) que el tumor estaba controlado (no ha crecido, la medicación está funcionando, explicó el doctor). ¿Sabes? Hasta puede ocurrir que me muera de otra cosa; me lo ha dicho el doctor, dijo ella camino de vuelta a casa. Y sonrió.

Entonces decidí comprar la caja de seguridad, pensando que no estaba bien que ella asesinara en un mal momento aquella pequeña y falsa esperanza. Me engañé: ¿y si ocurriera un milagro? ¿Y si tuviera razón el doctor Dómine? Me agarré yo también a la pequeña esperanza, sin importarme que fuera falsa. Sabía que no existían los milagros. Sabía que lo que le decía el buen doctor a mi mujer era una especie de terapia benedictina, un placebo dulzón que funcionaba cada quince días por un rato en el ánimo de mi mujer. Sabía que era un caramelo de fe quizá perverso, pero que ponía una sonrisa en la cara demacrada de Ketty incluso cuando iba al hospital con las piernas hinchadas como morcillas, supurando, casi sin poder caminar. Lo ignoré todo traicionando mis convicciones. Descubrí que en la hora de la verdad, cuando la muerte duerme a tu lado, algunas de tus teorías progresistas de siempre se desvanecen en el instante en que entras en una ferretería y pides una caja de seguridad no muy grande y no muy cara para guardar pastillas de morfina, sobre todo porque nadie salvo unos pocos (¿los valientes, los coherentes?) quieren ver a su mujer muerta en la cama compartida o en el suelo de la cocina. Conviene engañar y engañarse, parece.

No eres capaz de hacer con ella lo que desearías que hicieran contigo. Lo has escrito en alguna parte. No eres capaz de facilitar el adiós del ser que amas cuando tú estás hablando siempre del cañón negro de la pistola que desearías que alguien apoyara en tu sien el día de lo irreversible. Alguien, un sicario de precio módico, que apretara el gatillo con el dedo índice, no con el pulgar del pie como tuvo que hacer Hemingway para disparar su arma larga y suicidarse. Él lo hizo solo. Lo ensayó alguna vez ante algunos amigos, en Cuba, con su Mannlicher Schoenauer 256 descargado, apoyando el dedo gordo del pie en el gatillo. «Ésta es la técnica del harakiri con fusil», dijo sonriendo. ¿Hemingway le habría ocultado la morfina a alguna de sus esposas o amantes para evitar que se suicidaran?

No sé. Puede que hubiera preferido que se mataran con daiquiris o en un ring. Peleándose por él, claro.

4

En estas circunstancias, creo que la vida puede transcurrir a ratos, sólo a ratos, razonablemente bien o medio bien ignorando algunas cosas (vivir a base de trampas, olvidos y ocultaciones) y salvando con la mayor dignidad posible los momentos melodramáticos, si ello es factible, que lo dudo. Al margen de la caja metálica donde guardo la morfina, creo que Ketty y yo sobrevivimos básicamente gracias a los silencios. Ella casi nunca desea hablar de las cosas graves que a los dos nos atormentan, salvo cuando me pide que la mate. No sucede cada día, afortunadamente.

A veces pienso que más que la gravedad de la enfermedad en sí, a mi mujer la hunden en la miseria sus efectos colaterales: el dolor siempre presente, las piernas hinchadas y purulentas, las úlceras, los vómitos, los mareos, las caídas, las diarreas, todo lo que afecta a la estética y a la movilidad. Es lógico: si el buen doctor decía que el tumor estaba controlado, para ella lo grave pasaba a ser las vendas supuradas de las piernas y la caída del pelo, las flemas y las náuseas, los vómitos y la mierda en las bragas. Para todo eso no encontraba un pin, un broche que ocultara las manchas. Eran demasiadas.

Mejor para ella pasar el día dormitando, ver la tele, en todo caso comentar lo mal que ha visto a una amiga cuando fue a desayunar al Urogallo, hablar por teléfono con la familia que tiene en Madrid, ver a sus hijos y nietos por Skype, pedirme que llame al doctor Montero para preguntarle si hay algo nuevo para la hinchazón de las piernas aparte del consabido diurético...

Y a veces también pienso que me agradece mucho que no la anime, que no sea un espíritu positivo y energético de libro de autoayuda, aunque al salir de la consulta del oncólogo simule hacer también mía la feliz idea de que el tumor está controlado, eso sí, eso siempre, ahí peco. Caigo hipócritamente en el apoyo a la esperanza. Es muy caro en estos días un momento así como para despreciarlo.

—Perdóname, Jesusito. Es la desesperación —me dice cuando me incorporo y me siento en el sofá, a su lado, y tomo su mano cálida, frágil, casi transparente: ahora veo en ella gruesas venas que antes no existían. Y temblores. Y manchas.

—La desesperación a veces nos puede —digo.

—Sí, demasiadas veces.

—Tenemos que intentar que no nos pueda.

—Siempre lo estamos intentando, querido, y no hemos de dejar de intentarlo. Pero no siempre se gana. Anda, dame un chupachups.

Le llamamos chupachups al actiq, un fortísimo analgésico (morfina) que ha de diluirse en la boca frotándolo con las encías. Se lo doy.

Cuando me pide la muerte, quiero creer que lo hace convencida de que no lo voy a hacer, que nunca lo voy a hacer. Sabe que no soy capaz, me conoce. Es un desahogo brutal con el que su alma explota cuando no tiene más remedio que explotar. Es un grito desesperado más que un deseo real, me digo para justificar mi debilidad, mi cobardía, todos mis miedos. Desear la muerte, pedirla, es en Ketty una forma terrible, patética, de manifestar lo mal que se siente, sus miedos y sus horrores. Su grito para dar a entender la profundidad de su mal, su exacta gravedad (eh, que sé que me muero, entérate), ante el ser querido que está muy bien en comparación con ella, y por eso no puede percibir, piensa, la totalidad de su mundo en ruinas, del abismo al que se asoma cada día incluso cuando está viendo Sálvame.

Así hace patente el dolor que la atormenta y que la convierte en la mujer angustiada, a veces amargada, que nunca quiso ser y que le hace decir lo que nunca quiso decir. La mujer que se horroriza al mirarse al espejo. Las náuseas, los vómitos, la belleza y la mierda que se le escapan, las pesadillas recurrentes incluso cuando no duerme, las horas en un sillón articulado (una planta junto a sus plantas) en el camino cierto hacia esa muerte que siempre llega antes de tiempo.

La consciencia total de la atroz ruptura con un ayer todavía fresco.

Sí, es jodido que el ayer sea aún una foto reciente.

Pero en este tiempo he aprendido (no es que sea artículo de fe, claro) que es necesario o conveniente negar lo obvio para sobrevivir unos días más sin que la tragedia aflore a cada momento. Porque ya nos contentamos con darle un poco de barniz al drama y pulir los malos momentos hasta dejarlos en su mínima expresión. Mentir, mentirnos.

5

Noche de vigilia. Me he quedado en el sofá, enrollado en una manta a cuadros ligera y cálida, suave al tacto, recuerdo de nuestro último vuelo a Buenos Aires. Pese al oxígeno, oigo su pesada respiración. Toma otro actiq más después de apagar la tele. Duerme. Yo la observo hasta que amanece con toda la ternura que me inspira. Una ternura distinta. El dolor resucita sentimientos que creías perdidos o crea algunos nuevos, sin estrenar, y en estos días de resurrecciones de tantas cosas, de pensamientos obsesivos y de miedos que se acaban convirtiendo en obsesiones, uno se confiesa a sí mismo todos los temores, traiciones y debilidades. Una especie de terapia barata ante la pantalla del ordenador: escribes y te salvas un poco. Sólo un poco.

Temo confundir la piedad con el amor, temo que el amor haya crecido por la vía de la piedad. No sé si eso es malo necesariamente. No sé tampoco si la piedad no es una forma sublimada de amor. ¿Lo es?

Luego me derrumbo agotado.

6

Aunque duerma poco, no renuncio a mi caminata de una hora por las mañanas, antes del desayuno, haga frío, nieve o llueva. Hace tiempo decidí que me sentaba bien, que era bueno para mi corazón, que me despertaba la mente hasta el punto de ser inspiradora (siempre con papel y lápiz en un bolsillo para ir anotando ideas, frases, por el camino) y que incluso me deshacía de grasas mentales indeseadas. Quizá sólo es psicosomático. Cuando voy a partir, Ketty abre los ojos y sonríe al verme tan abrigado.

—¿Vas al Polo Norte?

—Estamos a cuatro grados bajo cero.

—Cuando te conocí, ¿recuerdas?, no tenías abrigo.

—Hace cuarenta años, cariño. Era otra vida y otro cuerpo.

—Te compré un abrigo de piel de vaca bien forrado.

—Aún lo tengo.

Era en los setenta, cuando uno viajaba siempre en taxi, apenas caminaba y se calentaba el cuerpo con copazos de whisky seco, a pelo, sin hielo ni agua. De la redacción al café Gijón, y de allí a los teatros, a los eventos, y luego a Oliver, a Bocaccio, a Carrusel, y después, si el cuerpo lo pedía, y lo pedía casi siempre, a cualquier garito de carretera con flamencos caninos, duquesas ninfómanas, jugadores de navaja en el bolsillo buscando pringaos para completar la mesa, buscavidas ilustrados, chorizos de poca monta, actores mirando su futuro en el fondo de un vaso, toreros aburridos, militares de paisano, putas con ganas de gresca, policías hablando con la jerga de los mangantes, jueces sin puñetas y poetas dispuestos a cantarte la gloria literaria que no tenías por un poco de jamón y vino. Whisky a whisky, no había lugar para el frío en la búsqueda hasta el fin de la noche de no se sabe muy bien qué. Yo tenía la excusa de hacer la crónica de todo aquello, la búsqueda de la noticia, pero sabía que era mentira. La verdad era, creo, que me acojonaba la soledad y beber hasta creerte el rey de la noche siempre amortiguaba el golpe.