Había pensado empezar evocando una imagen tuya: con 17 años, te presentas en el diario Expreso con dos textos de opinión sobre Julio Cortázar. Es tu primera vez y eliges el periódico en cuya página editorial escriben, entre otros, Vargas Llosa y Ciro Alegría. Es una imagen que, evidentemente, perfila a un adolescente muy seguro de sí mismo. ¿Qué crees que influyó en ti, durante tu niñez, para lanzarte luego a subir aquellas escaleras y entregar tu opinión sobre Cortázar?
Me formo a solas, leyendo y probablemente atribuyéndome virtudes que no tenía o conquistas precoces que no había alcanzado. Pero mi vida desde los 11 años consistió en pasar muy rápido por la adolescencia y en leer. Y cuando digo muy rápido quiero decir que, virtualmente, tuve muy poca adolescencia. Fui un hongo y siempre supe que si quería hacer algo en la vida tenía que acumular un nivel de información o de cultura libresca que me permitiera enfrentar el mundo. En todo caso, fue un gesto de audacia que pudo ser suicida porque no sé qué habría pasado si los textos me los rechazaban de puro malos. No fue así, sin embargo.
¿Crees que tu infancia definió quién eres tú?
¿En qué sentido determinista estás planteando la pregunta?
¿No crees que, de alguna manera, a todos nos marca la infancia?
Bueno, venía de una familia muy próxima a cierto quehacer cultural o periodístico. Mi abuelo fue periodista, mi madre era una lectora pertinaz, mi padre era un tipo bastante culto. Por ejemplo, mi vínculo con la música clásica lo contraje porque a mi padre y a mi madre les fascinaba ese tipo de música. Entonces, sí, claro, el marco fue importante, el escenario era importante. Si me hubiera educado en otro ambiente es posible que no me hubiese dado por leer, pero yo nunca dudé de que mi mundo iba a ser el de los libros. Y dudé muy poco respecto de que el periodismo iba a ser mi meta. Y no sé si eso es una marca genética, un destino o una suerte de mandato de la herencia, pero tampoco es que me haya puesto a pensar en ello. La verdad es que no.
¿Cómo era la vida en tu casa?
Era el único varón entre tres hermanas y en una casa donde el padre estaba notoriamente ausente. Fui muy solicitado, muy engreído. Y eso posiblemente contribuyó a lo que después sería un ego férreo. Pero no me he puesto a pensar mucho en el asunto, de cómo mi infancia me marcó, de cómo mi adolescencia me marcó. Es como si hubiese estado desde muy temprano programado, determinado.
¿Recuerdas tus primeras lecturas?
Sí, claro, y no tienen que ver con lecturas infantiles porque yo empecé leyendo a Oscar Wilde. Fue mi primer libro: las Obras completas de Wilde, 1500 páginas, editorial Aguilar. Y después leí a Luigi Pirandello, importantísimo. Y después leí a Cervantes. Y después leí... no sé si el cuarto fue Pablo Neruda o Gabriela Mistral. Y después, pero mucho después, hice más o menos un cierto itinerario juvenil con Salgari, con Dumas y con todo aquello que mis contemporáneos lectores leían. Pero fue una educación salvaje la mía, arbitraria, desordenada. No estoy muy seguro de qué salió de ahí. ¿Un amasijo de yerros retorcidos?
Entiendo que la etapa de tu adolescencia en el colegio Leoncio Prado también influyó en tu aproximación a la literatura y, en general, a las humanidades.
Sí, porque en esa época era posible seguir Letras desde el tercer año y desde luego yo seguí Letras. Me exoneré de algunos cursos antipáticos y repulsivos para mí. Y la educación era, digamos, resignadamente sesgada para los que seguían Letras. Teníamos muchos cursos vinculados al Lenguaje, la Literatura, la Historia, la Ciencia Social. Y eso también fue muy importante para mí porque había muchas horas que uno les robaba a los ritos de la adolescencia y se los dedicaba al estudio, a la lectura, a la conversación. Creo que el colegio fue muy importante. Tenía además un nivel de profesores estupendo que ayudaba mucho a amar lo que uno estudiaba. Es probable que otro colegio hubiese sido menos persuasivo, menos edificante para mí.
Quiero insistir en tu infancia, en los recuerdos que tienes de cuando eras pequeño. Muchas veces eres duro con la Lima actual, pero creo que es porque tienes un recuerdo de una ciudad completamente diferente, una ciudad que aspiraba a convertirse en una gran capital. Una ciudad que tú recorrías en bicicleta o leyendo.
Es una Lima inexistente de un país extinto de una sociedad difunta. Todo es melancólico en este caso. Yo iba a leer al Bosque de los Olivos en Jesús María, que ya no existe. Y saludaba al guardia civil que estaba en la esquina de mi casa en la cuadra 16 de Arnaldo Márquez, porque los guardias eran amigos y eran nuestros semejantes y nuestros protectores. Subía a los tranvías en donde, por lo general, todo era amable. Iba a una playa hermosa que era La Punta, donde era imposible que uno se tropezara con espaguetis verdes entre las piedras. Recuerdo esa ciudad con rabiosa nostalgia porque es la ciudad que yo creí que iba a durar y que iba ser el escenario de mi vida. Un escenario inmóvil, una especie de escenografía permanente. Ingenuo de mí porque las migraciones y el caos produjeron una Lima absolutamente distinta, agresivamente distinta y, en mi caso, violentamente distinta. De tal manera que yo soy parte de ese mobiliario devastado, superado por completo por las nuevas circunstancias. La ciudad de hoy no la entiendo. No la puedo descodificar y me ha dejado de interesar como ciudad. Vivo en una burbuja y espero morir en ella.
Sin embargo, tuviste la oportunidad de irte; de hecho, te fuiste, pero no lograste desvincularte de Lima y mucho menos del Perú y, tras unos años en España, regresas.
Es que el país me interesa. Y el país es mucho más, en todo caso, que las incomodidades de la Lima de hoy. Soy irrenunciablemente peruano y tengo una relación amatoria con el Perú. Y entonces, sí... extrañaba el hablar de los míos, el decir de los míos, la música del idioma de los míos y nunca me acostumbré afuera. Siempre sentí un imán poderoso que me atrajo al Perú. Y, en todo caso, mi relación con Lima es ambigua y contradictoria porque es mi ciudad, la siento mi ciudad, pero siento que es una ciudad que ha crecido mal y que me es hostil. Me es hostil el desorden y la renuncia a toda identidad. Eso me resulta muy hostil.
¿Cómo fue tu relación con tu madre durante la adolescencia?
Mi madre era una mujer que me estimulaba mucho. Me hubiera hecho bastante daño si yo le hubiera creído todo lo que me decía y todo lo que, según ella, yo prometía, por eso estoy vacunado de ciertas pretensiones y de ciertos sueños entre comillas. Era una mujer apasionada y argumentativa y tenía una relación especial conmigo. Yo me sentía muy protegido por ella. Creo que tuvo un final muy injusto: inválida, enferma, distante. Y eso me demostró una vez más que la vida puede ser muy cruel.
No tuviste una infancia dentro de los cánones familiares que había en esa época, en los años 50. ¿Alguna vez tuviste algún tipo de conflicto con eso?
No, porque cuando uno es niño felizmente ignora esos cánones. Y yo no tenía la menor idea de estar viviendo en «pecado», o de estar rodeado de pecado, o de ser parte de una familia que encarnaba los desafueros y los desacatos. Cuando uno es niño está exonerado de ese tipo de martirios. Y ese fue mi caso, felizmente. Después, con el tiempo, claro, uno se va enterando de todo y a mí lo que me causó fue una gran indiferencia. Nunca he sentido que eso marcara mi existencia o me redujera a la vergüenza o me hiciera apetecer las formalidades que no se dieron. Para nada, para nada.
Al contrario, de alguna manera, desde mi perspectiva, te dio ciertas libertades. O te permitió, desde muy joven, tener una visión más abierta de ciertos parámetros que sí podías encontrar en los libros, pero que era más difícil verlos en la vida real. ¿Me equivoco?
Sí, como disfuncional entendí antes que otros lo que podía significar la libertad, la anomia. Yo venía por las no-normas y posiblemente mi vocación por la no-norma, por el anarquismo, sí vienen de ahí, puede ser. No lo niego.
¿Cómo era la relación con tus medios hermanos, los hijos de tu padre?
Nos llevábamos bien con una parte de la familia y con otra parte de la familia simplemente existía una especie de negación mutua o de coexistencia sin presentación, pero nunca tuvimos una relación muy cercana, excepto con Esther, media hermana mía y hermana de Martha. Con los demás hermanos tuvimos una relación nula. Es algo que nunca me planteé como preocupación ni como prioridad ni se lo preguntaba a mi padre ni menos a mi madre.
¿Cómo era la relación con tu padre?
Nunca tuve una discusión con mi padre ni recibí una orden arbitraria de él. Puedo decir que nunca tuve razones para tenerle rabia, no tuve una sola razón para estar iracundo en relación a mi padre.
¿Nunca hubo reproches?
Jamás. Estando él ya viejo, próximo a su fin, lo visité muchas veces en su casa. En su enésima casa, con su tercera o cuarta familia, y hablábamos. Tenía una botella de whisky debajo de la cama, escondida, que a veces bebía a sorbos para animarse. Y era un buen tipo. Pero sobre todo era muy inteligente. Yo le tenía mucho cariño por eso también, porque era muy listo. Y muy viajado y recorrido. Viajó mucho como ingeniero de máquinas de la Compañía Peruana de Vapores, la CPV, y había estado en todas partes durante años. Allí, en la sala de máquinas, contrajo una úlcera de estómago que lo persiguió toda su vida. Era un tipo que podía hablarte de cualquier cosa.
Creo que fue él quien te regala una colección de música clásica.
Sí, me regala muchas cosas, pero la que más recuerdo —cuando yo era muy niño, tendría 8 o 9 años— fue un tocadiscos de 45 revoluciones y 10 colecciones de música clásica. Ese fue mi primer contacto con Beethoven y Vivaldi, con Mozart y Bach... Y me creó ese vínculo. Mi madre también adoraba la música clásica y en mi casa se oía mucho. En fin, como tú dices, eso decide y marca al final. Para decirlo a lo Neruda: «Como un insecto herido de mandatos».
Yo insisto en esto de la relación con tus padres porque nunca te he escuchado un reproche hacia ellos. No tienes conflictos con tu infancia, con tu juventud...
¿Qué podría reprocharles? Se enamoraron, amargaron a otros, nos dieron la vida a mí y a mis hermanas, sucumbieron al paso del tiempo, fueron felices e hicieron sufrir. ¿Qué reproche podría tener? ¿Desde qué púlpito podía decirles: no merecen el paraíso, han ofendido a las divinidades? Al contrario, eso me dio a entender clarísimamente que el camino del amor jamás es uno solo, las rutas son diversas y escandalosas muchas veces. Yo entendí que en materia de amor no había legislación y, menos, juicios. ¡Y mucho menos, juicios!
Tu padre tuvo varias familias más y tu mamá no se vuelve a enamorar.
Y yo fui en ese sentido un liberal de facto, ¿no? Hijo absoluto de la libertad absoluta. Y algunos dirían disoluta, pero a mí qué me importaba... Mi mamá no se volvió a enamorar nunca más. Mi mamá, mi madre, fue mujer de una sola pasión y después se dedicó a sus hijos y ni siquiera a ella misma. Yo creo que después de mi padre, a mi madre sólo le interesó apagarse con la mayor dignidad posible. No hubo ninguna otra llama que la atrajera. Estoy seguro de eso.
Hay otra anécdota en tu infancia relacionada con el amor o, mejor dicho, con el desamor. Un individuo que trató de matar a tu hermana mayor y tú estabas ahí.
A Matilde, cuando tenía 17 años, la intentó matar un tipo que le disparó y yo estaba muy cerca, en la esquina —vivíamos cerca de la esquina— y acompañé a mi hermana a la fuerza a un hospital. Y estuve con ella y asistí a sus gritos. Yo tenía 6 años. Eso fue muy duro. Matilde sobrevivió, apenas, por algunos milímetros en la trayectoria de la bala. El tipo era un señor, un poco mayor que ella, tendría 24 o 25 años; estaba muy enamorado y no toleró que ella mudase de amor. Así que, con engaños, obtuvo una cita, le disparó y luego se suicidó. Fue infalible consigo mismo, pero felizmente fue falible con Matilde. Y fue muy duro. Pero si tú me preguntas: «¿y eso te traumatizó?», te diría que he tenido siempre la virtud del borrado. La virtud de segregar —de secretar, casi— los malestares. Después lo tomé como un hecho que casi ni siquiera me concernía, como un policial en el que estuve, como un guion en el que me hicieron participar. Me parecía una película. Y cuando leía los recortes que habíamos acumulado de la noticia, decía: «yo estuve ahí», pero desdramatizando todo. Pero sí, en ese momento fue una durísima experiencia que, seguramente, vista a la distancia, me volvió a demostrar que los caminos del amor son de los más irregulares, ¿no?
Hay otro momento que marca tu adolescencia que es cuando ingresas al colegio Leoncio Prado. ¿Por qué tus padres eligen un colegio militar? ¿Hay algún motivo? ¿Necesitabas disciplina?
No recuerdo por qué, pero estuve totalmente de acuerdo. Nunca me opuse; al contrario, creo que me entusiasmé. No sé si fue idea de mi padre o de mi madre o de ambos, pero un día me lo dijeron. Y yo tenía una vaga idea de lo que era un colegio así. Desde luego fue una idea bastante vaga porque fue muchísimo más complicado todo después. Pero creo que lo que me interesaba era la idea de un internado. Y sí, fui contento y creo que fue una gran experiencia. En ese momento, el colegio militar no era un colegio al que se iba para disciplinar a un rebelde.
¿Cuántos años tenías cuando ingresaste?
13 años. Yo no era un rebelde, yo era un lector. Al contrario, era un segregado social, no iba a fiestas, a cumpleaños. No me divertía.
¿Pero sí tenías tu grupo de amigos del barrio?
Ah, sí, claro, jugábamos fútbol, pega, a las escondidas y al box...
¿Te acuerdas de esos chicos del barrio con los que creciste? ¿Sabes qué fue de sus vidas?
Sí, había uno que era un poco mayor, bueno, bastante mayor pero que se pegaba mucho a nosotros: Domingo Salas, que vivía a la vuelta y que terminó en los Estados Unidos. Y también recuerdo a Armando Horna, que terminó viviendo en Brasil. Y los demás no tuvieron mayor importancia para mí, los he borrado o se han difuminado por el tiempo. Pero no eran amistades íntimas. Yo era muy difícil para una amistad íntima, cálida, cercana. Se me hacía muy difícil. Tenía un grupo y hacíamos cosas juntos, pero no recuerdo una gran amistad. Recuerdo haber inventado un hermano porque sí me hubiera gustado tener un hermano. Y haberlo inventado tanto que un cajón de mi cómoda estaba reservado para su ropa. Era un gesto de loca fantasía para darme compañía masculina en una casa en donde las mujeres dominaban, predominaban. Aunque debo decir que era un matriarcado extraño porque yo era muy favorecido. Yo estaba muy favorecido en esa estructura, digamos.
Bueno, te engreían todas tus hermanas...
Sí, y sus amigas, tengo que reconocerlo. Eso ayudó mucho.
¿Y hasta qué año te duró tu amigo fantasma?
Mi amigo fantasma no, mi hermano fantasma, que se llamaba Juano. No era Juan, sino Juano. Yo calculo que habrá sido hasta los cuatro o cinco años, no puedo precisar desde luego. Creo que hasta que el asunto empezó a alarmar a mi madre se dio este caso de hermano imaginario inventado por necesidad.
A los 13 entras en el colegio militar y estás 3 años. Allí formas, junto a un grupo de compañeros, el club de oratoria.
No lo fundo. El club de oratoria existía, lo que pasa es que cuando entro al club lo presido. Y una vez fuimos al Canal 4 e hicimos un número, un montaje, una reunión y ahí hablé. Hay una foto, que debe estar por ahí perdida, en donde estoy hablando con mi uniforme en nombre del colegio.
Sí, tengo muy buenos recuerdos del colegio militar, la verdad. Mis mejores recuerdos de ese periodo son del colegio militar, que no se parece en nada al colegio sórdido que pinta Vargas Llosa en La ciudad y los perros. Recuerdo que un profesor, Rubén Lingán, nos leyó la novela de Vargas Llosa, capítulo por capítulo. El libro apareció en 1963 y yo ya estaba en el colegio militar. No sucedió nada de lo que después se dijo: que los ejemplares fueron quemados en una hoguera casi nazi en el patio del colegio. Es absolutamente mentira, márquetin puro de los españoles de aquella época, la editorial de Barral. La mayoría ni siquiera se enteró de que la novela existía. El director del colegio, Armando Artola, quien no sabía de su existencia porque era un hombre muy rudo y poco dado a las letras, después sería ministro del Interior del gobierno de Velasco Alvarado.
¿Y en esa época ya escribías?
¡Tonterías! Sí, tonterías...
Aspirabas a escribir, digamos...
Sí, yo escribía, desde luego, pero eso lo quemé, me deshice de eso. No quería guardar el cuerpo del delito. Eran cosas chocanescas, retóricas, llenas de grandilocuencia, repelentes. O sea, yo aprendí, felizmente, algo de moderación, algo de control, gracias a que desde muy niño escribí con tal cantidad de excesos que hice el aprendizaje prontamente.
¿Y confiabas en alguien para que te leyera los textos? Estamos hablando de tu adolescencia, con 14, 15 años...
Sí, había un profesor: mi profesor de literatura que me quería, me admiraba, pero que, a veces, me hablaba con lucidez y me decía: «mira, no, esto no» porque estaba sobrecargado. No se los entregaba a mi madre porque mi madre hubiera dicho que eran fantásticos. Yo tenía miedo de que esa incondicionalidad materna desfigurara mi capacidad de autocrítica y creo que no me equivocaba.
¿Y nunca tuviste en el colegio problemas para acatar las normas?
Sí, tuve problemas. Era mi manera de decir: no van a homogeneizarme, aquí estoy, mi obediencia tiene límites, existo. ¿Y cómo lo gritaba? Desobedeciendo en ciertas cosas, incurriendo en faltas menores, usando prendas antirreglamentarias. Fue una lucha contra el sistema y una suerte de ejercicio precoz de mi concepto central de que la autoridad, en el sentido clásico, no me concierne. Siempre he sentido que soy una suerte de réprobo, de hereje. Si hubiera vivido en la Inquisición, me habrían quemado. Si hubiera vivido en el estalinismo, habría estado preso. Un orden implacable es lo más parecido al infierno. Siempre he sentido que...
Sin embargo, eres una persona ordenada. Muy ordenada. Sistemática.
Claro, pero eso no es impuesto. Eso es autoimpuesto. La gran diferencia es que nadie me dio la orden para ser ordenado. Si alguien me hubiera dado esa orden, estarías ante un beatnik con pulgas en este momento. Esa es la diferencia.
Es el sometimiento lo que te produce rechazo, la imposición.
Exactamente. Es la expropiación de la voluntad lo que me causa un rechazo absoluto. Lo que me produce mucha irritación es la voluntad usurpada. Pero si es voluntario, ya no es acatamiento, es una entrega pacífica de la soberanía.
¿Y qué relación tienes durante tu adolescencia con los medios de comunicación, con la prensa?
Leía La Prensa y El Comercio, y a casa, a veces, llegaba Última Hora. Nada más. Era mi única relación como consumidor de prensa. No había una gran variedad, como ahora. Después vino Expreso, desde luego, que es importante. Ocurría en ese momento que los diarios que se vendían tenían mucha información nacional e internacional, de modo que sí eran nutritivos. Leerlos daba una idea clara de lo que estaba ocurriendo. Y las maneras como lo expresaban eran bastante distintas en relación a las de hoy. Pero si me preguntas si yo era un lector devoto de esos periódicos, te diría, para ser sincero, que no era un lector tan acucioso. Me interesaban muchísimo más los libros. Muchísimo más. Y para esa época, cuando yo tenía 13 o 14 años, ya no sólo leía literatura, leía mucha historia. Historia universal, internacional, sobre todo. Era un omnívoro, lo que caía. Un día me metí a la casa de unas primas que me invitaron, entonces entré a su biblioteca y encontré un libro que era prohibido para mí y para mi generación, Buenos días, tristeza, de Françoise Sagan, y, por supuesto, era un libro ligero, y me lo leí escondido, esa tarde. Lo que caía.
Tuve la suerte de intuir qué cosa valía la pena o no. No sé de dónde obtuve esa suerte o si fue parte de una acumulación que se traducía en decisiones. No lo sé, pero huía de la mala literatura y creía tener una perspicacia diabólica para saber o intuir qué cosa era mala literatura. Era el primer párrafo, probablemente. Con el tiempo me di cuenta de que había sido injusto con algunos libros, pero en el 90 % de los casos no me había equivocado.
Y cuando estabas terminando el colegio, ¿tenías claro qué querías hacer?
Quería ser periodista. Ya me sentía periodista, había hecho un periódico mural de la promoción, había intervenido en la confección del anuario, había presidido el club de oratoria, la comunicación era mi mundo, el periodismo era mi destino. No tuve en ningún momento duda alguna. Y también supe que no iba a entrar a la universidad, que no me interesaba porque sentía que podía empobrecerme y encasillarme. Seguí leyendo y, bueno, intentando trabajar desde muy temprano.
¿Tu primer trabajo fue en Correo?
Entro a Correo, sí. Hago locales y espectáculos y hasta policiales. El director era Mario Castro Arenas, un tipo muy interesante, que fue embajador y se quedó en Panamá una vez. No regresó, se enamoró de una panameña. Y el subdirector era Guillermo Thorndike. Yo conocí a Thorndike en ese momento. Era muy joven... 18 años.
Y aprendí mucho y rápido. Aprendí qué es lo que uno tiene que hacer, pero, sobre todo, lo que uno no puede hacer y me tropecé con aquellos personajes que yo no sería. Fue una lección muy brutal y clara de todo aquello que yo jamás haría. Bohemia, alcohol, ese sentido humoso, romántico del periodismo próximo a la embriaguez, a la mala noche, a la legaña y a la ojera. Y dije, Dios, qué peligro. Me vacuné para siempre. Porque, claro, como joven, era una tentación que tuviese gente que me quisiera llevar a sus rediles. Yo los rechacé siempre. Pero esa vivencia fue importante porque me creó una resistencia enorme. Bajó una cortina de hierro en mí respecto de ciertas cosas. Drogas, noches diabólicas, todo lo que he odiado en mi vida.
Es el año 66 o 67. ¿Cómo era Lima en ese momento? Tú todavía cubrías espectáculos, deportes, locales, pero ¿qué recuerdas del ambiente político?
Bueno, lo que se vivía era una especie de anticipo de lo que estamos viviendo ahora. Un gobierno débil, controlado por un Congreso hostil, un gobierno amenazado por la corrupción y la anarquía, con gabinetes sucesivos que cambiaban inútilmente.
Estamos hablando del primer gobierno de Belaunde.
Sí, claro. Existía una sensación de que podía haber un conflicto constitucional en cualquier momento. La sensación de un gobierno que no manejaba las cosas y que estaba totalmente sobrepasado por las circunstancias. En 1967, se produjo la gran devaluación de la moneda, del sol. Un mordisco que le quitó un tercio de su valor en relación al dólar. Y meses después vino el escándalo de la «página 11», la pérdida de una página en un contrato entre el gobierno —a través de la Empresa Petrolera Fiscal— y la International Petroleum Company. Escándalo que, al final, fue usado por los militares, entre otras cosas, para dar el golpe. Pero esa sensación de democracia frágil, incompetente y meramente electoral pero no funcional, el Perú la tiene desde hace 50 años. Sí, es un mal endémico. No es un episodio circunstancial. Y había pasado a lo largo de la historia tantas otras veces.
Eso en el Perú. Sin embargo, es un momento en el que están pasando cosas emocionantes en el mundo... Está la conquista del espacio, que es portada mundial de los periódicos, o la Revolución Cubana, está el Che. Se vivía un momento de esperanza, de que algo bueno estaba por pasar.
Eran mundos paralelos. Escenarios simultáneos. Había efectivamente mucha emoción generalizada por lo que podía significar la exploración espacial. Pero también cosas terribles como la guerra de Vietnam y la sensación de que Estados Unidos podía estar tropezándose con su primera gran derrota a nivel mundial. Derrota merecida, mil veces merecida. Y estaba, por supuesto, el ejemplo de Cuba y su mensaje contaminador en toda América Latina. Mensaje poderoso y persuasivo y solicitado por la juventud. Una Cuba impecable, que sólo era esperanza. No había llegado todavía el momento de los grandes errores ni se había producido la sovietización del régimen, así que Cuba sólo daba esperanzas.
Habíamos tenido ya las guerrillas del ELN, las de Hugo Blanco. Ya había muerto gente como Lobatón, como Lucho de la Puente Uceda. Héctor Béjar había estado en la guerrilla. Lo más importante que recuerdo es la insurrección promovida por Hugo Blanco en el valle de La Convención, en el Cusco. Se habló mucho de eso en la prensa. Y la satanización de Hugo Blanco por parte de la prensa, en general, no hizo sino que los lectores jóvenes sospecháramos de que, detrás de esa satanización, estaba una gran mentira. Lo condenaron a muerte primero y, después, a cadena perpetua.
Y está Lucho de la Puente y los que estaban con él, que era justamente la guerrilla del MIR. Él anuncia en el 64, en la Plaza San Martín, durante un mitin, que se va a la guerrilla y, si no me equivoco, a finales de 1965 lo matan. Pero más allá de las precisiones, fechas y anécdotas está el hecho de que efectivamente había una contestación armada. Y a nadie se le ocurría hablar de terrorismo en ese momento porque no era justamente terrorismo, era un alzamiento, columnas que tenían uniforme y pretendían ser ejércitos populares, incapaces de hacer lo que años más tarde haría Sendero. Y que morían acribillados por fuerzas superiores, enormemente superiores. Y que fueron héroes populares. A Lucho de la Puente lo quisieron muchísimo, a Hugo Blanco también, desde luego.
Sin embargo, esa parte de la historia se ha borrado de los libros.
Totalmente, porque tendrían que reconocer lo que te acabo de decir, que existe la capacidad de ser rebelde armado y no ser terrorista. Porque tendrían que admitir que eso es posible, que un estado de injusticia tan generalizado y brutal merece ser enfrentado con armas. Y entonces, es tan espantosa la sola idea de admitir eso que mejor sacar ese segmento de la historia, extraerlo de nuestra historia y, efectivamente, borrarlo.
Todavía gobierna Belaunde, pero ya se habla de la necesidad de una Reforma Agraria.
Empieza a hacerse una reforma en ciertas zonas cruciales de la sierra, pero no se toca la costa. Ningún fundo de la costa se toca con el concepto este de que la Reforma Agraria puede traerse abajo la productividad del algodón y del azúcar, los dos grandes rubros de exportación en ese momento. Entonces se hace una Reforma Agraria mentirosa, tímida y focalizada. Eso lo hace Belaunde. Y luego se pelea con algunos sectores de Acción Popular que querían algo más audaz y de ahí sale, por ejemplo, Ricardo Letts.
Ricardo Letts es belaundista, trabaja en Cooperación Popular, que era un organismo de Fernando Belaunde Terry y, decepcionado, pasa a la izquierda y llega hasta Vanguardia Revolucionaria. Pero eso sucedía en el Perú.
En el mundo, en general, había una enorme esperanza de cambio. Está Mayo del 68, las barricadas parisinas; está Sartre hablando en un mitin; está la muerte del Che Guevara en 1967, ajusticiado por orden de la CIA, cosa que es doblemente infame. Ni siquiera es el ejército boliviano el que se atreve. Y sí, éramos un continente que marchaba. No es este actual cementerio de ideas en donde la palabra debate parece maldita. Y mi generación, felizmente, vivió eso y se nutrió de eso. Pienso qué habría sido de mí educado en este estoicismo egoísta de ahora. Qué habría sido de mí sin preocuparme por el mundo. La verdad es que no me concibo, no me imagino siquiera, por más esfuerzos que haga.