1997, Levi

Recogí a Vi una tarde en la puerta de su casa. Era mi cumpleaños y, pese a que ella y yo ya lo habíamos celebrado juntos unos días antes disparando a latas oxidadas con la vieja recortada de mi padre, había quedado con mis amigos para ir a tomar un batido y una hamburguesa al bar de la familia de Markus. Nunca la incluía en los planes con el grupo, pero, por primera vez, me apetecía juntar las dos partes en las que se dividía mi mundo.

Según caminábamos por el sendero de su casa hacia la carretera, me di cuenta de que parecía nerviosa. Llevaba el pelo oscuro recogido con una diadema de flores que había hecho ella misma. El peto vaquero sobresalía como un saco sobre su jersey negro. Había decorado los laterales de sus ojos con purpurina. A Vi siempre le encantó brillar, del modo que fuese. Estaba preciosa. Puede que lo estuviese a su manera, una que nunca encajaba con las modas del momento o con lo que se consideraba adecuado para una chica de su edad, pero a mí eso me parecía que la hacía aún más bonita.

—Me gusta tu diadema —le dije.

Ella suspiró con evidente alivio y se rio.

—¡Menos mal, Levi! No sabía si sería demasiado elegante para una hamburguesa en el bar de los Baker.

Sonreí. Me di cuenta una vez más de que con Vi no había que callarse las cosas. Con Vi podía decir que me gustaba una diadema de flores a los catorce años y que estuviera bien. Los chicos se habrían reído de mí y las otras chicas me habrían mirado raro por no halagar sus ojos o su vestido, sino una diadema hecha a mano que parecía más propia de una niña de ocho años que de una que rozaba la adolescencia. Pero con Vi no. Con Vi, era fácil.

Sin embargo, en cuanto llegamos al encuentro con mis amigos y contemplé la expresión en sus rostros, supe que me había equivocado. Fui consciente de que hay cosas que jamás deben juntarse.

 

• V •

 

La adolescencia nos hace crueles y egoístas. Creemos que el mundo es nuestro, que la única verdad es la que defendemos y que el universo respira para que nosotros lo habitemos. Pocas personas pasan esa etapa sin demostrar que son rematadamente idiotas. Yo no me libré en algunos aspectos; si bien es cierto que nunca fui un mal chico, la cagué de vez en cuando, como nos sucede a todos.

—¿Por qué la has invitado?

Markus me pasó el brazo por los hombros y me susurró esa pregunta al oído. Lo aparté de un manotazo y lancé un bufido.

Habíamos merendado en el bar de sus padres. Los Baker tenían un local en el que podías comer las mejores hamburguesas del condado, beber hasta vomitar e incluso disfrutar los fines de semana de música en directo, así que era habitual que su clientela fuera un batiburrillo de grupos de diferentes edades.

Todo había ido más o menos bien, obviando las miradas poco disimuladas de alguno de mis amigos hacia Vi. Incluso habían intentado incluirla en alguna conversación. A pesar de ello, en un momento dado se había generado cierta tensión en el ambiente. Quizá cuando Gillian le preguntó dónde se había comprado esa diadema y Vi se lanzó con un discurso de los suyos sobre cómo iba a hacerse famosa y a triunfar con complementos de flores que fabricaría ella misma.

—No lo decía porque sea bonita —murmuró Gillian una vez que Vi se calló y centró su atención de nuevo en el gigantesco batido que había pedido.

O puede que lo que nos incomodó a todos fuera la pregunta de Dave.

—¿Qué te ha pasado en la mano?

Vi se retiró la manga del jersey con lentitud y su cicatriz quedó expuesta. No tenía sentido, pero noté que algo no estaba bien. La herida de Vi era algo visible para todos. En la escuela los niños le preguntaban a menudo cómo se la había hecho y ella contestaba lo que le venía en gana. Pero allí, aquel día, fui consciente de que esa pregunta desnudaba a Vi; era demasiado íntima, aunque nunca pronunciara la respuesta verdadera. Si yo me sentía así en ese momento, ¿cómo se sentiría ella?

La edad te enseña que hay preguntas que es mejor no formular, palabras que no se deben decir y promesas que no se pueden cumplir. Pero a los catorce años ninguno de los que estábamos allí lo sabíamos. De haberlo hecho, nuestras vidas habrían sido muy diferentes, empezando por la mía.

Miré a Vi. Sus ojos estaban más oscuros de lo normal. Sus hombros, tensos. Su cuerpo flaco parecía más pequeño aún dentro de ese enorme jersey. Ya no era la chica indestructible capaz de todo, sino una débil, vulnerable y más cercana a la versión que la gente del pueblo tenía de ella que a la que yo conocía y admiraba.

No podía soportarlo. Esa no era mi Vi. No iba a permitir que la redujeran a eso. No iba a tolerar que nadie apagara su magia. Así que hablé.

—Le cayó un rayo.

Todas las miradas se dirigieron a mí, incluida la suya.

—¿Qué? —preguntó la dulce Grace, igual de impactada que los demás.

No sabía si sería capaz de hacerlo tan bien como ella, pero intenté convertirme en Vi por una vez e inventarme una historia a la altura de lo que merecía.

—Sí, le cayó un rayo justo en la mano. Ocurrió poco antes de mudarse aquí. Se desmayó. Estuvo inconsciente durante quince minutos. ¿O fue más, Vi?

Parpadeó. Sus ojos se iluminaron. Le sonreí, animándola a continuar mi relato, que ya era suyo. Por primera vez era yo el que le regalaba uno y eso me gustó. Curvó sus labios, lanzó un suspiro y leí un gracias implícito en su boca que solo vimos nosotros dos.

—Fueron diecisiete minutos. Estuve prácticamente muerta.

—¿Y viste algo? ¿Hay un túnel? ¿Un hombre encapuchado? ¿Un esqueleto con una guadaña? —preguntó Markus, que tenía fascinación por las historias del más allá, pese a ser un miedica.

—Hay... —Todos se agarraron a la mesa, esperando que Vi desvelara ese secreto universal; ella abrió muchos los ojos y por su teatralidad supe que estaba a punto de tomarles el pelo—. ¡Hay un puesto de perritos calientes!

Todos bufaron y Markus se echó a reír. Yo lo acompañé y pedí la cuenta. Vi se llevó todos los caramelos que había en un cuenco en la barra.

Pese a que ya se había disuelto la tensión del ambiente, a partir de ese instante comencé a darle vueltas a un pensamiento que no me gustaba, pero que me parecía bastante certero. Hay cosas en la vida que no deben mezclarse. Personas. Sentimientos. Lo que sea. Y me di cuenta de que Vi era una de esas cosas. Ella y yo funcionábamos bien juntos, por separado, en soledad. Y supongo que, ya por entonces, nada más me importaba.

Miré a mi mejor amigo y dije la única respuesta que servía a por qué la había invitado. La única que podía explicar lo que había intentado que sucediera esa tarde entre dos partes de mi mundo que jamás encajarían.

—Es mi amiga, Markus.

Él torció la boca y me palmeó la espalda.

—Ya lo sé. A mí me gusta. Siempre se ríe de mis chistes. Pero sabes que los demás no están cómodos. Es... rara.

Me encogí de hombros.

—Me gusta que sea rara.

No quería hablar de Vi. No quería analizarla. No tenía sentido. De repente, solo quería que el día acabara, esconderme con Vi en algún rincón del bosque que rodeaba su casa y fumarme con ella mi primer cigarrillo. Se lo había robado a mi padre y me moría de ganas de saber cómo se sentía el humo en la boca. No pensaba dejar que lo probase, Vi solo tenía doce años, pero me gustaba la idea de compartir con ella un momento que para mí era importante.

—¿A Grace no le importa?

Fruncí el ceño ante la pregunta de Markus. A mi espalda, la risa de Grace me provocó un cosquilleo.

—¿Por qué iba a importarle?

—Joder, tío. ¿Estás ciego? Grace está loca por ti.

Me ruboricé. Sabía que Grace me buscaba a menudo y que me prestaba más atención que a los demás, pero me costaba dar el paso con ella. Había besado a una chica ese verano, la prima de Markus, que había venido unas semanas de vacaciones. También le había tocado la teta a Gillian ese curso sin querer, aunque había sido suficiente para fantasear durante meses. Sin embargo, con Grace me sentía inseguro, porque con ella era diferente. Grace me gustaba. Era la chica más guapa que había visto nunca. Siempre sonreía, era amable y divertida. Me gustaba cuando venía con nosotros, porque hablaba de películas y no se metía con nadie. Ni siquiera la había oído criticar a Vi, cuando las demás susurraban a menudo comentarios despectivos sobre su aspecto. Era la única que había mirado su diadema aquella tarde con una sonrisa. Grace era una chica con la que no solo deseaba enrollarme, sino con la que me veía saliendo y hablando de ella a mis padres.

No obstante, las palabras de Markus me hicieron reflexionar sobre algo que nunca había meditado. Algo que se convertiría en una de las constantes de mi vida.

—Grace me gusta, pero si le molesta que Vi sea mi amiga, dejará de hacerlo.

Markus asintió y volvió a juntarse con el grupo. Yo sería un idiota más que estaba a punto de engancharse a la nicotina por propia iniciativa, pero a leal jamás me ganaba nadie.

En un bordillo, Vi estaba sentada y observaba fascinada el interior de una alcantarilla. Tenía el peto manchado de batido de chocolate. Había comido tanto que mis amigos la habían mirado asombrados. La diadema había comenzado a deshacerse por un lateral y llevaba el cordón de una zapatilla desabrochado. A simple vista, era un desastre. Las otras chicas charlaban y reían de pie a un palmo de ella. No le hacían mucho caso, pero Vi les mostraba la misma indiferencia. Sus melenas estaban onduladas a la perfección y decoradas con mariposas de clic. Llevaban vaqueros ajustados y camisetas de colores claros que dejaban el ombligo al aire, pese al frío que hacía. Sus párpados, pintados a escondidas en el baño del bar, brillaban. No entendía que se maquillaran, pero Grace estaba guapa igual, con unos polvos rosados que resaltaban sus ojos azules.

Me fijé en su pelo, rubio y suave. En sus labios, cubiertos de un brillo pegajoso. En su ombligo.

Suspiré y me senté al lado de Vi, ocultando lo que se había despertado dentro de mis pantalones.

—¿Lo has pasado bien?

—Ajá.

La empujé con mi hombro.

—No mientas, Vi.

Ella dejó de estudiar el mundo invisible que habitaba en la alcantarilla y me observó con sus ojos oscuros muy abiertos.

—Son terriblemente aburridos. Solo Markus se salva. Y porque se sabe muchos chistes. ¿Podemos irnos ya?

Sonreí. Miré una última vez a mis amigos y a Grace. Sobre todo, a Grace.

Acababa de cumplir catorce años y mis prioridades comenzaban a cambiar. Pese a ello, asentí y me dije que ya llegarían oportunidades de quedarme con Grace a solas y hablar con ella. Quizá pronto me atreviese a pedirle salir. Puede que, incluso, un día lograra besarla sin morirme de miedo. Pero esa tarde no. Esa tarde me despedí de ellos y escogí a Vi.

De algún modo, nunca dejé de hacerlo.

 

• V •

 

Una hora después estábamos tumbados en mitad del bosque. Solo se oía el siseo de las ramas sobre nuestras cabezas y el susurro de las montañas. Hasta que conocí a Vi nunca lo había percibido, pero ella me había descubierto que esas formaciones rocosas que rodeaban nuestro hogar hablaban, si te parabas a escucharlas. Nosotros lo hacíamos a menudo. Nos escondíamos entre los árboles, levantábamos una tienda de campaña con unos palos y una sábana y nos resguardábamos en su interior del frío.

—¿Las oyes, Levi? —me susurraba Vi.

Y yo asentía, muerto de miedo, porque las oía. Joder si las oía. Aunque no fuera posible. Con ella aprendí pronto que cualquier cosa lo era. Con ella me di cuenta de que el mundo era mucho más del que alcanzaba solo con mis sentidos.

Aquella noche a mí no me apetecía escuchar qué tenían que decirnos las montañas. Estaba inquieto. No solo por lo sucedido con mis amigos ni porque no me sacase a Grace de la cabeza, sino porque no dejaba de juguetear con el cigarrillo cada vez que metía la mano en el bolsillo y una parte de mí tenía miedo de sacarlo. Era una estupidez, pero sentía que tenía el paso a la adolescencia entre los dedos. Si lo encendía, si lograba salir con Grace, si llegaba a la segunda base con una chica antes de que lo hicieran mis amigos, me alejaría de un salto de la Vi que aún me lanzaba retos que no dejaban de ser juegos un tanto infantiles. Si lo guardaba, quizá me mantendría por más tiempo a su lado.

Era consciente de que mis pensamientos carecían de lógica, pero así me sentía, como si ese cigarro encerrara una decisión mucho más importante. Ansiaba crecer al mismo nivel que me asustaba.

—¿Qué tienes ahí?

La pregunta de Vi me hizo sacar la mano y fingir que estaba centrado en observar el cielo. Al instante, noté sus dedos colándose en mi bolsillo y hallando mi secreto. Sacó el cigarrillo y lo alzó sobre nuestras cabezas. Me volví y estudié su perfil. El pelo le olía al bar de los Baker, una mezcla de parrilla, batidos dulces y madera.

—Se lo he robado a mi padre.

Vi rio, aún con el objeto del delito girando entre sus dedos.

—¿Por qué dudabas?

—Yo no... —suspiré y me sinceré, porque con Vi las mentiras no existían—. No lo sé. Me daba miedo lo que pudieras pensar.

Entonces Vi se volvió también y nos miramos, tan cerca como para leer en los ojos del otro demasiado. No sé qué vio Vi en los míos, solo puedo decir que en los suyos podía distinguir el reflejo de mis temores.

Al final fue ella la que decidió por los dos. Tirando de mí, como siempre. Atreviéndose a dar los pasos que a mí me hacían dudar.

—¿Tienes un mechero?

Aquella noche Vi y yo compartimos el primer cigarro que nos ataría durante años a ese vicio espantoso. También me demostró que la distancia que a ratos nos separaba no tenía importancia, porque ella siempre estaría dispuesta a avanzar dos años de golpe para encontrarse conmigo.