La muerte es todo y es nada. Los gusanos entran, los gusanos salen.
Cada persona le teme a la muerte a su propio modo. Para algunos, la ansiedad que produce es la música de fondo de la vida, y cualquier actividad provoca el pensamiento de que ese instante en particular no volverá a repetirse. Incluso una película antigua puede ser desgarradora para quienes no logran dejar de pensar que, en el momento en que la ven, todos sus actores ya no son más que polvo.
Para otros, la ansiedad es más estridente e ingobernable y tiende a entrar en erupción a las tres de la madrugada, dejándolos jadeantes ante el espectro de la muerte. Los atormenta la idea de que ellos, y también todos los que los rodean, pronto estarán muertos.
A otros los acosa alguna fantasía concreta de un fallecimiento inminente: una pistola que les apunta a la cabeza, un pelotón de fusilamiento nazi, una locomotora que los embiste, una caída de un puente o de un rascacielos.
Las escenas de muerte adquieren formas vívidas. Algunos se ven encerrados en un ataúd, con los orificios de la nariz llenos de tierra, pero conscientes de que yacerán en la oscuridad para siempre. Otros temen no ver, oír ni tocar nunca más a sus seres queridos. A otros les duele imaginarse bajo tierra mientras sus amigos continúan vivos. La vida proseguirá sin que uno tenga manera de saber qué ocurrirá con los propios familiares, amigos, o con su mundo.
Todos probamos un anticipo de la muerte al dormirnos por la noche o al perder la conciencia bajo los efectos de la anestesia. La muerte y el sueño, Tánatos e Hipnos, eran hermanos en la mitología griega. El novelista existencialista checo Milan Kundera sugiere que el olvido prefigura la muerte: «Lo que más nos aterra de la muerte no es perder el futuro, sino el pasado. De hecho, el acto de olvidar es una forma de muerte que siempre está presente en la vida».1
En muchas personas, la ansiedad ante la muerte es abierta y fácilmente reconocible. En otras, es sutil, reprimida y se oculta detrás de otros síntomas, y solo se identifica explorando, incluso excavando.
Muchos mezclamos la ansiedad ante la muerte con el temor al mal, el abandono o la aniquilación. A otros los abruma la inmensidad de la eternidad, estar muertos para siempre jamás; a otros les parece inconcebible el estado de «no ser» y cavilan respecto a dónde irán cuando fallezcan; a otros los aflige que todo su mundo personal vaya a desaparecer; otros lidian con el tema de la inevitabilidad de la muerte, como lo expresa este mensaje de correo electrónico de una mujer de treinta y dos años que sufre de accesos de ansiedad ante la muerte:
Me da la impresión de que los sentimientos más intensos provienen de darme cuenta de que quien muera seré YO, no alguna otra entidad, como «yo cuando sea vieja» o «yo, enferma terminal, lista para morir». Diría que siempre he pensado en la muerte de forma indirecta, más bien como algo que puede pasar que como algo que va a pasar. Sentí como si se me hubiese revelado una verdad terrible ante la cual no puedo volver el rostro.
Algunas personas llevan su miedo aún más allá, a una conclusión insoportable: que ni su mundo ni recuerdo alguno de él existirán en ningún lugar. Su vecindario, su mundo de reuniones familiares, padres, hijos, viajes a la playa, escuela secundaria, lugares favoritos para ir de acampada; todo se evaporará cuando mueran. Nada es estable, nada perdura. ¿Qué sentido puede tener una vida así de evanescente? El mensaje continúa:
Tomé plena conciencia de la falta de sentido, de que todo me parece condenado al olvido, y también del eventual fin del planeta mismo. Imaginaba las muertes de mis padres, hermanos, pareja y amigos. Suelo pensar en cómo algún día MI propio esqueleto, MI cráneo, no un esqueleto o un cráneo hipotéticos, estarán más fuera que dentro de mi cuerpo. Esta idea me desorienta mucho. La noción de que soy una entidad independiente de mi cuerpo me parece realmente inaceptable, de modo que no puedo consolarme pensando que tengo un alma inmortal.
Hay varios temas centrales en la declaración de esta joven: para ella, la muerte se ha personalizado; ya no se trata de algo que podría ocurrir o que solo les ocurre a los otros. La inevitabilidad de la muerte hace que la vida parezca no tener sentido. La idea de un alma inmortal independiente de su cuerpo físico le parece muy difícil de aceptar, por lo que no le consuela la noción de una vida futura. También plantea la cuestión de si la inexistencia posterior a la muerte es igual a la inexistencia anterior al nacimiento (un punto importante que reaparecerá cuando analicemos a Epicuro).
Una paciente que le tiene pánico a la muerte me dio este poema en nuestra primera sesión:
La muerte está en todas partes.
Su presencia me atormenta,
se apodera de mí, me arrea.
Grito de angustia.
Sigo adelante.
Cada día, la aniquilación es inminente.
Procuro dejar huellas
que tal vez sirvan de algo;
comprometerme con el presente
como mejor puedo.
Pero la muerte acecha apenas por debajo
de esa fachada protectora,
a cuyo consuelo me aferro,
como un niño a su manta.
La manta es permeable
en la quietud de la noche
cuando el terror regresa.
Ya no habrá un yo
que respire en la naturaleza,
que corrija los errores,
que sienta la dulce tristeza.
Pérdida insoportable, pero
que acarreo sin darme cuenta.
La muerte es todo
y es nada.
En particular, le obsesionaba el pensamiento expresado en las dos últimas líneas: La muerte es todo / y es nada. Me explicó que la idea de convertirse en nada la agobiaba y se convertía en todo. Pero el poema contiene dos importantes pensamientos reconfortantes: que si deja huellas, su vida ganará sentido, y que lo mejor que puede hacer es comprometerse con el momento presente.
Los psicoterapeutas a menudo cometen el error de dar por sentado que, en realidad, la ansiedad que produce la muerte no tiene ese origen, sino que es una máscara de algún otro problema. Esto es lo que le ocurrió a Jennifer, una agente inmobiliaria de veintinueve años que había sufrido, desde muy pequeña, ataques de pánico vinculados al temor a la muerte, y que sus anteriores terapeutas no habían reconocido como tales. A lo largo de su vida, Jennifer solía despertar en mitad de la noche empapada en sudor, con los ojos desorbitados y temblando al pensar en su fin. Imaginaba que desaparecía, que caía para siempre en la oscuridad, totalmente olvidada por el mundo de los vivos. Se decía que, en realidad, nada importaba si a fin de cuentas todo terminaría en la extinción total.
Pensamientos como estos le atormentaban desde la infancia. Jennifer recuerda vívidamente el primero de esos episodios, que ocurrió cuando solo tenía cinco años. Estremecida por el temor a la muerte, corrió a la habitación de sus padres. Su madre la tranquilizó diciéndole dos cosas que nunca olvidaría: «Tienes una larga vida por delante, así que no tiene sentido que pienses en esto ahora» y «Cuando seas muy vieja y te acerques a la muerte, estarás en paz contigo misma o enferma, y, en cualquiera de los dos casos, no tendrás nada que temer de la muerte».
Las palabras de su madre reconfortaron a Jennifer durante el resto de su vida. Además, ahora ha desarrollado otras estrategias para paliar los ataques. Se recuerda a sí misma que puede optar entre pensar en la muerte o no hacerlo. O procura recordar buenas experiencias: se imagina riendo junto a sus amigos de la infancia, maravillándose junto a su marido ante los lagos y nubes que vieron durante sus excursiones a las montañas Rocosas, o besando los rostros felices de sus hijos.
Aun así, su temor a la muerte le sigue atormentando y despojándola de buena parte de su satisfacción con la vida. Ha consultado a varios terapeutas, con pobres resultados. Distintos medicamentos han disminuido la intensidad, pero no la frecuencia de los ataques; quienes la trataron nunca se enfocaron en su temor a la muerte porque creían que era el sustituto de alguna otra ansiedad. Decidí no repetir los mismos errores que los anteriores terapeutas; creo que los confundió un poderoso sueño recurrente que Jennifer tuvo por primera vez a los cinco años:
Toda la familia está en la cocina. Hay un cuenco con gusanos sobre la mesa, y mi padre me obliga a tomar un puñado, exprimirlos y beberme la leche que sale de ellos.
A todos los terapeutas que consultó, la imagen de exprimir gusanos para obtener leche les sugirió, de manera comprensible, penes y semen, y, por lo tanto, cada uno de ellos indagó acerca de un posible abuso sexual que hubiera cometido su padre contra ella. Esa también fue mi interpretación inicial, pero la descarté cuando Jennifer me contó cómo tales indagaciones siempre habían terminado por darle una orientación equivocada a la terapia. Aunque le tenía mucho miedo a su padre, quien abusaba verbalmente de ella, ni Jennifer ni ninguno de sus hermanos recordaba episodio alguno de abuso sexual.
Ninguno de sus terapeutas anteriores exploró la severidad ni el significado de su omnipresente temor a la muerte. Este frecuente error tiene una venerable tradición, ya que aparece en la primera publicación psicoterapéutica: los Estudios sobre la histeria, publicados por Freud y Breuer en 1895. Si se lee ese texto con atención, se ve que el temor a la muerte dominaba las vidas de los pacientes de Freud.2Que él no haya explorado tal terror sería incomprensible si no fuera porque sus escritos posteriores explican que su teoría sobre los orígenes de la neurosis se basa en la premisa de que existe un conflicto entre diversas fuerzas inconscientes, primitivas e instintivas. Para Freud, la muerte no desempeña un papel en la génesis de las neurosis porque no tiene representación en el inconsciente. Freud dijo que había dos motivos para ello: el primero, que no tenemos experiencia personal de la muerte; el segundo, que nos es imposible imaginar que no existimos.3
Freud trató sobre la muerte de forma conmovedora y sabia en ensayos cortos y no sistemáticos, como Nuestras actitudes frente a la muerte, escrito inmediatamente después de la Primera Guerra Mundial.4Pero su «des-mortización», en palabras de Robert Jay Lifton,5de la muerte en la teoría psicoanalítica formal influyó mucho sobre generaciones de terapeutas, que dejaron de ocuparse de la muerte misma para concentrarse en lo que suponían que ella representaba en el inconsciente: en particular, abandono y castración. De hecho, podría argüirse que el énfasis que el psicoanálisis pone en el pasado es una huida del futuro y del hecho de afrontar la muerte.6
Desde el comienzo mismo de mi trabajo con Jennifer, me embarqué en una exploración explícita de sus temores a fallecer. Ella no ofreció resistencia: anhelaba trabajar y me había escogido tras leer mi texto Psicoterapia existencial, pues quería afrontar los hechos existenciales de la vida. Nuestras sesiones de terapia se centraban en sus ideas, recuerdos y fantasías sobre la muerte. Le pedí que tomara cuidadosas notas de sus sueños y pensamientos durante sus ataques de pánico.
No tuvo que esperar mucho. Pocas semanas después, tras ver una película sobre el nazismo, experimentó un severo ataque de pánico a la muerte. Le sacudió hondamente lo aleatorio de la vida según la representaba esa película. Se escogían rehenes al azar y se los asesinaba al azar. El peligro estaba en todas partes. No había dónde encontrar seguridad. Le impresionaron las similitudes con el hogar en el que se había criado: el peligro que representaban los impredecibles episodios de rabia de su padre, su propia sensación de que no tenía dónde esconderse y de que su único refugio era la invisibilidad; es decir, hablar y preguntar lo menos posible.
Al poco tiempo, visitó la casa donde pasó su infancia y, siguiendo mi sugerencia, meditó junto a la tumba de sus padres. Decirle a un paciente que medite junto a una tumba puede parecer radical, pero Freud ya le había dado esa instrucción a uno de sus pacientes en 1895.7Junto a la lápida de su padre, Jennifer, de pronto, pensó algo extraño: «Qué frío debe de tener en la tumba».
Discutimos sobre ese curioso pensamiento. Era como si su visión infantil de la muerte, con sus componentes irracionales (por ejemplo, la idea de que los muertos podían sentir frío), conviviera en su imaginación con la racionalidad característica de la adultez.
Cuando regresaba a su casa después de esta sesión, una melodía que había sido popular durante su infancia le volvió a la mente y se puso a cantarla, sorprendiéndose al ver que recordaba toda la letra:
Al ver pasar un entierro, ¿nunca piensas
que el próximo quizá sea el tuyo?
Te envuelven en una gran sábana blanca,
y te sepultan a unos dos metros de profundidad.
Te meten en una gran caja negra
y te cubren con tierra y piedras.
Todo va bien durante una semana,
pero después el ataúd comienza a gotear.
Los gusanos entran, los gusanos salen,
los gusanos juegan a las cartas en tu narizota.
Te comen los ojos, te comen la nariz,
se comen la gelatina de entre los dedos de tus pies.
Un gran gusano, de ojos saltones,
se te mete por la barriga y te sale por los ojos.
La panza se pone viscosa y verde,
y sale pus, como nata para montar.
La untas en una rebanada de pan,
y eso comes cuando estás muerto.
Mientras cantaba, surgieron recuerdos de cómo sus hermanas (Jennifer era la menor) la atormentaban sin piedad cantando una y otra vez esta canción, sin que les importara su evidente y palpable aflicción.
Recordar esta canción fue una epifanía para Jennifer. Le hizo comprender que el sueño recurrente en que se bebía la leche salida de unos gusanos no se refería al sexo, sino a la muerte, y al peligro y la falta de seguridad que había experimentado en su niñez. La percepción de que mantenía en animación suspendida una visión infantil de la muerte abrió nuevas perspectivas en su terapia.
A veces, sacar a la luz la ansiedad reprimida ante la muerte requiere un trabajo detectivesco. Pero a menudo cualquiera, esté haciendo terapia o no, puede descubrirla mediante la autorreflexión. Los pensamientos sobre la muerte, por más ocultos que estén para la mente consciente, pueden filtrarse y empapar los sueños. Toda pesadilla es un sueño en el cual dicha ansiedad se ha escapado de su corral y amenaza al soñador.
Las pesadillas despiertan a quien las sueña y representan al soñador en riesgo de muerte. Uno puede verse huyendo de un asesino, cayendo desde una gran altura, ocultándose de una amenaza mortal, o realmente muriendo o ya muerto.
A menudo, la muerte aparece en los sueños bajo una forma simbólica. Por ejemplo, un hombre de mediana edad, con problemas gástricos y preocupaciones hipocondríacas respecto a un cáncer de estómago, soñó que iba en avión con su familia, rumbo a unas vacaciones en el Caribe. En la escena siguiente, se vio tendido en el suelo, doblado por el dolor de estómago. Despertó aterrado y entendió al instante el significado del sueño: había muerto de cáncer de estómago y el mundo seguía adelante sin él.
Finalmente, determinadas situaciones de la vida evocan casi siempre la ansiedad ante la muerte. Algunos ejemplos son una enfermedad grave, el fallecimiento de alguien cercano o una amenaza seria e irreversible a la propia seguridad, como sufrir una violación, divorciarse, ser despedido del trabajo o asaltado. Por lo general, reflexionar sobre tales episodios hace salir a la luz el temor a la muerte.
Años atrás, el psicólogo Rollo May dijo en broma que la ansiedad sin motivo siempre busca convertirse en ansiedad con motivo. En otras palabras, la ansiedad sobre nada en particular no tarda en referirse a un objeto tangible. La historia de Susan ilustra la utilidad de este concepto para los casos en que un individuo muestra una ansiedad desproporcionadamente alta respecto a algún hecho.
Susan, una contable pública de mediana edad, prolija y eficiente, me consultó una vez a raíz de sus conflictos con su jefe. Nos reunimos durante unos meses hasta que dejó su empleo y fundó una firma competitiva y muy exitosa.
Muchos años después, me telefoneó para solicitar una sesión de emergencia. Apenas pude reconocer su voz. Susan, por lo general alegre y dueña de sí misma, sonaba trémula y aterrada. Le di cita ese mismo día y quedé alarmado ante su apariencia. Aunque por lo general era tranquila y vestía con elegancia, se la veía descuidada y agitada. Tenía el rostro enrojecido, los ojos hinchados por el llanto, una venda ligeramente manchada en el cuello.
Relató su historia con voz entrecortada. George, su hijo adulto, un joven responsable que tenía un buen trabajo, estaba en la cárcel por posesión y consumo de drogas. Al detenerlo por una infracción de tráfico menor, la policía había encontrado cocaína en su coche. Un análisis confirmó que la había consumido. Como ya estaba en un programa de recuperación patrocinado por el Estado por conducir bajo el influjo de las drogas, y como esta era la tercera infracción de este tipo que cometía, fue sentenciado a un mes de cárcel y a someterse a una rehabilitación de doce meses.
Susan había pasado cuatro días llorando sin cesar. No podía dormir ni comer y, por primera vez en veinte años, le había sido imposible presentarse a trabajar. Durante la noche, horribles visiones de su hijo le atormentaban. Lo veía bebiendo de una botella metida en una bolsa marrón de papel, mugriento, con los dientes podridos, muriendo en una cloaca.
—Va a morir en la cárcel —me dijo antes de pasar a describir cómo había quedado exhausta tras recurrir a todos los medios posibles, a todas sus influencias, para que lo liberaran. Al mirar fotos de él cuando era un niño prometedor, angelical, de rizos rubios y mirada expresiva, se sentía destrozada.
Susan se consideraba una mujer llena de recursos. Se había hecho a sí misma, había alcanzado el éxito a pesar de haber sido criada por padres disolutos e ineficaces. Pero en esta situación, se sentía completamente inerme.
—¿Por qué me hace esto? —preguntaba—. Es una rebelión, un sabotaje deliberado de mis planes para él. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Acaso no se lo di todo, las herramientas posibles para triunfar? La mejor educación, clases de tenis, piano, equitación. ¿Y así me lo paga? ¡Qué vergüenza me da! ¿Qué ocurriría si se enterasen mis amistades? —Susan se consumía de envidia al pensar en los exitosos hijos de sus amigas.
Lo primero que hice fue recordarle cosas que ya sabía. La visión de su hijo en una cloaca era irracional. Veía catástrofes donde no las había. Señalé que, en términos generales, él había progresado. Estaba en un buen programa de rehabilitación y también seguía una terapia privada con un excelente profesional. Es raro que la recuperación de una adicción carezca de complicaciones. Las recaídas, múltiples a veces, son inevitables. Por supuesto que ella ya sabía todo esto. Acababa de regresar de una semana entera de terapia familiar en el programa de rehabilitación de su hijo. Además, su marido no compartía sus preocupaciones a ese respecto.
También sabía que preguntar «¿por qué George me hace esto?» era irracional, y asintió cuando le dije que el problema era de su hijo, no suyo. La recaída de George no tenía nada que ver con ella.
A cualquier madre le afectarían la recaída de un hijo en las drogas y la idea de que está preso. Pero la reacción de Susan parecía excesiva. Comencé a sospechar que buena parte de su ansiedad provenía de alguna otra fuente.
En particular, me llamó la atención su profunda sensación de indefensión. Siempre se había considerado una persona llena de recursos, y ahora que esa visión se desmoronaba, no podía hacer nada por su hijo, más allá de desligarse de su vida.
Pero ¿por qué le adjudicaba un papel tan destacado a George en su propia vida? Sí, se trataba de su hijo. Pero había algo más. Le daba demasiada importancia. Parecía que toda su vida dependiera del éxito de él. Planteé cómo, para muchos padres, a menudo los hijos representan un proyecto de inmortalidad. La idea despertó su interés. Reconoció que había tenido la esperanza de prolongarse a sí misma a través de George, pero ahora se daba cuenta de que debía renunciar a ello.
—Él no tiene la suficiente fuerza para hacerlo.
—¿Y por qué habría de tenerla? —le pregunté—. Además, no se trata de una tarea que George haya escogido. Por eso, su conducta y su recaída son asunto de él, no tuyo.
Cuando, hacia el fin de la sesión, le pregunté por la venda que llevaba, me dijo que acababa de hacerse una cirugía estética para reafirmarse el cuello. Cuando insistí en mis preguntas sobre la cirugía, se impacientó y se mostró ansiosa por regresar al tema de su hijo, que era el motivo, me señaló, por el cual se había puesto en contacto conmigo.
Pero no cedí.
—Cuéntame más sobre tu decisión de operarte.
—Bueno, es que detesto lo que la edad le ha hecho a mi cuerpo. A mis pechos, a mi cara, y al cuello, en particular, cuya piel se me ha aflojado. Esta cirugía es mi regalo de cumpleaños para mí misma.
—¿Qué cumpleaños?
—Uno con C mayúscula. Seis cero. La semana pasada.
Habló de cómo era tener sesenta años, de que advertía que se le acababa el tiempo (yo hablé de cómo es tener setenta años). Después recapitulé:
—Tengo la certeza de que tu ansiedad es excesiva, porque una parte de ti sabe muy bien que en casi todo tratamiento a las adicciones hay recaídas. Creo que una parte de tu ansiedad tiene otro origen y que la desplazas hacia George.
Alentado por el vigor con que asintió, proseguí:
—Creo que buena parte de tu ansiedad es por ti misma, no por George. Tiene que ver con tu sexagésimo cumpleaños, con tu conciencia de que envejeces y con la muerte. Me parece que, en algún nivel profundo, estás afrontando preguntas importantes; por ejemplo, ¿qué harás con lo que te queda de vida? ¿Qué le dará sentido a tu vida, en particular ahora que te das cuenta de que no puedes esperar que quien lo haga sea George?
La actitud de Susan se desplazó de la impaciencia a un intenso interés.
—No he pensado mucho en la muerte y en que se me acaba el tiempo. Son temas que nunca han surgido en nuestras sesiones anteriores. Pero entiendo a qué te refieres.
Cuando terminó la hora, alzó la vista y dijo:
—No puedo ni comenzar a imaginar de qué manera me ayudarán tus ideas, pero te diré algo: durante estos últimos quince minutos has captado mi atención. Es el período más largo que he pasado sin pensar en George durante los últimos cuatro días.
Concertamos otra cita para la semana siguiente, por la mañana temprano. Ella sabía, por nuestras sesiones anteriores, que reservo las mañanas para escribir, y comentó que yo estaba interrumpiendo mi rutina. Le dije que no estaba siguiendo mi ritmo habitual, pues durante la semana siguiente viajaría para asistir a la boda de mi hijo.
Con la intención de añadir cualquier cosa que le pudiera ser de utilidad, cuando nos despedimos, le dije:
—Es la segunda vez que mi hijo se casa, Susan. Recuerdo que, cuando se divorció, pasé por una mala época. Como padre, ver que uno no puede hacer nada es terrible; de modo que sé por experiencia cómo debes de estar sintiéndote. El deseo de ayudar a nuestros hijos es innato.
En las siguientes dos semanas nos dedicamos mucho menos a George y mucho más a su propia vida. Su ansiedad acerca de él disminuyó de manera espectacular. El terapeuta de George había sugerido (y yo estaba de acuerdo) que lo mejor para madre e hijo sería que interrumpieran todo contacto durante varias semanas. Ella quiso saber más acerca del temor a la muerte y de los modos en que las personas lo afrontan. Compartí con ella muchos de los pensamientos referidos a la ansiedad ante la muerte que planteo en estas páginas. A la cuarta semana, me dijo que sentía que había regresado a la normalidad. Fijamos una sesión de seguimiento para unas semanas más adelante.
En esa última sesión, le pregunté qué era lo que le había parecido más útil de nuestro trabajo conjunto. Hizo una clara distinción entre las ideas que sugerí y el tener una relación significativa conmigo.
—Lo más valioso —dijo— fue lo que me contaste acerca de tu hijo. Me afectó mucho tu gesto de acercamiento. Las otras cuestiones en que nos concentramos, como la manera en que desplacé hacia George mis temores sobre mi propia vida y mi propia muerte, sin duda captaron mi atención. Creo que diste en la tecla. Pero algunas de las ideas, en particular las que adoptaste de Epicuro, eran muy..., eh..., intelectuales, y no sé lo útiles que me habrán sido en realidad. Sin embargo, no me cabe duda de que en nuestros encuentros ocurrió algo que fue muy efectivo.
La dicotomía entre ideas y relaciones humanas que trazó es un punto clave (véase el capítulo 5).8Por mucho que puedan ayudar las ideas, lo que les da fuerza es la conexión íntima con las personas.
En esa misma sesión, Susan hizo un asombroso anuncio sobre algunos cambios significativos en su vida:
—Uno de mis mayores problemas es que estoy demasiado enclaustrada en mi trabajo. He sido contable durante demasiados años, la mayor parte de mi vida adulta, y ahora me encuentro pensando en lo poco adecuado que ha sido eso para mí. Soy una persona extrovertida en una profesión para introvertidos. Me encanta conversar con la gente, conectarme. Y ser contable es demasiado monástico. Debo cambiar de actividad, y, en las últimas semanas, mi marido y yo hemos hablado muy en serio sobre el futuro. Aún me queda tiempo para emprender otra carrera. Detestaría que, al llegar a vieja y mirar lo que hice con mi vida, me diera cuenta de que nunca intenté hacer otra cosa.
Me contó que, en el pasado, su marido y ella solían hablar en broma del sueño que compartían de comprarse un pequeño hostal en Napa Valley. Ahora, de pronto, se lo tomaban en serio y habían pasado el fin de semana anterior viendo varias posadas con un agente inmobiliario.
Unos seis meses más tarde, recibí una nota de Susan escrita en el dorso de una fotografía de una encantadora posada campestre en Napa Valley. Me invitaba a visitarlos diciendo: «¡La primera noche va por cuenta de la casa!».
La historia de Susan ilustra diversos puntos. Primero, su desproporcionada ansiedad. Obviamente, que su hijo estuviese preso le afligía. ¿A qué padre no le ocurriría? Pero su manera de responder era catastrófica. Al fin y al cabo, hacía ya muchos años que su hijo tenía problemas con las drogas y había sufrido otras recaídas.
Cuando me concentré en la venda manchada que cubría su cuello, evidencia de la cirugía estética a la que se había sometido, hice una suposición basada en la información de que disponía. Claro que no había muchas posibilidades de que me equivocara, pues a la edad de Susan, nadie escapa a las preocupaciones respecto del envejecimiento. Su cirugía estética y el hito que representó su sexagésimo cumpleaños habían despertado su ansiedad reprimida ante la muerte, que ella desplazó hacia su hijo. Logré que tomara conciencia del origen de su ansiedad y traté de ayudarla a afrontarla.
Diversas percepciones la habían sacudido: la conciencia del envejecimiento de su cuerpo, el hecho de que su hijo representaba su proyecto de inmortalidad, y el descubrimiento de que su capacidad de ayudar a su hijo o de detener su propio envejecimiento era limitada. En última instancia, comprender que estaba acumulando una montaña de arrepentimiento por la forma en que conducía su vida hizo que iniciara un cambio importante.
Este es el primero de los muchos ejemplos que ofreceré para demostrar que podemos hacer más que solo reducir nuestra ansiedad ante la muerte. La conciencia de la muerte puede servir como una experiencia de despertar, un catalizador sumamente útil para producir importantes cambios vitales.