EL TALLER DE DOÑA SUSANA Y DON FRAN
Esta es, sin embargo, una historia feliz. Todo ocurrió sin que estos hombres y mujeres alcanzaran a intuir que en esas calles de subidas y bajadas, lomas, cuestas, pasadizos, nacía un silencio que habría de instalarse en lo más profundo de sus corazones y que, con suerte, muchos años después solo algunos de ellos llegarían a entender.
Era el año 1986 y transcurrían algunos de los hechos que quedarían grabados para siempre en mi memoria. Veo una niña sentada en un pequeño banco de madera, blanco y bellamente torneado. Su vestido, que unos días me parece azul y otros días violeta, se ha ido cubriendo paulatinamente por la nieve que cae del techo hasta ocultar cualquier vestigio de color. Ahora entiendo que es a causa de un polvillo fino que cae y sube por los aires, como en una bola de cristal, y que a veces se queda suspendido en lo alto. Parece obedecer a una danza religiosa, irregular, que por momentos distrae a la niña de sus juegos.
Me detengo en la escena y detallo un poco alrededor. Es una especie de taller que está en un ático improvisado, en el patio de atrás de la casa de los vecinos, doña Susana y don Fran. Recorro el lugar y veo la escalera de madera apoyada en lo alto, en un piso sin paredes y ni siquiera una baranda a la que aferrarse. Recuerdo, de manera inmediata, los travesaños torcidos, la distancia que separa, uno tras otro, cada escalón. Sufro de nuevo el vértigo, el miedo a apoyar los pies sobre la escalera, la siento tambalear. Pero en su ascenso, la niña se gira y mira hacia abajo. Tiene la impresión de ver unas manos que la sostienen, grandes, morenas y peludas. Pierde el miedo al vacío y muy rápido trepa hasta el taller, donde mamá le extiende los brazos para ayudarla a dar el paso final.
Siempre he disfrutado ese olor; el yeso retiene una humedad que se puede oler, que casi quisiera probar, y no compite en mi recuerdo con mi olor favorito, el del café recién hecho. Así ocurren en mi memoria aquellas tardes, el olor del yeso y del café, doña Susana y mi madre, apoyadas en una mesa grande de madera, sostienen en voz baja una conversación que nunca terminará y que en ninguno de mis sueños logro descifrar. A su lado, la niña juega con un angelito blanco y un angelito negro que apenas se diferencian entre sí por el tono de los labios o el tamaño de sus alas, por la expresión exageradamente melancólica de uno de ellos.
Tres hechos harían que la casa de doña Susana se convirtiera en una referencia inolvidable de aquella niñez. El primero y más importante es que era una de las dos únicas casas del barrio que la niña podía visitar. Así su presencia se limitara a comprar alguna porcelana en el pequeño almacén o a jugar en el taller con la segura y confortable compañía de mamá. Sobre todo era en esas visitas en que podía reparar, detalladamente, en los integrantes de la familia que vestían casi siempre de overol o delantal. Los únicos que no trabajaban en el taller y que por lo tanto no llevaban el polvo adherido a su piel eran Diana y Elías.
A Francisco le decíamos don Fran. Era un hombre mayor, no muy alto, que saludaba a mamá con voz aflautada y que caminaba con tanta parsimonia que a veces daba la impresión de querer devolverse a mitad de camino. Su expresión, casi infantil, reñía con los pocos cabellos que cruzaban de un lado a otro enmarcando su enorme frente. Hay rasgos que se repiten entre padres, hijos y hermanos. En esta familia, todos se reían igual. Los dientes blanquísimos, perfectos, salían a relucir en las carcajadas diabólicas de Héctor, el hijo mayor; en la sonrisa constante y ladeada de Alfonso, el músico; o en la tierna mirada de Diana, la menor de la familia. Por su lado, don Fran y doña Susana eran una pareja sin igual. No solo sus risas se parecían, con el tiempo también sus ademanes y todo lo demás, la postura heredada de largas jornadas de trabajo en el taller, una alegría sincera en su mirada, el gesto sencillo de envejecer los dos.
¿Cómo era la risa de Elías? No. No es fácil de recordar. A decir verdad, no he logrado recrear en mi mente siquiera una imagen de su rostro. Solo sé que era el único amigo grande que la niña podía tener, con el único que podía charlar y que, sin hacerle cosquillas como las amigas de la escuela, la hacía reír. Que le regalaba chocolatinas Jet para ayudarle a completar su álbum de Historia Natural y que en cada encuentro le entregaba las láminas o caramelos que había guardado cuidadosamente en su billetera, de modo que conservaban un olor particular, una mezcla entre dos perfumes: el olor de los billetes y del chocolate. Lo que sí recuerdo es el día, que muchas veces he querido borrar de mi memoria, en que Elías dejó de existir.
El segundo hecho está ligado a un misterio que solo ahora empiezo a resolver. La casa de doña Susana quedaba justo al frente de la nuestra, de modo que la veíamos todos los días, cada vez que salíamos para el colegio, cada vez que jugábamos en la acera o que mirábamos a través de las ventanas. Y en su fachada había algo que no terminaba de encajar. El caprichoso accionar de una pequeña ventana que se abría y se cerraba como por azar, tan rápido que la mayoría de las veces parecía no haber nadie detrás, otras creía alucinar con un rostro anciano que aparecía y desaparecía en un parpadeo. Según los cálculos de la niña, detrás de aquella ventana, al interior de la casa, no podía existir ningún lugar.
Esta ventanita imposible iba unida en su mente a una sensación que le causaba mayor curiosidad. Para llegar al taller había que cruzar por la sala, las alcobas, el comedor, la cocina e ingresar al patio de atrás. Desde la entrada de la casa se percibía un olor que comenzaba a crecer y que alcanzaba su máxima nitidez al llegar al comedor, donde había una puerta que dejaba ver un corredor alterno alumbrado por los rayos del sol. Creía que aquel pasadizo, ajeno a cualquier señal de humanidad, se comunicaba con la habitación del inquilino que tenían en casa don Fran y doña Susana, al que los niños de la cuadra temían más que a Nosferatu, el vampiro.
Tenía pues que haber un vínculo entre estos dos misterios. La ventana imposible y aquel penetrante olor. Detrás de aquella puerta parecía estar la explicación. A esta serie de incongruencias se sumaba el comportamiento extraño de doña Susana. Cada vez que alguien pasaba por allí, parecía empujarlo hacia el fondo del zaguán hasta llegar al patio de atrás. La mirada de la niña, como era de esperarse, permanecía atenta buscando alguna pista, una visión, algo que le ayudara a entender qué ocurría detrás, a qué parte de la casa podría conducir aquel portal.
Un día llegaría a entender que allí existía el mundo que habitaba Anita, la madre de don Fran. Pasaba entonces por los noventa años y no quería que nadie reparara en su existencia. A pesar de padecer un enfisema pulmonar, no recibía ninguna medicina, pues pensaba que las gentes, incluida Susana, la querían matar, por esto solo tomaba pastillitas de Mejoral que había acumulado en su mesa de noche desde mucho tiempo atrás. Y así, de tarde en tarde, su único contacto con la realidad era a través de aquella ventanita que le permitía asomarse al mundo sin que esto le implicara renunciar a su clausura.
El tercer hecho era la existencia del Inquilino, el Mostro, Frankenstein, Nosferatu el vampiro en su edad mejor. Su figura regresa a mi memoria en escala de grises, como en una película antigua, de esas que ocurren en un pueblo olvidado, muy lejos de casa. De esos pueblos que en lugar de personas los habita un ruido de sirena, cuerpos de hule sentados al agua y al sol, radios que anuncian una canción pasada de moda. Viajo hasta allí y veo a la niña que lo sigue todos los días con la mirada: los ojos azules como desorbitados, la tez blanca y semitransparente, gabán negro y botas muy embetunadas. Y allí, sujeto firmemente con su mano izquierda, el maletín. Negro, de cuero raído, sofisticado, lo suficientemente grande para guardar en él una muñeca del tamaño de un niño.
El Mostro era el terror de los chiquitos de la cuadra. La niña, que pasa las tardes sentada en el antejardín, lo ve pasar todos los días, del otro lado de la calle, invariablemente a las cinco de la tarde. Avanza a grandes zancadas, llevando a bordo su maletín. ¿Qué diablos guardaba allí? ¿Hacia dónde iba? ¿Por qué nunca se le veía llegar? ¿Por qué no había niños en la casa de doña Susana? ¿Tendría que ver algo con ese olor? ¿De qué se alimentaba? Eran preguntas que solía hacerse, mientras él, sigiloso, se desplazaba en sus grandes botas lustradas impulsado por un fuego azul, una fuerza vital incompatible con su mirada.
* * *
Suele pasar que la gente se despide, se aleja indefectiblemente de lo que una vez fue su vida, y desaparece un mundo de rostros, de casas, de historias y de voces. Un día, como por arte de magia, ocurre el milagro. Bajo otros cielos, te encuentras un rostro que no es, pero se le parece. Y te lleva a él. Al Inquilino. Llegas a casa y, sin descargar el bolso, cierras la puerta y llamas de manera urgente a mamá. Omites el largo saludo de costumbre y con ese impulso que te hizo correr desde aquel rostro, le preguntas.
—Mami, es que estuve pensando y me acordé de alguien. ¿Te acuerdas de un hombre que vivía en la casa de doña Susana y don Fran, que era alto y canoso y muy viejo y extraño y blanco y que llevaba siempre un maletín?
Risas.
—Sí me acuerdo, ¡claro que sí!
Y aquel terror de la infancia se transforma en ternura y asombro.
* * *
Como aquella vez que la niña fue grande y visitó el patio de atrás de su primera casa, y dibujó en su mente el giro imposible sobre las ruedas de la monareta en aquel diminuto espacio que creía vastísimo, con sus baldosas vitrificadas y su solar. La tierra era húmeda y al removerla un poco brillaban pequeñas conchas color de nácar, que vistas de cerca se revelaban en caracoles diminutos, frágiles y sorprendentes, porque, decía papá, estaban vivos, que de noche, cuando todos dormían y nadie los veía, aquellas conchas comenzaban a surgir de entre la tierra, arrastradas por pequeños animales que no tenían huesos y eran transparentes y que vivían allá adentro, en cada concha espiralada. Y allí, entre la tierra y la mata de crotón, vivía también el grillo de papá. Recuerdo a papá, su espalda ancha trabajada en sus rutinas matutinas con las pesas, agachado en el jardín con la paciencia de quien tira una carnada y espera horas a que algo en el fondo de un lago tire del cordel. Lo recuerdo, esperando paciente la aparición del grillo, y lo veo de cerca con sus manos toscas y delicadas a la vez, atrapando al pequeño saltarín con pies de hojas secas. Lo recuerdo victorioso, llevando a su nuevo amigo entre las manos. Y ahora lo veo con tanta claridad, toda la escena seguida de cerca por la niña, hasta abrir sus manos en el rincón de su cuarto, para sentirse acompañado en la noche de algo más cercano al bosque, a su niñez olvidada al inicio del camino aquel día que partieron en tren desde Yolombó, donde habían nacido él y su amor por el campo, el sonido de la noche y la música, las primeras notas escuchadas de manos de su padre.
Aprovecho el momento, me dirijo de nuevo al patio y siento el olor del aserrín. El patio de atrás, con el banco de madera donde papá fabricó las casas de las muñecas, la mesa del comedor y otros objetos… y veo los muros. No son tan altos como entonces.
* * *
Regresas al presente y estás nuevamente al teléfono, sentada en el sofá, mirando hacia tu nuevo y diminuto patio de atrás. Y entonces descubres por la conversación con tu madre, que este señor, el Mostro, el Inquilino, perteneció a una familia muy importante de Medellín, los de Bedout. Y que al parecer, por su condición de extrañeza y aparente fealdad, le aseguraron un domicilio y una pensión en un barrio alejado del centro de la ciudad, para que pudiera vivir sin someter a la familia al escrutinio público de tener que dar razón por él.
Sigues dispuesta a escuchar los detalles que te cuenta mamá y enuncias, una a una, las preguntas guardadas por la niña, como si aquellos ojos lo volvieran a ver.
—¿Te acuerdas del maletín?
Risas. Carcajadas.
—Claro que sí.
—¿Y qué llevaba en él?
Preguntas, algo turbada.
—Pues, mija, los angelitos blancos y los angelitos negros del taller de Susana.
Largo silencio.
—¿Y a dónde iba todas las tardes, mamá?
—Pues a venderlos, hija, en los bares de Santa Cruz.
Doña Susana le había contado que eran borrachos y prostitutas a los que entrada la noche él escuchaba atentamente, casi sin pestañear, y agradecidos por la atención con que oía sus historias, sus miserias, le extendían un billete a cambio de una cerámica angelical.
Así llegó aquel hombre inmenso a la vida de la niña, una tarde, para ayudarle a desviar la mirada del verdadero terror. Y así regresas hoy, hombre viejo del pasado, figura enigmática de la niñez, a alumbrarme una ruta que creía perdida. Con tu extraño pasar por la vida hiciste que la niña quisiera mirarte siempre. Serás nombrado de ahora en adelante mi ángel negro y mi ángel blanco.