1. El fuego

Es por la tarde en el centro de Madrid y la luz empieza a caer en picado, así como las ganas de Marrdita de aguantar a todos los gilipollas que aparecen por sus mensajes privados de Instagram siempre que sube cualquier cosa. Da exactamente igual el contenido que sea: un vídeo suyo contando alguna anécdota de su día, un post promocionando una marca que le encanta, o incluso si comparte alguna frase motivacional que le gusta. En realidad, a cualquier chorrada le buscan la puntilla para venir a sus privados a intentar darle por culo, reclamando una migaja de atención.

«A la mierda», piensa mientras entra en su piso con estruendo y deja el bolso y el abrigo en el perchero de la entrada.

En cuanto entra en el pequeño piso, todo cambia. Ha llegado a su refugio.

La claridad parece no querer desligarse de aquella casa, como si supiera la energía que desprenden sus habitantes. Marrdita sonríe: desde que se mudó a Madrid con Sandra, relaciona aquel sitio con un santuario de paz. Los comentarios de imbéciles se quedan en la entrada, tanto de su casa como de su corazón.

Su compañera de piso debe de estar aún currando, así que se dirige a su habitación hasta tirarse en la amplia cama, agotada. El cuarto está decorado con todo lo que le hace feliz, porque hace tiempo que aprendió que hay que rodearse de cosas buenas y mandar a tomar por culo las malas.

Cosas buenas... como el polvazo que viene de echar con Adri, un entrenador personal que le da lo que ella necesita. Tiene una polla magnífica y, sobre todo, sabe cómo usarla, no como todos esos machitos que fardan mucho, pero que luego, a la hora de la verdad, se deshinchan como un globo. Si es que tienen algo que deshinchar, claro. Que, en muchos casos, ni eso.

Adri es lo que es, un follamigo magnífico, y, aunque el pobre chaval intenta que ella se quede después, para esos mimos que le dan tanta pereza, Marrdita le ha dejado bien claro desde el principio lo que hay: no la tiene, solo cuenta con el privilegio de follársela cuando a ella le apetece. Así ganan los dos y no pierde el corazón de nadie.

Boca arriba en la cama, se lleva los dedos a la garganta, rememorando el agarre de las manos de Adri, que tiene la bendita manía de sujetarla bien mientras la empotra con todas sus fuerzas. Suspira de placer, dejando salir esas hormonas maravillosas que se quedan revoloteando por todo su cuerpo después de un buen orgasmo. O dos. Hay que reconocer que el chico es bastante bueno.

No obstante, no es solo agotamiento físico lo que siente.

Quien diga que el trabajo de influencer es un chollo, no tiene ni idea del cansancio mental que supone. Marrdita lo hace de mil amores, por supuesto, y todos los comentarios de cariño que recibe le alegran hasta los días más grises. Sin embargo, el no poder desaparecer a veces la aprisiona. Cuando tu vida ya no depende solo de ti, sino que hay casi un millón de personas pendientes de cada paso que das, el camino no es solitario, pero sí es obligatorio.

No puede evitar pensar en esa misma tarde, en lo que ha pasado en el salón de belleza.

Se trata de un centro de confianza con el que colabora regularmente. Cada varias semanas la peinan, la maquillan y la dejan divina a cambio de que ella comparta el resultado en sus redes sociales. Marrdita tiene una cantidad de seguidores en Instagram suficiente como para poder permitirse declinar este tipo de ofertas y hacerse con otras más suculentas, pero hay algo en ese pequeño salón que le hace sentir en casa y en familia. Quizás sea la amabilidad de las peluqueras, o la sonrisa sincera del chico de recepción, pero hace que quiera colaborar con ellos. Hacerlos felices de alguna manera, como ella es feliz el ratito que está ahí. No quiere perder de vista ni sus orígenes ni a la gente buena que va encontrando en su vida.

No obstante, lo que ha sucedido hace apenas un par de horas tiene su cabeza echando humo. Estaba siendo un día bastante normal, y ella estaba encantada con el maquillaje de perra con dinero que le habían hecho, cuando una de las clientas que estaba en ese momento en el salón de belleza se puso a llorar de manera bastante escandalosa.

Su llanto lo inundó todo. Y no fue uno bonito, de esos de película. Fue de esos que suenan a ahogo, a desgracia, y que vienen acompañados de mocos. Vamos, un llanto de verdad, que a las de las pelis no hay quien se las crea nunca.

Al principio, hubo varias exclamaciones de sorpresa. Después, la propia peluquera, a la que todo eso había pillado con las planchas encendidas, desconectó todo y se arrodilló enfrente de la mujer, que aparentaba unos treinta años y se tapaba la cara con ambas manos.

Marrdita observó la escena con los ojos como platos. Como siempre que ve a una mujer llorar, se encendió un fuego en su interior de rabia y su primer instinto hubiera sido ir corriendo a por cualquiera que se hubiera atrevido a hacerle daño, pero se contuvo. En ese momento, tocaba esperar a que se tranquilizara. Ella gemía y sollozaba, y las lágrimas se escapaban entre sus dedos. Otra clienta del local se acercó a tenderle un paquete de pañuelos de papel, que la mujer agradeció entre hipidos.

—No... no puedo más —sollozó, y Marrdita tiene esas palabras clavadas en la mente. Dan vueltas por su cabeza, sin dejarla en paz desde entonces.

Una invasión de su pensamiento en toda regla.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó la peluquera, con timidez y un tono de voz cargado de dulzura.

Alargó su mano enguantada para acariciar la cabeza de esa chica que al parecer se llamaba Emilia. Llegadas a ese punto, ya daba igual estropearle lo que llevaban de peinado. No parecía que Emilia hubiera acudido ese día al salón de belleza para peinarse o hacerse ningún tratamiento. Nada más lejos de la realidad. Estaba huyendo de algo. O de alguien.

Pasaron los minutos y ella no contestaba. De vez en cuando, abría la boca como si estuviera cogiendo fuerzas para hablar, pero volvía a cerrarla con un tembleque de labios. El local guardaba absoluto silencio, un silencio que, no obstante, hacía mucho ruido.

No era un día en el que el salón de belleza estuviera especialmente alborotado, como podía pasar cuando en el barrio se preparaba alguna boda o evento importante, pero aun así todas las peluqueras estaban ocupadas y había varias clientas más esperando su turno, entre revistas. Y todas y cada una de ellas estaban con el corazón encogido por esa chica.

—¿Qué ha pasado?

Esta vez fue la propia Marrdita la que repitió la pregunta, con tono serio y levantándose de la silla. Recorrió la distancia que la separaba de Emilia con pasos largos y decididos, y una vez allí se plantó, bien recta, con los brazos en las caderas y el ceño fruncido.

Si algo caracteriza a Marrdita es que puede ser bajita, pero su presencia es siempre la más alta de la sala.

Emilia levantó la mirada y se quedó sin respiración. Compartieron unos segundos, los ojos de la una clavados en los de la otra, evaluándose. Diciéndose todo lo que puede decirse con una mirada. Transmitiéndose confianza.

Y entonces, ella habló.

Contó que ya no podía más, que llevaba diez meses quedando con un chico que no la quería. Que él le decía que sí, le prometía el mundo, pero luego le pedía libertad. Le decía que ellos eran especiales, que lo suyo era especial, y, sin embargo, ella sabía que le ponía los cuernos una y otra vez.

Lo sabía, se lo decían, pero siempre que le confrontaba él decía que eran mentiras. Que la gente se lo inventaba para que no estuvieran juntos, para ponerle trabas a su amor.

—¿Todas las veces son mentiras? —sollozó, en una mezcla entre tristeza infinita y cabreo—. ¿Vienen de personas distintas, de confianza, y todas ellas mienten? Pero él nunca miente, no... Siempre soy yo la histérica.

Se sonó la nariz de manera muy estruendosa y abrió de nuevo el paquete de pañuelos para sacar otro.

—Mira, nena —le dijo Marrdita, dejando una mano sobre la cadera y levantando un dedo de la otra—. Una cosa voy a dejarte bien clarita: tú no te mereces a ese gilipollas. Ese gilipollas se merece que le metan un candado por la polla y lo cierren para siempre, para que deje de jugar contigo y con cualquier otra tía que venga en el futuro. Tú eres una reina y te mereces que te traten como tal. Y si no lo hacen, nena... —Se puso en cuclillas, y le alzó el mentón a Emilia, que seguía con los ojos vidriosos—. Los mandas a tomar por culo. Que el mundo está lleno de rabos y ninguno merece tus lágrimas.

La mujer se la quedó mirando con una intensidad extrema, como si fuera la primera vez en su vida que alguien le decía las cosas tan claras.

«No estamos en esta vida como para andarnos con gilipolleces», pensó Marrdita en ese momento, irguiéndose para ponerse en pie de nuevo y bajándose la falda del pequeño vestido que llevaba puesto y que le hacía sentir el mayor pibón del universo.

Emilia tardó. Tardó mucho, pero acabó asintiendo. Con fuerza, con resolución. En su mirada podía verse algo diferente. Y cuando lo hizo, empezó a escucharse un rumor en la sala, las voces de muchas de las presentes, que tenían las miradas puestas en Marrdita. Decenas de ojos mirándola. Ella alzó una ceja:

—¿Qué pasa? —preguntó—. Alguien tenía que decírselo.

—Es precisamente eso, Mari —le dijo el recepcionista, alzando la voz para que se le oyera desde la otra punta del salón de belleza—. Que ninguna de nosotras se lo hubiera podido decir tan bien. Que ole tu coño, vaya.

—Gracias, chocho. —Sonrió ella, haciendo una pose para él.

—Tía, no sé por qué no te montas un negocio —comentó una clienta habitual, con el pelo lleno de papel de aluminio por las mechas que se estaba haciendo—. Unas clases, o algo. «Te ayudamos a abrir los ojos de una puta vez.» Y te forras.

—Bah. —Sacudió la mano—. Si hiciera algo así, no sería para ganar dinero. De estas cosas no hay que sacar pasta, joder, estas cosas debería saberlas todo el mundo. O al menos, todas las mujeres deberíamos saberlo desde que salimos del chocho de nuestra madre. Estaría de lujo que no tuviéramos que pasar por un puñado de subnormales para acabar aprendiendo a hostias.

—A mí me hubiera venido bien tenerte para que me lo dijera alguien antes... —Suspiró Emilia, mirándose en el espejo para intentar limpiarse los restos de la máscara de pestañas que anegaban todo su rostro—. Me habría ahorrado muchas lágrimas, la verdad.

—Marrdi, deberías dar clases. Como un voluntariado —bromeó otra clienta, una señora bastante mayor con una permanente de color rosa.

—Claro, chocho —le siguió la broma la influencer—. La llamaremos, «Academia de puterío». Venid, venid, que la Marrdita os enseñará a que os coman bien el coño sin que os coman la cabeza después.

Hubo un silencio, un silencio sepulcral, en el que solo se intercambiaron miradas. A Marrdita se le congeló el alma, ¿qué estaba pasando? ¿Por qué todas parecían haber tenido la misma idea? La estaban mirando como si tuviera la respuesta a todas sus preguntas. Y eso le estaba dando todo el mal rollo del mundo.

—¿Qué estáis mirando? Estaba de coña, eh. —Se apresuró a aclarar.

—¿Lo estabas? —preguntó el recepcionista, que se había acercado hasta quedar frente a ella—. Porque nosotras no lo estamos, querida.

—¿Qué dices, nene?

Miró a ambos lados, y las miradas de todas las presentes seguían clavadas en ella. Expectantes, ansiosas. El ambiente parecía haberse llenado de algo, de algo grande y pesado como una losa. Marrdita solo esperaba que esa losa no estuviera destinada a aplastarla.

—Piénsalo, niña —intervino una señora de unos cincuenta años, con la barbilla bien alta y las cejas a medio depilar—. De las que estamos aquí, estoy convencida de que a unas cuantas nos vendría muy bien aprender a tener un buen par de huevos.

—Ovarios —corrigió Marrdita, de manera instintiva.

«A ver por qué solo quien tiene huevos va a poder tener valor», pensó para sí.

La señora asintió y luego se levantó de la silla, abarcando todo el salón de belleza con los brazos.

—Amigas mías, ¿cuántas de aquí se apuntarían a una Academia si esta mujer la monta?

En ese momento, y mientras una cantidad nada desdeñable de manos se alzaban en el aire, Marrdita no pudo evitar pensar en lo absurdo de la situación. Una Academia de puterío. Ella, profesora. Nunca se había visto así, o al menos no de manera didáctica. Tenía muy malas experiencias con profesores, en el pasado. De hecho, son una figura que no le genera nada más que rechazo. No le gustan nada. Una parte de ella teme convertirse en alguien así, en esa figura que se supone que tienes que respetar, pero que te traiciona en todos los aspectos.

No obstante, un pensamiento comenzó a revolotear en su cabeza: «¿Y si puedes hacerlo mejor?».

Salió de allí prometiéndoles a todas esas mujeres que se lo pensaría. Que le daría una oportunidad a la idea, aunque al momento de hacer la promesa consideraba que no había manera de convencerla de algo así. No obstante, habían sido tan insistentes que no se había visto capaz de decirles que no, al menos rotundamente. Se las veía muy convencidas de que eso tenía que pasar, de que era lo mejor para todas, lo que el mundo necesitaba.

Ahora, tumbada en diagonal en su gran cama de matrimonio, después de un par de buenos orgasmos, empieza a verlo de otra manera. No lo ve tan negro, digamos.

Sabe que tampoco es muy lógico tomar decisiones después de un polvo, porque necesita tener la cabeza fría. Y las hormonas de la felicidad posorgasmos le hacen verlo todo... mucho más brillante. Más apetecible. Así que no lo va a hacer, ¿no?

¿...No?

Sacude la cabeza, como intentando que así se le escurran también esas ideas tan locas.

En ese momento, el estruendo de la puerta de entrada le hace girar la cara hacia el sonido.

—¡Amooor! ¡Ha llegado tu nena favorita!

Los berridos de su mejor amiga la hacen sonreír, como siempre. Parece llenar toda la casa de su energía, y de repente hasta se siente de mejor humor. Se levanta de un salto de la cama, porque sabe que si Sandra la encuentra ahí, se le va a tirar encima y como pasa de recibir ese impacto, sale en su busca.

Se la encuentra ya en el salón, tirada como una perra en el sofá, boca abajo como si fuera a axfixiarse ella sola.

—Nena, ¿qué te pasa? Ni que hicieras algo con tu vida para estar así de cansada, hija —se burla Marrdita con una sonrisa, dándole una palmada en el culo a Sandra.

—Estoy que me pesa hasta el ojete. Como no pasen las rebajas pronto, voy a acabar dándole una hostia en toda la cara a alguna señora, te lo juro.

—Creo que eso no está bien visto.

—Bueno, pero ella sí que lo vería bien clarito, así te lo digo. Se le quedaría tatuado en esa jeta tan grande que tiene, te lo aseguro.

Sandra levanta la cara, impulsándose con los brazos, y luego se da la vuelta con un gruñido de cansancio.

—Y tú qué, ¿te han dejado bien putona en el salón o qué?

Le echa un vistazo de arriba abajo y luego silba. Marrdita pone unos buenos morritos y se planta las manos en las caderas para posar para su amiga.

—Hostia, está muy chulo. La próxima vez, voy contigo.

—Sí, el maquillaje es una pasada, pero no vas a creerte lo que pretenden que haga, nena.

Sandra percibe el tono alucinado de su compañera de piso y se acaba de incorporar en el sofá, reposando la espalda en los cojines. Cruza los largos brazos en torno a su pecho y alza una ceja, interrogativa.

—Suelta.

—Quieren que monte una Academia.

—¿Una Academia de qué, nena?

—De perras.

Pasan unos segundos, tras los que la chica suelta una sonora carcajada.

—¿En plan? ¿Qué sabes tú de animales?

—¿Cómo que animales, tía?

—Yo qué sé, ¿vas a adiestrar perros?

—Tía, no, coño —bufa Marrdita, llevándose la mano a la cabeza—. Qué gilipollas eres a veces, eh, en serio. Una Academia de puterío, de putonas, de tías fuertes a las que no les toca el coño ningún tío.

—Ah, joder. —Se vuelve a reír, dándose cuenta de su propio error—. Academia de puterío suena mejor que Academia de perras, Marrdi. Pues menos mal, porque no creo que valieras para eso de los animales, nena. Y no quería tener que ser yo la que te lo dijera.

—Anda, cállate, putón.

Se sienta a su lado y le da un codazo amistoso.

—¿Y qué vas a hacer?

—¿Cómo que qué voy a hacer? Pues nada, no voy a meterme en esas movidas.

—¿Y por qué no?

Marrdita la mira con los ojos como platos.

—¿Estás loca? ¿No me digas que tú también crees que esa paranoia es una buena idea?

—Joder, tronca, estaría divertido, ¿no? Al final, lo que haces en insta es motivar a la peña para que no se deje pisar, es casi como dar clases. —Se encoge de hombros—. Pues por lo menos que te paguen por ello.

—No, no, lo haría gratis. Si decidiera hacerlo, claro.

—Gratis, dice. Si es que eres una puta santa, en serio. —Resopla—. Así nunca vamos a comprarnos la tele de plasma, así te lo digo.

—Pero que no estoy diciendo que vaya a hacerlo...

—Lo tienes en la cabeza. —Alza un dedo y se lo planta en el medio de la frente—. Y eso contigo, tía... no se va tan fácilmente. Se te mete algo en esa cabecita tuya y ya no hay quien lo saque de ahí. Se te atascan los pensamientos.

Marrdita sonríe ante esa metáfora tan extraña de su amiga, que aprovecha para recogerse el pelo en un gigantesco moño en la cima de su cabeza. Sí que es verdad que esa idea se ha quedado revoloteando en su cabeza, como si fuera una mosca que no la deja en paz. Zumbando y zumbando en sus oídos.

Incluso a medio polvo le ha dado por pensar en ello, y eso que tampoco tuvo demasiado margen de distracción con todas las marranadas que estaban haciéndose el uno al otro.

«Si algo te llama, es porque le has dado tu número», piensa en ese momento, intentando discernir el porqué está dejando que esa idea cale cada vez más en ella.

Suspira.

—Les dije que me lo pensaría.

—¿Y te lo has pensado?

—Después de un par de pinchitos con el trainer, sí.

—Hostia, guarrona, eso me lo tienes que contar después.

—Sí, sí. Pero ahora vamos a pedir algo de cenar porque estoy muriéndome de hambre. Los polvos me han dejado agotada. Y una no puede pensar con el estómago vacío.

—Estómago lleno, coño lleno —reflexiona Sandra—. Buen estilo de vida.

* * *

Con una pizza delante, todo cobra otro color y otros matices. Hasta la noche parece luminosa y lo que preocupa, no lo hace tanto, o al menos no duele de la misma manera.

Se han pasado buena parte de las últimas horas rememorando momentos vergonzosos de Sandra como trabajadora de una tienda de ropa, lo que a Marrdita le hace llorar de la risa siempre. Con el genio que tiene su amiga, el hecho de que tenga que reprimirlo tan a menudo le resulta graciosísimo, porque sabe que en cualquier momento se le puede ir la olla y puede liarse parda. No en vano eso fue lo que ocurrió en sus últimos dos empleos, y fue el motivo de su despido. No obstante, en general es una muy buena profesional que hace su trabajo estupendamente, por lo que espera de corazón que este le dure, al menos, hasta que ella decida dejarlo.

Que no tomen las decisiones de tu vida por ti es algo mucho más importante de lo que piensa la mayoría.

—Creo que deberías hacerlo.

Las palabras de Sandra sacan a Marrdita de sus pensamientos, y le llevan a ladear la cabeza, fingiendo no haberla oído bien.

—¿Perdona?

—¿Qué estás ahora, sorda? He dicho que deberías hacerlo. Lo de la Academia de puterío. Hasta el nombre me mola.

—¿Y eso, por qué?

—Porque puedes ayudar a muchas chicas. Y eso es lo que más te gusta hacer, ¿no?

—Sí, pero ¿quién soy yo para dar clases de nada, tía?

—Pues la puta LadyMarrdita. ¿Te parece poco?

La fuerza de las palabras de Sandra impactan a la influencer con fuerza, con determinación, como todo lo que su compañera de piso dice cuando está bien convencida de algo. Aunque tiene que tener en cuenta que Sandra puede ser muy muy convincente cuando se lo propone. Aún recuerda ciertas bolas chinas que le convenció para comprarse porque las vendía su amiga y le hicieron tal daño en el chocho que lo dejaron incapacitado durante semanas. Siguen refiriéndose a ese episodio como «la chochotragedia».

No obstante, y puede que porque sea una extensión de su propia mente, Marrdita se lo piensa, pero esta vez se lo piensa de verdad. Considera la posibilidad, se imagina a sí misma enfrente de una sala llena de mujeres prestándole atención. Ordena lo que ha aprendido durante los últimos años de la vida, de quererse, de los tíos y del respeto que se merecen tanto ella como todas las mujeres del mundo.

«Estaría horas hablando de esta mierda», ha dicho siempre.

Parece que es hora de comprobar si lo dice en serio.

Comienza a asentir, poco a poco. Al principio de manera casi imperceptible. Después, frunce los labios y sigue asintiendo, como si estuviera convenciéndose a sí misma de lo que va a hacer, de la decisión que va a tomar. Finalmente, planta ambas palmas de sendos manotazos sobre sus muslos y se levanta, tirando por el camino la caja vacía de pizza que colgaba de la mesa baja del salón. Los restos de borde se desparraman por el suelo, pero a ella le da igual. Está teniendo una revelación.

—Qué coño, pues claro que voy a hacerlo. Si el mundo tiene que ser un lugar mejor, aquí está la Marrdita para iniciar la guerra.

— ¿Eso significa...?

Marrdita mira a Sandra, y descubre su mirada llena de esperanza, con las manos entrelazadas en su regazo. Le sonríe de medio lado, segura.

—Que te sujetes las tetas, Sandra, porque ha nacido la Academia de puterío.