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Pudin de pan

Clover casi suelta el animal del susto.

—¡Santo cielo! —exclamó. Y gracias a los años de formación que llevaba a sus espaldas consiguió mantenerse serena en aquel momento de conmoción—. Pero ¿tú hablas?

—Estoy herido. Pero me consuela el hecho de ver que estoy en manos de una profesional. Porque eres médica, ¿no?

—Sí..., lo soy.

—Estupendo. Pues te rogaría amablemente que sigas con lo tuyo, por favor.

Clover parpadeó con incredulidad, mirando al Gallo. No tenía motivos para no rematar el trabajo que estaba haciendo con la férula. A lo mejor estaba perdiendo la cabeza, pero sabía que nunca había que caer presa del pánico durante una intervención médica. Era casi como si estuviera oyendo a su padre detrás de ella, diciéndole: «Mira el cuerpo que tienes delante de ti».

Mantener la férula en su debido lugar y sujetarla le llevó mucho tiempo; Clover iba aprendiendo entretanto los ángulos de la anatomía del ave. Le dio una última vuelta a la gasa y empezó a atar el vendaje.

—Un buen médico es muy valioso. Te doy las gracias por tus servicios —dijo el Gallo. Hablaba muy rápido, una característica que Clover había observado en otros pacientes heridos—. ¿Formas parte de la Guardia de Estado? Estamos tremendamente necesitados de enfermeras de guerra y me encargaré personalmente de que te asciendan a...

—Estás aturdido —dijo Clover en voz baja. Las plumas de la cola del Gallo, largas y enroscadas como las virutas de madera que salen del torno de un carpintero, se estaban enredando con la gasa—. Quédate quieto y déjame terminar.

—¿Aturdido? ¡Se necesitaría algo más que la emboscada de un vándalo para dejar aturdido a un oficial condecorado del Ejército Federal! «Perturbado», sería la palabra. «Incomodado», tal vez, ¡pero jamás «aturdido»! No es mi intención intimidarte, pero estás hablando, nada más y nada menos, que con el coronel...

—Con el coronel Hannibal Furlong —dijo Clover, interrumpiéndolo—. ¡Naturalmente!

El Diario de Objetos Anómalos mencionaba a Hannibal Furlong como una rara «Maravilla viviente», pero la idea de que pudiese existir un gallo parlante al mando de un ejército resultaba excesivamente peculiar incluso para Clover. Siempre había sospechado que aquella entrada era pura fantasía o, como mínimo, una exageración. El Coronel Gallito era una de las leyendas que circulaban entre los viejos veteranos. Era un héroe legendario de la guerra de Luisiana, famoso por haber defendido Fort Kimball durante el asedio de cuatro días al que lo sometieron los franceses. Luego, durante la famosa Retirada de Furlong, ordenó a sus hombres sentarse al revés a lomos de sus caballos para poder disparar mejor a sus perseguidores.

—Si sabes quién soy, entonces no hay excusa para tener una lengua tan insolente como la tuya —dijo Hannibal—. No lo aprietes demasiado.

—Cálmate —dijo Clover, dirigiendo la palabra más hacia sí misma que hacia Hannibal. Aquello era como conocer al Hombre del Saco o al Ratoncito Pérez. Pero aquel gallo no era de cuento: sus patas de color mostaza se estaban tensando mientras Clover le ajustaba el vendaje. El mundo empezó a darle vueltas e intentó respirar hondo para tranquilizarse—. Ya casi estamos.

—¿Y quién eres tú para decirle a tu comandante que se «calme»? Hablar cuando no corresponde es malo para la moral y...

—¿Coronel?

—¿Qué pasa?

—Le pido disculpas por mi insubordinación —dijo Clover, e hizo un saludo militar, confiando en que el gesto tranquilizara al Gallo.

—Veo que por fin muestras algo de sentido común —dijo Hannibal—. Disculpas aceptadas.

—¿Podrías, por favor, dejar de aletear y permitirme que acabe de una vez por todas con la férula?

Hannibal se quedó quieto, examinando con la mirada a Clover mientras esta terminaba su trabajo. Clover dobló con cuidado el ala entablillada en dirección al cuerpo del ave, hizo un último ajuste al vendaje y lo soltó suavemente en el suelo.

Hannibal picoteó y tanteó el vendaje y pareció encogerse de hombros unas cuantas veces antes de decir:

—¡Buen trabajo! A pesar de que has hecho el saludo con la mano errónea, eres una médica magnífica. Y ahora, dime, antes de seguir conversando, ¿has visto algo sospechoso en estos bosques?

—¿Sospechoso?

—¿Escondites luisianos? ¿Evidencias de incursiones francesas? ¿Espías?

—Pero si la guerra ha terminado —dijo Clover, recordando las lecciones que le impartió su padre—. Firmamos un tratado. Napoleón Bonaparte se quedó con su territorio y nosotros, con el nuestro.

—¿Y qué obtuvimos a cambio? —Hannibal sacudió una pluma del ala como si fuese un maestro de escuela—. ¿En qué nos ha beneficiado ese frágil tratado de papel?

—¡Paz! —respondió Clover, recordando los discursos de su padre—. Tenemos once estados y paz con los franceses, y también con los indios. Es un buen trato. Es mucho.

—Eres demasiado joven para saber lo que perdimos —replicó Hannibal—. La gran nación que estuvimos a punto de ser. —Rio entonces por lo bajo—. Pero sé muy bien que no merece la pena discutir de historia con una niña. Yo estuve allí. Y tú no. —Hannibal sacudió las alas con energía y examinó con recelo el perfil de los árboles—. ¿Cómo te llamas?

—Clover Elkin.

—¿Elkin?

La mirada de Hannibal era exasperante. De pronto, dio un brinco y cacareó y Clover dio un paso atrás.

—Clover Elkin, la fortuna nos ha llevado a conocernos. ¡La victoria está de nuestro lado! Descansaremos aquí un rato antes de seguir el camino juntos —anunció Hannibal.

¿Estaba el Gallo exageradamente encantado de haberla conocido o Clover estaba perdiendo la cabeza? Empezó a reír, incapaz de contener el burbujeo mareante que crecía en su interior.

—¿Qué te hace tanta gracia? —preguntó Hannibal—. Nunca me he negado a escuchar un chiste de buen gusto.

—¡Acabo de conocer a una de las pocas Maravillas vivientes, al famoso Hannibal Furlong! —exclamó Clover—. No es gracioso. Lo siento... he sufrido un shock.

La risa se transformó en llanto. Clover se secó los ojos con la manga mugrienta de la camisa. Se sentía como si estuviera todavía dando tumbos en el río, arrastrada ciegamente por una corriente veloz y desagradable.

Se acordó entonces de las montañas de peces varados en la orilla del lago y contuvo con dificultad un grito al comprender de repente lo que había sucedido: el poder gélido del Arpón de Hielo había expulsado a los peces del agua.

—Pero ¿qué he hecho? —El sentimiento de culpa le heló la piel—. Quería conocer Nueva Manchester, quería llevar conmigo una Maravilla, quería ser como ella. Y él me lo advirtió —dijo Clover—. ¿Cuántas veces me advirtió que las Maravillas me traerían problemas?

—Pero ¿de qué hablas? —preguntó Hannibal.

—Estoy envuelta en problemas. He devastado el lago. He matado a mi padre...

—¿Qué estás diciendo?

—Tengo que arreglarlo. De un modo u otro, tengo que...

Clover hundió la mano en el maletín de su padre, desesperada por localizar su Maravilla. Hannibal observó, con el silencio de un juez, cómo sacaba de su estuche de cuero un torniquete, cuya parte de latón había enverdecido por el paso del tiempo. Intentando dejar a un lado sus sentimientos, Clover aminoró el ritmo de la respiración para concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Ajustó el torniquete por encima del nivel del codo hasta que las pulsaciones desaparecieron. A continuación, aflojó la hebilla y sacudió la mano para que la sangre volviese a circular. El torniquete funcionó igual que siempre. Impedía que los pacientes murieran desangrados en el transcurso de una amputación... pero no era una Maravilla.

En el maletín había también viales de cristal con píldoras del tamaño de granos de pimienta: quinina, mandrágora, amapola, ginseng y dedalera. Clover los destapó y aplastó las pastillas con las uñas, una detrás de otra, para ir oliéndolas. El olor que desprendían era penetrante y conocido. Nada destacable.

Hannibal había desviado la atención hacia las cochinillas que paseaban por los peñascos cubiertos de musgo pero, de vez en cuando, lanzaba miradas de preocupación en dirección a Clover, que en aquel momento estaba mirando a través del pequeño embudo de hojalata y luego empezó a soplar los tubos que utilizaban para realizar cateterismos. Con cada objeto que descartaba, más se acercaba al secreto de su padre.

Tres agujas quirúrgicas, las conocía bien. Llevaba desde los once años cosiendo puntos de sutura. Si tuvieran algo de extravagante, se habría dado cuenta de ello.

El Arpón de Hielo rebosaba poder; lo había notado de inmediato. Fuera cual fuese la Maravilla que su padre llevaba consigo, mantenía oculto su poder hasta que fuese necesario.

Clover se dio cuenta de que le daba miedo encontrarla. Para que Constantine guardara una Maravilla, tenía que ser inmensamente importante. De pronto, la palabra «necesario» le pareció una amenaza.

Hannibal picoteó el ala herida.

—El vendaje aguantará —anunció—. Ya no necesito tus cuidados médicos, de modo que si este frenesí en el que andas metida...

—No, no tiene nada que ver contigo —dijo Clover. La luz atenuada se filtraba entre los árboles, formando un solitario ángulo—. Oh, vaya —dijo, dejando el maletín en el suelo—. Vamos a tener que pasar la noche aquí.

—Todos echamos de menos las comodidades de casa —dijo Hannibal en tono amable—. Pero no tengas miedo, he avistado antes un buen lugar donde instalar el campamento. Y ahora, si has terminado... lo que quiera que estuvieras haciendo, sígueme.

Clover se imaginó una voz como aquella comandando las tropas y pensó que no tenía una alternativa mejor. No quería quedarse sola, de manera que recogió las bolsas y siguió al Gallo hacia un pequeño saliente, en la ladera de la montaña.

Desde aquella altura observaron los últimos rescoldos de sol desapareciendo por detrás de los picos en forma de dientes de perro. En el valle, la niebla era espesa como la guata. Clover llevaba toda la vida moviéndose entre aquella neblina, pero ahora que estaba posada lo bastante alto como para contemplarla con toda su belleza, le recordó una bufanda plateada abrigando las sombras de color añil.

—No se puede encender ninguna hoguera, evidentemente —dijo Hannibal.

—Alguien podría vernos —dijo Clover, pensando en los bandidos.

—Veo que empiezas a pensar como un soldado de verdad. El sol lleva todo el día calentando estas rocas. Si nos mantenemos pegados a ellas, no nos congelaremos.

—Menos mal —dijo Clover, instalándose en el hueco—. El fuego me da cierto respeto.

—¿En serio?

—Más que respeto. Creo que preferiría ver una manada de lobos antes que un fuego ardiendo con poco control.

—Pues vaya. —Hannibal se quedó sorprendido—. Lo que quiero decir es que me parece curioso tener miedo a eso cuando hay alimañas y viajeros rondando por aquí. Pero no te preocupes. Desde aquí lo controlamos todo. Yo me encargaré de la primera guardia.

—La verdad es que no es un miedo que haya elegido —comentó Clover, dándole la espalda a Hannibal para abrir su mochila.

Hannibal carraspeó un poco antes de replicar.

—Yo no les tengo mucho cariño a las serpientes.

—Nadie les tiene cariño a las serpientes —dijo Clover.

Acababa de encontrar en la mochila los bollos de pasas de la viuda Henshaw, aplastados y transformados en una especie de papilla húmeda. Intentó recuperar un poco de aquella pasta con la ayuda de su taza de hojalata y la observó en la penumbra.

—Tengo... digamos que es un pudin de pan —dijo Clover—. ¿Te apetece un poco?

Hannibal saltó a la rodilla de Clover para mirar el interior de la taza.

—El hambre triunfa sobre la formalidad, imagino.

Se turnaron para ir cogiendo trocitos de papilla de la taza, Clover rebanándola con el dedo y Hannibal hundiendo toda la cabeza y emergiendo con la cara manchada. Cuando acabaron de comer, la oscuridad se cernió con rapidez sobre ellos, como si hubieran cubierto la tierra con una manta.

Hannibal se acurrucó debajo de un montón de hojas y dijo:

—Clover Elkin, ¿en qué consiste exactamente tu misión?

—Lo único que sé es que tengo que encontrar a Aaron Agate en Nueva Manchester.

—Pues hacia allí tienes que poner rumbo —dijo Hannibal, limpiándose el pico en una piedra, como si estuviera afilando un cuchillo—. Yo también me dirijo a Nueva Manchester para entregar mi informe al senador Auburn. Conmigo estarás a salvo.

Hannibal hablaba con tanta confianza que Clover deseó poder creer en él. Pero el Gallo le recordaba a los viejos pescadores de Lago Salamandra, que intercambiaban historias de la guerra mientras remendaban sus redes. Las historias variaban ligeramente con cada relato y se entrelazaban con actos de valentía y todo tipo de fantasías. Y a pesar de que Hannibal era un héroe legendario de la guerra de Luisiana, era difícil tomárselo muy en serio. De todas maneras, ya había escondido la cabeza bajo el ala buena y se había quedado profundamente dormido.

—Tenía entendido que te encargarías del primer turno de guardia —dijo Clover, con un suspiro.

Se tumbó en el suelo, aferrando contra el pecho el maletín de su padre y percibiendo el movimiento de los objetos de su interior siguiendo el ritmo de su respiración.

La oscuridad impregnó el mundo como la tinta cuando se derrama sobre la seda. Los coyotes aullaban abajo en el valle. Clover se incorporó cada vez que oyó algún crujido para fijar luego la vista en la inmensidad. La luna la acompañaba, sin parpadear, proyectando sombras inciertas con su catarata de luz.

Y cuando apenas podía mantener los ojos abiertos, distinguió el rostro fantasmagórico de su padre mirándola fijamente con una mueca de preocupación.

—¿Cómo podrás perdonarme? —dijo Clover en tono suplicante. Veía el agujero de la bala perfectamente centrado en su pecho, una cavidad sin sangre, tan pequeña que casi ni habría pasado una oruga por ella, pero aparentemente capaz de engullir entera a Clover—. Me advertiste que solo traían problemas. Pero soy tan testaruda que no quise escucharte. Sé que soy la culpable de todo lo que nos ha pasado.

—Los problemas engendran problemas —dijo su padre, posando la mano sobre la herida, como si quisiera ocultar una mancha.

—Los problemas no han acabado, ¿verdad? Por favor, dime cómo puedo arreglar todo esto.

—Mi dulce niña, te enseñé a buscar el origen de la hemorragia y a contenerla. Te enseñé a mantener la concentración hasta terminar la tarea. Un médico debe permanecer siempre sereno, incluso enfrentado al caos más sangriento.

—Encontraré la manera de vengarte.

—La venganza es un juego de cobardes —dijo su padre, sentándose al lado de Clover. Su cuerpo era una neblina iluminada por la luz de la luna, pero su voz tenía calidez y peso—. No he criado un lobo —dijo—. He criado una médica.

—Pero ¿cómo lo hago para...?

—Ya te lo dije. Protege la Maravilla. Llévala a la Sociedad.

—Lo haré. Estoy intentándolo, papá. Pero ¿cuál de todos estos objetos es la Maravilla? No consigo adivinarlo.

—Es algo necesario —respondió Constantine—. Contiene esperanza.