Capítulo 1

TIGRE, ARGENTINA

Se acercaba la medianoche y, con ella, Roger Federer.

Los periodistas pasamos mucho tiempo esperando y aquella espera en concreto la pasé en un coche con chófer, en un barrio de las afueras de Buenos Aires, con la lamentosa balada All by Myself («completamente solo») de Eric Carmen sonando en la radio. Para mí era la mejor banda sonora, allí sentado, solo en la parte de atrás, con mis notas y mis reflexiones previas a la entrevista, pero no para Federer, que raras veces parece estar solo del todo y, desde luego, esa no era una de ellas.

Estábamos a mediados de diciembre del 2012, en la recta final de un año de resurgimiento en el que Federer había vuelto al n.o 1 tras ganar Wimbledon, su primer Grand Slam en más de dos años. El tenista había dejado en Suiza a su esposa, Mirka, y a sus gemelas de 3 años y había ido por primera vez a aquella parte de América del Sur a jugar unos partidos de exhibición cuyas entradas se agotaron en minutos.

Federer estaba allí por dinero: 2 millones de dólares por partido, es decir, con seis encuentros ganaría más que los 8,5 millones que había obtenido en premios oficiales en todo el 2012. Pero también estaba allí por el recuerdo, por la oportunidad de hacer comunidad con un público nuevo en un sitio nuevo, pese a todas las exigencias que su mente y su cuerpo habían soportado en los once meses previos.

Otros campeones con su fortuna ya asegurada se habrían contentado con descartar el viaje y el jet lag. Pero Federer y su agente, Tony Godsick, pensaban a gran escala: tenían en cuenta los mercados que todavía estaban sin explotar para Federer y las emociones que había aún sin explotar en Federer. La gira, que lo llevó a Brasil antes de Argentina, superó las expectativas de ambos y la viva imagen de ello eran las veinte mil personas que llenaron aquella noche el estadio improvisado de Tigre. Era una cifra récord para un partido de tenis en Argentina, un país orgulloso con tenistas icónicos como Guillermo Vilas, Gabriela Sabatini y Juan Martín del Potro, que había sido el rival de Federer y, en cierto modo, su contrapunto.

«Ha sido genial, aunque un poco raro para Juan Martín —dijo Franco David, el entrenador de Del Potro—. En Argentina él juega en casa, pero animan más a Federer.»

Eso mismo ha ocurrido en muchos países con afición al tenis. Al final Federer juega en casa casi en todas partes, e incluso cerca de la medianoche había varios cientos de fans esperando fuera del estadio: adultos subidos a cajas para ver mejor; niños montados a hombros de sus padres; luces de cámaras digitales parpadeando mientras sus dueños mantenían el dedo en el botón para captar el momento perfecto...

Había silencio, expectación y, de pronto, un alboroto cuando Federer salió por una puerta lateral y se abrió camino hasta el asiento de atrás, desplazándose con ligereza incluso después de una victoria en tres sets contra Del Potro.

«¡Adiós. Adiós. Adiós! —les dijo rítmicamente y en tono familiar a sus fans antes de abrir la puerta del coche—. ¿Qué tal todo?», me preguntó en el mismo tono tras cerrarla al subir.

He seguido a Federer por seis continentes. Lo he entrevistado más de veinte veces en veinte años para The New York Times y The International Herald Tribune. Hemos tenido encuentros en todo tipo de sitios, desde un avión privado hasta una pista trasera de Wimbledon, desde Times Square hasta restaurantes en los Alpes suizos o una suite en el Hotel de Crillon de París con unas vistas perfectas a la place de la Concorde, mientras su futura esposa, Mirka Vavrinec, se probaba prendas de diseño.

Una costumbre que diferencia a Federer de la mayoría de los deportistas de élite que he conocido es que siempre se adelanta y te pregunta cómo estás, y no de manera superficial: se interesa por cómo te ha ido el viaje al sitio donde estáis, cómo has percibido el torneo, el país, a la gente. «Lo más interesante de Roger es que se interesa de verdad», me dijo una vez Paul Annacone, antiguo entrenador de Federer.

En el 2012 yo me había embarcado en mi propia vuelta al mundo con mi familia de cinco miembros: un año escolar viajando, con tres meses en Perú, Chile y Argentina como punto de partida.

Federer quería que le hablara de los sitios principales (Torres del Paine y la isla de Chiloé en Chile, Arequipa en Perú), aunque le interesaban más la escolarización y las reacciones de nuestros hijos, cómo les había beneficiado aquello. Era otro indicio más de que preveía estar de viaje con su familia de manera indefinida, de que quería que sus hijas fuesen parte de su vida cotidiana y enseñarles, de camino, un buen pedazo del mundo.

«En muchas ciudades y torneos somos como invitados que siempre vuelven, y hemos hecho además un montón de amigos por el mundo —me contó—. Es esa sensación de encontrar un hogar fuera de tu casa. Ahora puedo reproducir esa sensación con bastante facilidad, sobre todo teniendo conmigo a las niñas, y quiero seguir haciéndolo por ellas, para que se sientan cómodas allá donde vayamos.»

El interés de Federer (ya sea pura cortesía o de corazón) fija el tono de una conversación, no de una entrevista estructurada. Es algo que te desarma —aunque no parezca ser su intención—, que sobre todo crea un ambiente de normalidad en mitad de lo extraordinario, y Federer lo proyecta con toda intención. Sabe moverse encima del pedestal (ha adquirido mucha práctica), pero a menudo insiste en que le resulta más feliz estar cara a cara; probablemente eso lo haya aprendido de su madre, Lynette: cuando alguien oye su apellido o un dependiente lo ve en la tarjeta de crédito y le pregunta si es familiar de «ese» Federer, Lynette siempre responde que sí, pero mueve rápido el foco y le pregunta a la otra persona si también tiene hijos.

—Fíjate en todo esto, escucha —me dijo Federer con su distintiva voz nasal de barítono, mientras señalaba por la ventanilla—. Estamos casi escabulléndonos entre la multitud con escolta policial. No suelo verme en estas, la verdad.

—Qué curioso. Habría dicho lo contrario —respondí.

—Gracias a Dios no. Yo me veo a mí mismo como un tipo normal con una vida fascinante como tenista, porque la vida como tenista al final la vives casi toda bajo la mirada del público, con viajes por el mundo, audiencia en directo... La crítica te llega de inmediato. Sabes si eres bueno o malo. Es un poco como los músicos, y es una buena sensación, la verdad. Aunque seas malo, no importa. Trabaja para mejorar. Al menos así sabes que tienes un trabajo que hacer. Y, si eres muy bueno, pues te da confianza y te motiva, te inspira. Reconozco que es una vida magnífica. A veces se hace complicada, claro, porque los viajes pueden ser duros. Ya sabes cómo es esto. Pero el otro día estaba pensando que hace unos diez años que entré en el Top 10 y aquí estoy, experimentando todavía cosas como esta. Es similar a una experiencia extracorpórea, casi no me creo que esté ocurriendo. Me siento muy afortunado, y supongo que es otra de las razones por las que quisiera seguir jugando más tiempo, porque estas cosas no van a volver a pasar cuando me retire.

La incógnita, incluso para Federer, era cuánto tiempo más avanzaría su camino antes de retirarse.

Aquella noche en Argentina el suizo tenía ya 31 años, la edad a la que Pete Sampras (uno de los modelos de Federer) alcanzó el récord de catorce títulos individuales de Grand Slam al ganar el US Open 2002. Esa resultó ser la última final que Sampras jugaría en el circuito, y habría sido un auténtico colofón deportivo si el tenista no hubiese esperado otro año más para anunciar su retirada.

Stefan Edberg, otro de los tenistas héroes de la infancia de Federer, se retiró con 30 años.

Pero la carrera del suizo no estaba en las últimas en Buenos Aires, tal y como habría podido imaginar la mayoría de expertos y aficionados del tenis. El jugador estaba aún en mitad de su recorrido y seguiría jugando con eficacia ya entrada la década del 2020, mientras los tenistas de su generación se dedicaban a otros negocios, a ser comentaristas o a entrenar a rivales más jóvenes que él. Al seguir a Sampras en sus últimas temporadas del 2001 y 2002 se percibía la sensación de rutina y presión. «Pete estaba fuera ya, pero Roger es un animal muy distinto —dijo Annacone, que ha entrenado a ambos jugadores—. A Pete viajar por el mundo le agotaba la energía. Roger saca energía de ello.»

Annacone viajó con Federer al circuito de la ATP en Shanghái. El segundo día de la estancia, Annacone y el resto del equipo estaban reunidos conversando en la suite de Federer cuando llamaron a la puerta. Era una mujer china.

Y Federer anunció que había llegado su profesora de chino.

«Roger nos dijo que iba a venir cada día una media hora para que pilláramos algunas palabras y aprendiéramos algo de mandarín —me contó Annacone—. Y yo le dije: “tío, si casi no sé hablar inglés…”. Pero él insistió: “será divertido, ya verás”. Y le encantó. Quería saber algunas frases para poder decir gracias en mandarín a los fans, aunque se ponía de los nervios cuando nos oía pronunciar a nosotros. Simplemente, Roger se adapta a los diferentes retos de los viajes de una manera que muchos otros no lo hacen.»

Para Federer ese era su estado natural, con un padre de Suiza y una madre de Sudáfrica, país que el tenista visitó por primera vez con 3 meses y al que regresó a menudo durante su infancia. Sampras solo hablaba inglés. Federer domina el francés, el inglés, el alemán y el suizo-alemán, y sabe algunas palabras de afrikáans gracias a su madre, además de palabrotas en sueco gracias a su antiguo entrenador, Peter Lundgren.

Como suizo de la ciudad fronteriza de Basilea que es, Federer se acostumbró a cambiar de ambiente cultural desde muy temprano, aunque estar expuesto a una forma de vida no garantiza que la asimiles. Federer lo hizo, en parte porque, como campeón del tenis, tenía sentido recorrer el mundo. Lo que le daba vértigo estando en aquel coche en Argentina en el 2012 era darse cuenta de que el corpus que había creado en las pistas de Wimbledon y Roland Garros había tenido su traducción y había inspirado a mucha mayor escala de lo que él imaginaba.

—Son muy apasionados —me dijo—. En América del Sur he visto llorar a más fans que en ningún otro sitio. Lloran y se ponen a temblar y se sienten tan... no sé... no asombrados, sino tan felices de conocerte, que ni se lo creen. Me ha pasado otras veces, pero es muy raro, aquí habré tenido a veinte personas al menos abrazándome y dándome besos, felices solo por tener la oportunidad de tocarme.

Los argentinos gritaban y trataban de acercarse al coche, pero Federer no se retiró de la ventanilla. Se acercó más, incluso.

Estábamos hablando en inglés y le pregunté si conocía la palabra jaded, hastiado.

—Más o menos —respondió dudoso.

—En francés significa blasé —le dije—. Es cuando ya has vivido algo antes y no te estimula igual, algo parecido a lo que imagino que sentiría Björn Borg en el coche cuando se marchó del US Open para no volver.

Borg tenía entonces 25 años.

Federer se paró a pensarlo un momento.

—Todo pasa muy rápido. Y te dices: «Bueno, ya está, no quiero seguir haciendo esto. Me he cansado». Eso es justo lo que intento evitar buscando el calendario más adecuado, con la correcta proporción de entretenimiento y de cambios, porque, como tú has dicho, si haces siempre lo mismo, da igual el qué, demasiadas veces sin parar y con demasiada frecuencia, te aburres. Da igual lo extraordinaria que sea tu vida, y ahí es donde entran estos viajes, o una buena sesión física de entrenamiento, unas agradables vacaciones, unos buenos torneos seguidos, para curtirte, sea como sea... Es en la variedad donde encuentro los recursos para seguir, la energía para continuar. De verdad, es bastante sencillo en cierto modo.

Al ver a Federer mantener esa frescura y entusiasmo con más de 30 años, contra toda lógica y todo precedente en el tenis, resultaba curioso darse cuenta de que esa capacidad para vivir el momento en realidad se basaba en la premeditación. Si estaba relajado y se amoldaba pese a todas las fuerzas que tiraban de él, era porque se conocía a sí mismo y su microcosmos lo bastante bien para eludir los escollos que pudieran apagarle la luz piloto.

También esa intencionalidad encajaba bien con el conjunto de su carrera.

A menudo, Federer ha logrado que el tenis parezca facilísimo, década tras década: lanzando aces, deslizándose hacia sus drives y, en sumador desafío a la gravedad, manteniéndose sobre el agua en un mundo lícitamente inundado por un cinismo icónico. No obstante, el camino de Federer, desde el adolescente temperamental de pelo rubio y dudoso estilo hasta uno de los grandes deportistas más elegantes y aplomados del mundo, ha sido un acto de voluntad a largo plazo, no cosa del destino.

Pese a la percepción extendida de que todo le sale natural, Federer es un planificador meticuloso que ha aprendido a asimilar la rutina y la autodisciplina, y que traza su calendario con mucha antelación y con bastante detalle.

«Suelo tener cierta idea de cómo será el siguiente año y medio, y una idea muy clara de los siguientes nueve meses —me contaba en Argentina—. Puedo decirte lo que haré el lunes antes de Róterdam o el sábado antes de Indian Wells. A ver, no hora por hora, pero sí detallo las cosas casi día por día.»

Aunque sea raro ver sudar a Federer, el esfuerzo y las inseguridades entre bastidores han alcanzado niveles tremendos; ha jugado con más dolor de lo que haya podido trascender y no han sido pocos los contratiempos siendo él centro de atención. Bien podría decirse que los dos partidos de mayor relevancia para Federer fueron las finales de Wimbledon 2008 contra Rafa Nadal y del 2019 contra Novak Djokovic: ambas acabaron con derrotas amargas tras cinco sets ajustados que superaron el tiempo reglamentario.

Federer ha sido un gran ganador, con más de cien títulos en el circuito y veintitrés semifinales consecutivas de Grand Slam, pero también un gran perdedor.

Sin duda, eso ha contribuido a su encanto de hombre normal, ha ayudado a humanizarlo, y hay que decir a su favor que ha sabido encajar los golpes, tanto públicos como privados, y se ha recuperado de ellos poniendo siempre el acento en la energía positiva y el largo plazo.

Federer ha trascendido el tenis, no usándolo como plataforma para causas más elevadas o provocadoras, sino en gran medida dentro de los confines del juego, un logro nada menor para un deporte con una base de aficionados cada vez más pequeña y envejecida en Europa y América del Norte.

Este enfoque es propio de la vieja escuela: pocas polémicas y poca vida personal frente a mucha afabilidad y mucho espíritu deportivo.

¿Aburrido? Casi imposible. ¿Cómo va a ser fuente de hastío alguien que une en un mundo dividido? El juego de Federer siempre es bonito: como un ballet, a menudo aéreo, cuando salta en un saque o un golpe de fondo, con los ojos puestos en el punto de contacto durante un instante más que cualquier otro jugador que yo haya visto en los más de treinta años que llevo cubriendo el tenis. Esa capacidad para finalizar un golpe, finalizarlo de verdad, puede hacerlo parecer despreocupado, pero es otro elemento de eso que lo convierte en un ser magnético al observarlo: como cuando Michael Jordan flotaba un poco más que el resto en el aire de camino de la canasta; como cuando un bailarín aguanta una pose para darle énfasis.

El tenis profesional ha estado metido en un acelerador de partículas durante el último cuarto de siglo, con raquetas más potentes y cuerdas de poliéster, y con deportistas más altos y explosivos. La técnica del golpeo y el juego de piernas han tenido que ajustarse a la velocidad, pero en apariencia Federer sigue teniendo tiempo de dar una última capa de pintura a sus golpes. ¿Cómo puede jugar así y recuperarse antes de pulir el siguiente golpe? Porque tiene una visión, una movilidad y una agilidad extraordinarias, pero también por sus golpes relativamente compactos y por la confianza que da saber que, aunque otros necesiten planificar, machacarse y presionar, él puede idear soluciones sobre la marcha (la carrera, la embestida o el movimiento repentino) allí donde el resto carece de las herramientas, o la navaja suiza, necesarias para ello.

A Marc Rosset, el mejor jugador masculino suizo antes de que Federer subiera tanto el listón, le encanta hablar de la «velocidad de procesamiento» de Roger.

Rosset recuerda un ejercicio de entrenamiento en el que alguien lanza cinco pelotas de diferentes colores al aire y les pide a los jugadores que las cojan en orden según el color. «Lo máximo que acerté fueron cuatro. Me costaba muchísimo. A Rog le dabas cinco y cogía las cinco», dice Rosset.

«La gente se centra mucho en el talento de los deportistas con las manos o los pies —continúa—, pero hay un talento del que no hablamos lo suficiente: la capacidad de reacción, la capacidad de que el cerebro interprete lo que ven los ojos. Cuando miras a los grandes campeones, a futbolistas como Zidane o Maradona, o a Federer, Djokovic o Nadal en el tenis, a veces tienes la impresión de que están en Matrix, de que todo va rapidísimo, demasiado rápido para ti o para mí, pero ellos pillan las cosas a tal velocidad que parecen tener más tiempo para que sus cerebros lo procesen todo.

»Zidane, cuando regateaba, tenía a cuatro alrededor, pero mantenía la calma. Para él todo iba a cámara lenta. Estos grandes campeones van una fracción de segundo por delante del resto, y eso les permite estar más relajados. Cuando ves algunos de los golpes increíbles que Roger ha podido hacer en su carrera, sabes que no son golpes que puedas practicar.»

Observar a Federer en sus mejores días es dejarte llevar por el flujo de sus movimientos, pero también ponerte de los nervios porque sabes que habrá prestidigitación en algún momento (¿cuándo?). Es una dosis doble de embriaguez, intensificada por lo poco que este jugador se ha desviado del reto que tenía por delante en su carrera. Sin diatribas ni chácharas, y con su viaje interior pocas veces reflejado en unos ojos siempre clavados en la pista, el foco ha permanecido centrado en el acto físico de Federer ejerciendo su destreza.

«Juega la bola, pero también juega con la bola», me comentó una vez Severin Lüthi, su amigo y entrenador durante mucho tiempo.

Es una cualidad que atrae a gente del tenis y de fuera. «Seguramente Fed sea el tío que más sorprende a otros jugadores —dice Brad Stine, un entrenador veterano que trabajó con Kevin Anderson y con el n.o 1 Jim Courier—. Lo ven y les nace decir: “¿Cómo hace eso? En serio, ¿cómo se hace ese golpe?”.»

John McEnroe también fue un artista con raqueta, pero atormentado. Si Johnny Mac es Jackson Pollock salpicando pintura en un intento por expresar su lucha interna, Federer se acerca mucho más a Pedro Pablo Rubens: prolífico, equilibrado, persistente y accesible para los gustos más generales, aunque capaz de provocar escalofríos en los expertos con sus pinceladas y su composición.

Es toda una escuela de arte en vivo, pero que al mismo tiempo deja mucho espacio en el lienzo para que otros encuentren significado al trabajo que hace Federer. Pese a que él prefiere no darle demasiadas vueltas a la fórmula. «Es bastante sencillo, de hecho», dice, pero asume que otros lo intentarán, como el escritor cuyas novelas se diseccionan en un seminario de posgrado.

Recuerdo hablar con Federer sobre esto antes de subir a su jet privado en el desierto de California en el 2018 (mi primer y seguramente último viaje en jet privado). Federer había jugado la final del BNP Paribas Open el día antes contra Del Potro y había desperdiciado tres puntos de partido en su servicio hasta perder en un tiebreak, en tres sets: su primera derrota esa temporada. Los márgenes habían sido muy escasos; el tiempo de reacción, muy reducido, incluso para él.

«¿Tácticas? La gente habla de tácticas, pero a este nivel muchísimas veces todo se reduce al instinto —me dijo—. Todo pasa tan rápido que tienes que golpear casi sin pensar. Y, por supuesto, hay cierto componente de suerte.»

La fortuna ha desempeñado su papel en el caso de Federer, sin duda. Quizá no se hubiese convertido en campeón, o al menos no en el tenis, si un profesional veterano de nombre Peter Carter no hubiera decidido aceptar un trabajo de entrenador, de entre todos los lugares posibles, en un pequeño club de Basilea, Suiza. Federer quizá no hubiese adquirido su constancia si no se hubiera topado con un entrenador físico, intelectual, sensible y dotado, llamado Pierre Paganini, o si su carrera no se hubiera cruzado con la de Mirka Vavrinec, una jugadora suiza mayor que él que terminó siendo su esposa, agente de prensa a tiempo parcial y organizadora en jefe. Federer nunca hubiese podido jugar durante tanto tiempo ni con tanta convicción sin el apoyo absoluto y la ambición personal de Mirka.

«Mirka desea el éxito casi tanto como Federer, o quizá más», asegura Paul Dorochenko, el entrenador físico francés que trabajó con Vavrinec y Federer en los primeros años de carrera de ambos en Suiza.

En todo caso, en la vida, y desde luego en el tenis profesional, todo depende de lo que hagas con tu buena fortuna, de cómo aproveches tus oportunidades; y Federer se sirvió de muchas de ellas más que desaprovecharlas.

El suizo no es tan caballero como lo hacen parecer quienes venden su imagen. Es inteligente e intuitivo, pero no es ningún maestro de los comentarios ingeniosos a lo James Bond. Después de todo, dejó los estudios a los 16 años y nunca fue un alumno muy serio. No obstante, enfocó la edad adulta y el circuito tenístico con mucho más rigor.

«Para mí esto es la escuela de la vida», me dijo en Argentina.

Pese a que Federer tenía unas dotes innegables, una de las cosas que lo diferenciaban de otros grandes talentos de su generación era que sentía un amor duradero por el deporte y también el impulso de exigirse más a sí mismo. Creía que mantener un nivel inalterable en el tenis profesional equivalía a perder terreno: una convicción que recayó sobre sus rivales más jóvenes.

«El principal requisito para el éxito a este nivel es, creo, el deseo constante y la apertura de mente de cara a dominar el juego, a mejorar y evolucionar en todos los aspectos —me contaba Djokovic hace poco—. Sé que Roger ha hablado mucho de esto y creo que la mayoría de grandes atletas de todos los deportes coincidirían en lo mismo. El estancamiento es regresión.»

Federer conocía sus debilidades (o acabó por conocerlas) y las afrontaba: gestión de la ira, fortaleza mental, concentración, aguante, un dolor de espalda crónico y su revés a una mano. Cambió de tácticas para atacar más desde el fondo que en la red. Pasó a una raqueta de cabeza más grande para aumentar sus oportunidades de prosperar en peloteos largos y cambió de entrenador repetidas veces —aunque no de manera impulsiva— para adquirir nuevas perspectivas; en ocasiones estuvo incluso sin entrenador. A lo largo de su vida, ha buscado rodearse de personas que puedan servirle de mentoras, incluso modelos para sus siguientes fases: desde Sampras hasta el Tiger Woods preexilio o, más recientemente, Bill Gates, cuya actitud filantrópica Federer espera emular en sus últimos años.

Las habilidades tenísticas del suizo han sido el ingrediente principal de su éxito, aunque sus habilidades personales también están en la receta. Las superestrellas del tenis reciben un montón de zapatillas gratis, y sin embargo es raro que sepan ponerse en el lugar de otros, calzarse zapatillas ajenas. Federer es empático y nunca deja de registrar los sentimientos y las energías del estadio entero, de la calle, de la habitación, del asiento de atrás...

A mitad de camino entre Tigre y el centro de Buenos Aires, un coche se saltó la escolta y se puso un momento junto a nuestro vehículo, a toda velocidad. Un joven (excitadísimo por la persecución y quizá por algo más) sacó la mitad del cuerpo por la ventanilla abierta y agitó una gorra con el monograma RF delante de Federer.

—Bueno, al menos sabes que tu merchandising tiene salida —comenté.

Federer se rio y saludó desde el otro lado del cristal.

—Espero que no pierda la gorra —dijo—. Adiós, adiós.

Las bien sintonizadas antenas de Federer explican en parte sus lágrimas pospartido, mucho menos frecuentes ahora pero aún inseparables de su persona. Parecen no ser solo una expresión de alegría o decepción, sino una liberación después de todo lo que absorbe en la pista: no es solo lo que Federer invierte emocionalmente en un partido o torneo, sino lo que invierte todo el mundo.

—¿Pasado un tiempo empieza a parecer normal? —le pregunté mientras el coche con su fan y la gorra de RF aceleraba y desaparecía de nuestra vista.

—¿Esto? No, no, no —me dijo subiendo la voz a un tono más alto—. Esto es increíble. Es bonito ver a gente feliz en general, ¿no? Lo de aquí es otro mundo, y por eso me encanta jugar partidos de exhibición. Porque es distinto. Por fin vas a un país en el que quizá nunca hayas estado y haces cosas que normalmente no tienes tiempo de hacer. No tienes que preocuparte mucho de cómo vas a jugar, aunque hay un cierto nivel al que puedo llegar siempre. El tema en realidad es... no sé cómo decirlo... asegurarte de llegar al corazón de mucha gente en una exhibición, de hacerla feliz, no hacer que esa gente viaje para verte a ti, sino viajar tú para ver a esa gente.

En una rueda de prensa, Federer responderá a las preguntas con todo detalle y con cierta contención. Es raro que se salga del tema o dé información no solicitada, pero respetará lo que se le pregunte y a quien lo pregunte: todo un contraste respecto a algunos de sus antecesores (véase Jimmy Connors) y compañeros (véanse Lleyton Hewitt y, por desgracia en sus últimos años, Venus Williams). En espacios más íntimos, la exuberancia y la genialidad naturales de Federer a menudo lo llevan a saludar con ganas y a soltar parrafadas inconexas. Los pensamientos expresados en inglés —su primera lengua, pero no siempre la que mejor se le da— pueden conducirlo a direcciones insospechadas que le exijan retroceder y tomar algunos desvíos hasta llegar al destino deseado.

Sin cámaras se muestra menos pulido, incluso torpe a veces, aunque reserva sus bromas para amigos y colegas, no para periodistas compañeros de viaje.

He hecho unos cuantos viajes a lo largo de los años, y en este libro se analizará la carrera de Federer viéndola en parte con el prisma de esas experiencias. No será una enciclopedia sobre Federer; abusar de marcadores y resúmenes de partidos empantana cualquier narración sobre tenis, y Federer nos ha dado a sus biógrafos material de sobra, tras haber jugado más de mil setecientos partidos en el circuito y haber hecho ruedas de prensa después de la mayoría de ellos. Este libro aspira a ser episódico e interpretativo, a construirse con esmero en torno a los lugares, la gente y los duelos más importantes o simbólicos para Federer.

Solo hay un planeta, y Federer lo ha recorrido casi entero: persiguiendo trofeos, sueldos, novedades, satisfacción y, cada vez más, temporada tras temporada, comunión con la gente.

Argentina fue una parada inesperadamente relevante en el viaje. Cuando nos acercábamos a su hotel en el centro de Buenos Aires, Federer, ganador a esas alturas de una cifra récord de diecisiete títulos individuales de Grand Slam, subrayó cuánto quería seguir mejorando.

«Me voy a tomar unas vacaciones después de esto, para descansar y alejarme de todo, porque los últimos años han sido muy intensos. Tengo la sensación de que, si continúo forzando a este ritmo, podría perder el interés, como tú has dicho, quedarme “hastiado”.»

Federer se echó a reír.

«Hastiado. Es una palabra nueva en mi vocabulario y la última cosa que quiero que me pase. Ojalá el año que viene sea una plataforma hacia muchos años más. Es la oportunidad que quiero darme a mí mismo.»