Cuando Mary Lennox fue a la mansión de Misselthwaite para vivir con su tío, todos decían que era la niña de aspecto más desagradable que jamás hubieran visto. Y así era: rostro afilado, cuerpo escuálido, cabellos apagados y lacios, y una agria expresión. Tenía el cabello de color amarillo, pero también su faz era de ese color, y se debía a que había nacido en la India y desde siempre había padecido una u otra enfermedad. Su padre había desempeñado un cargo oficial del Gobierno inglés; siempre había estado muy ocupado, y también había padecido distintas dolencias; su madre había sido una gran belleza a la que solo le gustaba ir a fiestas y divertirse con gente jovial. Nunca había querido tener una hija, de modo que cuando Mary nació se la entregó a un aya, a la cual se le dio a entender que, para complacer a la memsahib, es decir el ama, la niña tenía que estar fuera de su vista. Así pues, a Mary se la mantuvo apartada cuando era un bebé enfermizo, lloriqueante y feúcho, y también cuando se convirtió en una niñita igualmente enfermiza, llorona y quejosa. Mary no recordaba haber visto más que los oscuros rostros de su aya y de los demás criados indios, y, como siempre la obedecían y cedían en todo —pues la memsahib se enfadaba si la oía llorar—, cuando cumplió seis años era el animalito más tiránico y egoísta que jamás hubiera existido. La joven institutriz inglesa que vino para enseñarle a leer y escribir dejó su puesto a los tres meses, tanto le desagradaba Mary; y las demás institutrices duraron incluso menos que ella. En definitiva, si Mary de verdad no hubiera querido leer libros, nunca habría aprendido.
Una mañana de calor agobiante, cuando Mary tenía unos nueve años, se despertó muy enojada; y se enojó aún más al comprobar que la sirvienta que estaba de pie a su lado no era su aya.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó a la extraña—. No quiero que estés aquí conmigo. Que venga mi aya.
La mujer se sentía intimidada y, tartamudeando, le dijo que el aya no podía venir; Mary se encolerizó y se puso a propinar golpes y patadas a la sirvienta, la cual se asustó incluso más y volvió a decir que el aya no podía venir a ver a la señorita sahib.
Se respiraba algo misterioso aquella mañana. Nada se había hecho como solía hacerse y faltaban varios de los criados; y aquellos a los que Mary sí vio parecían escabullirse furtivamente o corrían de un lado para otro con el rostro ceniciento y atemorizado. Pero nadie decía nada, y el aya de Mary no venía. Al avanzar la mañana, la niña se vio sola, y terminó saliendo al jardín a jugar por su cuenta bajo un árbol junto al mirador. Jugaba a construir un macizo de flores, colocando grandes hibiscos de color escarlata en pequeños montoncitos de tierra; pero a medida que lo hacía, su enojo iba aumentando y la niña musitaba para sí todo lo que pensaba decirle a Saidie, su aya, cuando regresara, hasta los insultos que iba a proferirle.
—¡Cochina! ¡Cerda! ¡Hija de cerdos! —decía, porque el peor insulto para un indio era que le llamaran cerdo.
Repetía aquellos insultos una y otra vez, rechinando los dientes, y entonces oyó a su madre salir al mirador acompañada de alguien. Era un hombre joven, de cabello claro, y los dos hablaban en voz baja y extraña. Mary ya conocía a ese hombre, parecía casi un niño; había oído que era un oficial muy joven recién llegado de Inglaterra. La niña se quedó mirándolo, pero más fijamente miró a su madre. Siempre hacía lo mismo cuando tenía ocasión de verla, porque la memsahib (Mary se refería a ella con ese nombre más que con ningún otro) era una mujer tan alta, bella y esbelta, y además tan bellamente ataviada. Sus cabellos eran como bucles de seda, además tenía una pequeña y delicada nariz que parecía desdeñarlo todo y grandes ojos risueños. Siempre iba vestida con atuendos delicados y livianos, y Mary decía que estaban «llenos de encaje». Aquella mañana parecía que hubiera más encaje que nunca, pero los ojos de su madre en absoluto sonreían; los tenía muy abiertos y asustados, alzándolos de manera suplicante hacia el rostro del agraciado y joven oficial.
—¿Tan grave es? ¿Lo es, lo es? —la oyó decir Mary.
—Lo es —respondió el joven con voz temblorosa—. Es muy grave, señora Lennox. Tendrían que haberse marchado ustedes a las montañas hace ya dos semanas.
La memsahib se retorció las manos.
—Ah, ya lo sé, ya lo sé —se lamentó—. Me quedé solo para poder ir a esa ridícula fiesta. ¡Qué necia fui!
En ese momento, de las chozas de los criados llegaron tan poderosos llantos que la señora Lennox le asió del brazo al joven, y Mary se echó a temblar de pies a cabeza. Aquellos llantos fueron haciéndose cada vez más violentos.
—¿Qué es eso? ¿Qué es? —dijo la señora Lennox, jadeante.
—Alguien ha muerto —contestó el joven oficial—. No me había dicho usted que se hubiera declarado entre sus criados.
—¡No lo sabía! —dijo la memsahib—. ¡Venga conmigo! ¡Vamos! —Y se dio la vuelta y entró corriendo en la casa.
Después sucedieron cosas terribles, y el misterio de aquella mañana le fue explicado a Mary. Se había declarado el cólera en su variante más nefasta, y la gente moría como moscas.
Esa misma noche, el aya había caído enferma; acababa de morir, y por eso se habían escuchado los llantos de los sirvientes en sus chozas. Antes de que terminara el día ya habían muerto otros tres sirvientes y varios habían huido aterrorizados. El pánico cundía en todas partes, y en todas las chozas había moribundos.
Durante la confusión y el espanto del segundo día, Mary se escondió en su habitación, olvidada por todos. Nadie pensaba en ella, nadie la necesitaba, y sucedieron cosas extrañas de las que ella no sabía nada. Las horas fueron pasando, y Mary o lloraba o dormía. Lo único que sabía era que la gente estaba enferma y que se oían ruidos misteriosos y aterradores. En una ocasión entró en el comedor y lo halló vacío, aunque en la mesa aún quedaban restos de una comida sin terminar; parecía que, por algún motivo, los comensales hubieran tenido que abandonar el lugar súbitamente y a toda prisa hubieran empujado a un lado la mesa, las sillas y los platos. La niña comió algo de fruta y unas galletas, y como tenía sed se bebió una copa casi llena de vino que allí había. Tenía un sabor dulce, pero Mary no se dio cuenta de lo fuerte que era. Pronto notó un intenso sopor y regresó a su habitación, donde se encerró de nuevo, asustada por el llanto procedente de las chozas y por el ruido de pasos apresurados. El vino le produjo tal somnolencia que apenas podía mantener los ojos abiertos, así que se recostó en la cama y no se enteró de más por un buen rato.
Durante aquellas horas de sueño profundo sucedieron muchas cosas, pero no la despertaron ni los llantos ni el ruido que se producía al meter o sacar cosas de la vivienda.
Cuando despertó, se quedó recostada en la cama mirando la pared. En la casa reinaba la quietud; es más, nunca había habido tal silencio. No se oían voces ni pasos, y Mary pensó que tal vez todos se habían recuperado del cólera y que ya no había de qué preocuparse; se preguntó quién cuidaría de ella ahora que había muerto su aya. Habría un aya nueva, se dijo, que quizá le contaría otros cuentos, porque estaba cansada de los cuentos de siempre. No le entraron ganas de llorar porque hubiera muerto su aya, pues no era una niña afectuosa y nunca se había preocupado por nadie. Lo que sí sintió fue miedo y enojo: el ruido y el ajetreo, y los gritos y los llantos por el cólera la habían asustado; y si se enfadó fue porque nadie parecía acordarse de que seguía viva; y es que todos estaban demasiado atemorizados como para pensar en una niña a la que nadie tenía ninguna simpatía. Parece ser que cuando uno está enfermo de cólera, se dijo, no se acuerda de nadie más que de sí mismo; pero cuando todos se repusieran de la enfermedad, siguió razonando, seguramente alguien se acordaría de ella e iría a buscarla.
Sin embargo, no vino nadie; y mientras la niña esperaba, la casa parecía cada vez más silenciosa. De pronto se oyó un crujido en la estera; era una pequeña culebra que se deslizaba por el suelo y observaba a la niña con ojos como gemas. Pero Mary no tenía miedo porque se trataba de una criatura inofensiva que parecía tener prisa por salir de allí. Mary vio cómo se escabullía por debajo de la puerta.
—Qué extraño y silencioso está todo —dijo—, ¡es como si en la casa no hubiera nadie más que la culebra y yo!
Al momento se oyeron pasos, primero en la finca y luego en el mirador. Eran pasos varoniles; varios hombres entraron en la casa, hablando en voz baja. Nadie salió a recibirlos ni a hablar con ellos, y se les oía abrir puertas y mirar por las habitaciones.
—¡Qué desolación! —oyó que decía una de las voces—. ¡Una mujer tan hermosa, tan hermosa! Supongo que también la niña... Me dijeron que había una niña, aunque nadie llegó a verla nunca.
Mary estaba de pie en medio de su habitación cuando se abrió la puerta al cabo de unos minutos. Tenía un aspecto poco agraciado, de expresión desabrida, con el ceño fruncido porque había empezado a sentir hambre y a convencerse de que, vergonzosamente, se habían olvidado de ella. El primero que entró era un oficial muy alto al que en una ocasión había visto conversar con su padre. Parecía cansado y abatido, pero cuando la vio se sobresaltó de tal modo que casi dio un salto hacia atrás.
—¡Barney! —exclamó—. ¡Aquí hay una niña! ¡Una niña sola! ¡En un lugar como este! Dios mío, ¿quién es?
—Soy Mary Lennox —dijo la niña, irguiéndose muy tiesa. Le pareció que el hombre era muy maleducado al llamar a la casa de su padre «un lugar como este»—. Me quedé dormida —siguió diciendo— mientras todos los demás tenían el cólera, y ahora acabo de despertarme. ¿Por qué no viene nadie?
—¡Es la niña a la que nadie ha visto nunca! —exclamó el oficial volviéndose a sus compañeros—. ¡Pero si se han olvidado de ella!
—¿Y por qué se han olvidado de mí? —dijo Mary dando una patada en el suelo—. ¿Por qué no viene nadie?
El joven que se llamaba Barney la miró con mucha tristeza. A Mary incluso le pareció ver que pestañeaba para ahuyentar las lágrimas.
—¡Pobre criatura! —dijo—. Si no vienen es porque no queda nadie.
Y así fue como, de una extraña y súbita manera, Mary se enteró de que no tenía ni padre ni madre, de que ambos habían muerto y se los habían llevado de noche, de que los pocos criados que no habían perecido habían huido de la casa a toda prisa, y de que ninguno se había acordado de que existía la señorita sahib. Por eso, había un silencio tal; y era verdad, por tanto, que en la casa no había habido nadie más que ella misma y la pequeña culebra susurrante.