Las primeras imágenes de España en el imaginario viajero de Occidente remiten a una percepción vinculada a su situación geográfica en el extremo del Mediterráneo, allí donde el escenario de la civilización se desvanecía, frente al océano Atlántico. Resulta extraordinario que ya hace dos milenios aquellas primeras culturas de la península Ibérica fueran descritas por historiadores y cronistas bajo el signo del exotismo, la riqueza en metales y la presencia de habitantes de carácter indómito e independiente. Estrabón, el padre de la geografía, señala que «practican una dieta simple y bárbara» a base de chivo y bellotas, Filóstrato anota que desconocen las Olimpiadas —entonces como ahora, la gran fiesta del mundo— y Diodoro refiere que si caen prisioneros de sus enemigos se quitan la vida, pues no saben vivir sin libertad y prefieren la muerte a la cautividad.

Del cabo de Finisterre a los Pirineos, de la meridional ciudad de Cádiz a la septentrional Ampurias, todo aquello que se evocaba en las narraciones y los relatos de griegos, fenicios, cartagineses y romanos reforzaba la concepción de aquella tierra indómita y montañosa como frontera del orbe. Su condición era extrema, pues allí se resumían todos los riesgos, las mayores posibilidades de aventura y el botín nunca imaginado. Con el paso del tiempo aconteció la fundación de la próspera Hispania. Donde en principio solo hubo campamentos volantes de soldados y mercenarios, surgieron asentamientos de veteranos, que fundaron ciudades y pueblos llamados a perdurar. Pero el carácter de frontera no se perdió. La península dividida en dos provincias romanas fue retaguardia del imperio y punto de partida de exploraciones que cruzaron las columnas de Hércules para llegar más allá, «plus ultra», donde nadie antes se había aventurado a navegar.

Las costas peninsulares sirvieron entonces como base y refugio de quienes avanzaron sobre el océano tenebroso. Pues para asombro de quienes navegaban el Mediterráneo había otros territorios más allá del final de Europa, costas y cabos como el de las Tormentas o Bojador en el norte africano, donde la propia naturaleza señalaba con signos siniestros un límite que debía ser respetado. Tras el comienzo de nuestra era, de aquella Hispania lejana no dejaron de partir viajeros, comerciantes, soldados y curiosos, gentes nacidas para permanecer en movimiento.

TARTESIOS, FENICIOS, CARTAGINESES Y GRIEGOS DESDE ESPAÑA CÁDIZ, PLATAFORMA HACIA LO DESCONOCIDO

HANNÓN. Entre los siglos V y IV a.C. Rey cartaginés, navegante y explorador

HIMILCÓN. Siglo V a.C. Navegante y explorador

PYTHEAS. Siglo IV a.C. Navegante, geógrafo y astrónomo

Hay noticias de que las naves tartesias, pertenecientes a una de las culturas más antiguas peninsulares, recorrieron el litoral atlántico norteafricano. Llegaron poco menos que hasta la actual Larache, aun así una travesía épica dado el escaso porte de sus «caballos», como llamaban a aquellas embarcaciones rematadas en su proa por tallas en madera que representaban la cabeza de este equino. Más o menos por los mismos parajes anduvieron los fenicios, quienes capitalizaron las rutas del Mediterráneo. Partían de los puertos de lo que hoy es el Líbano y fueron poco a poco colonizando el norte de África y el sur de Europa, estableciendo bases prósperas en Sicilia, Cartago y España, hasta que llegaron los cartagineses, quizás destructores de Tartessos allá por el año 500 a.C. Cartago sustituyó la coexistencia del comercio fenicio y griego y se alzó con el monopolio de la pesca y las minas. También los cartagineses desarrollaron una intensa red comercial que conectaba la costa africana con las bases de las islas Baleares y de Cerdeña. Pero si en un lugar su supremacía era incuestionable, ese era el estrecho de Gibraltar. Además de los pequeños viajes hacia el oeste tenebroso, pues se adentraron hacia el norte y el sur del Atlántico, dos grandes expediciones surcaron las aguas del vasto océano. Una de ellas fue la que llevó a cabo el navegante cartaginés Himilcón en el año 525 a.C. Aunque las noticias de su viaje que aportó el poeta latino Rufo Festo Avieno son escasas, se considera probado que Himilcón partió de Cartago y se dirigió al estrecho de Gades (Gibraltar) para adentrarse en el Atlántico, poner rumbo norte y alcanzar nada menos que las costas de Britania, más concretamente Cornualles, la isla del Estaño. Su intención era clara, dirigir el comercio de plomo y estaño, tan abundantes en aquellas tierras, hacia la ciudad de Cádiz, de forma que el monopolio metalífero (los cartagineses eran los principales explotadores de los recursos de las minas de plata de la península Ibérica) quedara en sus manos en detrimento de la gran competidora en este campo, la ciudad de Massilia (Marsella).

Casi al mismo tiempo que Himilcón se dirigía al Atlántico Norte, Hannón, otro navegante y rey cartaginés, lo hacía hacia el sur. Partió de Cádiz bien abastecido y siguiendo la costa arribó hasta los actuales Senegal y Gambia. Por el camino llegó a fundar hasta seis colonias (Thymiaterion, Soloeis, Karikon, Teichos, Akra y Melitta) y exploró también diversos tramos fluviales. Según algunos estudiosos llegó hasta las costas de Camerún, aunque este dato no ha podido ser confirmado. El relato de este viaje fue recogido en un texto que lleva por título Periplum, escrito por él mismo en fenicio y traducido al griego primero y al latín después. Con su viaje Hannón amplió la industria pesquera cartaginesa, por un lado, y la metalífera de oro subsahariano, por otro.

Por su parte los griegos, menos celosos a la hora de guardar en secreto sus navegaciones, tuvieron en el marsellés Pytheas, astrónomo y geógrafo, al expedicionario que costeó la Europa septentrional. Partiendo de Massilia (actual Marsella), su ciudad natal, Pytheas llegó en primer lugar al cabo de San Vicente (Promontorio Sagrado) y al de Finisterre (Promontorio Artabro), y navegó a continuación hasta la Bretaña francesa tras bordear la costa cantábrica hispana y gala. Posteriormente cruzó el canal de la Mancha y circunnavegó Britania, para dirigirse después a la península de Jutlandia, situada en Dinamarca, y adentrarse por último en las aguas del mar Báltico. Nada menos. Los viajes desde España eran ya entonces una realidad incuestionable.

LECTURAS

La imagen de España en la Antigüedad clásica, F. Javier Gómez Espelosín, Antonio Pérez Lagarcha y Margarita Vallejo Girvés. Editorial Gredos, Madrid, 1995

La exploración del Atlántico, Guillermo Céspedes del Castillo. Editorial Mapfre, Madrid, 1991

PUBLIO ELIO ADRIANO LA VOCACIÓN VIAJERA DE UN EMPERADOR HISPANO

Itálica (Santiponce, Sevilla), 76-Bayas, en las afueras de Nápoles (Italia), 138

EMPERADOR DE ROMA

Más de la mitad de los veinte años que Adriano estuvo al frente del Imperio lo hizo alejado de Roma. Y es que este emperador fue un viajero impenitente, tolerante pero contradictorio, hábil estratega en extremo, intelectual preocupado por el arte, fundador de ciudades, promotor de grandes construcciones arquitectónicas…

Publio Elio Adriano nació en Itálica, lo que hoy es Santiponce, cerca de la ciudad de Sevilla, en la provincia bética, en los tiempos de Vespasiano. Cuando su padre murió, Adriano contaba solo 10 años y fue puesto al cuidado del por entonces senador Trajano y de Acilo Attiano, quien luego sería prefecto de su guardia pretoriana. Su carrera como militar fue meteórica y llegó a ser gobernador de Siria tras pasar en diferentes lugares por los cargos de tribuno de la plebe, pretor, delegado del emperador y cónsul. También a él se debe la conquista de Mesopotamia, una tierra que luego abandonó en favor de la paz, establecida por acuerdo con Cosroes, el rey de los partos. A la muerte de Trajano, que no dejó descendencia, supo que era su sucesor en el trono de Roma al haber sido adoptado por aquel. El nombramiento contó con el apoyo del ejército y del Senado. Tenía entonces algo más de 40 años. Entre los años 121 y 134 realizó dos grandes viajes que tuvieron por objeto el deseo personal de tomar contacto directo con las provincias del Imperio, promover la romanización, conocer in situ el estado de los ejércitos y adquirir nuevos conocimientos artísticos, especialmente en Grecia, cultura por la que el emperador sentía una especial devoción. En el primero, entre 121 y 125, partió de Roma, llegó a Lyon, en la Galia, donde introdujo reformas que paliaron en parte el estado de miseria en el que se encontraban muchas poblaciones, bordeó la frontera germánica, donde se dedicó a instruir personalmente a las tropas, y dio el salto a Britania, en donde mandó edificar en 122 su famosa muralla, una construcción defensiva de más de 112 kilómetros de largo que se extendía desde el golfo de Solway First al oeste hasta la desembocadura del río Tyne en el este y cuyos restos aún perduran.

De vuelta al continente por el canal de la Mancha pasó de nuevo por Lyon para llegar a Tarragona, lugar en el que pasó el invierno de 122-123 y donde estuvo a punto de ser asesinado. Bordeó luego la Península por la costa oeste hasta llegar a Gibraltar, cruzó el estrecho, recorrió el norte de África, embarcó hasta Antioquía tocando Cartago y Chipre y llegó a la localidad ribereña del mar Negro llamada Trebisonda, para atravesar luego en barco las aguas de aquel mar hasta Nicomedia, desde allí dirigirse a Éfeso, después por las islas del mar Egeo hasta Atenas, por tierra a Durazzo, en Macedonia, embarcarse de nuevo en el Adriático hasta Siracusa, en Sicilia, y regresar finalmente a Roma.

En ese tiempo fundó Adrianópolis, en Tracia. Su amplio conocimiento de las regiones y fronteras del Imperio era tal que permitió mantener una política exterior relativamente pacífica, a pesar de que con ello se granjeara las primeras críticas, procedentes de algunos de los senadores romanos más belicosos. Hoy nos parece claro que en ningún momento descuidó los aspectos militares. Todo lo contrario: el refuerzo constante de las fronteras supuso que en buena medida quedaran firmemente establecidas sin apenas cambios ni reformas hasta la decadencia del Imperio.

En el segundo viaje, realizado entre los años 128 y 134 (interrumpido en varias ocasiones para llevar a cabo visitas necesarias a la capital imperial), partió de Roma y llegó hasta el extremo de la península Itálica para saltar de allí a Siracusa, de nuevo, antes de embarcarse hacia Cartago y regresar a Roma. Salió nuevamente de allí hasta el sur de Italia, llegó a su adorada Atenas, realizó varios viajes por Grecia siempre con vuelta a la capital helena, hasta que partió para Asia Menor, concretamente a Éfeso, se internó por la Cilicia hasta Antioquía, se dirigió a Palmira, de allí a Jerusalén, atravesó Palestina hasta Alejandría, se acercó a Tebas y regresó por último a Atenas. Durante su estancia en Egipto murió ahogado en el Nilo su amante Antinoo y Adriano decidió erigir en su honor Antinópolis. En la capital griega permaneció casi un año antes de salir con destino a Jerusalén. Desde allí tomó una embarcación que lo llevó directamente a Roma, concluyendo de este modo el último de sus viajes. Los últimos años de su vida los pasó entre las enfermedades producidas por su gran esfuerzo vital y las conspiraciones de las que fue objeto. Acabó sus días a consecuencia de una hidropesía en Bayas, cerca de lo que hoy es Nápoles. El teólogo Quinto Septimio Tertuliano llegó a decir de él que tenía curiositatum omnium explorator, es decir, curiosidad por todo lo que le rodeaba.

LECTURAS

Adriano Augusto. Juan Manuel Cortés y Elena Muñiz Grijalvo, editores. Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2004

Adriano, Anthony R. Birley. Ediciones Península, Barcelona, 2003

EGERIA LA AUTORA DE LA PRIMERA GUÍA DE VIAJES A TIERRA SANTA

Galicia, segunda mitad del siglo IV-¿?, ¿?

RELIGIOSA Y VIAJERA

El año 326 fue clave en el incremento de los viajes de peregrinación a Tierra Santa, puesto que en esa fecha las excavaciones ordenadas por el emperador Constantino en la zona en la que tuvo lugar el calvario dieron como resultado un hallazgo de importancia capital: lo que se creía era la cruz de Cristo. Son frecuentes los textos que hablan de peregrinos que recorrieron los puntos geográficos por los que había transcurrido la vida de Jesús, pero uno de ellos es de fundamental trascendencia, el dejado por una mujer, nacida en Galicia y consagrada a Dios, que entre 381 y 384 realizó un increíble e inusual viaje por aquellas latitudes para dejar escrito un libro que atestigua sus observaciones; se trata de Egeria.

Tuvieron que pasar mil quinientos años para que aquella aventura religiosa y literaria viera la luz. En 1884 el investigador italiano Gian Francesco Gamurrini localizó en la biblioteca de la fraternidad de Santa María de Laicos, en Arezzo, un códice manuscrito (Codex Aretinus VI, 3) dividido en dos partes; la segunda, escrita en latín e incompleta, era una colección de epístolas con forma de diario de viaje destinadas a unas lejanas «señoras y hermanas venerables» y a la cual le faltaban las primeras páginas, en las que probablemente debía de estar el título y el nombre del autor. Se supo que se llamaba Itinerarium ad Loca Sancta («Itinerario a los Lugares Santos»), pero su autoría era un misterio, aunque Gamurrini, en un principio, lo atribuyó a Silvia de Aquitania. Veinte años después otro investigador, Mario Ferotín, descubrió la verdad al demostrar que la escritura de la obra correspondía a Egeria, tras localizar una carta en alabanza a esta mujer escrita en el siglo VII por Valerio, abad de El Bierzo. En ella Valerio señaló: «Hallamos más digna de admiración la constantísima práctica de la virtud en la debilidad de una mujer, cual lo refiere la notabilísima historia de la bienaventurada Egeria, más fuerte que todos los hombres del siglo». Gamurrini y Ferotín habían sacado del olvido el primer libro hispano de viajes y la primera obra literaria escrita por una mujer española de identidad conocida.

Egeria, una dama romana, vivía recluida por voluntad propia en una abadía y estaba emparentada, según afirman algunos historiadores, con el emperador Teodosio I. Entre los años 381 y 384 abandonó su estancia conventual y se dispuso a emprender un inusual viaje a todos esos lugares bíblicos sobre los que tanto había leído, en compañía de un pequeño séquito y de una escolta de soldados. Egeria decidió utilizar la mayor parte del tiempo los cursus publicus, el extenso entramado de vías empleado por las legiones para sus desplazamientos; el alojamiento lo buscaría en casas de postas o monasterios.

Mujer de fina inteligencia, con conocimientos de literatura, geografía y griego, poseedora de un enorme valor y una gran tenacidad, Egeria comenzó su particular peregrinaje recorriendo el norte de la península Ibérica, el sur de la Galia y el norte de la península Itálica para llegar hasta la ciudad de Constantinopla tras cruzar el mar Adriático. De allí partió hacia Jerusalén, donde celebró la Cuaresma y visitó las poblaciones de Jericó, Nazaret y Cafarnaúm. Emprendió luego el camino a Nitria y la Tebaida, haciendo escala en Alejandría e introduciéndose en la depresión calurosísima del desierto libio del Uadi Natrún, en la que encontró numerosos monjes solitarios. De Tebas partió hacia el mar Rojo, llegó hasta el Sinaí, y desde allí se dirigió al monte Nebo. En este punto se detuvo para escribir: «Y como el camino por donde teníamos que ir era aquel valle de en medio que se extiende a lo largo […] donde se acomodaron los hijos de Israel mientras Moisés subía al Monte de Dios y bajaba, aquellos santos nos iban mostrando siempre cada uno de los lugares por todo el valle, como cuando vinimos». De regreso a Jerusalén tomó el camino de Antioquía, Edesa y Mesopotamia y atravesó el río Éufrates. Posteriormente llegó a Siria y, desde allí, inició el camino de vuelta a casa por la vía de Constantinopla, tras haberle sido negada la entrada en Persia. A lo largo de su periplo fue agregando fieles a su séquito, tanto civiles como militares o eclesiásticos.

Fruto de aquel largo periplo, totalmente impropio de una mujer de la época, nació su hermoso, elegante y ameno relato, un texto en el que se incluyen vívidas descripciones de los territorios visitados, de templos y monumentos, espacios geográficos y de costumbres de las gentes que iba encontrando en su camino. Muy poco, por no decir nada, contó Egeria en la obra sobre su propia vida. Si acaso que en los últimos tiempos del viaje comenzó a sentirse enferma. Desde entonces, todo lo relativo a su persona o paradero fue un absoluto misterio. Aún lo es.

LECTURAS

El viaje de Egeria. Itinerarium/Peregrinatio ad loca sancta, introducción, traducción y notas de Carlos Pascual. Laertes, Barcelona, 1994

De Finisterre a Jerusalén: Egeria y los primeros peregrinos cristianos. Catálogo de la Exposición, Feliciano Novola Portela, coordinador y comisario. Xunta de Galicia/ Museo das Peregrinacións, Santiago de Compostela, 2003