Capítulo 9
El faro

Reid

La primera luz del amanecer rodeaba como un halo al padre Achille, de pie a las puertas del santuario. Esperó mientras yo despertaba a los otros. Nadie había dormido bien. Célie tenía oscuras ojeras, aunque hizo todo lo posible por infundir color a sus pálidas mejillas con varios pellizcos. Coco bostezó mientras Beau gemía y hacía crujir su cuello. A mí también me dolía, a pesar de que los dedos de Lou masajeaban el músculo agarrotado en la zona. Encogí los hombros para alejarme de su contacto con una sonrisa de disculpa y un gesto hacia la puerta.

—Los aldeanos aún tardarán una hora en levantarse —nos informó Achille, dándonos a cada uno una manzana al pasar a su lado—. Recordad lo que os dije: no dejéis que os vean. Los chasseurs tienen una sede no muy lejos de aquí. No querréis que nadie os siga donde quiera que vayáis.

—Gracias, padre. —Me metí la manzana en el bolsillo. No era brillante. No era roja. Pero era más de lo que tenía que hacer por nosotros. Más de lo que nos hubiesen dado otros—. Por todo.

Me miró sin pestañear.

—No ha sido nada. —Cuando asentí e hice ademán de conducir a los otros a través del cementerio, me agarró del brazo—. Tened cuidado. Se dice que los cauchemars presagian fatalidades. —Arqueé una ceja, incrédula—. Solo se ven antes de sucesos catastróficos —añadió con reticencia.

—Una multitud no es un suceso catastrófico.

—No subestimes nunca el poder de una muchedumbre enfervorizada. —Beau pasó un brazo de manera casual por encima de los hombros de Coco, mientras esperaban apoyados contra un árbol. La neblina se aferraba a los bordes de sus capuchas—. La gente es capaz de males innombrables cuando va en masa. Lo he visto con mis propios ojos.

El padre Achille me soltó el brazo y se apartó.

—Yo también. Cuídese.

Sin una palabra más, desapareció por la entrada y cerró la puerta con firmeza detrás de él. Una sensación extraña me atenazó el pecho al observarlo marchar.

—Me pregunto si volveremos a verlo alguna vez.

—No es probable —dijo Lou. La espesa neblina casi engullía su enjuta figura. Detrás de ella, una forma blanca se deslizó por un hueco en la bruma y unos ojos ambarinos centellearon. Fruncí el ceño. El perro había vuelto. Lou no se había dado cuenta, así que se limitó a extender el brazo hacia el pie de la colina.

—¿Vamos?

El pueblo de Fée Tombe había sido conocido por sus cúmulos marinos de hematita. Unas rocas negras y centelleantes asomaban desde el mar a lo largo de kilómetros, como alas de hada con formas dispares: unas altas y delgadas con vetas plateadas parecidas a telarañas, otras bajitas y achaparradas con venas rojas. Incluso las rocas más pequeñas se alzaban por encima del mar como grandes seres inmortales. Las olas se estrellaban en torno a los restos de barcos naufragados. Desde nuestro camino a lo largo del acantilado, las botavaras y los mástiles rotos parecían dientes.

Célie tiritaba en la fría brisa, e hizo una mueca cuando se le enganchó y torció el pie entre dos rocas. Beau le lanzó una mirada compasiva.

—Todavía no es demasiado tarde para que cambies de opinión, ¿sabes?

—No. —Célie levantó la barbilla con terquedad antes de liberar su pie de un tirón. Más rocas rodaron desde el camino y cayeron al mar—. Necesitamos mi carruaje.

—El carruaje de tu padre —musitó Coco. Mantuvo una mano apoyada contra la pared vertical del acantilado a su izquierda, la otra cerrada con fuerza en torno a La Petite Larme, y pasó a su lado. Beau la siguió con cuidado, pendiente de dónde pisaba por el irregular suelo del camino que se estrechaba mientras ascendía en espiral. En la parte de atrás del grupo, yo mantenía mi propia mano enroscada en la tela de la capa de Lou.

No tenía que haberme molestado. Se movía con una gracia felina, jamás resbalaba, jamás tropezaba. Cada paso era ligero y ágil.

Las mejillas de Célie empezaron a ponerse rojas mientras intentaba que mantuviéramos el ritmo. Su respiración se volvió laboriosa. Cuando volvió a tropezar, me asomé desde detrás de Lou.

—Beau tenía razón, Célie —murmuré—. Podrías esperar en la capilla mientras nos encargamos del cauchemar. Volveremos a por ti antes de marcharnos.

No pienso esperar en la capilla —bufó, con la falda y el pelo azotados por el viento.

Lou pasó rozando por al lado de Célie y le dio unas palmaditas en la cabeza.

—Pues claro que no, gatita. —Después miró de soslayo por encima de su hombro derecho hacia donde el mar se estrellaba mucho más abajo—. En cualquier caso no tienes por qué preocuparte. Los gatitos tienen siete vidas. —Sus dientes centellearon—. ¿No es así?

Cerré el puño en torno a su capa y tiré de ella hacia atrás.

—Para —le dije al oído.

—¿Que pare qué, cariño? —Giró el cuello para mirarme. Los ojos muy abiertos. Inocentes. Sus pestañas aletearon—. La estoy animando.

—La estás asustando.

Estiró un brazo hacia atrás para deslizar el índice por el contorno de mis labios.

—A lo mejor es que no le das el crédito suficiente.

Dicho eso, se liberó de mi agarre y adelantó a Célie sin dedicarle ni una sola mirada más. La observamos marchar con grados de alarma variados. Cuando desapareció al otro lado del recodo en pos de Coco y de Beau, los hombros de Célie se relajaron de manera casi imperceptible. Respiró hondo.

—Todavía no le gusto. Pensé que tal vez lo haría después de…

—¿A ti te gusta ella?

Un segundo demasiado tarde, arrugó la nariz.

—Por supuesto que no.

—Entonces, no hay ningún problema. —Hice un gesto con la barbilla para indicarle que deberíamos continuar.

Célie no dijo nada durante unos segundos.

—Pero… ¿por qué no le gusto?

—Cuidado. —Hice ademán de sujetarla cuando se tropezó, pero ella se apartó con brusquedad. El movimiento fue exagerado y chocó con fuerza contra el acantilado. Procuré no poner los ojos en blanco—. Sabe que hubo algo entre nosotros. Además —me aclaré la garganta de modo significativo—, oyó cómo la llamabas «zorra».

—¿Que me oyó qué? —Había girado en redondo para mirarme. Me encogí de hombros y seguí caminando.

—En las celebraciones del Día de San Nicolás, oyó nuestra… discusión. Creo que, si tenemos todo en cuenta, se lo tomó bien. Podría habernos asesinado ahí mismo.

—¿Ella… me oyó…? —Sus ojos se abrieron mucho, con una angustia palpable. Se llevó una mano a los labios—. Oh, no. Oh, no, no, no.

Esta vez no pude resistirme. Puse los ojos en blanco, totalmente vueltos hacia atrás.

—Estoy seguro de que la han llamado cosas peores.

—Es una bruja —bufó Célie, su mano bajó para agarrarse el pecho—. Podría… podría maldecirme o…

—O podría hacerlo yo. —La sonrisa que cincelaba mis labios parecía más dura de lo habitual. Como si hubiese sido tallada en granito. Aun después de que Lou hubiese arriesgado su vida y su integridad física por salvarla en las catacumbas, Célie todavía la consideraba una enemiga. Por supuesto que sí—. ¿Por qué nos has seguido, Célie, si nos desprecias tanto? —Al ver su expresión, sacudí la cabeza con una risa autocrítica. Una risa seca. La de Célie no era una reacción sin precedentes. Si Coco no hubiese prendido los túneles, ¿habrían regresado a por nosotros los habitantes de La Mascarade des Crânes? ¿Habrían traído su propio fuego? Por supuesto que sí, y no podía culparlos por ello. Hubo un tiempo en que yo hubiese hecho lo mismo—. Olvídalo.

—No, Reid, espera, no… no pretendía… —Aunque no me tocó, algo en su voz hizo que me detuviera. Me hizo girar—. Jean Luc me contó lo que había ocurrido. Me contó… lo tuyo. Lo siento muchísimo.

—Yo no.

—¿Ah, no? —Sus cejas se arquearon, luego se fruncieron.

—No.

Cuando no di más explicaciones, su ceño se frunció aún más. Parpadeó varias veces.

—Oh. Por… por supuesto. Yo… —Soltó el aire con un resoplido, plantó una mano de pronto sobre su cadera y sus ojos centellearon otra vez con ese temperamento tan poco habitual en ella—. Bueno, pues yo tampoco. Tampoco lo siento, quiero decir. Que seas diferente. Que yo sea diferente. No lo siento en absoluto.

Aunque había hablado con franqueza, no con rencor, sus palabras hubiesen debido doler de todos modos. No lo hicieron. En vez de eso, la energía nerviosa que bullía justo debajo de mi piel pareció asentarse, sustituida por una calidez peculiar. Quizá paz. Quizá… ¿un punto final? Ahora ella tenía a Jean Luc y yo tenía a Lou. Todo había cambiado entre nosotros. Y eso… estaba bien. Era bueno.

Esta vez, cuando sonreí, fue una sonrisa sincera.

—Somos amigos, Célie. Siempre seremos amigos.

—Bueno, pues entonces… —Sorbió por la nariz, se puso muy tiesa y reprimió su propia sonrisa—. Como amiga tuya, es mi deber informarte que tu pelo necesita un buen corte con urgencia y que a tu abrigo le faltan dos botones. Además, tienes un chupetón en el cuello. —Cuando mi mano voló hacia la piel sensible próxima a mi pulso, Célie se rio y pasó a mi lado, con la nariz respingona levantada—. Deberías taparlo en aras de la decencia.

Ahí estaba la Célie de siempre.

Con una risita, la seguí. Era agradable. Familiar.

—¿Qué haremos después de avisar al cauchemar?—preguntó, luego de otro momento de silencio cómodo.

La paz que había sentido se hizo añicos, igual que mi sonrisa.

—Viajaremos hasta el Chateau.

Su mano revoloteó hasta su cuello una vez más. Un hábito nervioso. Uno revelador.

—Y… ¿después qué? ¿Cómo planeamos derrotar a Morgane?

—Vigila por dónde pisas. —Asentí hacia una hondonada en el camino. Como era de esperar, se trompicó un poco. No alargué la mano hacia ella esta vez, y ella recuperó el equilibrio sin mi ayuda—. Lou quiere reducir el castillo a cenizas. —El peso muerto regresó a mi pecho. A mi voz—. Con todos sus ocupantes.

—¿Cómo lo va a hacer?

—¿Cómo hacen las brujas cualquier cosa? —Me encogí de hombros.

—Entonces, ¿cómo funciona? ¿La… magia? —Su expresión adquirió una cualidad más tímida, bajó la barbilla deprisa hacia el pecho. Se giró para mirar hacia delante una vez más—. Siempre he sentido curiosidad.

—¿Ah, sí?

—Oh, no disimules, Reid. Tú también sentías curiosidad. —Hizo una pausa delicada—. Antes.

Antes. Una palabra tan simple. Mantuve una expresión impasible.

—Es un toma y daca. Para que Lou pueda arrasar el Chateau, tendrá que destruir algo de igual valor para ella.

—Y ¿qué podría ser? —La voz de Célie iba cargada de asombro.

No lo sé. Reconocerlo dolía. Lou no había dado detalles. Ninguna estrategia. Cuando la habíamos presionado, se había limitado a sonreír.

«¿Tenéis miedo?», había preguntado. Beau había respondido de inmediato con un sonoro «Sí». Yo había estado de acuerdo con él, en privado. Todo el plan, o la falta de plan, me ponía nervioso.

Como si Dios lo hubiese sacado de mis pensamientos, el grito de mi hermano cortó el aire. Célie y yo levantamos la vista al unísono para contemplar cómo parte del acantilado caía al vacío. Una lluvia de rocas cayó sobre nosotros. Primero golpearon mis hombros, mis brazos, luego mi cabeza. Sentí un dolor agudo y un millar de chispitas estallaron ante mis ojos. Reaccioné por instinto para empujar a Célie fuera de peligro, y Beau… él…

El horror se desenroscó en mis entrañas como una serpiente letal.

Como en cámara lenta, vi cómo perdía pie, cómo agitaba los brazos por los aires, cómo intentaba agarrarse a algo entre las rocas que caían. Y fracasaba en su intento. No había nada que yo pudiera hacer. Ninguna manera de ayudar. Corrí hacia él de todos modos, calculando la distancia que nos separaba, desesperado por agarrar alguna parte de él antes de que cayera al mar…

La mano de Coco salió disparada entre la avalancha de piedras y aferró su muñeca.

Con otro grito, Beau se columpió de su brazo como un péndulo. Estiró la mano libre hacia arriba para agarrarse al borde de la roca y, juntos, los dos forcejearon para arrastrarlo de vuelta al camino. Corrí hacia ellos para ayudar, con el corazón acelerado y ensordecedor. La adrenalina, un miedo absoluto y sin adulterar, corría por todo mi organismo, alargaba mis zancadas y acortaba mi respiración. Sin embargo, cuando llegué hasta ellos estaban tirados en el suelo, enredados de cualquier forma. Sus pechos subían y bajaban sin control mientras ellos también intentaban recuperar la respiración. Por encima de nosotros, Lou nos observaba desde la cima del acantilado, una sombra de sonrisa en los labios. Solo la más leve de las curvas. El perro blanco gruñó y desapareció detrás de ella.

—En serio, deberíais tener más cuidado —comentó en voz baja antes de dar media vuelta.

Beau la miró ceñudo, incrédulo, pero no respondió. Se sentó, pasó una temblorosa mano por la frente y bajó la vista hacia su brazo. Torció el gesto.

—Maldita sea. Se me ha roto la jodida manga.

Sacudí la cabeza y maldije con amargura en voz baja. Su manga. Casi acababa de perder la vida y todo lo que le importaba era su jodida manga. Con un estremecimiento convulsivo de todo el cuerpo, abrí la boca para decirle exactamente lo que podía hacer con esa manga, pero un extraño ruido atragantado escapó de Coco. La miré alarmado. Luego con incredulidad.

No se estaba atragantando en absoluto.

Se estaba riendo.

Sin decir una palabra, y sin dejar de sacudir los hombros, se estiró para desgarrar la tela de la otra manga. Beau se quedó boquiabierto, mientras intentaba apartarse de ella con indignación.

—¿Perdona? ¡Mi madre me compró esta camisa!

—Ahora vas a juego. —Coco lo agarró de los brazos y se rio con más ganas—. Tu madre te dará su aprobación cuando te vea. Es decir, si es que te vuelve a ver. No sé si te das cuenta, pero casi mueres. —Le dio una palmada en el pecho como si estuviesen compartiendo una broma hilarante—. Casi mueres.

—Sí. —Beau escudriñó su cara con recelo—. Ya lo has mencionado.

—Puedo arreglar tu camisa, si quieres —se ofreció Célie—. Llevo aguja e hilo en mi bolsa… —Dejó la frase sin terminar cuando vio que Coco seguía riéndose como una loca. Cuando esa risa se convirtió en algo más oscuro, desquiciado, Beau la abrazó sin dudar. Los hombros de Coco se sacudían ahora por una razón completamente diferente y enterró la cara en el hombro de Beau, sollozando de manera incoherente. Beau pasó uno de sus brazos en torno a su cintura, el otro por su espalda, y la abrazó con fuerza, con pasión, mientras murmuraba palabras dulces a su oído. Palabras que no pude oír. Palabras que no quise oír.

Aparté la mirada.

Ese dolor no era para mí. Esa vulnerabilidad. Me sentí como un intruso. Verlos juntos… la manera en que Beau la meció con suavidad, la forma en que ella se aferraba a él como si fuese lo último que le quedara en la vida… me hizo un nudo en la garganta. Cualquiera podía ver cómo acabaría aquello. Coco y Beau llevaban meses bailando uno alrededor del otro. Sin embargo, la inevitable ruptura y el consiguiente dolor estaban igualmente claros. Ninguno de los dos estaba en condiciones de iniciar una relación. Compartían demasiado dolor entre ambos. Demasiada aflicción. Celos. Rencor. Incluso en las mejores condiciones, no hubiesen sido adecuados el uno para el otro. Como agua y aceite.

Levanté la vista hacia Lou. Nosotros también habíamos sido inadecuados el uno para el otro.

Y al mismo tiempo tan, tan adecuados…

Con un suspiro, retomé el camino con pasos pesados. Mis pensamientos eran aún más pesados. Célie me siguió en silencio. Cuando llegamos hasta Lou, entrelacé sus dedos fríos con los míos y nos giramos hacia el faro.

Beau y Coco se reunieron con nosotros unos minutos después. Aunque Coco todavía tenía los ojos hinchados y rojos, ya no lloraba. En vez de eso, llevaba los hombros muy rectos. Orgullosa. Llena de agujeros, la camisa de Beau todavía humeaba un poco, revelaba más piel de lo que era prudente en enero. No hablaron de lo que había sucedido, nosotros tampoco.

Estudiamos el faro en silencio.

Se alzaba desde el suelo como un dedo torcido que llamara al cielo. Una única torre de piedra. Sucia. Ruinosa. Oscura contra el amanecer. No parpadeaba llama alguna en el receptáculo de debajo del tejado inclinado.

—El chico del establo dijo que nadie enciende las antorchas ya —comentó Célie en voz baja. No le pregunté por qué susurraba. Se me habían puesto de punta los pelos de la nuca sin explicación alguna. Las sombras parecían arremolinarse más densas de lo normal—. Dijo que hace años que no se encienden.

—El chico del establo habla mucho. —Beau nos miró a todos con nerviosismo. Mantuvo el brazo firme en torno a la cintura de Coco—. ¿Hemos… alguien ha visto de verdad a un cauchemar?

—Ya os lo he dicho —dijo Célie—. Era una gran bestia musculosa llena de dientes y garras y…

—Cariño, no. —Beau levantó la mano libre con una sonrisa forzada—. Quería decir… —rebuscó las palabras adecuadas durante un momento antes de encogerse de hombros— que si alguien más ha visto a un cauchemar. Preferiblemente alguien que no saliera corriendo dando gritos.

Coco le regaló una sonrisa. Divertida. Parecía fuera de lugar en su rostro adusto. Con cierta sorpresa, me di cuenta de que no recordaba la última vez que Coco había sonreído de verdad. ¿Lo había hecho alguna vez? ¿Lo había visto yo? Cuando le dio a Beau un pellizco en las costillas, él pegó un gritito y dejó caer el brazo.

—Tú mismo tienes un falsete precioso —comentó—. Casi lo había olvidado.

Aunque Coco sonrió aún más al ver la indignación de Beau, su sorpresa, la bravuconería de ella parecía frágil. Delicada. No me apetecía verla romperse. Le di a Beau un golpecito en el hombro.

—¿Te acuerdas de la bruja de Modraniht? —le pregunté. Su boca se aplanó.

—No hablamos de ella.

Yo sí que me acuerdo. —Coco me lanzó una mirada apreciativa. Duró solo un abrir y cerrar de ojos; tan breve que podría haberla imaginado—. Le gustó bastante tu pequeña actuación, ¿verdad?

—Soy un cantante excelente —dijo Beau con dignidad.

—Eres un bailarín excelente.

Me reí, casi en contra de mi voluntad.

—Yo recuerdo que Beau salió corriendo y dando gritos esa noche.

—¿Qué es esto? —Nos miró a uno y a otra, las cejas y la nariz arrugados en señal de alarma—. ¿Qué está pasando aquí?

—Ella te dijo qué aspecto tiene un cauchemar. —Aunque Coco no miró a Célie, no reconoció su existencia siquiera, sospechaba que esta afirmación sería la única disculpa que recibiría Célie—. No seas tonto. Escucha.

Con un largo suspiro sufrido, Beau inclinó la cabeza en dirección a Célie, que se puso un poco más recta.

—Mis disculpas, señora —musitó. Sonó como un niño malhumorado—. Lo que quería decir es que si alguien se ha enfrentado alguna vez a un cauchemar. Algo de experiencia real podría suponer la diferencia entre sobrevivir indemnes a este encuentro y que tirasen nuestras cabezas al mar.

—¿Ese es tu miedo? —Lou ladeó también la cabeza para mirarlo bien. Se había vuelto inusualmente silenciosa desde que llegamos al faro. Inusualmente quieta. Hasta ahora, sus ojos no se habían apartado de las oscuras sombras en la base de la torre—. ¿La decapitación?

El ceño de Beau reflejó el de Lou.

—Yo… bueno, no parece demasiado agradable, no.

—Pero ¿te da miedo? —insistió—. ¿Atormenta tus sueños?

Beau soltó un bufido desdeñoso ante esa pregunta tan peculiar, sin molestarse en disimular su exasperación.

—Enséñame a alguien al que no le dé miedo la decapitación y yo te enseñaré a un mentiroso.

—¿Por qué? —Coco entornó los ojos—. ¿Adónde quieres ir a parar, Lou?

Los ojos de Lou volvieron a las sombras. Las miró como si tratara de descifrar algo. Como si escuchara un lenguaje silencioso.

—Un cauchemar es una pesadilla —explicó como de pasada, todavía distraída—. Nos parecerá distinto a cada uno de nosotros, pues tomará la forma de nuestros mayores temores.

Se produjeron unos instantes de silencio horrorizado mientras registrábamos del todo sus palabras.

Nuestros mayores temores. Una inquietante sensación bajó de puntillas por mi columna, como si la criatura nos estuviese observando en ese mismo momento. Aprendiendo sobre nosotros. Ni siquiera sabía cuál era mi mayor temor. Daba la impresión de que el cauchemar me lo diría.

—¿Te has… alguna vez te has enfrentado a uno? —le preguntó Coco a Lou—. ¿A un cauchemar?

Una sonrisa taimada se desplegó por la cara de Lou. Aun así, no apartó la vista de las sombras.

—Una vez. Hace mucho tiempo.

—¿Qué forma adoptó? —quiso saber Beau. Los ojos de Lou saltaron hacia los suyos.

—Eso es muy personal, Beauregard. ¿Qué forma adoptará para ti? —Cuando Lou dio un paso hacia él, Beau se apresuró a dar un paso atrás—. No decapitación. Tampoco ahogarse. —Ladeó la cabeza y se acercó más, empezó a caminar a su alrededor. Lou no sonrió. No se burló—. No, tu miedo no es tan vital, ¿verdad? Le temes a otra cosa. A algo periférico.

Cuando respiró hondo y sus ojos se iluminaron al darse cuenta de lo que era, la agarré de la mano y tiré de ella atrayéndola a mi lado.

—Este no es el momento ni el sitio —declaré en tono seco—: Tenemos que centrarnos.

—Por supuesto, Chass. —Agitó una mano en dirección a la puerta podrida—. Tú primero.

Miramos todos hacia allí. No se movió nadie.

Eché una miradita hacia atrás, hacia el pueblo, hacia las docenas de puntitos de luz. El sol ya había salido. Los aldeanos se habían reunido. Se pondrían en camino pronto. Disponíamos de media hora, quizá de un cuarto de hora más, antes de que ascendiesen hasta nosotros. Hasta el monstruo del interior, ajeno a lo que se le avecinaba.

Deberíais quedaros al margen, chico. Esta no es vuestra guerra.

Cuadré los hombros.

Con una respiración profunda, me dispuse a abrir la puerta, pero Célie (¡Célie!) se me adelantó.

Su mano parecía más pálida y pequeña de lo habitual contra la madera oscura, pero no vaciló. Empujó con todas sus fuerzas, una vez, dos, tres, hasta que las bisagras por fin cedieron con un chirrido. El sonido atravesó el silencio de primera hora de la mañana y asustó a un par de gaviotas posadas sobre las vigas. Beau dio un respingo y maldijo.

Lou hizo los mismo.

Con una última respiración profunda, di un paso para entrar.