Capítulo 7
Un juego de preguntas
Reid
Las yemas de los dedos de Lou acariciaban mi pierna al son de la respiración rítmica de los otros. A cada inspiración, las deslizaba hacia arriba. A cada exhalación, giraba la muñeca, y hacía el camino inverso con el dorso de la mano. El viento silbaba por las rendijas del santuario, se me puso carne de gallina en los brazos. Estaba sentado, muy rígido, bajo sus caricias, y mi corazón aporreaba en mi garganta ante la suave fricción. Tenso. Aguardando. Como era de esperar, esos dedos fueron subiendo, subiendo, subiendo por mi muslo con un lento movimiento seductor, pero la agarré de la muñeca, deslicé mi mano para tapar la suya. Para inmovilizarla.
Una emoción extraña se congeló en mi sangre cuando miré su mano debajo de la mía. Debía de estar sintiendo deseo, debía de estar tenso con esa hambre tan familiar, ese calor, que me dejaba casi febril cuando nos tocábamos. Pero este nudo en mi estómago… no era anhelo. Era algo distinto. Algo equivocado. Mientras que los otros se habían preparado para irse a dormir hacía media hora, una sensación general de miedo se había apoderado de mí. Ese miedo solo se había intensificado cuando Beau, el último despierto, se había dormido por fin, dejándonos solos a Lou y a mí.
Me aclaré la garganta, le apreté los dedos. Forcé una sonrisa. Le di un beso suave en la palma de la mano.
—Tenemos que madrugar. Después de que liberemos al cauchemar, tendremos que marcharnos de Fée Tombe. Serán unos cuantos días largos en la carretera.
Sonaba a excusa.
Lo era.
Un ruido grave reverberó desde su garganta. No había llevado su lazo desde que nos marchamos de Cesarine. Mis ojos se posaron en su cicatriz, en proceso de curación pero todavía fruncida, enrojecida. Lou la acarició con su mano libre.
—¿Cómo se libera a un cauchemar?
—Tal vez podamos razonar con él. Convencerlo de que regrese al bosque.
—¿Y si no lo logramos?
—Solo podemos advertirle acerca de las intenciones de la multitud —reconocí con un suspiro—. No podemos obligarlo a hacer nada.
—¿Y si decide comerse a la gente? ¿Y si nuestro aviso le da la oportunidad de hacerlo?
—Eso no va a pasar —aseguré con firmeza.
Me miró con media sonrisa en la cara.
—Has desarrollado una afinidad bastante grande con nosotros, ¿verdad? —Su sonrisa se ensanchó—. Monstruos.
Le planté un beso en la frente. Hice caso omiso de su olor tan familiar.
—Duérmete, Lou.
—No estoy cansada —murmuró con voz melosa, sus ojos demasiado brillantes en la oscuridad. Demasiado pálidos—. Hemos dormido todo el día. —Cuando su mano se deslizó por mi pecho una vez más, la atrapé y entrelacé mis dedos con los suyos. Ella malinterpretó el movimiento. Lo tomó como una invitación. Antes de que pudiera parpadear siquiera, había pasado una rodilla sobre mi regazo para sentarse encima de mí, con una pierna a cada lado. Levantó nuestras manos por encima de nuestras cabezas de un modo un poco extraño. Cuando arqueó la espalda y apretó su pecho contra el mío, se me cayó el alma a los pies. Como una piedra. Mierda.
Hice un esfuerzo por mantener una expresión impasible. Por supuesto que quería… tocarme. ¿Por qué no habría de querer? Hace menos de un mes, yo la deseaba como un adicto. La sutil curva de su cadera, su espesa cabellera ondulada, el brillo travieso en sus ojos. Había sido incapaz de dejar de meterle mano a todas horas del día. Ni siquiera la presencia de mi propia madre me había detenido. No obstante, incluso entonces, había sido mucho más que físico.
Desde el primer momento, Lou me había despertado. Su presencia había sido contagiosa. Incluso cuando estaba furioso, exasperado, jamás había dejado de querer estar cerca de ella.
Ahora en cambio miré a Beau, a Coco, a Célie, y recé por que uno de ellos se removiera. Deseé que abrieran los ojos y nos interrumpieran. Pero no se despertaron. Siguieron durmiendo, ajenos a mi lucha interior.
Quería a Lou. Estaba seguro. Lo notaba en los huesos.
Pero tampoco soportaba verla siquiera.
¿Qué me pasaba?
La ira se abrió de par en par cuando movió sus labios por mi oreja, cuando mordisqueó el lóbulo. Demasiados dientes. Demasiada lengua. Otra oleada de asco me atravesó de arriba abajo. ¿Por qué? ¿Era porque Lou todavía estaba de luto? ¿Porque lo estaba yo? ¿Acaso porque había atacado su cena como un animal rabioso, o porque solo había parpadeado dos veces en la última hora? Me sacudí mentalmente, irritado con Beau. Conmigo mismo. Había estado más extraña de lo habitual, sí, pero eso no justificaba la forma en que me hormigueaba la piel cuando me tocaba.
Peor aún. Estos pensamientos, este miedo acechante, esta aversión inquietante… parecían una traición. Lou se merecía algo mejor que esto.
Tragué saliva con esfuerzo y me giré para recibir sus labios. Ella me devolvió el beso con entusiasmo, sin vacilar, y mi culpa solo se intensificó. Sin embargo, no parecía darse cuenta de mis reticencias. En vez de eso, se apretó más contra mí. Movió sus caderas contra las mías. Torpe. Ansiosa. Cuando volvió a bajar su boca hacia mi cuello, cuando sorbió de mi pulso acelerado, sacudí la cabeza, derrotado. Aquello no iba bien. Puse las manos sobre sus hombros.
—Tenemos que hablar.
Las palabras salieron por voluntad propia. Lou parpadeó sorprendida y algo que parecía… inseguridad se reflejó en sus ojos pálidos. Me odiaba por ello. Había visto a Lou insegura una o dos veces en toda nuestra relación, y ninguna de las dos veces había acabado bien para nosotros. No obstante, esta vez desapareció tan deprisa como había llegado, sustituida por un brillo pícaro.
—Eso implica lenguas, ¿no?
Con suavidad, pero con firmeza, la bajé de mi regazo.
—No, esta vez no.
—¿Estás seguro? —canturreó, mientras se inclinaba hacia mí con ademán seductor. O al menos esa era su intención. Pero al movimiento le faltaba su habitual finura. Me eché hacia atrás, estudié sus ojos demasiado brillantes. Sus mejillas arreboladas.
—¿Pasa algo?
Dime lo que es. Yo lo arreglaré.
—Dímelo tú. —Una vez más, sus manos buscaron mi pecho. Las agarré con una frustración que me costaba reprimir. Apreté sus gélidos dedos a modo de advertencia.
—Háblame, Lou.
—¿De qué te gustaría hablar, querido marido?
Respiré hondo, sin quitarle el ojo de encima.
—De Ansel.
El nombre cayó entre nosotros como un cadáver. Pesado. Muerto.
—Ansel. —Lou liberó sus manos de las mías con el ceño fruncido. Sus ojos se volvieron distantes. Velados. Fijó la vista en un punto justo por encima de mi hombro, sus pupilas se dilataban y contraían en diminutos movimientos casi imperceptibles—. Quieres hablar de Ansel.
—Sí.
—No —dijo ella sin emoción alguna—. Yo quiero hablar de ti.
—Pues yo no —dije. Fue mi turno de entornar los ojos.
Lou no respondió de inmediato. Seguía con la vista fija en un punto, como si buscara… ¿qué? ¿Las palabras adecuadas? A Lou nunca le habían importado las palabras adecuadas hasta ahora. De hecho, disfrutaba diciendo las más inadecuadas. Y si era sincero conmigo mismo, yo disfrutaba oyéndolas.
—Entonces, juguemos otro juego de preguntas —dijo de sopetón.
—¿Qué?
—Como en la pastelería. —Asintió deprisa, casi para sí misma, antes de mirarme por fin. Ladeó la cabeza—. No te comiste tu bollo de miel y canela.
—¿Qué? —Pestañeé, confuso.
—Tu bollo pegajoso. No te lo comiste.
—Sí, te había oído. Es solo que… —Sacudí la cabeza y lo intenté de nuevo, desconcertado—. No soy tan goloso como tú.
—Humm. —Lou se chupó los labios con ademán lascivo. Cuando su brazo serpenteó detrás de mí por el banco, reprimí el impulso de echarme hacia delante. Sin embargo, cuando sus dedos se hundieron en mi pelo no pude evitarlo. Continuó como una plaga—. El venado también es delicioso. Salado. Tierno. Al menos —añadió, con una sonrisa entendida—, si lo comes directamente. —La miré, confundido. Luego, horrorizado. Quería decir si lo comías crudo—. De otro modo, el rigor mortis endurece la carne. Tienes que colgar al animal durante un par de semanas para romper los tejidos conectivos. Pero claro, así es difícil evitar las moscas.
—¿Cuándo demonios has comido ciervo crudo? —pregunté con incredulidad.
Sus ojos parecieron centellear ante la blasfemia, toda ella parecía vibrar de la emoción. Se inclinó hacia mí.
—Deberías probarlo. Puede que te guste. —Entonces…—. Aunque, claro, supongo que un cazador no tendría ninguna necesidad de despellejar ciervos en su torre de marfil. Dime, ¿has pasado hambre alguna vez?
—Sí.
—Quiero decir hambre de verdad. ¿Alguna vez has tenido frío? ¿Del tipo que te congela las entrañas y te deja como el hielo?
A pesar de la hostilidad de sus palabras, su voz no iba cargada de desprecio. Solo de curiosidad. Una curiosidad genuina. Se balanceó adelante y atrás, incapaz de estarse quieta mientras me miraba. Yo la miré con la misma intensidad.
—Sabes muy bien que sí
—¿Lo sé? —Ladeó la cabeza. Después de fruncir los labios, asintió una vez más—. Lo sé. Sí, claro. El Hueco. Un frío de mil demonios, ¿verdad? —Su índice y su dedo corazón subieron caminando por mi pierna—. Tienes hambre incluso ahora, ¿verdad?
Se rio cuando devolví la mano a su regazo.
—¿Cuál —me aclaré la garganta— es tu siguiente pregunta?
Podía seguirle la corriente. Podía jugar ese jueguecito. Si significaba llegar a ella, si significaba desentrañar lo que había… cambiado en ella, me quedaría ahí sentado toda la noche. La ayudaría. Lo haría. Porque si esto era realmente pena, Lou necesitaba hablar sobre ello. Los dos necesitábamos hablar sobre ello. Me alanceó otra punzada de culpabilidad cuando bajé la vista hacia sus manos. Las había cruzado con fuerza.
Yo debería estar sujetando esas manos. Pero no fui capaz de obligarme a hacerlo.
—Oooh, preguntas, preguntas. —Se había llevado los nudillos entrelazados a los labios, cavilando—. Si pudieses ser otra persona, ¿quién serías? —Otra sonrisa—. ¿La piel de quién vestirías?
—Yo… —Miré de reojo a Beau sin pensar. A Lou no se le pasó por alto el movimiento—. No querría ser nadie más.
—No te creo.
—¿Quién serías tú? —pregunté a la defensiva.
Bajó las manos al pecho. Con los dedos aún entrelazados, podía haber estado rezando. Excepto por el brillo calculado de sus ojos, por su sonrisa diabólica.
—Puedo ser quien quiera.
Me aclaré la garganta e hice un esfuerzo por hacer caso omiso de los pelos que se me habían puesto de punta en la nuca. Fracasé.
—¿Cómo sabes qué son los cauchemars? Yo llevo toda la vida estudiando lo oculto y jamás había oído hablar de una criatura semejante.
—Vosotros habéis extinguido lo oculto. Yo he vivido con ello. —Ladeó la cabeza. El movimiento me provocó otro escalofrío por la columna—. Yo lo soy. Aprendemos más en las sombras de lo que lo hacemos jamás al sol. —Cuando no respondí, hizo otra pregunta. Sencilla. Abrupta—. ¿Cómo elegirías morir?
Ah. La miré comprensivo. Allá vamos.
—Si pudiese elegir… supongo que querría morir de viejo. Gordo y feliz. Rodeado de mis seres queridos.
—¿No elegirías morir en batalla?
Una exhalación asustada. Un golpe repugnante. Un halo escarlata. Aparté mi último recuerdo de Ansel a un lado y la miré de lleno a los ojos.
—No elegiría esa muerte para nadie. Ni siquiera para mí. Ya no.
—Él la eligió.
Aunque se me comprimió el corazón, aunque incluso su nombre trajo una presión incómoda a mis ojos, asentí.
—Es verdad. Y lo honraré por ello todos los días de mi vida. Que eligiera ayudarte, luchar contigo. Que eligiera enfrentarse a Morgane contigo. Era el mejor de nosotros. —Por fin se le borró la sonrisa de la cara y yo estiré un brazo para agarrar su mano. A pesar de su temperatura gélida, no la solté—. Pero no deberías sentirte culpable. Ansel tomó esa decisión por él mismo; no por ti ni por mí, sino por él. Ahora —dije con firmeza, antes de que pudiese interrumpir—, tu turno. Responde a la pregunta.
Su rostro permaneció inescrutable. Inexpresivo.
—No quiero morir.
Froté su mano helada entre las mías en un intento por calentarla.
—Lo sé. Pero si tuvieras que elegir…
—Elegiría no morir —sentenció.
—Todo el mundo muere, Lou —le dije con suavidad.
Se acercó más al ver mi expresión, deslizó una mano por mi pecho.
—¿Y eso quién lo dice, Reid? —me susurró al oído. Me puso una mano en la mejilla y, solo por un segundo, me perdí en su voz. Si cerraba los ojos, podía fingir que una Lou diferente me sujetaba de este modo. Podía fingir que esta mano gélida pertenecía a otra persona: a una ladrona malhablada, una pagana, una bruja. Podía fingir que su aliento olía a canela y que su pelo fluía largo y castaño más allá de sus hombros. Podía fingir que todo esto era parte de una broma elaborada. Una broma inapropiada. En este punto, Lou se hubiese reído y me hubiese dado un golpecito en la nariz. Me hubiese dicho que tenía que relajarme. En vez de eso, sus labios levitaban a escasos milímetros de los míos—. ¿Quién dice que tenemos que morir, Reid?
Tragué saliva con dificultad, abrí los ojos y el hechizo se rompió.