Capítulo 5
La petite larme

Reid

Después de un momento de conversar preocupadamente en susurros, como si la estatua pudiera oírnos, nos retiramos a la seguridad del santuario.

—Ha sido ese maldito perro —dijo Beau, mientras se instalaba en el banco al lado de Coco. Cerca del púlpito, Lou se levantó. La luz de las velas iluminaba la mitad de su cara y sumía el resto en sombras. Un escalofrío recorrió mi columna ante esa imagen infernal, como si Lou estuviese cortada en dos. Parte Lou y parte… otra cosa. Algo oscuro.

Frunció el ceño. Sus ojos saltaban alternativamente de Célie a mí.

—¿Qué es esto?

Esto —dije, en un tono más áspero de lo que pretendía, al tiempo que me giraba hacia Célie—, no es nada. Se va a casa por la mañana.

Célie levantó la barbilla. Apretó las manos en torno a la correa de su bolsa de cuero. Temblaban un poco.

—De eso nada.

—Célie. —Exasperado, la conduje al banco al lado de Lou, que no hizo ni ademán de saludarla. Qué raro. Creía que habían forjado un vínculo después de lo que habían vivido en La Mascarade des Crânes—. Acabas de ver lo peligroso que es estar aquí. Todo el mundo en este reino quiere vernos muertos.

Yo no quiero vernos muertos. —Beau cruzó los tobillos en el banco, las piernas estiradas por delante de él. Pasó un brazo por encima de los hombros de Coco. Cuando sus ojos se posaron en Célie, esta se sonrojó—. Por cierto, gracias por el aviso, mademoiselle Tremblay. Parece que todos los demás han olvidado sus modales. Terrible, en realidad. Esa estatua nos hubiese aplastado, de no haber sido por ti.

—¿Estatua? —preguntó Lou.

—La estatua del cementerio… se cayó —murmuré. No mencioné lo de las lágrimas.

Célie, aún sonrojada por el sentido agradecimiento de Beau, nos ignoró a los dos e hizo una profunda genuflexión.

—Al… alteza. Solo ellos han olvidado sus modales. Por favor, perdonadme.

Beau arqueó una ceja, me sonrió por encima de la cabeza agachada de Célie.

—Me gusta. —Se volvió hacia Célie—. Tutéame, por favor.

Coco se puso la capucha para esconder la cara. Aunque no se acurrucó entre los brazos de Beau, tampoco se inclinó en dirección contraria.

—No debería estar aquí.

—Es ese perro —insistió Beau con énfasis—. Vaya donde vaya, ocurre una catástrofe. También estaba presente cuando ese pescador intentó ahogarnos.

Célie frunció el ceño.

—Pero el pescador no… —Al percatarse de nuestras miradas, cerró la boca de golpe y se puso aún más roja. Levantó un hombro con delicadeza—. El barco volcó a causa de una ola. ¿No os acordáis?

—¿Nos has estado siguiendo? —preguntó Lou.

Célie se negaba a mirarnos.

Me dejé caer en un banco y apoyé los antebrazos en mis rodillas.

—¿Qué estás haciendo aquí, Célie?

—Yo… —Su expresión abierta, dolorosamente vulnerable. Miró de Lou a Beau y a Coco, antes de fijar los ojos en mí—. Me gustaría ayudar.

—Ayudar —repitió Lou, burlona. Célie frunció el ceño al oír su tono.

—Creo… que tengo recursos que podrían beneficiar al grupo en su búsqueda de M… M… —Volvió a interrumpirse, pero levantó más su bolsa de cuero y cuadró los hombros—. En su búsqueda de La Dame des Sorcières.

—Ni siquiera eres capaz de decir su nombre —musité, frotando mis sienes.

—No necesito decir su nombre para matarla.

Matarla.

Dios mío.

Una risa inesperada provino de Lou, que sonrió de oreja a oreja y levantó las manos para dar una palmada. Dos. Tres. Ese brillo extraño había vuelto a sus ojos.

—Vaya, vaya. Parece que el gatito por fin ha encontrado sus uñas. Estoy impresionada. —Su risa se me clavó debajo de la piel, me arañó el estómago—. Pero mi madre no es un ratón. ¿Cómo piensas matarla? ¿Le harás una genuflexión? ¿La invitarás a tomar el té?

Sí, estaba claro que había malinterpretado su relación. Por el músculo que se apretó en la mandíbula de Beau, él había hecho lo mismo.

—Déjala en paz, Lou.

Célie le lanzó una mirada apreciativa. Animada, continuó con una voz más fuerte.

—No sé cómo matarla, no exactamente, todavía no… pero sí tengo información en mi poder. Antes tenías razón, alteza. —De su bolsa de cuero extrajo un pulcro sobre de lino. Reconocí la escritura de Jean Luc en la parte delantera—. El rey Auguste ha pospuesto la ejecución de tu madre de manera indefinida. Planea utilizar su magia para sofocar el fuego.

—Te lo dije —comentó Beau, asintiendo en mi dirección.

Cuando me entregó el sobre, revisé su contenido antes de devolvérselo.

—Gracias por esto, Célie. De verdad. Pero no puedo dejar que te quedes. ¿Y si te pasara algo? No sería capaz de seguir viviendo conmigo mismo. —Hice una pausa, volví a fruncir el ceño. Ahora que lo pensaba…—. ¿Qué opinan tus padres de esto?

—Nada de nada. —Célie sorbió por la nariz en un gesto crítico. Fruncí el ceño aún más.

—No saben que estás aquí, ¿verdad? —Beau esbozó una sonrisilla y arqueó una ceja—. Chica lista. Supongo que es más fácil pedir perdón que pedir permiso.

Emití un gemido al pensar en las implicaciones y enterré la cara en las manos.

Célie.

—¿Qué? —Su tenue compostura saltó por los aires en un instante. Me enderecé, sobresaltado. En todos los años desde que la conocía, Célie jamás había perdido la compostura—. No tienes por qué preocuparte de que envíen al reino entero tras de mí, Reid. Si recuerdas bien, la última vez que desaparecí hizo falta bastante tiempo hasta que apareció la ayuda. Que Dios no permita que alguien sepa que mi padre no es capaz de controlar a su propia familia.

Parpadeé para ocultar mi sorpresa. Aunque ya sabía que, al parecer, monsieur Tremblay había fracasado como padre, había subestimado en qué medida.

—Jean Luc vendrá en tu busca. Traerá a todos los chasseurs consigo.

Célie agitó el sobre delante de mi cara.

—Jean Luc sabe que estoy aquí. Vio cómo robaba el carruaje de mi padre, por el amor de Dios, y me regañó a lo largo de todo el proceso. —La miré pasmado. Nunca había oído que robara. Ni que tomara el nombre de Dios en vano. Soltó el aire con fuerza por la nariz al tiempo que guardaba el sobre en su capa otra vez—. Sea como fuera, hubiese imaginado que apreciarías mi intervención. Si viajo con tu banda de famosas brujas y fugitivos… perdón, alteza… Jean no puede detener a ninguno de vosotros sin detenerme también a mí. Y eso no va a suceder. Así que ya no os perseguirá más.

—Oh, cómo me hubiese gustado ver su cara. —La cara del propio Beau se retorció como si sufriera algún dolor—. Otra prueba más de que existe un Dios y me odia.

—No importa. —Me puse de pie, ansioso por poner punto final a esa conversación. Por encontrar al padre Achille y alertarlo de la situación, por pedirle otra manta más para la noche—. No puedes venir con nosotros.

Furiosa, me observó pasar con una ira silenciosa, los hombros bien cuadrados y la columna recta como un palo. Se le habían puesto los dedos blancos en torno a la bolsa de cuero.

—Lo que no puedo hacer —dijo al fin, con los dientes apretados— es mirar a mis padres a los ojos. Quieren fingir que no ha ocurrido nada. Quieren volver a la vida como era antes. Pero no pueden obligarme a hacerlo. —Su voz bajó hasta un tono peligroso—. no puedes obligarme. La idea de estar s… sentada en casa, haciendo genuflexiones a un noble tras otro, bebiendo , mientras Morgane sigue libre, me pone físicamente enferma. —Como no dejé de andar, continuó a la desesperada—. Me atrapó en ese ataúd con Filippa durante semanas, Reid. Semanas. Me… torturó, y mutiló a esos niños. Lo que no puedo es no hacer nada.

Me quedé paralizado al lado del púlpito. Debía de haberla oído mal. Seguro que este repentino temor en mi pecho… estaba equivocado. No me giré.

—¿Que ella hizo qué?

Un hipido como respuesta.

—No me hagas repetirlo —dijo.

—Célie… —Cuando por fin fui hacia ella, las náuseas me habían revuelto el estómago. Ella detuvo mi avance con un gesto de la mano. Tenía las mejillas empapadas de lágrimas, pero no las ocultó ni se las secó. La misma mano hizo columpiar la bolsa de cuero desde su hombro y vació su contenido en el suelo mugriento: joyas, couronnes, piedras preciosas, incluso un cáliz. Los otros contemplaron la pequeña colección de tesoros, ansiosos, pero yo no veía más allá de las palabras de Célie. No podía dejar de… imaginármelas.

Filippa había sido unos cuantos años mayor que nosotros. A diferencia de Célie, ella había actuado como mi hermana. Una especie de hermana estirada y reprobadora, pero hermana en cualquier caso. La idea de Célie atrapada con su cadáver, meses después del entierro, hizo que se me revolviera el estómago de manera violenta. Me atraganté con la bilis que subía por mi garganta.

—No solo robé el carruaje de mi padre —susurró Célie al silencio. Hizo un gesto hacia el centelleante montón de cosas—. También saqueé su caja fuerte. Supuse que necesitaríamos dinero para nuestros viajes.

Beau se levantó para echar un vistazo más de cerca y arrastró a Coco con él.

—¿Cómo has cargado con todo esto? —Miró los brazos de Célie con un escepticismo descarado, mientras Lou seguía sus pasos. Coco empujó las monedas con la punta del pie, sin ningún interés.

—¿Y dónde está tu carruaje?

Por fin, Célie dejó caer la bolsa de cuero. Flexionó los dedos.

—Lo he dejado con el mozo de cuadra en la posada.

—¿Y tu lacayo? —Beau se arrodilló y toqueteó la bolsa con cautela, como si estuviese hecha de piel humana. Tal vez así fuera. Durante un tiempo, monsieur Tremblay había tratado con peligrosos objetos mágicos. Las brujas habían matado a Filippa por ello—. ¿Tu cochero?

—Conduje yo misma.

—¿Qué? —Aunque Beau giró en redondo, fue mi voz la que cortó a través de la sala—. ¿Te has vuelto loca?

Lou volvió a reírse, inusualmente contenta con toda la situación.

La fulminé con la mirada y volví con el grupo a paso airado, mi propio temperamento bullía peligrosamente cerca de la superficie. Respiré hondo. Luego otra vez.

—Ya está. Se acabó. Hablaré con el padre Achille y él te organizará una escolta para llevarte de vuelta a Cesarine en cuanto salga el sol.

De mal modo, empecé a meter las joyas de vuelta en su bolsa de cuero. Incluso llena de joyas, seguía sin pesar en mi mano. Quizá no fuera piel humana, pero estaba claro que era mágica. Condenado Tremblay. Condenada Célie. Si una bruja la hubiese encontrado con esa bolsa, habría tenido el mismo final que Filippa. Tal vez fuese eso lo que quería. Tal vez después de La Mascarade des Crânes, deseaba morir.

Pues tenía muy claro que no le iba a dar el gusto.

Espera. —Coco me agarró el brazo de manera inesperada, su voz era la más intensa que le había oído en días. Le temblaban los dedos. Retiró la capucha de su cabeza y me quitó un medallón. Cuando lo sujetó en alto para verlo a la luz de las velas, su rostro, aún más pálido ahora, casi ceniciento, se reflejó en su superficie dorada. Una filigrana serpenteaba alrededor del diamante en el centro del colgante oblongo. El dibujo que creaba se asemejaba a… olas.

—¿De dónde has sacado esto? —preguntó en voz baja, con una frialdad cortante.

Lou apareció a su lado. Ahora que los diamantes se reflejaban en ellos, sus ojos brillaban casi plateados.

Célie tuvo la suficiente sensatez para dar un paso atrás.

—Ya… ya os lo he dicho. Lo robé de la caja fuerte de mi padre. —Me miró en busca de confianza, pero no podía darle ninguna. Jamás había visto esa intensidad, esa posesión, en la mirada de Coco, ni en la de Lou. Sus reacciones eran… inquietantes. Fuese cual fuere la reliquia que Célie nos había traído sin querer, debía de ser importante—. Era mi pieza favorita cuando era niña, pero… no se abre. Padre no pudo venderla.

Coco se estremeció como si la hubieran insultado. Luego sacó una daga de su capa. Me apresuré a colocarme delante de Célie.

—Oh, por favor —bufó Coco, y se pinchó la punta de un dedo. Una única gota de sangre cayó sobre el diamante y formó un círculo perfecto. Entonces, por increíble que pueda parecer, se hundió bajo la superficie de la gema en una brillante espiral carmesí. Cuando el color se disipó, el medallón se abrió con un chasquido.

Todos nos inclinamos hacia delante, fascinados, para ver una superficie transparente como el cristal en su interior.

Lou se echó atrás.

La Petite Larme —dijo Coco, su voz más suave ahora. Olvidó su ira por unos momentos.

—La Pequeña Lágrima —repitió Beau.

—Un espejo hecho a partir de una gota de L’Eau Mélancolique. —Contempló su reflejo con una expresión inescrutable antes de volverse de nuevo hacia Célie. Hizo una mueca de asco una vez más—. No se abría porque no os pertenece. Le pertenecía a mi madre.

Podría haber caído un alfiler al suelo del santuario y hubiésemos oído hasta su eco. Incluso el padre Achille, que acababa de irrumpir en la sala por las puertas de la trascocina con un delantal puesto y un plato jabonoso en la mano, gruñendo sobre el exceso de ruido, pareció darse cuenta de que había interrumpido un momento tenso. Entornó los ojos al ver a Célie y todo el oro a sus pies.

—Célie Tremblay —dijo en tono hosco—. Estás muy lejos de tu casa.

Aunque Célie le ofreció una sonrisa educada, fue un poco seca. Tensa.

—Perdóneme, monsieur, pero no creo que hayamos tenido el placer de ser presentados.

—Achille —contestó el cura. Frunció los labios—. Padre Achille Altier.

Coco cerró el medallón de golpe. Y sin decir palabra, volvió a ponerse la capucha.

—Bonito delantal. —Beau sonrió al ver las rosas pintadas a mano sobre el delantal del padre Achille. Con unas pinceladas largas e irregulares, parecía que las había pintado un niño. En azul, rojo y verde.

—Me lo hicieron mis sobrinas —musitó el padre Achille.

—Resalta sus ojos.

El padre Achille le tiró el plato. Aunque Beau logró atrapar el resbaladizo plato contra el pecho, el agua salpicó su cara al impactar. El padre Achille asintió con una satisfacción justificada.

—Ese es el último plato vuestro que voy a fregar, chico. Puedes fregar el resto tú mismo… y la despensa, gracias a ella. —Señaló con el pulgar a Lou, irritado—. Hay un cubo y una fregona esperándote.

Beau abrió la boca para protestar, pero Célie lo interrumpió.

—Padre Achille. —Hizo otra genuflexión, aunque no tan profunda esta vez. No tan grandiosa. Miró el delantal floreado y su ropa andrajosa, el triste estado del santuario, con una desaprobación poco velada—. Me alegro de conocerlo.

El padre Achille se movió nervioso delante de ella, como si no estuviese acostumbrado a unos modales tan perfectos. Si no lo conociese ya un poco, hubiese dicho que se sentía incómodo bajo su escrutinio. Avergonzado, incluso.

—Conocí a tu madre —dijo al fin, a modo de explicación—. Cuando viví en Cesarine.

—Por supuesto. La saludaré de su parte.

Achille soltó otro resoplido burlón.

—Mejor, no. He dicho que la conocí, no que me gustara demasiado. —Al ver la expresión escandalizada de Célie, musitó otro comentario—: El sentimiento era mutuo, te lo aseguro. Ahora —se enderezó con tanta dignidad como pudo reunir—, no es asunto mío preguntar qué estás haciendo en Fée Tombe, mademoiselle Tremblay. No me corresponde decirte lo estúpida que eres por enredarte con esta panda. Así que no lo haré. Porque no me importa. Solo asegúrate de no causar ningún problema antes de marcharte.

Di un paso al frente mientras Achille giraba sobre los talones.

—Necesita una escolta de vuelta a Cesarine.

—Reid. —Célie llegó a dar un pisotón para recalcar su protesta—. Deja de ser tan… tan…

—¿Cabezota? —sugirió Beau.

El padre Achille nos miró ceñudo sin darse la vuelta del todo.

—No soy vuestra niñera.

—¿Ves? —exclamó Célie triunfal, señalando con el dedo—. No quiere encargarse de mí y el viaje es demasiado peligroso para hacerlo sola. Debo quedarme aquí. Con vosotros.

—No tuviste ningún problema en correr riesgos para venir —comenté entre dientes.

—Sí, pero… —Algo parecido a nerviosismo cruzó sus ojos, y su sonrisa se esfumó—. Pu… puede que haya… dicho una mentirijilla antes. Una nimiedad, algo inconsecuente —añadió a toda prisa al ver mi expresión—. Os dije que había dejado mi carruaje en el establo, pero en realidad, ehm, la verdad es que tal vez haya tomado el camino equivocado…

—El camino equivocado, ¿dónde? —exigí saber.

—Hacia el faro.

El padre Achille se giró despacio.

—Os perdí de vista justo antes del amanecer. —Célie se retorció las manos a la altura de la cintura—. Cuando llegué al cruce de caminos, yo… tomé el que conducía lejos del pueblo. Jamás imaginé que podríais buscar refugio en una iglesia. En realidad, he tenido una suerte extraordinaria de encontraros…

Querida Célie —interrumpió Beau—. Por favor, sigue tu relato.

Célie volvió a sonrojarse y agachó la cabeza.

—P… por supuesto, alteza. Perdóname. Cuando me acercaba al faro, algo se movió entre las sombras. Y… asustó a Cabot, por supuesto, y el caballo casi nos tira por el acantilado en su prisa por huir. Una rueda se rompió contra una roca. Conseguí liberar a Cabot antes de que el carruaje entero cayera al mar… o, al menos, lo habría hecho si la criatura no lo hubiese puesto a salvo. —Se estremeció—. Jamás había visto a un monstruo así. Pelo largo y apelmazado y piel del color de las sombras. Afilados dientes blancos. Además, olía a podrido. Carne en descomposición. Estoy muy segura de que si no hubiese huido a lomos de Cabot, nos habría comido a ambos. —Soltó un gran suspiro y levantó los ojos hacia los míos—. Así que, como verás, dejé a Cabot en el establo, no mi carruaje. Simplemente no puedo recuperarlo mientras siga en manos de esa criatura y tampoco puedo arriesgarme a viajar sin él. Debo quedarme con vosotros, Reid, o jamás llegaré a casa siquiera.

Cauchemar —murmuró Lou. Alargué una mano cansada hacia ella.

—¿Qué?

Con una sonrisita, entrelazó los dedos con los míos. Todavía los tenía fríos como el hielo.

—No he dicho nada.

—Sí que…

—En efecto, un cauchemar mora ahora en el faro. —Al ver nuestras caras de perplejidad, el padre Achille tuvo que explicarse, aun a regañadientes—. Una pesadilla. Así es como lo llaman los aldeanos en cualquier caso. Nos encontró aquí en Fée Tombe hace tres días y están todos aterrados. —Frunció el ceño y negó con la cabeza—. Los muy idiotas planean demoler el faro por la mañana.

Algo en su expresión ceñuda me obligó a hacer una pausa.

—Ese cauchemar, ¿ha herido a alguien?

—¿Aparte de a mí? —intervino Célie—. Casi nos mata de un susto a Cabot y a mí.

—Menuda tragedia hubiese sido —se burló Coco desde debajo de su capucha.

—Coco —la regañó Beau—. Eso no ha sido propio de ti. Si vas a ser rencorosa, al menos hazlo con ingenio.

—No es rencor para nada —repuso con dulzura—. El caballo me hubiese dado mucha pena.

—¿Perdona? —Célie giró en redondo para mirarla, boquiabierta de la incredulidad—. Yo… siento muchísimo lo del medallón de tu m… madre, Cosette, pero no lo sabía

Hablé a la vez que ella.

—¿Ha herido a alguien el cauchemar?

—Apenas importa —respondió el padre Achille encogiéndose de hombros.

—A mí me importa.

—Esa multitud se aproxima, chico. Conseguirás que te maten.

—No le importa.

—Correcto. —Abrió las aletas de la nariz—. No me importa nada. Los cauchemars son conocidos por su crueldad, pero esta criatura no ha atacado todavía. Ayer por la noche entró en la carnicería y robó unos cuantos trozos descartados, pero eso es todo lo que sé. —Cuando intercambié miradas primero con Lou, luego con Beau, el párroco rechinó los dientes y dijo, como si las palabras le hicieran daño físico—: Deberíais quedaros al margen. Esta no es vuestra guerra.

Sin embargo, una multitud que iba a quemar a una criatura inocente sonaba exactamente como mi guerra. Le harían lo mismo a Lou, si tuviesen la oportunidad. Lo mismo a Coco. A mi madre. A mí. Una ira muy familiar, espesa y viscosa bulló en mi estómago. Estos aldeanos no eran culpables por sí solos. Aunque querían matar a este inocente, Morgane había torturado y mutilado a mis hermanos y hermanas, todos daños colaterales de esta guerra que ellos no habían elegido. Una guerra que este cauchemar no había elegido.

Basta ya.

Una breve parada en el faro no haría daño a nadie. Podríamos poner sobre aviso al cauchemar antes de que la multitud llegara, quizás incluso pudiéramos liberarlo, y aun así estar en camino al amanecer. Era la opción más noble. Puede que Lou hubiese elegido el camino equivocado para nosotros, pero esto parecía un paso en la dirección correcta. A lo mejor nos marcaría un nuevo rumbo. Uno mejor.

Como muy poco, retrasaría nuestra llegada a Chateau le Blanc. Y quizá…

—Yo voto en contra. —La voz de Coco sonó cortante desde abajo de su capucha—. Los cauchemars son peligrosos y no podemos permitirnos distracciones. Deberíamos seguir nuestro camino hacia el Chateau.

Lou sonrió y asintió.

—Si ayudamos a este cauchemar —murmuré—, tal vez él nos ayude a nosotros. Este podría ser tu misterioso aliado, Cosette. Sin necesidad de árboles.

Aunque no podía verle la cara, sentía su mirada furibunda.

Sacudí la cabeza, le di a Célie mi manta y volví a mi banco. Lou no me soltó la mano. Su pulgar trazaba las venas de mi muñeca.

—Necesitamos el carruaje de Célie —dije—. Regrese ella a casa o no.

Célie levantó la cabeza de golpe.

—Un carruaje aceleraría nuestro viaje de manera considerable.

—Sí. —La miré durante un rato. Más bien la miré con nueva consideración. Un músculo se tensó en mi mandíbula al ver su expresión esperanzada, el porte decidido de sus hombros. Esta no era la Célie que había conocido siempre—. Lo haría.

Achille levantó las manos por los aires y se fue a la trascocina para librarse de nosotros.

—Idiotas, todos vosotros —dijo mientras se alejaba, la voz adusta—. De noche es cuando un cauchemar es más fuerte. Actuad con la primera luz del alba, antes de que ataque la multitud. Sin importar lo que hagáis, no dejéis que os vean. El miedo vuelve estúpidas a las personas. —Con una última mirada a Célie y a mí, sacudió la cabeza—. Pero el valor también las hace estúpidas.