Hace siete años

Aunque en algunas habitaciones de la mansión había monstruos escondidos debajo de las camas, Tella habría jurado que el dormitorio de su madre ocultaba magia. Destellos de luz esmeralda espolvoreaban el aire como si las hadas acudieran a jugar allí siempre que su madre se marchaba. La habitación olía a flores cortadas en jardines secretos, e incluso cuando no había brisa, las cortinas translúcidas ondeaban alrededor de la majestuosa cama con dosel. La lámpara de araña de cuarzo recibió a Tella con la musicalidad de los besos de cristal, lo que la hizo imaginar que la estancia era un portal mágico a otro mundo.

Sus pies diminutos no hicieron ningún sonido mientras caminaba de puntillas sobre las gruesas alfombras de color marfil hacia el armario de su madre. Echó una mirada rápida sobre su hombro antes de sacar su joyero. El cofrecillo, resbaladizo y pesado en sus manos, era de nácar y estaba cubierto por una telaraña de filigrana dorada; a Tella le gustaba fingir que también estaba encantado, porque sus dedos no dejaban huellas en él ni siquiera cuando los tenía sucios. Por suerte.

A la madre de Tella no le importaba que sus hijas jugaran con sus vestidos o que se probaran sus elegantes zapatillas, pero les había pedido que no tocaran aquella caja, lo que solo la volvía más irresistible para la pequeña.

Scarlett se pasaba las tardes soñando despierta con espectáculos ambulantes como Caraval, pero ella prefería las aventuras reales.

Aquel día, fingió que una malvada reina había capturado a un joven príncipe elfo y que, para salvarlo, tenía que robar el anillo de ópalo de su madre, la joya favorita de Tella. Su piedra blanquecina era tosca y áspera, con forma de estrella y unas puntas afiladas con las que a veces se pinchaba los dedos. Pero, cuando lo sostenía bajo la luz, el ópalo destellaba, cubriendo la habitación de ascuas de luminiscente cereza, dorado y lavanda que la hacían pensar en maldiciones mágicas y polvo de duende rebelde.

Por desgracia, el aro dorado era demasiado grande para su dedo, aunque cada vez que abría la caja se lo probaba por si acaso había crecido lo suficiente. No obstante, aquel día, en cuanto se lo deslizó en el dedo notó otra cosa.

La lámpara sobre su cabeza se detuvo como si también a ella la hubiera pillado desprevenida.

Tella conocía al dedillo cada artículo de joyería de su madre: un lazo de terciopelo cuyos pulcros pliegues estaban bordeados con oro, unos pendientes de un escarlata intenso, un vial de plata bruñida que su madre afirmaba que contenía lágrimas de ángel, un medallón de marfil que no se abría, un brazalete azabache que parecía más adecuado para el brazo de una bruja que para la elegante muñeca de su madre.

El único artículo que no tocaba nunca era la bolsita gris que olía a hojas mohosas y al putrefacto dulzor de la muerte. «Mantiene lejos a los trasgos», había bromeado su madre una vez. También la mantenía alejada a ella.

Pero, aquel día, la horrible bolsita titiló, llamándola. En un momento, parecía un hato de podredumbre y olía a descomposición; un instante después, en su lugar había un brillante mazo de cartas atado con una delicada cinta de raso. Entonces, en un parpadeo, volvió a ser la repugnante bolsa antes de convertirse una vez más en las cartas.

Tella abandonó la misión de su juego y sacó la baraja del joyero, agarrándola por la sedosa cinta. De inmediato, dejó de cambiar.

Las cartas eran muy, muy bonitas, de un tono púrpura tan oscuro que casi parecía negro, con diminutas motas doradas que resplandecían bajo la luz y espirales en relieve de un profundo violeta rojizo que la hacían pensar en flores húmedas, en sangre de bruja y en magia.

Aquellas no se parecían en nada a las endebles cartas en blanco y negro con las que los guardias de su padre le habían enseñado a jugar. Se sentó en la alfombra. Sintió un hormigueo en sus dedos ágiles mientras desataba la cinta y giraba la primera carta.

La joven de la ilustración le recordó a una princesa cautiva. Llevaba un precioso vestido blanco hecho jirones, y sus ojos con forma de lágrima eran tan bonitos como el cristal pulido por el mar, pero tan tristes que dolía mirarlos. Probablemente porque tenía la cabeza enjaulada en el interior de un orbe de perlas.

Las palabras La Doncella de la Muerte estaban escritas en la parte inferior de la carta.

Tella se estremeció. No le gustó el nombre y tampoco la jaula, a pesar de las perlas. De repente, tuvo la intuición de que su madre no quería que viera aquellas cartas, pero eso no evitó que le diera la vuelta a otra de ellas.

El nombre en la parte inferior de esta era El Príncipe de Corazones.

Mostraba a un hombre joven de rostro anguloso y labios tan finos como cuchillas. Empuñaba una daga, cerca de su barbilla afilada, y de sus ojos caían lágrimas rojas a juego con la sangre que manchaba la comisura de su boca estrecha.

Tella se asustó cuando la imagen del príncipe parpadeó, apareciendo y desapareciendo, del mismo modo que la maloliente bolsita había hecho antes.

Debería haberse detenido entonces. Estaba claro que aquellas cartas no eran juguetes. Aun así, una parte de ella tenía la sensación de que estaba destinada a encontrarlas. Eran más reales que la reina malvada o el príncipe élfico de su imaginación, y se atrevió a pensar que quizá la conducirían a una aventura genuina.

Al dar la vuelta a la siguiente carta, notó una calidez especial en los dedos.

El Aráculo.

No sabía qué significaba aquel extraño nombre y, a diferencia de las otras dos, aquella carta no parecía violenta. Tenía los bordes cubiertos de espirales ornamentales en oro fundido y su centro era plateado, como un espejo… No, era un espejo. En su brillante interior se reflejaban sus tirabuzones rubios como la miel y sus ojos redondos y castaños. Pero, tras mirar con mayor atención, se dio cuenta de que la imagen estaba mal: sus labios rosados parecían temblar y unas lágrimas gruesas bajaban por sus mejillas.

Tella nunca lloraba. Ni siquiera cuando su padre se dirigía a ella con dureza, o cuando Felipe la ignoraba para concentrarse en su hermana mayor.

—Me preguntaba si te encontraría aquí, mi pequeño amor. —La suave voz de soprano de su madre llenó la habitación cuando entró—. ¿En qué aventuras estás inmersa hoy?

Cuando su madre se encorvó sobre la alfombra en la que Tella estaba sentada, su cabello cayó alrededor de su rostro astuto en dos elegantes ríos. Los mechones de su madre eran del mismo castaño oscuro que los de Scarlett, pero Tella había heredado su piel aceitunada, que refulgía como besada por las estrellas. Sin embargo, en aquel momento la vio ponerse tan pálida como la piedra lunar cuando clavó la mirada en las imágenes de La Doncella de la Muerte y El Príncipe de Corazones.

—¿Dónde las has encontrado?

A pesar de que su voz seguía sonando dulce, la mujer le arrebató las cartas con brusquedad. Tella tenía la sensación de que había hecho algo muy malo. Aunque a menudo hacía cosas que no debía, a su madre no solía importarle; la corregía con cariño y de vez en cuando le decía cómo librarse del castigo por sus pequeños crímenes. Era su padre quien se enfadaba con facilidad. Su madre era el suave soplo de aire que extinguía las chispas de su padre antes de que se convirtieran en llamas. Pero ahora parecía querer iniciar un incendio y usar las cartas como leña.

—Las encontré en tu joyero —le dijo Tella—. Lo siento. No sabía que eran malas.

—No pasa nada. —La mujer le pasó una mano por los rizos—. No pretendía asustarte. Pero ni siquiera a mí me gusta tocar estas cartas.

—Entonces, ¿por qué las tienes?

Su madre se guardó las cartas en la falda del vestido antes de dejar el joyero sobre un estante alto que había junto a la cama, fuera del alcance de Tella.

La niña temía que la conversación hubiera terminado, como sin duda habría ocurrido con su padre. Pero su madre no ignoraba las preguntas de sus hijas. Después de poner a salvo el joyero, se sentó en la alfombra junto a ella.

—Ojalá nunca hubiera encontrado esas cartas —susurró—, pero te contaré todo lo que sé sobre ellas si me juras que jamás volverás a tocarlas, ni estas ni otras como ellas.

—Tú siempre nos dices que jurar está mal.

—Esto es diferente. —El atisbo de una sonrisa regresó a los labios de su madre, como si fuera a contarle un secreto muy especial. Siempre era así: cuando su madre decidía concentrar su rutilante atención solo en ella, se sentía como si fuera una estrella y el mundo girara a su alrededor—. ¿Qué te he dicho siempre sobre el futuro?

—Que cada persona tiene el poder de escribir el suyo —contestó Tella.

—Así es —dijo su madre—. Tu futuro puede ser lo que desees. Todos tenemos el poder de elegir nuestro propio destino. Pero, amor mío, si juegas con esas cartas, darás a los Destinos representados en ellas la oportunidad de cambiar tu camino. La gente usa Barajas del Porvenir, similares a las que acabas de ver, para predecir el futuro, que una vez augurado se convierte en una criatura viva que luchará con todas sus fuerzas para hacerse realidad. Por eso necesito que no vuelvas a tocar esas cartas. ¿Lo comprendes?

Tella asintió, aunque en realidad no lo comprendía; todavía estaba en esa tierna edad en la que el futuro parece demasiado lejano para ser real. Además, se había dado cuenta de que su madre no le había dicho de dónde habían salido aquellas cartas. Y eso hizo que apretara un poquito más fuerte la que todavía tenía en la mano.

En su prisa por recoger la baraja, su madre no se había fijado en la tercera carta que Tella había girado, la que seguía en su posesión: El Aráculo. La niña se la escondió con disimulo debajo de las piernas cruzadas mientras decía:

—Te juro que jamás volveré a tocar una baraja como esa.