Tal como se descubre enseguida en Japón, la gente está obsesionada con la comida. Cada región se enorgullece de su meibutsu (especialidad). La comida permea la vida y ocupa un amplio espacio incluso en las conversaciones más intrascendentes. La expresión cotidiana “Gohan tabe ni ikko!” (“Vamos a comer”) no es una mera sugerencia, sino una invitación a entrar en íntima comunión por medio de la comida, a establecer vínculos mediante la mutua celebración, a reforzar la identidad grupal, o a dar la bienvenida a los forasteros tomando una cerveza.
La cocina japonesa se denomina washoku (literalmente, “armonía de la comida”) y comprende los platos y recetas tradicionales, comida que nutre el alma y ofrece algo para cualquier paladar. Hay en ella variedad, color, textura y sutileza, un maridaje exquisito de forma y función, con una presentación irreprochable. Desde las berenjenas fritas agedashi-nasu hasta la sopa de arroz zosui, del suculento salmón fresco de Hokkaidō al abrasador tofu fermentado de Okinawa, de los reparadores carbohidratos de un cuenco de ramen a la refinada y elegante kaiseki (alta cocina) de Kioto, es de una variedad infinita y siempre apetecible. Unas habilidades y conocimientos culinarios transmitidos de generación en generación han granjeado a la washoku su inclusión en la lista del Patrimonio Inmaterial de la Unesco en el 2013.
La mejor cocina japonesa es muy estacional, con ingredientes frescos que alcanzan la exquisitez con un toque ligero. El arroz es primordial; de hecho, la palabra para “arroz” y “comida” es la misma: gohan. La sopa de miso y las verduras encurtidas, tsukemono, suelen rematar la comida. Pero, a partir de ahí, la cocina varía muchísimo; puede ser ligera y delicada (la creencia más extendida), pero también recia y contundente. Baja en grasas y repleta de minerales y vitaminas, es de las más sanas del mundo y un factor clave en los índices de longevidad del país. Los isleños de Okinawa, con una dieta basada en el alga konbu y el cerdo buta-niku, son los más longevos. Eso no quiere decir que se prescinda de frituras, guisos caseros o comida rápida; es fácil encontrar, por ejemplo, una cheeseburger, tartas o raciones de pollo frito.
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TAL COMO
DESCUBREN
ENSEGUIDA QUIENES
VISITAN
JAPÓN,
AQUÍ LA GENTE ESTÁ
OBSESIONADA
CON LA
COMIDA.
Se han escrito infinidad de libros sobre la comida japonesa, principalmente acerca de la exquisitez del sushi y los beneficios para la salud de todo tipo de alimentos, desde los hongos shitake hasta la sopa miso. El presente libro aborda estos temas, pero aspira a llegar más allá, ahondando en aspectos menos conocidos de la cocina nipona: su carácter jovial, su diversidad, sus curiosos orígenes, sus diferencias regionales y, por encima de todo, su papel definitorio y divulgador de la cultura japonesa. Además, se incluyen consejos sobre etiqueta y explicaciones para desmitificar los rituales gastronómicos. Comamos pues, o, como dicen los japoneses: “Ittadekemasho!”.
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Cada año se consumen en Japón más de cincuenta mil millones de cuencos de fideos instantáneos.
Las tiendas 24 horas venden comida plastificada e insulsa a estudiantes que se esfuerzan tanto en las academias preparatorias que ni prestan atención a lo que comen, y la cocina occidental se está introduciendo en muchas ciudades y pueblos, con hamburguesas al estilo estadounidense y restaurantes internacionales de alta categoría. Pero, al mismo tiempo, la fascinación japonesa por la comida de proximidad, la cocina tradicional y la casera se mantiene tan fuerte como siempre. Casi 10 000 años después de que los japoneses comenzaran a comer almejas, siguen degustando washoku con fruición.
Da la sensación de que los japoneses estaban predestinados a ser gourmets. A principios del período Jomon, entre el 7500 y el 5000 a.C., los primitivos pobladores del archipiélago que con el tiempo se llamaría Japón se alimentaban de sashimi; no es mala dieta para quienes todavía no habían descubierto la rueda. Los desechos de sus primeros festines de hamaguri (almejas) se han descubierto en el conchero de Natsushima, en Yokosuka, prefectura de Kanagawa. En el 2000 a.C. ya pescaban peces grandes con una obra maestra de la técnica japonesa: el arpón de palanca o ballenero. Por entonces, hacía furor la uni (anémona de mar). Unos 4000 años antes de que se inventaran los fideos instantáneos ya empezaban a consolidarse los fundamentos de la cocina japonesa.
Hacia finales del período Jomon, los industriosos habitantes de la isla de Kyūshū comenzaron a adoptar una forma de vida claramente diferenciada de la de los isleños del norte basada en el cultivo de arrozales. El siguiente cambio radical provino de los contactos con China. A la lista de importaciones culturales y culinarias se añadieron el komugi (trigo) y la omugi (cebada), que proporcionaban sustento en invierno y servían de sustitutivo si se malograba la cosecha de arroz. También a través de China, unos 300 años antes de que abrazaran el budismo, los japoneses conocían versiones primitivas de los fideos de trigo udon y de la shōyu (salsa de soja).
Los mercaderes chinos llevaban siglos comerciando e incluso los portugueses habían viajado con su bizcocho kasutera durante el período Sengoku, el de los “Estados en Guerra” (1467-1568); pero, desde finales del siglo XVII, Japón se cerró al mundo. Se permitió un comercio limitado a través de Nagasaki gracias al cual, mediante el contacto con los portugueses, se introdujo la tempura y algunas técnicas para freír la carne de caza, pero, en 1639, también ellos fueron expulsados. Solo se permitió un enclave comercial formado por hombres solteros de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, quienes instalaron una fábrica de cerveza en el puerto de Dejima, frente a Nagasaki. Ese fue el único contacto con Occidente desde 1641 hasta 1854.
Servicio de sake en Japón en la década de 1860.
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La comida japonesa
El primer documento de una comida japonesa formal se remonta al período Nara (710-794), cuando Japón adoptó la estructura política de China con el sistema Ritsuryō entre finales del siglo VII y el X. Fue el daikyo o “gran festín”, que incluía koi (carpa), tai (pargo), masu (trucha), tako (pulpo) y kiji (faisán), condimentado con shoyu (salsa de soja), sake, vinagre y sal. Era un lujo reservado para las clases dominantes y, aunque técnicamente era sencillo, dio lugar al ritualizado servicio que acabó caracterizando la comida japonesa formal.
Una ceremonia formal del té puede durar varias horas.
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A finales del siglo XVIII, un aluvión de personas arribó a la nueva capital, Edo (hoy Tokio), que alcanzó una población que rozaba el millón de habitantes. Para satisfacer la demanda de los recién llegados surgió una potente industria alimentaria cuyos gerifaltes fueron los moradores del castillo de Edo-jo, y así, la tempura y el sushi marcaron la pauta de la moda culinaria. Fue entonces cuando hizo su aparición el caldo fuerte y salado tan característico de la ciudad, y cuando se disparó la popularidad de los fideos de trigo soba. Muchos de los mejores restaurantes del Tokio moderno, y sin duda el insaciable apetito de la metrópolis por comer, se remontan a la época Edo.
Cuando las cuatro cañoneras de la Escuadra de las Indias Orientales de EE UU, al mando del comodoro Matthew Perry, entraron en la bahía de Edo en 1853, acabó el aislamiento de Japón.
Se impusieron las modas occidentales y, con ellas, las costumbres gastronómicas. Aparecieron por primera vez cuchillos y tenedores, y la centenaria prohibición budista de comer carne de vacuno quedó abolida en favor de una dieta carnívora. Hasta el emperador se rindió a la moda, y en 1873 declaró: “Su Alteza Imperial considera que el tabú de comer carne es una tradición poco razonable”. Lo que más gustaba era el omnipresente sukiyaki, quizá introducido por comerciantes portugueses durante el período Edo.
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Con el siglo XX llegó el militarismo, la pobreza, la II Guerra Mundial, Hiroshima y Nagasaki, y la reconstrucción alentada bajo ocupación estadounidense. Japón regresó triunfante a la escena económica mundial. Los americanos dejaron los chocolates Hersheys, la meriken-ko (harina de trigo, literalmente “harina americana”), el kohi (café) y una querencia por todo lo foráneo que incluía los restaurantes yōshoku (occidentales). Aquellas novedades perviven hoy, y muchas apenas han cambiado durante el último medio siglo.
La mezcla de trabajo duro e inventiva que propulsó a Japón de la devastación al rango de potencia económica mundial se aplicó también a la industria alimentaria nacional. Fue aquella la época de los gigantes —Kirin, Suntory y Asahi—, pero el campeón indiscutible fue Nisshin Seifun, la empresa que, en 1958, lanzó los Chikin Ramen, los primeros fideos instantáneos del mundo. Su éxito —y el de sus imitadores— fue abrumador. El primer año se vendieron trece millones de unidades; una década después, se vendían trece millones de cajas anuales.
Una operaria sostiene una caja de Chikin Ramen en 1960.
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Solo el tiempo dirá el rumbo de la cocina japonesa. El aburguesamiento creciente, los chefs jóvenes que imprimen giros imaginativos a la cocina tradicional, la evolución de la agricultura y los turistas contribuyen a crear un paisaje gastronómico en continua mutación. Lo que parece seguro es que Japón no perderá nunca su arraigado sentido de la historia, la cultura y la tradición.
El gran misterio de la tempura
La importación culinaria más conocida de Japón es la tempura, pero raras veces ha sido tan controvertido el origen de una palabra japonesa. La explicación clásica es que entró en el idioma desde el portugués a finales del siglo XVI, pero los historiadores ni siquiera coinciden en este punto. Algunos dicen que hace referencia a los períodos del ciclo litúrgico católico –en latín, tempora– en que los comerciantes portugueses, por la prohibición de comer carne, las sustituían por gambas rebozadas; otros, que alude a la tempora (momento) de la semana en que, durante la Cuaresma, estaba prohibido comer carne (los viernes), o que no es más que una corrupción del portugués tempero (condimento). Algunos historiadores dicen que no tiene nada que ver con los portugueses, sino que alude a un tentempié de arroz frito que surgió en China durante la dinastía Tang, entre los siglos VIII y IX. Una tercera versión postula que la tempura nació en la India del siglo IX y que pasó a llamarse tenjiku en japonés. Cuentan que Santo Kyoden, escritor satírico del período Edo, en una de las pocas ocasiones en que no estaba encarcelado por sus críticas al sogunato, puso el apodo de Tempura a Tenjiku-ronin, un samurái sin señor, de donde la palabra pasó a la comida.
La teoría menos conocida procede también de Santo Kyoden. Se rumoreaba que, en un momento de creatividad, describió a los peces como “tenjiku kara furatto kita”, el animal que “flotaba y llegó saltando de la antigua India”. Este pesado bocado verbal se abrevió como ten-fu-ra. Y así, hija de la poesía, nació la tempura.
Puede que los japoneses se aferren al litoral de un archipiélago erizado de montañas, densamente poblado y con escaso suelo cultivable (al menos, en relación a su tamaño); pero no parece que eso haya frenado el avance de su cocina. Los chefs japoneses han prosperado en medio de la adversidad, ayudados por técnicas agrícolas tomadas en préstamo a las vecinas Corea y China. Los océanos y ríos (al menos históricamente) colmados de peces proporcionan los productos clásicos de la washoku, y la templada corriente oceánica Kuroshio, de sur a norte, conlleva regularmente una abundancia de especies exóticas y la migración anual del preciado y exquisito bonito listado. El arroz se adecúa perfectamente a las copiosas precipitaciones de la tsuyu (estación lluviosa), e incluso los suelos montañosos se hallan a la altitud perfecta para el cultivo del trigo sarraceno. Las anchas praderas de Hokkaidō surten de lácteos y verduras.
El único inconveniente es la tendencia a súbitas erupciones volcánicas y terremotos, que arrasan tierras de labor y ciudades. Pero los japoneses se toman la comida demasiado en serio para permitir que un simple caos sísmico les arruine la cena, y así, incluso lo domeñan para la onsen-ryōri, la cocina termal. Los onsen-tamago –huevos cocidos en aguas termales, sobre todo alcalinas– son exquisitos.
Onsen-tamago, huevos cocidos en agua de manantial termal.
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El errante monje budista Eisei, fundador de la escuela zen rinzai, llevó de China a Japón tanto el té verde como el budismo a principios del período Kamakura (1185-1333). Aunque la shōjin-ryōri (comida vegetariana) existía desde el siglo VI, se extendió al popularizarse el zen, que exigía el respeto por toda forma de vida.
Los monjes zen han reconocido desde antiguo la importancia de la comida y el acto de comer para la práctica de su religión. Cocinar y comer se considera una forma de meditación y una oportunidad para aprender. Cuando el gran maestro Dogen-zenji escribió su Tenzo Kyokun, instrucciones para el cocinero zen en 1237, sus observaciones, como cabe suponer, iban más allá del “se toman dos huevos...”.
Sobre el simple acto de lavar y cocinar el arroz, escribió: “Mantén los ojos abiertos. No permitas que se pierda ni un grano. Lava el arroz a conciencia, ponlo en la olla, enciende el fuego y cocínalo”. Un antiguo proverbio dice así: “Considera que la olla es tu cabeza; considera que el agua es savia vital”. Sobre la forma de preparar un almuerzo rápido, escribió: “Mantén la actitud de quien intenta erigir grandes templos con vulgares verduras [...] Haz uso de cada hoja de modo que sea una manifestación del cuerpo del Buda”. Recuérdese esto la próxima vez que se preparen unos fideos instantáneos.
La ceremonia del té
La voz chanoyu (“agua para té”) suele traducirse como “ceremonia del té”, pero tiene más de arte escénico, donde cada elemento, desde los gestos del anfitrión, la distribución del espacio y la selección de utensilios, hasta el tacto del cuenco y, por supuesto, la calidad del té, se articula con precisión extrema para conformar una experiencia estética. Una ceremonia formal puede durar horas e incluir comida y bebida, como una cena. Preparar y tomar el té son actos muy ritualizados: los utensilios se lavan y presentan cuidadosamente, igual que el cuenco. Esta insistencia en la corrección imbuye todas las artes en Japón. En la ceremonia tradicional se sirve matcha, té verde en polvo con alto contenido de cafeína.
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“ANTES DE ESTUDIAR
ZEN, UN CUENCO ES UN
CUENCO Y EL TÉ ES TÉ.
MIENTRAS ESTUDIAS ZEN,
UN CUENCO YA NO ES UN CUENCO
Y EL TÉ YA NO ES TÉ.
DESPUÉS DE ESTUDIAR
ZEN, UN CUENCO ES
OTRA VEZ UN CUENCO
Y EL TÉ DE NUEVO TÉ”.
‘KOAN’ O ACERTIJO ZEN
Mientras que las cocinas occidentales, con sus fuertes aderezos y salsas características, suelen atraer inicialmente el sentido del olfato, la cocina japonesa es sobre todo visual. Esto se aplica a todas las comidas, desde las humildes cantinas shokudō hasta la kaiseki ryōtei de altos vuelos. El verbo yosou (“disfrazar” o “adornar”) describe la presentación de la comida. Es esencial armonizar color, forma y textura, y dar la consideración debida a cada elemento: desde la propia comida hasta el color de la guarnición y la forma del cuenco en que se sirve el manjar. Y por supuesto, en la mejor tradición zen, debe haber espacio o ma, ese elemento que se deja siempre a la imaginación; por eso los platos de kaiseki nunca se llenan del todo.
La definición derivada del chino de una “comida perfecta” se remonta al siglo III a.C. y prescribe que contenga los cinco colores: negro (o púrpura), blanco, rojo (o naranja), amarillo y verde; también debe emplear las cinco técnicas (hervir, asar, freír, cocer al vapor y servir crudo) y dar cabida a los cinco sabores esenciales (dulce, salado, agrio, amargo y picante). Los japoneses, fieles a su famosa costumbre de “adoptar y adaptar”, admitieron el concepto, pero sustituyeron el picante (solo perdura hoy en el shichimi-togarashi y el sansho) por un sabor autóctono: el umami.
LA PERFECCIÓN DE SAL Y VINAGRE
Desde el período Heian (794-1185) la sal, el vinagre, el sake y la shōyu (salsa de soja) han sido los condimentos primordiales de la cocina japonesa. La shio (sal) y el su (vinagre) ocupaban el lugar de honor, pues servían para encurtir, y el vinagre quitaba el olor “a mar” de pescados y mariscos. Durante el Medievo se usó principalmente umezu, vinagre de ciruelas ácidas; antes se utilizaron los cítricos yuzu, kabosu y sudachi.
La combinación de los caracteres kanji para “shio” y “ume” (de “umezu”) forma la palabra predilecta de los sibaritas japoneses: ambai. “Ambai ga ii” (literalmente, “el ambai es bueno”) pondera el equilibrio perfecto de los condimentos y por extensión, un plato perfecto. Es el más alto elogio.
Salsa de soja añadida a una comida de arroz y marisco.
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En 1908 el químico japonés Kikunae Ikeda, de la Universidad Imperial de Tokio, descubrió el fundamento químico del sabor umami tras haber estudiado el caldo japonés, dashi, e intentado aislar las moléculas que determinan su sabor. El umami, vagamente traducible como “delicioso”, está reconocido hoy como uno de los cinco sabores básicos junto con el dulce, amargo, salado y agrio.
Los científicos afirman que el umami es un “sabor” básico independiente, con un territorio propio cartografiado en las papilas gustativas, que responden a los glutamatos, lo que crea el umami seibun o “factor sabroso”. Este concepto alude a la “sabrosura” de los aminoácidos del glutamato monosódico (presentes no solo en las cocinas shokudō, sino en estado natural en el alga konbu y los tomates frescos) y otros aminoácidos y nucleótidos en los componentes del caldo dashi —niboshi y katsuobushi— y el guanilato sódico de los shitake deshidratados.
Los japoneses sienten legítimo orgullo de esta cocina compleja y refinadísima, y por eso son tan habituales los regalos gastronómicos: desde omiyage (recuerdos de viajes en el mismo país o por el extranjero) hasta las cestas con que las empresas obsequian a sus mejores clientes en verano y fin de año. Los regalos se complementan con la legendaria obsesión de los japoneses por los paquetes. El empaquetado tradicional japonés puede convertir cualquier compra insustancial en una delicadeza estética.
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Las comidas japonesas no se parecen a las occidentales ni en su sabor ni en su aspecto. Suelen consistir en varios platos pequeños y separados que se sirven a la vez en una bandeja lacada o una mesa; la sopa miso y el arroz vienen después. Y siempre hay arroz. Por la ausencia de salsas espectaculares de estilo francés o embriagadoras especias tipo indio, la cocina japonesa puede parecer, a primera vista, bastante insulsa. En realidad, esto refleja el modo en que los japoneses perciben la comida y, por extensión, los condimentos. Los japoneses clasifican la mayoría de los platos occidentales de seiyo-ryōri o yō shoku como tashizan-ryōri, es decir, una cocina que se crea añadiendo condimentos y mezclando sabores. Por el contrario, la mayoría de los platos japoneses de nihon-ryōri o washoku entran en la categoría de hikizan-ryōri, en la que los condimentos naturales de cualquier ingrediente deben ser ingeniosamente “extraídos” por el chef. Solo en el último momento debe añadirse, tal vez, un toque cítrico de yuzu o de pimienta sanshō, pero esto siempre servirá de complemento y realce de los sabores naturales. Puede que cueste un poco adaptarse a estas sutilezas, pero, cuando se logre, uno se vuelve un converso.
Tempura, algas y fideos en una reunión familiar.
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Desayuno
El día gastronómico japonés comienza con asa-gohan (“arroz mañanero”). Las grandes ciudades se han occidentalizado bastante y es posible encontrarse con yogur y cereales o una tostada de pan blanco y azucarado. Sin embargo, el desayuno japonés tradicional es salado, con arroz, pescado frito y sopa miso.
Al visitar una comunidad rural se retrocede en el tiempo culinario; las sillas y mesas de cocina ceden paso de nuevo a cojines zabuton, tatamis y mesas bajas, y se impone un ritmo más sosegado. Degustar sin prisas un desayuno sencillo de productos de la zona en una minka (granja) tradicional es un lujo en vías de lenta extinción; si se presenta la oportunidad, hay que aprovecharla. Otra satisfacción que depara comer con una familia en el campo es que hay muchas probabilidades de que los jóvenes anfitriones se marchen a cuidar los arrozales, mientras el ojii-chan (abuelo) y la obaa-chan (abuela) se quedan en la casa colmando de atenciones a los invitados. Las más de las veces sacarán un futón, o tenderán más zabuton, y todo el mundo echará una muy oportuna cabezada. En zonas urbanas, los desayunos son igual de acelerados que en Occidente.
Almuerzo
Para el hiru-gohan es habitual acudir a las tiendas de ramen, soba y udon, las shokudō (cafeterías) de empresas o colegios, o a los konbini (supermercados 24 horas). Almorzar en casa es muy poco habitual. En las ciudades, las mujeres suelen preparar no solo el desayuno, sino también las cajas bentō con el almuerzo que ellas, sus maridos y sus hijos llevarán a la oficina o al colegio. Los escolares tienen pavor al triste hinomaru-bentō: arroz con una umeboshi (ciruela encurtida) en el centro, llamado así por la bandera japonesa.
Cena
La ban-gohan (“comida de la noche”) suele reunir a toda la familia, aunque esta costumbre también se está perdiendo por los agobios del trabajo y los estudios de la vida urbana moderna. Si se cena fuera, lo más probable es acudir a un fami-resu, cadenas de restaurantes familiares que sirven comida económica y, a veces, intragable; raras veces buenos y, en el mejor de los casos, solo pasables, son baratos. Las parejas sin hijos y los adultos jóvenes suelen ir a una izakaya.
Los palillos (ohashi) son omnipresentes en Japón y sirven para comer casi todo. He aquí algunas indicaciones para no liarse al manejarlos. Para conocer algunas reglas sociales que regulan el uso de los palillos, véase página 43.
1
Abrir la mano dominante con el pulgar extendido y separado de la palma, como si se fuera a estrechar la mano.
2
Apoyar un palillo sobre la palma en el espacio entre pulgar e índice y pegar el pulgar a la palma.
3
Doblar el anular y el meñique y apoyar el palillo sobre ellos.
4
Sostener el segundo palillo entre el pulgar y el índice apoyándolo en este último, como cuando se sostiene un bolígrafo.
5
Pasar el dedo corazón bajo el palillo de arriba para sujetarlo.
6
Mover el palillo superior hacia arriba y hacia abajo para coger la comida y llevársela a la boca.
La daidokoro (cocina), cuna de tantas maravillas de la gastronomía japonesa, era el centro de la vida cotidiana de las casas rurales. En el campo eran lugares amplios (daidokoro significa “espacio grande”), con suelos de tierra apisonada. En las ciudades eran mucho más pequeñas, como hoy.
En Kioto, las casas machiya de los comerciantes se construían estrechas y alargadas para evitar los impuestos, que se calculaban según el ancho de la fachada, lo que les granjeó el apodo de unagi-no-nedokoro (“lugares de las anguilas dormidas”). Todavía hoy, muchas cocinas tradicionales de Kioto son largas, estrechas y nada prácticas, con las alacenas a tanta altura que obligan a usar escaleras portátiles.
Las cocinas tradicionales compartían una misma y sencilla distribución. Siempre había un kamado (horno de leña o carbón que se usaba para calentar el arroz y hervir agua), con un pequeño fuego aparte que permitía calentar a distinta temperatura cada parte de la cocina. Sobre el horno se situaba el elemento más importante: una banda de caligrafía facilitada por el santuario sintoísta local llamada hinoyoji-no-ofuda, un amuleto para librarse de los incendios. Todavía hoy son bien visibles en las viviendas, aunque la época en que las casas se construían de madera pasó hace mucho.
No había mesa, porque las cocinas se destinaban únicamente a preparar la comida, que se tomaba después en una habitación adyacente con tatamis. Se usaban utensilios sencillos: suri-kogi (almirez), o-tama (cazos), zaru (coladores de madera o metal), unos hocho (cuchillos) y nabe (ollas) de metal.
Habría también, probablemente, un mizuya-dansu, el aparador con frontal de cristal usado para guardar la infinidad de platos con formas especiales que exige la cocina japonesa, y también un hibachi (hogar) rectangular de madera lleno de arena. Este último servía para calentar y se tenía a mano en todo momento. Sobre el hibachi era frecuente encontrar una jizai-kagi, una especie de polea, a menudo con forma de pez, de la que se colgaba el nabe de hierro colado para el nabemono.
Como es natural, se encontrarían palillos (la palabra no hace honor a unos utensilios tan elegantes). Por tradición, los usados por los hombres eran más largos que los de las mujeres (para acomodarse a sus manos más grandes), y las ozen (mesas bajas donde se servía la comida) de las mujeres algo más altas, para guardar el decoro y que las mujeres, vestidas con kimonos, no tuvieran que encorvarse. Todavía hoy en día, un juego de palillos lacados es habitual como regalo de boda. Por último, en la cocina tradicional no podía faltar el utensilio simbólico, el shamoji, la cuchara de madera plana, con hoja ovalada, con la que se servía el arroz.
Mujeres en una cocina, siglo XVIII, por Kitagawa Utamaro.
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En la década de 1960, cuando Japón descubría artilugios tan modernos como la lavadora, el secador de pelo y la guitarra eléctrica (durante un tiempo llamada denki-shamoji, “espátula para arroz eléctrica”), cabría haber esperado la irrupción en las cocinas de una avalancha de electrodomésticos. Sin embargo, todavía hoy, pasado medio siglo, las cocinas japonesas parecen anticuadas y con escaso equipamiento. Es verdad que ahora suelen tener una suihanki (arrocera) eléctrica, una reizoko (nevera), keiko-to (luces de neón) y quizá un denshi-renji (microondas). Pero en muchos casos probablemente no habrá lavavajillas, ni vitrocerámica y se cocinará casi siempre en un hornillo de gas con dos quemadores, algo que, en Occidente, quedó relegado hace mucho a los campings. El motivo quizá radique en la persistencia de la danjo-shakai, una sociedad dominada por varones. El país de los prodigios tecnológicos está dominado por diseñadores masculinos que piensan en consumidores masculinos. Quizá resulte revelador que sea en las cocinas de los restaurantes ryōtei, con mayoría de propietarios y empleados varones, donde se encuentran más utensilios de cocina innovadores.
CENAR EN CASA O FUERA
Para los japoneses, agasajar a invitados en casa es como una maldición. Si se plantea organizar una homu-paati (cena con invitados), el tono de la discusión se parece al de quien explica que se va a someter a una operación quirúrgica con riesgo de muerte. La razón es una conjunción de lo esotérico –el imperativo cultural que obliga a separar la vida cotidiana (ke-no-hi) de las celebraciones (hare-no-hi)— y lo práctico –la mayoría de los japoneses creen que viven en usagi-goya (“conejeras”) demasiado pequeñas y hacinadas para mostrarlas a extraños—. Esto, combinado con las infinitas oportunidades para el gai-shoku (“comer fuera”), hace que sea tan difícil entrar en la cocina de una casa como acceder al dormitorio del emperador.
Cuenco de nanakusa-gayu (sopa de arroz con siete hierbas).
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Si las cocinas japonesas no han cambiado durante siglos, lo mismo pasa con la preparación y presentación de la comida. Muchas familias comen al estilo obanzai, consistente en varios platos comunes de los que los comensales eligen y se sirven. Para acompañarlos se ofrece gohanmono (arroz) y shirumono (miso) o caldo sunomono. Los hogares más tradicionales todavía elaboran un auténtico festín de platos; pero como para una familia de ocho personas (algo habitual cuando se vive con los abuelos) esto requiere horas de preparación y lavar después incontables platos, la costumbre se está perdiendo. La laboriosidad de este sistema proviene de que cada comida debe contener la mayoría de las técnicas de cocinar, o incluso todas: platos nimono (estofados), yakimono (asados), agemono (fritos) y mushimono (cocidos al vapor), sunomono (con vinagre) y aemono (ensalada templada), y, por supuesto, gohanmono (arroz). Es lógico, por tanto, que la única excepción a esta forma de comer, llamada nabemono (“cazuela”), sea tan popular.
Comida en común con arroz, miso, pollo y té.
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Los cuchillos de cocina japoneses son famosos por su calidad artesanal y belleza. Conocidos como wa-bocho, los tradicionales están normalmente fabricados con acero de alto carbono y las mismas técnicas de forjado a mano empleadas antaño para las espadas samuráis. Se diferencian de los occidentales en que solo presentan filo por la cara exterior de la hoja –kabata–, así que la interior es plana. Esto permite unos cortes extremadamente precisos y una limpia separación entre la comida y la hoja. He aquí algunos de los principales.
‘Gyutou’ (de chef)
El gyutou (“espada para carne”) es un cuchillo versátil, ideal para una gran variedad de verduras y carnes.
‘Santoku’ (multiusos)
Más ligero y delgado, santoku significa “tres virtudes”, lo que indica que puede usarse para carne, pescado y verduras.
‘Petty’ (pequeño)
Versión reducida de un santoku, magnífico para cortar verduras pequeñas y fruta.
‘Nakiri’ (de verduras)
Este cuchillo con hoja rectangular de doble filo es perfecto para cortar verduras.
‘Yanagi’ (de ‘sashimi’)
Cuchillo fileteador largo, delgado y elegante usado por los maestros de sushi para tajar con precisión el pescado.
Los chefs japoneses perfeccionan sus habilidades con el cuchillo.
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Para comprar cuchillos en Japón lo mejor es acudir a Aritsugu, en el mercado Nishiki de Kioto. Fundado en 1560, Aritsugu se dedicó inicialmente a la producción de espadas y la habilidad de sus herreros ha pasado de generación en generación. Es uno de los mejores sitios de Japón para comprar cuchillos de cocina, y goza de la más alta estima entre los grandes chefs del país.
Omoide Yokocho (el “callejón de la Memoria”), en Tokio, lleno de restaurantes.
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‘WARIBASHI‘
Los palillos son una constante en la vida japonesa moderna. Cada año se utilizan y desechan en cantidad suficiente para construir unas 30 000 casas. Casi toda la materia prima se importa de naciones vecinas del sureste asiático. Para no contribuir al deterioro medioambiental, lo mejor es usar palillos reutilizables (en Japón se encuentran con facilidad) y rechazar los desechables con un amable pero contundente “waribashi wa kekko desu” (“gracias, pero no”). No hay que preocuparse: nadie se sentirá ofendido.
FABRICADA EN ACERO
INOXIDABLE MARTILLADO Y
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LA ‘YUKIHIRA NABE’
ES UNA CACEROLA JAPONESA
MUY APRECIADA
POR CHEFS PROFESIONALES
Si a la cocina japonesa se le quita la shun (estacionalidad), pierde su alma. Japón es un país de cambiantes bellezas naturales, y la comida forma parte primordial de las celebraciones de temporada. Los japoneses viven intensamente la estacionalidad, elemento esencial no solo de la preparación de la comida, sino de su presentación.
El uso de los ingredientes cercanos más frescos ha sido siempre consustancial a la cocina japonesa, desde la casera hasta la del ryōtei más encopetado; pero los chefs, en particular, se concentran en el caldo suimono y su acompañamiento, el suikuchi (con frecuencia chalota verde). Cuando el cliente destape el cuenco de suimono, debería ser capaz de reconocer la estación. Esto no siempre es tan fácil como parece, porque el único ingrediente utilizado en la guarnición del caldo o koto, como lo llamaban, fue históricamente el cítrico yuzu. El chef lo elegía según la temporada, cuando era amarillo o aoyuzu (verde), o bien usaba la flor yuzu no hana, o incluso lo cortaba para imitar la forma de la imagen estacional.
Hoy es común usar las kinome (hojas) del pimentero sanshō y brotes de fuki, pero fue el humilde cítrico el que inspiró a los chefs su devoción por la estacionalidad.
La floración de los cerezos en Japón es mundialmente famosa.
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PRIMAVERA
La primavera llega a las mesas en forma de takenoko (brotes de bambú) y sansai (verduras de montaña). Una época especialmente buena para visitar las montañas.
VERANO
El verano japonés es largo, caluroso y muy húmedo. Para combatir el calor se consumen platos como reimen (ramen fríos), hiyashi-somen (fideos de trigo fríos en un cuenco con hielo), zaru soba (fideos soba fríos en bandeja de bambú con salsa aparte) y enormes cuencos de kakigōri, un helado de hielo raspado al que se añade leche condensada, sirope de fruta o dulce de judías azuki.
OTOÑO
La primera señal del otoño es la presencia de la plateada sanma (paparda del Pacífico) en las cartas. Otras exquisiteces son los matsutake (hongos), nueces de ginkgo, castañas caramelizadas y shinmai, el primer arroz de la cosecha.
INVIERNO
Los amigos se reúnen para comer humeantes platos de nabe (literalmente, “olla”); es también la temporada del fugu (pez globo) y las ostras. Y una época perfecta para el yumizake: beber sake mientras se contempla la nieve.
El pargo no puede faltar en ninguna honzen-ryori (cocina de celebración) y en ningún gran evento, especialmente el matrimonio. Las bodas japonesas más modernas se celebran en salones con capillas kitsch, bufés de estilo occidental, cambios de vestido de la novia (traje nupcial, kimono y traje de noche) y, en general, poca desinhibición. Hasta cierto punto, las bodas son uniones simbólicas de familias y una oportunidad para fortalecer las conexiones profesionales y sociales. Pero, incluso así, los contrayentes sellarán su matrimonio intercambiando tazas de sake y bebiéndolo en el sansankudo no sakazuki, antiquísima ceremonia sintoísta.
Un mes después de la llegada del primer hijo, el bebé será llevado en pañales hasta un templo sintoísta para la omiya-mairi, la primera visita a un santuario, donde, una vez más, se brindará con sake.
La vida empieza ligada a la comida y la bebida. La mayoría de los japoneses nacen y se casan como sintoístas, pero mueren budistas. La noche previa al funeral, durante el otsuya (velatorio), se sirve butsu-ji, comida funeraria budista. Sus ingredientes principales son konnyaku (konjac), yuba (la piel que se forma al hacer tofu), tofu y verduras; la carne y el pescado están rigurosamente prohibidos. En los funerales japoneses se acostumbra también a dejar un cuenco de arroz con los palillos en vertical, de ahí el estricto tabú que pesa sobre dejar así los palillos durante las comidas diarias.
Se brinda con sake en ocasiones señaladas, como las bodas.
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ENERO
Las celebraciones anuales empiezan en casas y restaurantes con el pantagruélico y multicolor osechi-ryōri. Las familias se reúnen para comer y beber formulando deseos. La festividad dura del 1 al 3 de enero, pero muchos negocios cierran toda la semana, y los transportes se llenan. La hatsu-mōde es la primera visita ritual del nuevo año al santuario.
La otra exquisitez de Año Nuevo es el ozoni, mochi en sopa. Sus ingredientes varían por regiones. En Kansai se llama enman, literalmente “oval-lleno”, pero con el significado de “paz y armonía”, y por eso se usa mochigome (arroz glutinoso), de forma ovalada. En Japón occidental se suele incluir buri (medregal del Japón). Por lo general, el ozoni es un caldo, aunque en Kioto se usa shiro miso (miso blanco dulce).
FEBRERO
El matsuri (festival) Setsuban en los santuarios de todo el país convoca a fieles y turistas que arrojan semillas de soja a los oni (demonios) al grito de “Oni wa soto, Fukuwa Uchi” (“Fuera los demonios, que llegue la buena suerte”). La ceremonia señala el final del invierno. La gente esparce semillas en sus hogares para obtener protección contra los demonios y, después, comen tantas semillas como años tienen.
MARZO/ABRIL
El Día de las Niñas se come sekihan (arroz rojo), elaborado con una mezcla de arroz glutinoso y no glutinoso mezclado con judías azuki o sasage (judías careta), que le dan dulzor y su característico color rosa. Además de sekihan, suelen servirse hishi-mochi (pasteles de arroz), hinazushi (rosa, amarillo y marrón) y shiro-zake blanco (sake con malta de arroz), que tiene fama de ahuyentar el mal. Se reza pidiendo salud.
A finales de marzo o principios de abril llega la esperada sakura (floración de los cerezos). Las hanami (fiestas de “observación de las flores”) que acompañan el breve y glorioso reinado de las flores rosa transforman cada centímetro de los espacios abiertos en una bullanguera meditación, ahogada en alcohol, sobre la fugacidad de la vida y la belleza. En realidad, la mayoría de los asistentes están demasiado ocupados trasegando cerveza y sake para reparar en las flores.
MAYO
El Festival de los Niños celebra que los críos crezcan sanos con ise-ebi (langosta espinosa japonesa), esculpida con la forma de una yaroi (armadura tradicional de los samuráis) y servida sobre un lecho de arroz avinagrado que semeja un río. En la base se colocan unos pececillos fritos, que simbolizan carpas nadando aguas arriba. En torno a los platos se disponen hojas de nenúfares, que representan espadas. Los kashiwa-mochi (pasteles de arroz glutinoso con relleno dulce, envueltos en una aromática hoja de roble) son otro plato tradicional.
JULIO
La fiesta estelar del verano es el Gion Matsuri de Kioto, denominado popularmente Hamo-matsuri (Festival del Congrio Lucio) por las enormes cantidades de dicho pez que se consumen durante esas fechas. Los desafortunados que en verano se ven atrapados en la húmeda Kioto se dirigen a Kibune, un pequeño pueblo de montaña situado al norte, para participar en el curioso nagashi-somen. Los clientes se sientan en yuka (plataformas de paja) junto a un fresco y claro arroyo de montaña. Un empleado del restaurante, oportunamente apostado corriente arriba, deja caer en el río unos delgados fideos somen, que los clientes, aguas abajo, atrapan hábilmente con palillos de las frías aguas y para mojarlos en tsuyu (salsa).
El equivalente budista del Día de Todos los Santos, cuando los espíritus de los muertos regresan a este reino, se celebra en la mayoría de las regiones, aunque en algunas un mes más tarde. Como es lógico, llegan con un poco de hambre tras el viaje desde el más allá, y por eso las familias se reúnen para presentarles sus respetos, bailar al aire libre bajos los farolillos y comer. No hay una cocina específica para el O-bon; suelen prepararse los platos favoritos del pariente muerto, en miniatura, ante el santuario budista de la familia y su kamidana (“estante espiritual” o altar) sintoísta.
SEPTIEMBRE/OCTUBRE
Los plenilunios de septiembre y octubre son los días de tsukimi (reuniones para contemplar la luna). La gente come empanadillas de tsukimi dango-mochi (arroz glutinoso), redondas como la luna, para celebrar la cosecha de otoño. En un establecimiento de comida rápida puede que se encuentre una tsukimi burger en estas fechas.
NOVIEMBRE
Esta festividad obliga a las familias con hijos de siete, cinco o tres años a acudir a su santuario. Los de cinco visten el kimono masculino o hakama, mientras que las niñas de siete y tres llevan su mejor kimono; es frecuente engatusarlos con kuri (castañas) recién asadas, que se venden as-is (calientes) fuera del santuario, o con kuri-gohan (arroz con castañas) preparado en casa.
DICIEMBRE
El año termina con 108 golpes de gong, Joya-nokane, para relegar a una vida pasada los 108 pecados tradicionales del budismo. La población acude en masa a los santuarios sintoístas para ofrecer plegarias y limosnas. Inevitablemente, es una noche gélida de invierno, y el amazake (sake dulce) caliente ayuda a vencer el frío.
El primer plato del Año Nuevo serán toshikoshi soba (fideos largos de trigo sarraceno), símbolo de larga vida porque antaño los comerciantes usaban la masa de soba para recoger polvo de oro. A los gritos de “Yoi o-toshi wo” (“Que tengas un feliz Año Nuevo”) y “Akemashite Omedeto gozaimasu” (“Feliz Año Nuevo”), la comida y la fiesta prosiguen...
Muñecas del Hina Matsuri.
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Entrar en un restaurante plantea la primera dificultad protocolaria. ¿Quién pasa primero? Suele ser la persona de más edad o el invitado de honor. Lo más probable es que sea el propio viajero. Recuérdese que hay que inclinarse al ser invitado a entrar en primer lugar. El anfitrión, probablemente, hará un gesto con la mano abierta para indicar en qué dirección se debe seguir. Como agradecimiento hay que inclinarse levemente, pero sin bajar demasiado la cabeza: el exceso de cortesía es casi peor que no inclinarse lo suficiente.
El siguiente obstáculo es el paso por el genkan (recibidor). Descalzarse quizá obligue a hacer un poco de funambulismo, pero no se debe sucumbir a la tentación de poner un pie con calcetín sobre el suelo mientras se lucha con una bota terca. Hay que colocarse directamente las zapatillas que se verán enfrente. Una vez dentro, se va hasta la sala con tatamis y esteras de paja y se descalza uno de nuevo: nada de zapatillas sobre el tatami.
Comer fuera en Japón es un placer, pero hay que seguir ciertas reglas.
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El cliente de más edad será conducido hasta la mesa baja e invitado a sentarse en el kamiza (asiento de honor) más próximo al tokonoma (cubículo a modo de altar); probablemente tendrá la mejor vista del jardín y del kakejiku (pergamino) o del ikebana del tokonoma. En esta fase es frecuente que se suscite cierta discusión entre los invitados a cuenta de quién es el de más edad, con sesudos cálculos sobre años y jerarquía, acompañados con muchos “Por favor, siéntese usted” y “No, no, por favor”.
Se suele empezar con el brindis, quizá seguido de un breve discurso, pero, por lo general, todo se limita a un rápido “Kanpai!”. Aunque la persona no beba, se espera que al menos finja tomar un sorbo. Alguien se ofrecerá a rellenar el vaso, según la costumbre conocida como henpai; quizá sea el anfitrión, o tal vez alguien más joven, o si se es hombre, una mujer que esté cerca. Lo correcto es levantar el vaso, inclinarlo hacia la persona que ofrece la cerveza, esperar a que se llene, ponerlo sobre la mesa y hacer lo recíproco. Después hay que beber juntos. Esto se prolonga durante toda la comida, a menudo con varias personas que acuden a llenar el vaso. La manera educada de indicar que se corre peligro de desplomarse es cubrir el vaso con la mano. Antes de comer se ofrecerá una shibori (toalla caliente, fría en verano) para limpiarse las manos. Es de mala educación secarse la frente con ella, pero mucha gente lo hace.
Los brindis suelen empezar una comida formal.
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Lo siguiente son los ohashi (palillos). Un poco de práctica antes de empezar no viene mal. Aunque el modo de sostenerlos se rige por un protocolo complicado, no hay que perder el sueño por esta cuestión. Muchos japoneses jóvenes adoptan la forma más sencilla y desenfadada de manejarlos, y de los invitados extranjeros se espera que hagan lo propio. Hay cosas, eso sí, que deben evitarse. Está mal visto el mayoibashi, los palillos “perdidos y errantes”, cuando uno va tocando y hurgando en los platos sin decidirse. Pasar comida directamente de los palillos propios a los de otra persona es un riguroso tabú, porque remeda las prácticas funerarias japonesas. Por el mismo motivo, tampoco se colocan verticalmente los palillos en un cuenco de arroz blanco. Apuntar a alguien con los palillos es una zafiedad.
Al pasar comida al plato desde un cuenco común, es de buena educación utilizar el extremo grueso de los palillos; esto es fácil de olvidar, sobre todo cuando se tiene un hambre feroz. En caso de que, por descuido, uno lance un pedazo de calamar crudo al otro lado de la mesa, no hay que preocuparse; se conocen casos de japoneses a los que les ha pasado lo mismo. Basta con decir “Shitsurei-shimashita” (“Perdón por haber cometido una grosería”).
FRASES IMPRESCINDIBLES
He aquí unas frases muy útiles que ayudarán a desenvolverse.