Introducción

De la vida en un mundo moderno líquido

Cuando patinamos sobre hielo quebradizo, nuestra seguridad depende de nuestra velocidad.

RALPH WALDO EMERSON, On Prudence

La «vida líquida» y la «modernidad líquida» están estrechamente ligadas. La primera es la clase de vida que tendemos a vivir en una sociedad moderna líquida. La sociedad «moderna líquida» es aquella en que las condiciones de actuación de sus miembros cambian antes de que las formas de actuar se consoliden en unos hábitos y en una rutinas determinadas. La liquidez de la vida y la de la sociedad se alimentan y se refuerzan mutuamente. La vida líquida, como la sociedad moderna líquida, no puede mantener su forma ni su rumbo durante mucho tiempo.

En una sociedad moderna líquida, los logros individuales no pueden solidificarse en bienes duraderos porque los activos se convierten en pasivos y las capacidades en discapacidades en un abrir y cerrar de ojos. Las condiciones de la acción y las estrategias diseñadas para responder a ellas envejecen con rapidez y son ya obsoletas antes de que los agentes tengan siquiera opción de conocerlas adecuadamente. De ahí que haya dejado de ser aconsejable aprender de la experiencia para confiarse a estrategias y movimientos tácticos que fueron empleados con éxito en el pasado: las pruebas anteriores resultan inútiles para dar cuenta de los vertiginosos e imprevistos (en su mayor parte, y puede incluso que impredecibles) cambios de circunstancias. La extrapolación de hechos del pasado con el objeto de predecir tendencias futuras no deja de ser una práctica cada vez más arriesgada y, con demasiada frecuencia, engañosa. Cada vez resulta más difícil realizar cálculos fidedignos y los pronósticos infalibles son ya inimaginables: si, por una parte, nos son desconocidas la mayoría (si no la totalidad) de las variables de las ecuaciones, por otra, ninguna estimación de su evolución futura puede ser considerada plena y verdaderamente fiable.

En resumidas cuentas, la vida líquida es una vida precaria y vivida en condiciones de incertidumbre constante. Las más acuciantes y persistentes preocupaciones que perturban esa vida son las que resultan del temor a que nos tomen desprevenidos, a que no podamos seguir el ritmo de unos acontecimientos que se mueven con gran rapidez, a que nos quedemos rezagados, a no percatarnos de las fechas «de caducidad», a que tengamos que cargar con bienes que ya no nos resultan deseables, a que pasemos por alto cuándo es necesario que cambiemos de enfoque si no queremos sobrepasar un punto sin retorno. La vida líquida es una sucesión de nuevos comienzos, pero, precisamente por ello, son los breves e indoloros finales —sin los que esos nuevos comienzos serían imposibles de concebir— los que suelen constituir sus momentos de mayor desafío y ocasionan nuestros más irritantes dolores de cabeza. Entre las artes del vivir moderno líquido y las habilidades necesarias para practicarlas, saber librarse de las cosas prima sobre saber adquirirlas.

Como explica Andy Riley, caricaturista del Observer, lo que molesta es «leer artículos sobre las maravillas de llevar un estilo de vida más sencillo cuando aún no has sido capaz siquiera de llevar uno más sofisticado».1 Para saborear los encantos de la sencillez antes hay que apresurarse a «sofisticarse». Prepararlo todo para esa posterior «simplificación» es lo que da sentido a la «sofisticación» previa y lo que se convierte, además, en su propósito principal; será, pues, por el alivio que nos comporte una «simplificación» tranquila e indolora por el que se juzgará en última instancia la calidad de la «sofisticación» anterior...

La información que más necesitan los practicantes de la vida moderna líquida (y que más a menudo ofrecen los asesores expertos en las artes de la vida) no es la de cómo empezar o inaugurar, sino la de cómo terminar o clausurar. Otro columnista del Observer, bromeando sólo a medias, elaboró una lista actualizada de las reglas para «cerrar definitivamente» las relaciones de pareja (que son, sin duda, los episodios más difíciles de «clausurar», pero también aquellos que las personas implicadas más desean y se empeñan en cerrar, y en los que, por consiguiente, mayor es la demanda de ayuda experta). El inventario empieza con un «Recuerda lo malo. Olvida lo bueno» y termina con un «Conoce a otra persona», pasando por un «Borra todo el correo electrónico». Lo que se enfatiza en todo momento es el olvidar, el borrar, el dejar y el reemplazar.

Quizás la descripción de la vida moderna líquida como una serie de nuevos comienzos sirva inadvertidamente para encubrir una especie de conspiración: reproducir una ilusión compartida en común ayuda a ocultar su secreto más celosamente guardado (por vergonzoso, aunque sólo lo sea residualmente). Quizás un modo más adecuado de narrar esa vida sea contando una historia de finales sucesivos. Y quizás la gloria de la vida líquida vivida con éxito pudiera expresarse mejor a través de la discreción de las tumbas que jalonan su progreso que mediante la ostentación de las lápidas que conmemoran el contenido de dichas tumbas.

En una sociedad moderna líquida, la industria de eliminación de residuos pasa a ocupar los puestos de mando de la economía de la vida líquida. La supervivencia de dicha sociedad y el bienestar de sus miembros dependen de la rapidez con la que los productos quedan relegados a meros desperdicios y de la velocidad y la eficiencia con la que éstos se eliminan. En esa sociedad, nada puede declararse exento de la norma universal de la «desechabilidad» y nada puede permitirse perdurar más de lo debido. La perseverancia, la pegajosidad y la viscosidad de las cosas (tanto de las animadas como de las inanimadas) constituyen el más siniestro y letal de los peligros, y son fuente de los miedos más aterradores y blanco de los más violentos ataques.

La vida en una sociedad moderna líquida no puede detenerse. Hay que modernizarse —léase: desprenderse, día sí, día también, de atributos que ya han rebasado su fecha de caducidad y desguazar (o despojarse de) las identidades actualmente ensambladas (o de las que estamos revestidos)— o morir. Azuzada por el terror a la caducidad, la vida en una sociedad moderna líquida ya no necesita —para salir impulsada hacia delante— del tirón que ejercían aquellas maravillas imaginadas que nos aguardaban en el final lejano de los esfuerzos modernizadores. Lo que se necesita ahora es correr con todas las fuerzas para mantenernos en el mismo lugar, pero alejados del cubo de la basura al que los del furgón de cola están condenados.

La «destrucción creativa» es el modo de proceder de la vida líquida, pero lo que ese concepto silenciosamente pasa por alto y minimiza es que lo que esta creación destruye son otras formas de vida y, con ello, indirectamente, a los seres humanos que las practican. La vida en la vida moderna líquida es una versión siniestra de un juego de las sillas que se juega en serio. Y el premio real que hay en juego en esta carrera es el ser rescatados (temporalmente) de la exclusión que nos relegaría a las filas de los destruidos y el rehuir que se nos catalogue como desechos. Ahora que, además, la competición se vuelve global, esta carrera tiene que celebrarse en una pista de dimensiones planetarias.

 

Las mayores posibilidades de victoria corresponden a las personas que circulan en las proximidades de la cumbre de la pirámide de poder global, individuos para quienes el espacio importa poco y la distancia no supone molestia alguna; son personas que se sienten como en casa en muchos sitios, pero en ninguno en particular. Son tan ligeras, ágiles y volátiles como el comercio y las finanzas cada vez más globalizadas que las ayudaron a nacer y que sostienen su existencia nómada. Tal y como Jacques Attali las describió, «no poseen fábricas ni tierras, ni ocupan puestos administrativos. Su riqueza proviene de un activo portátil: su conocimiento de las leyes del laberinto». Les «encanta crear, jugar y estar en movimiento». Viven en una sociedad «de valores volátiles, despreocupadas ante el futuro, egoístas y hedonistas». Para ellas, «la novedad es una buena noticia, la precariedad es un valor, la inestabilidad es un imperativo, la hibridez es riqueza».2 En diverso grado, todas ellas dominan y practican el arte de la «vida líquida»: la aceptación de la desorientación, la inmunidad al vértigo y la adaptación al mareo, y la tolerancia de la ausencia de itinerario y de dirección y de lo indeterminado de la duración del viaje.

Se esfuerzan, aunque con éxito desigual, por seguir las pautas marcadas por Bill Gates, prototipo del éxito empresarial, de quien Richard Sennett destacó «su disposición a destruir lo que él mismo ha construido» y su «tolerancia de la fragmentación», así como el hecho de que se tratara de «alguien que tiene la confianza necesaria para vivir entre el desorden, alguien que prospera en medio de la desarticulación» y que se sabe posicionar «en una red de posibilidades» en lugar de «enquistarse» en «un mismo trabajo concreto».3 Es probable que el horizonte ideal de estas personas sea Eutropia, una de las Ciudades invisibles de Italo Calvino, cuyos habitantes, en cuanto «se sienten presa del hastío y ya no pueden soportar su trabajo ni a sus parientes ni su casa ni su vida», «se mudan a la ciudad siguiente», donde «cada uno de ellos conseguirá un nuevo empleo y una esposa distinta, verá otro paisaje al abrir la ventana y dedicará el tiempo a pasatiempos, amigos y cotilleos diferentes».4

La liviandad y la revocabilidad son los preceptos por los que se guían en sus apegos y en sus compromisos, respectivamente. Hablando presumiblemente de estas personas, el anónimo columnista del Observer que se oculta tras el pseudónimo de Barefoot Doctor (el Doctor Descalzo) aconsejaba a sus lectores que lo hicieran todo «con elegancia». Inspirándose en Lao-Tsê, el profeta oriental del desapego y la tranquilidad, el Doctor Descalzo describía así la postura vital que más probabilidades tenía de conseguir ese efecto:

Fluyendo como el agua [...] avanzas veloz con ella, sin ir nunca contra la corriente, sin detenerte hasta estancarte, sin aferrarte a los márgenes ni a las rocas del río —los objetos, las situaciones o las personas que pasan por tu vida—, sin ni siquiera tratar de conservar tus opiniones o tu visión del mundo, sino simplemente sosteniendo ligera pero inteligentemente lo que se te vaya presentando a tu paso para inmediatamente soltarlo con elegancia, sin agarrarlo [...].5

Frente a esa clase de jugadores, poco tienen que hacer el resto de los participantes en el juego (sobre todo, los involuntarios, aquéllos que distan mucho de sentirse «encantados» con él o que no se pueden permitir ese «estar en movimiento» continuo). Para éstos, entrar en el juego no es una opción realista, pero tampoco tienen la posibilidad de no intentarlo. Ellos no pueden revolotear entre las flores para buscar la más fragante: están confinados en lugares donde éstas (huelan bien o no) son escasas y, por tanto, no pueden más que observar desventurados cómo las pocas que hay se marchitan o se pudren. Sugerirles que «sostengan ligeramente lo que se les vaya presentando» y que «lo suelten luego con elegancia» sonaría, cuando menos, como un chiste cruel en sus oídos, cuando no como una burla despiadada.

Y, sin embargo, también ellos deben «sostener ligeramente» las cosas, porque, hagan lo que hagan, «los objetos, las situaciones y las personas» continuarán pasando y desvaneciéndose en la distancia a una velocidad de vértigo; que intenten o no aminorar su marcha no viene al caso. Deben también «soltarlas» (aunque, a diferencia de Bill Gates, difícilmente encuentren placer en ello), pero tampoco importa si lo hacen con elegancia o entre sollozos y rechinando los dientes de rabia: bien se les puede perdonar que intuyan la existencia de algún tipo de conexión entre la hermosa ligereza y la elegancia exhibidas por quienes se mueven con fluidez y el desagradable letargo e impotencia para el movimiento que ellos padecen.

Su indolencia no es, en realidad, elegida. La fluidez y la elegancia van unidas a la libertad (para moverse, para elegir, para dejar de ser lo que uno es y para convertirse en lo que uno no es todavía). Las víctimas de la nueva movilidad planetaria no gozan de tal libertad. No pueden contar ni con la paciencia de aquéllos con quienes preferirían mantener las distancias ni con la tolerancia de aquéllos de quienes les gustaría hallarse más cerca. Para ellos, no existen salidas sin vigilancia ni puertas de entrada acogedoramente abiertas: simplemente pertenecen. Aquellos individuos o aquellos grupos a los que pertenecen ven dicha pertenencia como un deber innegociable e incontrovertible (aunque pueda aparecer disfrazado de derecho inalienable), mientras que aquellos otros a los que desearían unirse ven esa pertenencia más bien como una fatalidad igualmente innegociable, irreversible e irredimible. Los primeros no están dispuestos a dejar que se vayan, mientras que los segundos no quieren dejarlos entrar.

Entre la salida y la meta (cuya llegada es improbable que nunca se materialice) media un desierto, un vacío, un páramo, un enorme abismo al que sólo unos pocos se arrojarán por voluntad propia, sin que nadie los empuje, después de reunir el valor necesario. Toda una serie de fuerzas centrípetas y centrífugas, gravitacionales y repulsivas, se combinan para mantener a los inquietos en su sitio y para impedir que los descontentos lleguen a inquietarse. Los suficientemente exaltados o desesperados como para tratar de desafiar las probabilidades que tienen en su contra se arriesgan a correr la suerte de los forajidos y los proscritos, y a pagar por su audacia con la dura moneda del sufrimiento corporal y el trauma psicológico, un precio que sólo unos pocos estarían dispuestos a pagar por voluntad propia, sin que nadie les fuerce a ello. Andrzej Szahaj, uno de los más perspicaces analistas de las tremendamente desiguales probabilidades de los actuales juegos identitarios, ha llegado incluso a sugerir que la decisión de abandonar la comunidad a la que se pertenece es, en la inmensa mayoría de los casos, sencillamente inimaginable. Recuerda también a sus incrédulos lectores occidentales que, en el pasado remoto de Europa, en la antigua Grecia, el exilio de la polis de pertenencia estaba considerado como el castigo final (capital incluso).6 Los antiguos, al menos, eran más serenos y preferían la conversación directa. Pero a los millones de «sin papeles», apátridas, refugiados, exiliados y peticionarios de asilo o de comida de nuestros tiempos (dos milenios más tarde), no les costaría mucho reconocerse a sí mismos en esa clase de conversaciones.

A ambos extremos de la jerarquía (y también en la sección central de la pirámide, atrapadas en un dilema entre los unos y los otros), las personas se ven acuciadas por el problema de la identidad. En la cumbre, el problema consiste en elegir el mejor modelo de los muchos que actualmente se ofrecen, ensamblar las piezas del kit (que se venden por separado) y fijarlas de manera que no queden demasiado desencajadas (no sea que los fragmentos antiestéticos, pasados de moda y envejecidos que deben permanecer ocultos por debajo asomen por entre las costuras abiertas) ni demasiado apretadas (no sea que el mosaico se resista a ser desmantelado a muy corto plazo cuando llegue el momento de deshacerlo, que sin duda llegará). En el fondo, el problema consiste en aferrarse rápidamente a la única identidad disponible y mantener unidos sus pedazos y sus piezas mientras se combaten las fuerzas erosivas y las presiones desestabilizadoras, reparando una y otra vez las paredes que no dejan de desmoronarse y cavando trincheras aún más hondas. Para todos los demás —los que se encuentran suspendidos entre un extremo y el otro—, el problema consiste en una mezcla de los otros dos.

Inspirándose en parte en la descripción que hizo Joseph Brodsky de sus contemporáneos —acomodados en el plano material pero empobrecidos y famélicos en el espiritual; hartos, como los habitantes de la Eutropia de Calvino, de todo aquello de lo que ya han disfrutado hasta el momento (el yoga, el budismo, el Zen, la contemplación, Mao) y, por consiguiente, prestos a adentrarse (con la ayuda de la última tecnología, por supuesto) en los misterios del sufismo, la cábala o el sunismo para robustecer así sus decaídas ganas de deseo—, Andrzej Stasiuk, uno de los archivistas más perspicaces de las culturas contemporáneas y de su descontento, elabora una tipología del «lumpenproletariado espiritual» y sugiere que sus filas crecen con rapidez y que sus suplicios se filtran profusamente desde arriba hasta saturar capas cada vez más gruesas de la pirámide social.7

Los afectados por el virus del «lumpenproletariado espiritual» viven en el presente y por el presente. Viven para sobrevivir (en la medida de lo posible) y para obtener satisfacción (tanta como puedan). Como el mundo no es para ellos un terreno de juego local ni tampoco algo de su propiedad (al haberse liberado de las cargas de la herencia, se sienten libres pero, en cierto sentido, desheredados, como si les hubieran robado algo o alguien les hubiera traicionado), no ven nada de malo en el hecho de explotarlo a su voluntad; para ellos, la explotación no es odiosa en la medida que tampoco lo es robar para recuperar lo que nos han robado.

Alisado hasta formar un presente perpetuo y dominado por la preocupación por la supervivencia y la gratificación (se necesita gratificación para seguir viviendo y se necesita sobrevivir para obtener más gratificación), el mundo que habitan los «lumpenproletarios espirituales» no deja margen para preocuparse por ninguna otra cosa que por lo que pueda ser consumido y disfrutado en el acto: aquí y ahora.

La eternidad es evidentemente la gran marginada en este proceso. Pero no así el infinito: mientras dura, el presente puede estirarse más allá de todo límite y dar cabida a todo aquello que antaño se esperaba experimentar únicamente en una situación de plenitud temporal (en palabras de Stasiuk, «es harto probable que la cantidad de seres digitales, analógicos o de celuloide con los que nos encontremos a lo largo de nuestra vida corpórea se acerque al volumen que nos podrían ofrecer la vida eterna y la resurrección de la carne»). Es posible que, gracias a la esperada infinitud de las experiencias mundanas por venir, no se eche de menos la eternidad; puede que ni siquiera se note su pérdida.

La velocidad, y no la duración, es lo que importa. A la velocidad correcta, es posible consumir toda la eternidad dentro del presente continuo de la vida terrenal. Al menos, eso es lo que los «lumpenproletarios espirituales» buscan y esperan conseguir. El truco consiste en comprimir la eternidad para que pueda caber, entera, en el espacio temporal de una vida individual. El dilema planteado por una vida mortal en un universo inmortal ha sido finalmente resuelto: ahora podemos dejar de preocuparnos de lo eterno sin renunciar a ninguna de las maravillas de la eternidad. De hecho, podemos agotar en el intervalo de una vida mortal todas las posibilidades que dicha eternidad nos podría ofrecer. Quizás no podamos suprimir el límite temporal que continúa pesando sobre la vida mortal, pero sí podemos eliminar (o intentar eliminar, al menos) toda limitación del volumen de satisfacciones que podemos experimentar antes de alcanzar esa otra (e inamovible) frontera.

En un mundo pretérito en el que el tiempo se movía con mucha mayor lentitud y se resistía a la aceleración, las personas intentaban salvar la angustiosa distancia existente entre la pobreza de una vida breve y mortal y la riqueza infinita del universo eterno mediante las esperanzas de reencarnación o de resurrección. En nuestro mundo, que no conoce ni admite límites a la aceleración, podemos desembarazarnos de tales esperanzas. Si nos movemos con la suficiente rapidez y no nos detenemos a mirar atrás para hacer un recuento de las ganancias y las pérdidas, podemos seguir apiñando aún más vidas en el espacio temporal de una vida mortal (tantas, posiblemente, como las que nos podrían aguardar en la eternidad). ¿Para qué otra cosa, si no (que no sea para actuar en virtud de esa creencia), son el reacondicionamiento, la renovación, el reciclaje, la puesta a punto y la reconstitución imparables, compulsivas y obsesivas de la identidad? A fin de cuentas, la «identidad» significa (al igual que antaño significaban la reencarnación y la resurrección) la posibilidad de «volver a nacer», es decir, de dejar de ser lo que se es y convertirse en otra persona que no se es todavía.

La buena noticia es que este relevo de la preocupación por la eternidad por todo el ajetreo relacionado con el reciclaje de la identidad se completa con herramientas de bricolaje patentadas y listas para usar que prometen hacer el trabajo más rápido y eficaz sin necesidad de aptitudes especiales y con muy poco (o incluso ningún) esfuerzo laborioso y torpe. El autosacrificio y la inmolación, la autoinstrucción y la autodomesticación, la espera aparentemente interminable de algún tipo de gratificación y la práctica de virtudes que parecen sobrepasar toda capacidad de resistencia (costes exorbitantes todos ellos de las terapias pasadas) ya no son necesarios. Las nuevas dietas mejoradas, los aparatos de gimnasia, los cambios del papel pintado de las paredes, el parqué colocado donde antes había moqueta (o viceversa), la sustitución de un Mini por un todoterreno (o al revés), de una camiseta por una blusa y de una funda de sofá o un vestido monocromático por otra u otro saturado de color, el aumento y la disminución del tamaño de los pechos, el cambio de calzado deportivo, la adaptación de nuestra marca de licor preferida o de nuestras rutinas diarias a la última moda, y la adopción de un vocabulario sorprendentemente novedoso en el que formular confesiones públicas de turbaciones del alma... todas estas cosas sirven a la perfección. Y, como último recurso, se nos anuncian en un horizonte desconcertante y lejano las maravillas de la mejora genética. Suceda lo que suceda, no hay por qué desesperarse. Si todas esas varitas mágicas no resultan ser suficientes o, a pesar de su facilidad de uso, son consideradas demasiado farragosas o lentas, existen drogas que prometen una visita inmediata (aunque breve) a la eternidad (de la que, con un poco de suerte, habrá otras drogas que nos garanticen un billete de regreso).

 

La vida líquida es una vida devoradora. Asigna al mundo y a todos sus fragmentos animados e inanimados el papel de objetos de consumo: es decir, de objetos que pierden su utilidad (y, por consiguiente, su lustre, su atracción, su poder seductivo y su valor) en el transcurso mismo del acto de ser usados. Condiciona, además, el juicio y la evaluación de todos los fragmentos animados e inanimados del mundo ajustándolos al patrón de tales objetos de consumo.

Los objetos de consumo tienen una limitada esperanza de vida útil y, en cuanto sobrepasan ese límite, dejan de ser aptos para el consumo; como su «aptitud para el consumo» es la única característica que define su función, llegado ese momento ulterior ya no son aptos en absoluto: son inútiles. Cuando dejan de ser aptos, deben ser retirados del escenario de la vida de consumo (es decir, destinados a la biodegradación, incinerados, confiados a las empresas de eliminación de residuos) para hacer sitio en él a nuevos objetos de consumo aún por usar.

Para librarnos del bochorno de quedarnos rezagados, de cargar con algo con lo que nadie más querría verse, de que nos sorprendan desprevenidos, de perder el tren del progreso en lugar de subirnos a él, debemos recordar que la naturaleza de las cosas nos pide vigilancia, no lealtad. En el mundo moderno líquido, la lealtad es motivo de vergüenza, no de orgullo. Conéctese a su proveedor de Internet ya de buena mañana y hallará algún recordatorio de esa lisa y llana verdad en la primera de las noticias de su lista diaria: «¿Se avergüenza de su móvil? ¿Tiene un teléfono tan antiguo que le incomoda responder a una llamada en público? Actualícese con uno del que pueda presumir». La otra cara de la moneda del imperativo de «actualizarse» a un móvil acorde con la moda vigente en el mercado es, obviamente, la prohibición de volver a ser visto con uno como el último al que ya se actualizara usted la última vez.

Los desechos son el producto básico y, posiblemente, más profuso de la sociedad moderna líquida de consumidores; entre las industrias de la sociedad de consumo, la de producción de residuos es la más grande y, también, la más inmune a las crisis. Eso convierte la eliminación de residuos en uno de los dos principales retos que la vida líquida ha de afrontar y abordar. El otro es el de la amenaza de verse relegado a los desechos. En un mundo repleto de consumidores y de los objetos del consumo de éstos, la vida vacila incómoda entre las alegrías del consumo y los horrores del montón de basura. Puede que vivir encamine siempre a los vivos hacia la muerte pero, en una sociedad moderna líquida, a esos mismos vivos puede resultarles una posibilidad y una preocupación más inmediata y más agotadora (en energía y esfuerzos) que les encamine hacia el vertedero.

Para el ciudadano de la sociedad moderna líquida, toda cena —a diferencia de la mencionada por Hamlet en su respuesta al rey sobre el paradero de Polonio— es una celebración «donde come él» y «donde es comido».8 Ya no existe disyuntiva entre esos dos actos. El «y» ha reemplazado al «o». En la sociedad de los consumidores, nadie puede eludir ser un objeto de consumo (y no sólo del consumo de los gusanos, es decir, no sólo cuando la vida del consumidor ha tocado ya a su fin). En los tiempos de la modernidad líquida, Hamlet probablemente modificaría esa norma del Hamlet de Shakespeare y negaría a los gusanos el papel preferente como consumidores de los consumidores. Quizás empezaría diciendo, como el Hamlet original, que «engordamos a todas las demás criaturas para engordarnos, y nos engordamos...», pero no para los gusanos, concluiría ahora, sino «... para engordar a otras criaturas».

«Consumidores» y «objetos de consumo» son los polos conceptuales de un continuo a lo largo del cual se distribuyen y se mueven a diario todos los miembros de la sociedad. Puede que algunos pasen la mayoría del tiempo especialmente próximos al polo de las mercancías, pero ningún consumidor puede estar plena y realmente seguro de no acabar cayendo (en un momento u otro) en su cercanía inmediata (demasiado «inmediata» como para sentirse cómodo en ella). Sólo como tales mercancías, sólo si son capaces de demostrar su propio valor de uso, pueden los consumidores acceder a la vida del consumo. En la vida líquida, la distinción entre consumidores y objetos de consumo es, muy a menudo, momentánea y efímera, y siempre condicional. Podríamos decir que la norma aquí es la inversión de papeles, si bien incluso tal afirmación distorsiona la realidad de la vida líquida, ya que, en ella, esos dos roles se interrelacionan, se mezclan y se funden.

No está claro cuál de los dos factores (la atracción del polo del «consumidor» o la repulsión del polo del «desecho») constituye la fuerza motriz más poderosa de la vida líquida. Sin duda, ambos cooperan en dar forma a la lógica cotidiana y —fragmento a fragmento, episodio a episodio— al itinerario de esa vida. El miedo añade fuerza al deseo. Por muy atentamente que se fije en sus objetos inmediatos, el deseo no puede evitar permanecer alerta —consciente, semiconsciente o subconscientemente— ante esa otra imponente espada que pende sobre su vigor, su determinación y su inventiva. Pero por muy intensamente concentrada que esté su mirada en el objeto del deseo, el ojo del consumidor sólo puede vislumbrar muy de refilón el valor que el sujeto deseante tiene como mercancía. La vida líquida significa un autoescrutinio, una autocrítica y una autocensura constantes. La vida líquida se alimenta de la insatisfacción del yo consigo mismo.

La crítica es autorreferencial y dirigida hacia el propio interior, como también lo es la reforma que dicha autocrítica exige y provoca. En nombre de esa reforma introspectiva y de ámbito interno, se explota, se saquea y se asola el mundo exterior. La vida líquida dota al mundo exterior (y, de hecho, a todo aquello que hay en el mundo y que no forma parte del yo) de un valor fundamentalmente instrumental; privado o despojado de valor propio, ese mundo deriva toda su valía de su servicio a la causa de la autorreforma y tanto él como cada uno de sus elementos son luego juzgados en función de su aportación a la misma. Aquellas partes del mundo no aptas para servir o que ya se han vuelto inservibles quedan fuera del ámbito de lo relevante y, por tanto, desatendidas, o son activamente descartadas y erradicadas. Estas últimas partes no son más que los desechos del afán autorreformador, y su destino natural es el basurero. Desde la lógica de la vida líquida, sería irracional conservarlas; de hecho, desde dicha lógica, resulta difícil defender (y aún menos probar) que tengan derecho propio alguno a la preservación.

Por ese motivo, la llegada de la sociedad moderna líquida significó la desaparición de las utopías centradas en la sociedad y, en general, de la idea misma de la «sociedad buena». Si la vida líquida despierta algún interés por la reforma social, es por una reforma que trata principalmente de impulsar a la sociedad aún más tanto hacia la renuncia (una a una) de todas sus pretensiones de tener más valor propio que el de su labor de provisión de una fuerza policial que vele por la seguridad de los «yoes» autorreformadores, como hacia la aceptación y la consolidación de un principio de compensación (la versión política de la «garantía de devolución del importe de compra») en caso de que la labor policial falle o se considere inadecuada. Incluso la nueva preocupación por los temas medioambientales debe su popularidad a la extendida percepción de la existencia de una conexión entre el mal uso predatorio de los recursos comunes del planeta y la amenaza que ello podría suponer para el desarrollo fluido de las actividades egocéntricas de la vida líquida.

Se trata de una tendencia autosostenida y autorreforzada. El énfasis en la autorreforma se autoperpetúa, como también lo hace el desinterés por (y la desatención hacia) los aspectos de la vida común que se resisten a una conversión completa e inmediata a los objetivos de la autorreforma. La nula atención prestada a las condiciones de la vida en común impide la posibilidad de renegociar el marco que hace que la vida individual sea líquida. El éxito en la búsqueda de la felicidad —finalidad ostensible y motivo primordial de la vida individual— sigue viéndose obstaculizado por la propia forma en la que se realiza esa búsqueda (la única forma, de hecho, en la que se puede llevar a cabo en el marco moderno líquido). La infelicidad resultante añade motivación y vigor a una política de la vida de claros tintes egocéntricos; su efecto último es la perpetuación de la liquidez de la vida. La sociedad moderna y la vida líquidas se hallan atrapadas en una especie de móvil perpetuo.

 

Una vez puesto en movimiento, un móvil perpetuo no deja nunca de rotar sobre sí mismo. Las posibilidades de que el movimiento perpetuo se detenga, ya de por sí escasas dada la naturaleza del artilugio, se ven aún más reducidas por la asombrosa capacidad que esta particular versión de mecanismo autoimpulsado tiene para absorber y asimilar las tensiones y las fricciones que genera (y para aprovecharlas en su propio beneficio). En realidad, al tiempo que se beneficia de la demanda de alivios o de remedios que tales tensiones incitan, consigue utilizarlas como combustible de alto octanaje con el que mantener sus motores a pleno rendimiento.

Una de las respuestas habituales a una conducta incorrecta (por inapropiada para una finalidad aceptada o por producir resultados indeseables) es la educación o la reeducación: inculcar en los alumnos nuevas clases de motivos, desarrollar en ellos propensiones diferentes y formarlos en el empleo de nuevas habilidades. El objeto de la educación en tales casos es rebatir el impacto de la experiencia cotidiana, contraatacar y, al final, desafiar las presiones procedentes del entorno social en el que actúan las personas receptoras de esa educación. ¿Pero serán suficientemente buenos la educación y los educadores? ¿Podrán resistir la presión? ¿Conseguirán evitar ser reclutados al servicio de las mismas presiones que supuestamente deben desafiar? Éstas son preguntas que se han venido formulando desde muy antiguo y que la realidad de la vida social se ha encargado de responder negativamente de manera reiterada, pero que, no obstante, resucitan —incólumes las fuerzas— tras cada sucesiva calamidad. Las esperanzas de utilizar la educación como cuña suficientemente potente como para desestabilizar y, finalmente, eliminar las presiones de los «hechos sociales» parecen ser tan inmortales como vulnerables...

En todo caso, la esperanza está sana y salva. Henry A. Giroux dedicó muchos años de asiduo estudio a las posibilidades de la «pedagogía crítica» en una sociedad reconciliada con los irresistibles poderes del mercado. En una conclusión reciente, escrita en colaboración con Susan Searls Giroux, vuelve a exponer esa esperanza secular:

Frente a la mercantilización, la privatización y la comercialización de todo lo educativo, los educadores tienen que definir la educación superior como un recurso vital para la vida democrática y cívica de la nación. Por consiguiente, los académicos, los trabajadores culturales, los estudiantes y los organizadores sindicales han de responder al reto uniéndose y oponiéndose a la transformación de la educación superior en un espacio comercial...9

En 1989, Richard Rorty mencionó como metas deseables y realizables para los educadores las tareas de «provocar a los jóvenes» y de «infundir dudas en los alumnos acerca de la imagen que tienen de sí mismos y acerca de la sociedad a la que pertenecen».10 Ni que decir tiene que no todas las personas que se dedican al papel de educadores son igual de propensas a aceptar el reto y a adoptar esos objetivos como propios; los despachos y los pasillos de los centros académicos están llenos de dos clases de personas: están las «ocupadas en ajustarse a criterios bien definidos a la hora de contribuir al conocimiento» y las que tratan «de expandir su propia imaginación moral» y leen libros «para ampliar su noción de lo que es posible y de lo que es importante, tanto para ellas mismas en cuanto individuos como para su sociedad». El llamamiento de Rorty va dirigido a ese segundo grupo de personas, ya que es en ellas en las únicas en las que cifra sus esperanzas. Y es bien consciente de las condiciones enormemente adversas contra las que el profesor dispuesto a responder a esa llamada tendrá que batallar. «No podemos decirles a los consejos de administración, a las comisiones de gobierno y a los demás organismos rectores de las instituciones académicas que nuestra función consiste en remover conciencias, en hacer que nuestra sociedad se sienta culpable, en mantenerla en un cierto desequilibrio», ni que la educación superior «tampoco consiste en inculcar o deducir la verdad, sino en incitar la duda y en estimular la imaginación, cuestionando con ello el consenso reinante».11 Entre la retórica pública y la noción de misión intelectual existe una tensión que «hace al mundo académico en general, y a los intelectuales humanistas en particular, vulnerables a los cazadores de herejías». Dado que los mensajes opuestos de los promotores de la conformidad están fuertemente respaldados por la doxa dominante y por la evidencia diaria de la experiencia del sentido común, podríamos añadir que la mencionada tensión también convierte a los «intelectuales humanistas» en presa fácil de los defensores del fin de la historia, la elección racional, las políticas que niegan la posibilidad de otra vida alternativa y demás fórmulas que tratan de capturar y transmitir el supuesto ímpetu actual de una dinámica social aparentemente invencible. La situación se presta así a que a los primeros se les acuse de falta de realismo, de utopismo, de confundir el deseo con la realidad, de soñar despiertos y, por si fuera poco (en una odiosa inversión de la verdad ética), de irresponsabilidad.

Las probabilidades adversas pueden ser abrumadoras, pero, aun así, no se conoce en una sociedad democrática (o, como Cornelius Castoriadis diría, autónoma) sustituto alguno a la educación o a la autoeducación como medios con los que influir en el curso de los acontecimientos que pueda ser conciliado con su propia naturaleza, del mismo modo que esa naturaleza no puede ser conservada mucho tiempo sin una «pedagogía crítica», es decir, sin una educación que afile su punta crítica, que haga «que la sociedad se sienta culpable» y que «remueva las cosas» removiendo las conciencias humanas. Las suertes de la libertad, de la democracia que la hace posible (y que es posible, a su vez, gracias a esa libertad) y de la educación que alimenta la insatisfacción con el nivel de libertad y de democracia alcanzados hasta ese momento, están inextricablemente ligadas y no pueden desvincularse. Habrá quien vea en esa estrecha conexión un nuevo ejemplo de círculo vicioso, pero las esperanzas y las posibilidades de la humanidad están inscritas dentro de dicho círculo y no pueden estarlo dentro de ningún otro.

 

Este libro es una recopilación de impresiones sobre varios aspectos de la vida líquida (la vida que vivimos en una sociedad moderna líquida). No he pretendido construir una compilación completa, pero sí que espero que cada uno de los aspectos analizados ofrezca una ventana abierta a la condición que actualmente compartimos, así como a los peligros y las oportunidades que esa condición supone con vistas a la posibilidad de hacer del mundo humano un lugar algo más acogedor para la humanidad.