Capítulo I.

Un amor casi imposible

Cuando se escribe una historia sin pretenderlo.

No puedo evitar que la nostalgia me lleve una y otra vez a Malvedo, un pueblecito perdido en la Montaña Central de Asturias, perteneciente al concejo de Lena. Está situado a una altura de 550 metros y se llega a él tomando un desvío a la izquierda desde la nacional 630, saliendo de Campomanes en dirección a León. Este desvío es una carretera de unos dos kilómetros cuya construcción, a mediados de los años setenta, viví en persona durante uno de los veranos que pasé allí de adolescente. Hasta entonces se subía por un camino que comenzaba en un puente colgante sobre el río Pajares, al borde de la misma carretera nacional. El camino, que ascendía entre la vegetación de la montaña hasta llegar a Malvedo, era en invierno un auténtico barrizal, como la mayoría de los caminos del pueblo.

En Malvedo vivían mis abuelos, Rafael Fernández, que era albañil, y Carmen Prieto, que cuidaba las vacas que tenía con sus hermanas, Amelia, Elisa y Olvido, aunque en realidad la propiedad pertenecía a su madre, mi bisabuela Eladia Riera. Poseían también un viejo hórreo, una típica construcción de madera y piedra muy común en Asturias, que destinaban a guardar alimentos y granos alejados de la humedad y de los roedores, así como una antigua cuadra de piedra contigua a él en la que resguardaban las vacas en invierno, pues el verano lo pasaban pastando en el puerto de montaña al que se subía a pie desde el vecino pueblo de Linares. En aquella vieja y oscura cuadra recuerdo haber asistido al nacimiento de un ternero de los que en aquella época criaban para su venta. Fue una experiencia insólita para mí presenciar, entre las últimas luces del atardecer y bajo el tenue resplandor de una bombilla, cómo mis tíos ayudaban a salir de la vaca a un pequeño ternero ensangrentado y lo depositaban sobre el suelo cubierto de cuchu, que es como llamaban en el pueblo al estiércol de las vacas.

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Malvedo, 1968. Eladia Riera con sus biznietos. Juanjo es el primero por la izquierda y yo, el primero por la derecha.

Mi familia aprovechaba el verano para segar la hierba de los prados que poseían en las inmediaciones del pueblo, que en invierno se cubrían de nieve. La cargaban en un forcau, una especie de enorme trineo de madera arrastrado por un caballo, y la llevaban hasta el pajar, situado sobre la cuadra. Con aquella hierba alimentaban a los animales en invierno, tanto a las vacas como a los caballos. También tenían cerdos en la entrada de la cuadra, en una corripa, un pequeño recinto en el que los cuidaban hasta la matanza. Ese día elaboraban todo tipo de embutidos que después secaban en el desván de casa, protegidos de roedores e insectos. El embutido prácticamente les duraba hasta la matanza siguiente.

Pegada a la cuadra y bajando por una resbaladiza y estrecha calle de piedra se encontraba la casa donde vivían, construida por mi abuelo. Tenía dos plantas y un oscuro desván cubierto de polvo al que se subía por una escalera vertical desde el primer piso. La entrada daba a una salita y a una cocina, amueblada con un banco de madera y varias banquetas, en la que hacían la vida. La cocina de hierro, que funcionaba con carbón, no solo servía para guisar, sino también para calentar la casa. Me hechizaba aquella cocina. Mi abuela atizaba el hornillo al rojo vivo, cubierto por unos anillos de hierro que retiraba para introducir el negro carbón en su interior. En ella nos hacía todo tipo de comidas con el embutido que elaboraban. Recuerdo especialmente su arroz con chorizo, mi cena preferida, las lentejas con arroz o sus patatas y arroz, así como sus bocadillos, de los que el mejor era el de tortilla de chorizo.

Una escalera de madera, situada enfrente de la puerta de entrada, llevaba a la planta de arriba, que tenía dos habitaciones, un pequeño comedor, un baño y una estrecha galería, situada en la fachada principal de la casa, en la que mi abuela solía coser y tender la ropa. Desde la galería se divisaba El Quintanal, un huerto situado más abajo, al que se accedía por una portilla de madera. En él mi abuelo había construido un barracón repleto de los útiles que utilizaba en las obras: un banco de carpintero y todo tipo de herramientas de albañilería y carpintería. Al fondo tenían también un gallinero, del que mi abuela recogía diariamente huevos, y a su lado una huerta en la que plantaban todo tipo de hortalizas para el consumo de la familia. Más abajo había un prado, con un pequeño manantial en el centro, donde cultivaban árboles frutales como cerezos, manzanos o perales, que crecían entre los nogales que lo delimitaban.

Desde niño, prácticamente un bebé, y hasta que empecé la universidad, mi hermano Juanjo y yo nos alternábamos para pasar los veranos en aquel pueblecito, que para nosotros era un paraíso, y donde coincidíamos siempre con mi prima María José, que vivía en Avilés y que mi tía Gloria enviaba en verano con los abuelos. No solo disfrutábamos de la enorme libertad que nos daban mis abuelos, sino también del sinfín de actividades que realizábamos. Recuerdo un verano en que mi abuelo nos construyó en el viejo barracón un columpio. No era más que un tablón de madera suspendido mediante dos cuerdas de una de las vigas del techo, pero mi hermano y yo disfrutábamos como en un auténtico parque de atracciones, columpiándonos hasta tocar el techo con los pies una y otra vez.

También jugábamos con las herramientas de mi abuelo, con las que recuerdo hacer todo tipo de travesuras. Nos divertíamos escondiéndonos en los pajares, recorriendo el pueblo y los caminos cercanos, y bañándonos en el río Pajares, a pesar de sus frías aguas. Solíamos ir a los prados por caminos de piedras y barro mientras segaban la hierba, en ocasiones montando a caballo sentados delante del jinete, una experiencia emocionante. Nos revolcábamos por la pradera o buscábamos grillos entre la hierba que encerrábamos en una pequeña grillera de plástico para luego, en casa, alimentarlos con trocitos de lechuga.

Los mayores hacían la siega con guadañas, que afilaban manualmente, y dejaban secar la hierba durante varios días. Para recogerla, operación en la que yo ayudaba de vez en cuando, empleaban un garabatu, un gran rastrillo de madera con el que enrollaban la hierba en rulos. Con una horca de púas de hierro afiladas y unida a un largo mango, la amontonaban en una vara, una enorme montaña de hierba sujetada por un poste central de madera, o bien la cargaban en un forcau para trasladarla al pajar.

Recuerdo también un invierno en Malvedo. Mi madre, embarazada de mi hermana Mariola y muy ocupada con la empresa, me envió a aquel idílico pueblecito para que me cuidaran los abuelos. Asistí a la escuela local, compartida con el pueblo de al lado, Casorvida, y situada en el camino que separaba los dos pueblos. El camino solía tener mucho barro, tanto que una vez se me cayó en él un libro de texto y quedó muy estropeado.

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Malvedo, verano de 1971. Recogiendo la hierba en un prado. Victoria en primer plano, yo en segundo plano y Juanjo al fondo, detrás de ella.

En la escuela había solo dos aulas, una para los chicos y otra para las chicas. Al no estar separados por cursos, la lección era la misma para todos, independientemente de la edad. Aunque yo era uno de los alumnos más pequeños, destacaba sobre los demás, no precisamente porque mi talento fuera extraordinario, sino porque aquellas condiciones no permitían mantener un buen nivel de enseñanza.

Victoria, la inconformista

En aquel paraíso de mi juventud había nacido tiempo atrás mi madre, Victoria Fernández, el 28 de diciembre de 1934, a las puertas de la guerra civil, que marcó su infancia, pues mi abuelo Rafael y otros familiares estuvieron en la cárcel.

Cuando ella nació, mi abuelo era el responsable de obras del ferrocarril, trabajo que complementaba los fines de semana realizando chapuzas en viviendas particulares, incluso construía alguna casa, como la suya. Al terminar la guerra le denunciaron por el incendio de la iglesia del pueblo. Mi familia siempre sospechó que la denuncia había venido del vecino de enfrente de su casa, pues se quedó con el empleo de mi abuelo. Aunque no había tenido nada que ver, pasó cuatro años en prisión.

Mi abuela, con dos niñas pequeñas, tenía que visitarlo en la Prisión Central de Burgos. También visitaba a su hermana Amelia, presa en San Sebastián, y a su padre Constantino, preso en Orense. Viajaba en el tren sin billete, intentando que el revisor o algún viajero se apiadaran de ella. Nunca se metió en política, pensaba que el mal estaba en las personas, no en las ideologías. Ni siquiera fue a votar cuando, llegada la democracia, pudo hacerlo. Tanto mi abuelo como mi abuela maternos eran unas bellísimas personas que tuvieron la mala fortuna de caer en el bando perdedor, y siempre evitaban el conflicto por temor a que algún cacique les complicara la vida.

Victoria demostró tener mucho carácter desde pequeña. Con solo nueve años se las ingeniaba para aportar ingresos a la familia: recogía cerezas con las que preparaba ramilletes que luego vendía con mi tía Gloria, que, aunque dos años más joven, era una excelente vendedora ya en aquel entonces. Juntas subían a la estación y ofrecían las cerezas a los viajeros, que se las compraban a través de las ventanillas mientras el tren estaba parado. En ocasiones subían al tren e iban hasta Linares o Puente de los Fierros y vendían sus ramilletes de cerezas de vagón en vagón.

Cuando Victoria tenía 11 años, la vecina de enfrente, cuya familia, al parecer, había denunciado a mi abuelo, enfermó de tuberculosis, una enfermedad entonces incurable y que requería de una cuidada higiene para evitar nuevos contagios. La familia de la enferma lavaba su ropa en un arroyo que fluía hasta la fuente de El Quintanal, donde mi familia se proveía de agua de riego para su huerto y abrevaba a los animales cuando pacían allí. Había un claro peligro de contagio, pero nadie en la familia, ni mis abuelos ni las hermanas de mi abuela ni sus maridos, se atrevía a enfrentarse ni a denunciar a los vecinos por temor a nuevas represalias.

« Victoria demostró tener mucho carácter desde pequeña. Con solo nueve años se las ingeniaba para aportar ingresos a la familia: recogía cerezas con las que preparaba ramilletes que luego vendía con mi tía Gloria, que era una excelente vendedora ya en aquel entonces. #UnaDulceHistoria

Victoria escuchó varias conversaciones sobre el problema y un día decidió buscar una solución. Sin decir nada en casa viajó sola en tren a la capital, Pola de Lena, y recorrió sus calles en busca de un abogado. Se decidió por el que tenía las oficinas más elegantes. El abogado, que resultó ser el alcalde de Pola de Lena, escuchó su relato y a continuación escribió una carta que introdujo en un sobre cerrado y que entregó a mi madre, indicándole que, sin abrirlo ni decir nada a su familia, se lo entregara en mano a su vecino. Así hizo ella nada más regresar al pueblo. El contenido de aquella carta, que nunca llegamos a conocer, resolvió inmediatamente el problema del manantial.

Victoria también se encargaba en ocasiones de cobrar las deudas que mi abuelo Rafael era incapaz de reclamar pues, aunque era muy buena persona, no tenía carácter para enfrentarse a sus clientes. Victoria, consciente del problema y de la precaria economía familiar, lo hacía sin que se enterase su padre; se hacía acompañar de mi tía Gloria y juntas iban andando, incluso a pueblos vecinos, a reclamar el pago a alguno de los clientes de mi abuelo, a los que iba cobrando poco a poco.

Cuando tenía 13 años, la tuberculosis estuvo a punto de acabar con Victoria. La enfermedad la postró en cama durante un año y la obligó a abandonar los estudios, en los que era brillante. Siguió convaleciente largo tiempo, hasta que fue operada de un pulmón tres años después. Durante este tiempo su único entretenimiento era la radio. Tanto se aficionó a escucharla que acabó convirtiéndose en colaboradora habitual de Radio Asturias, en concreto del programa matinal de Menchu Álvarez del Valle, a la que enviaba artículos con regularidad.

« Victoria, que por entonces tenía 11 años, también se encargaba en ocasiones de cobrar las deudas que mi abuelo Rafael era incapaz de reclamar. Consciente del problema y de la precaria economía familiar, lo hacía sin que se enterase su padre. #UnaDulceHistoria

También le gustaba leer y aprovechaba cualquier ocasión para hacerlo, pues intentaba aprender por su cuenta ya que su salud no le permitía asistir a la escuela.

En el pueblo la cultura brillaba por su ausencia, así que ella, inquieta e inconformista, aprovechaba cualquier medio para aprender y ampliar horizontes. Así encontró la oportunidad de intercambiar libros a través de un club que pertenecía al Centro de Cursos por Correspondencia, la reconocida y longeva academia CCC de cursos a distancia, que había nacido en San Sebastián en 1939. Victoria fue una de sus primeras socias, con el número 321, y recibía mensualmente su revista, que comenzó a editarse en 1954. La biblioteca ambulante del Club le permitió leer a autores como Unamuno o García Lorca, entre otros muchos, sin necesidad de comprar sus obras.

Además, decidió seguir algunos cursos por correspondencia del CCC, entre ellos uno de corte y confección que, a la postre, le sirvió a su hermana Gloria para ser modista. No conforme con eso, solía enviar colaboraciones que la revista publicaba.

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Portada de la revista Club CCC de mayo de 1956.

MALVEDO

Compañeros del Club,
del extranjero y de España,
alegraos y cantad,
estamos en la montaña
.

¿Este aire tan dulzón
no adormece, no os embriaga?
¿Y qué decís de estos campos
más verdes que la esmeralda?

Las casitas humildes,
con flores en las ventanas,
sabor a sidrina dulce
y el olor de la manzana
.

Allá, un poquito lejos,
se oye el roncón de una gaita…
¿No sabéis ya dónde estáis?
Es una aldea asturiana
.

¡Lo más bonito de Asturias!

¡Lo mejor que tiene España!

Victoria. 321
Malvedo (Asturias)

 

¡Pues no es tan «malvado»!

 

«Malveo, malvado,
corraón de ganado,
muncha cencerra,
y poco ganado»
(Dicho popular)

 

ASTURIANADA

¡Atención, amigos!

Ahora fala una asturiana
que, aunque no sabe ni papa,
como tien poca vista,
versifica tonteríes
pa llegar a la revista
.

Las cosas en liso y lasu
escríbeles el más fatu,
pero faceles rimar
¡ya ye cosa de admirar!
Si non fijaibos en mi
que pude llegar aquí
sonriéndome «el porteru»
en ve de mandarme al cestu
onde hay colaboraciones
de tantos inorantones.
Peru…

¡Ay, qué me pasa, Señor!
Después de tanto miaxar,
de cansame d’asperar,
y veme ente papelones,
non me acuerdo a qué vinía,
¿qué embajada traería?,
¿sería algún chiste malu?,
¿receta p’algún guisau?,
tal vez gazapos, conejos…

Bueno, como non va a ser pa hoy,
voy dexalo pa otro día.
Y antes de dirme de aquí
consocios de la tierriña
gritai muy fuerte conmigo:
¡viva la nuestra Santina!

 

Dos de las poesías publicadas por Victoria en la revista: Malvedo (1955) y Asturianada (1956).

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Mensaje de mi madre que propició el contacto por carta con mi padre.

Gracias a estas colaboraciones Victoria mantenía relación asidua por carta con personas de toda España de un nivel cultural que en el pueblo no encontraba, entre ellas un abogado y un empresario. En sus cartas ejercía también como consejera emocional: cuando alguna de sus amistades epistolares atravesaba un problema personal y acudía a ella en busca de ayuda, Victoria se la ofrecía desinteresadamente y con una madurez impropia de su edad.

Los años pasaban y al no encontrar en Malvedo a un hombre con el que entablar una relación personal, fue a buscar un consejero religioso, pues era aquella una época en que la mujer que no encontraba marido tenía su futuro asegurado en algún convento. A través de la revista Club CCC encontró a un cura de una parroquia no muy lejana, pero su relación con él acabó tras una inesperada declaración de amor que descolocó a mi madre. Descartada la Iglesia como medio para salir del pueblo se centró, a su pesar, en las relaciones con su gente. Conocía a un chaval que la había estado acompañando durante su convalecencia; aunque no era el hombre de sus sueños, él estaba enamorado de mi madre y Victoria se resignó a casarse con él. Como no le parecía ético mantener relación con otros hombres, aunque fuera por carta, se despidió de ellos anunciándoles su noviazgo.

Uno de ellos era mi padre, Antonio Juan, un empresario valenciano a quien ella consolaba epistolarmente desde hacía tres años por sus problemas financieros, derivados de varios fracasos en sus empresas. Él, desconsolado al recibir la carta de Victoria, decidió viajar hasta Malvedo, sin previo aviso, para conocerla. Durante el mes que permaneció allí se enamoró de ella y de Asturias. Ella también se enamoró de él y de la posibilidad de escapar de aquel pueblo que la encerraba, del que no soportaba su cultura ni su clima ni su forma de vivir, o más bien sobrevivir, ni su falta de ambición; en definitiva, un pueblo en el que se sentía como una extraña.

Antonio, el aventurero

Antonio regresó a Valencia para comunicar la decisión de casarse a su familia, que no recibió la noticia con mucha alegría. Tanto fue así que decidió pedir informes sobre Victoria al cura de la parroquia de su pueblo, Villalonga. El párroco hizo lo propio con su homólogo de Malvedo y, afortunadamente, ambos dieron buenos informes a las respectivas familias.

La boda se celebró en octubre de 1958 en el santuario de Covadonga ante La Santina, nombre con el que los asturianos conocen a su patrona, la virgen de Covadonga. A mi padre le apasionaba aquel idílico paraje y Asturias en general, tanto que, durante muchos años, volvió allí cada verano a recorrer sus montes, en especial el entorno de Covadonga y su basílica. Quizás sea una pasión heredada, pues me encanta visitar aquella tierra que tanto me recuerda a mi niñez y los numerosos viajes que hice con él durante mi juventud.

Después de la boda la pareja se fue a vivir a Villalonga, a la casa de mis abuelos paternos. Para mi madre, salir de Malvedo, después de una juventud difícil, fue una bendición. Villalonga le pareció al principio un oasis. Era un pueblo precioso situado al sur de la provincia de Valencia, en la falda del monte Safor, que da nombre a la comarca. Cuna de empresarios, en aquellos tiempos contaba con varias empresas líderes en su sector como Papeleras Reunidas, una de las fábricas de papel más importantes de España, Cerámicas Moratal y Cerámicas Caisal. Entre ellas nació la nuestra, más modesta en sus inicios, pero a la postre la única que sobrevivió. En los siguientes capítulos recorreremos su historia, plagada de dificultades y también de éxitos, fruto de la ambición de mi padre y de la necesidad de mi madre de evitar riesgos innecesarios. Una historia que ella nunca deseó vivir, pues su única ambición era sacar adelante la familia.

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Victoria y Antonio frente a la casa de mis abuelos en Malvedo (Asturias).

Las circunstancias de la vida (dónde nacemos, en qué entorno vivimos, qué enfermedades sufrimos, etc.) suelen abocarnos a situaciones inesperadas y a menudo indeseadas. La mejor actitud para afrontarlas es abrirse a lo nuevo y aprovechar las oportunidades para seguir creciendo, como hicieron mis padres, Victoria y Antonio.

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