Tronchista
«Denuncio una estafa, no al espíritu liberal,
sino al pensamiento, a la ideología,
a la realización socialistas».
Eudocio Ravines, La gran estafa
Eudocio Ravines
(Cajamarca, 1897 - Ciudad de México, 1979)
Nacido en Cajamarca, creció entre historias de ilustres antepasados que habían luchado en la Guerra del Pacífico. En su juventud, vio pasar por Cajamarca a Víctor Raúl Haya de la Torre y decidió, como él, viajar a Lima y conocer el mundo que quería cambiar. Fundador del Partido Comunista Peruano, visitó la Unión Soviética, sintió el desencanto y terminó como un converso capaz de escribir sin compasión contra el comunismo y sus ideas. Hombre de prensa cuestionado, fue deportado innumerables veces por dictaduras a las que primero alabó y luego denostó. Murió sin patria, lejos de Dios y cerca de los Estados Unidos.
Puede haber sido el instante en que vio a su hijo muerto y a su mujer devastada por la pérdida, cuando el cajamarquino decidió traicionar su antigua ideología y dedicarse a combatir las ideas que lo llevaron a una guerra en un país extraño. O pudo ser también, como algunos acusaron, que fue al observar un puñado de dólares cuando decidió empezar con sus escritos fervorosamente anticomunistas.
Por eso, nada mejor para entender una historia de traición que recurrir a las fuentes orales. Dicen los mayores —gloria y honor a los abuelos— que no existe cosa que sorprenda, nada que no haya sido sufrido antes en este país hermoso, del que estamos orgullosos y que, al mismo tiempo, vivimos para traicionar. Cierta vez acudí a la sabiduría que le daban a mi padre sus casi noventa años y le pregunté por Eudocio Ravines. «Ah —me dijo mesándose la barba como los viejos sabios—, aquel hombre fue el primer comunista y también fue declarado el mayor traidor de la izquierda peruana». Entendí, entonces, que Ravines tenía una historia que, para tradición, quedaba corta y, para traición, encajaba de perillas. Es esta.
El linaje y la ingenuidad
Descendiente de héroes, pero pobre y huérfano desde niño, Eudocio crece con historias que lamentan que el apellido glorioso de sus tíos Belisario y Eudocio —generales en la guerra contra Chile— ahora dé pena, pese a la inteligencia que abunda en su estirpe. Lo cierto es que, en su natal Cajamarca, Eudocio vive el cambio de siglo, pero, sobre todo, un cambio de época en un Perú donde irrumpen los movimientos sociales. De chico conoce a Haya de la Torre, quien visita Cajamarca y la inunda de verbo junto a una delegación universitaria; desde entonces, Haya se convierte en su adorado tormento. Y luego conoce a Mariátegui, amigo más bien respetado y digno de monumento, quizá porque muere joven y no tiene tiempo de cultivar con él una enemistad.
Ravines dedica su juventud a viajar, a aprender, a observar. Primero llega a la capital, donde mantiene a su familia como comerciante y ve, más que de reojo, los signos de la desigualdad en que vive la clase proletaria. Viaja entonces a Europa para afirmarse como militante del Partido Comunista y conocer la Unión Soviética Allí vive el periodo de entreguerras, que pone a los hombres en medio de una decisión terrible, donde es imposible sobrevivir en el centro: comunismo o fascismo. Este viaje lo desencanta poco a poco del comunismo soviético, que no trae la anhelada justicia social, sino, más bien, una nueva diferencia entre obreros y campesinos y los nuevos jerarcas. Pero el joven Eudocio, ay, siguió creyendo.
Sus tareas de propaganda lo traen de vuelta al continente, aun más al sur: llega a Chile. En aquel país, empieza a aliarse con comunistas y radicales: allí Ravines no es Ravines, sino Jorge Montero, pues no existe nadie importante que no tenga un alias en esa época. Allí dicta también algunas lecciones sobre el socialismo y conoce a Delia de la Fuente, una alumna hermosa, interesada, como él, en la lucha social, y quien deja todo para convertirse en su esposa. En el entretiempo —si tenemos fe en sus memorias—, Ravines conoce en sucesivos periplos, de manera personal, a todo el parnaso soviético, incluyendo al camarada Stalin e, incluso, a Mao. Alguna vez Ravines, a.k.a. Montero, comenta sentirse orgulloso de haber llevado el comunismo a Chile, porque era lo mismo que inocular un veneno y asegurar su debacle.
Todoterreno, adalid de los ideales de izquierda en las décadas de los veinte y los treinta, ve cómo el mundo va cambiando y cómo también el comunismo entra en los usos del puñal por la espalda o el envenenamiento de quien hasta ayer era amigo2.
Y hasta allí llega el amor. Ravines, quien ha llevado a su mujer a España a fines de los años treinta, sufre las penurias de la Guerra Civil y ve parir a Delia un hijo nonato por culpa del hambre y la necedad. Y deja de creer. Y es entonces cuando comienza su otra historia, la que sus antiguos camaradas llamarán «traición».
Pero ¿es un traidor con mayúscula o un converso? Quizá lo radical de su cambio lo distingue de otros que harán el mismo recorrido en dirección a la derecha post Revolución cubana —un orgulloso Vargas Llosa, entre ellos—. Después de abandonar el comunismo, Eudocio Ravines, hombre sin ambages, abraza el capitalismo. Se convierte en lo que, por aquellos años, se conoce como un «tronchista».
¿El gran cambio o la gran estafa?
Ravines retorna al Perú, donde antes se le ha condenado y apresado —su vida de película incluye una huida de la cárcel, ayudado por sus camaradas comunistas, en los primeros años de lucha en Lima—. Y decide cambiar. Más que cambiar, decide abjurar. Y más que eso: decide actuar, hacer, escribir. Advierte la eficacia de su pluma e inicia una lucha armada con la tinta, obsesionado en combatir las ideas por las que antes había dejado la piel y arriesgado el pellejo. Su estilo es furibundo y, con él, gana fama y nuevas amistades.
Funda Vanguardia, una revista quincenal donde no deja títere con cabeza. Si, en algún momento, apoya a Prado, el contubernio entre Bustamante y los apristas lo saca luego de quicio. No se detiene, entonces, hasta acusar al APRA —como se hace cada vez que ocurre un magnicidio, sea la víctima un Sánchez Cerro o un Miró Quesada— del asesinato del dueño de La Prensa, Francisco Graña Garland, de cuya imprenta sale también el papel para Vanguardia. Dispara sus artículos y complota hasta que llega un nuevo golpe, esta vez de Manuel Arturo Odría. Sin embargo, como no sabe callar, la dictadura lo expulsa del país.
De aquel exilio surge La gran estafa, su libro de memorias, un éxito de imprenta que es leído por todos los que quieren enterarse de la vida de Ravines, pero, sobre todo, confrontar las contradicciones del comunismo con una fuente de primera mano. Eudocio escribe un largo relato de desengaño y frustración. La publicación es tan exitosa que se traduce a diversos idiomas. The Yenan Way es su título en los Estados Unidos y su aparición coincide con las primeras acusaciones de ser un colaborador de la CIA.
Nuevos viejos amigos
Los años pasan, pero las amistades quedan. Terminado el exilio, Ravines regresa al Perú del segundo gobierno de Prado, el de las calesitas y sombreros de copa, el Perú de los apachurrantes años cincuenta que empieza a crecer y despegar económicamente al iniciarse los sesenta. Eudocio retoma su Vanguardia —que se convierte, incluso, en programa de ese nuevo aparato hipnotizador que se llama televisión— y también edita La Prensa de Pedro Beltrán, el barón de los medios de comunicación peruanos, nuestro Charles Foster Kane, nuestro William Randolph Hearst, que, de crítico del régimen, se transforma en poderoso ministro de Hacienda y Primer Ministro.
Es también una época de reconciliaciones. Eudocio empieza a compartir mesa con aquellos con quienes antes se habría agarrado a puños o batido a duelo. Almuerza con un trajinado y pragmático Haya de La Torre; con el propio Odría, su persecutor; con Beltrán, que seguro paga la cuenta; y con otros líderes de apellidos ilustres, como León de Vivero o Prialé. Sobrevivirán de aquellos encuentros imágenes congeladas que provocarán saborear el whisky, los cigarros y los banquetes, así como escuchar las conversaciones de esos señores que regalan sonrisas a la posteridad. No quedarán, por desgracia, los diálogos, pero sí la tradición, el dicho de oídas. Es improbable que se hable de fútbol o de mujeres, como suele hacerse en las mesas repletas de testosterona, sino más bien de su deporte favorito: la política, que no dista mucho del complot, la triquiñuela y la celada.
Son los nuevos y buenos amigos. Pero también surgen nuevos enemigos, sobre todo quienes, al verlo presentarse en un set de televisión para hablar mal de sus antiguos camaradas, deciden hacer lo imposible por detenerlo.
Lástima que existan pocos archivos en el Perú, lo que nos priva de ver el programa Ante el Público del 5 de septiembre de 1960 y cómo Genaro Carnero Checa, su antiguo correligionario —luego de darse el trabajo de vestirse, tomar un auto, sortear el tráfico limeño y pasar el control de los vigilantes del antiguo canal 13— entra al set de televisión, esquiva a Alfonso Tealdo y le mete un sonoro sopapo al antiguo amigo, hoy renegado tronchista, que ha llamado «cobardes» a los comunistas peruanos3.
Afirman los diarios de la época que no solo es un golpe demoledor, sino que, afuera del canal, en la esquina de la televisión en la avenida Arequipa, se improvisa un pequeño mitin para protestar contra aquel indigno excomunista, el mayor de los traidores.
El fin del último capitalista
Estamos ya en la Lima de la segunda mitad de los sesenta, con Fernando Belaunde en el poder. Eudocio Ravines, casi un anciano, sigue escribiendo en diarios y criticando en la televisión sin conocer el inmovilismo o la mediatinta. El primer comunista quiere ser el último capitalista, el nuevo hombre llamado a luchar por la libertad desde sus tribunas mediáticas. Sumas y restas hechas, nadie se libra de sus ataques. Critica a los dictadores por no respetar la libertad de opinión y a los demócratas por no respetar las libertades financieras. Con un nuevo golpe de Estado, él tampoco se libra de una nueva deportación: es la última y lo conduce a México.
No le molesta que Velasco sea general o dictador —como, al principio, tampoco con Odría—, sino que su revolución se asocie, en su opinión, con el comunismo al cual lleva décadas combatiendo. Así se gana a pulso su último destierro, que viene con yapa: por sus críticas furibundas y «antipatrióticas», se le quita la nacionalidad.
A Ravines, hombre andino, rebelde e indócil —quién sabe si él mismo es el prototipo del peruano que la propia revolución quería— la peruanidad no le es reconocida. Eudocio se convierte en un apátrida. Sus dardos llegan desde Ciudad de México, así que el perdón que alcanza a otros deportados, con el cambio de timón en la dictadura, le resulta esquivo.
Eudocio Ravines vive en Tlatelolco y tiene casi ochenta años. Allí un día, sin respeto por sus canas, un grupo de excamaradas comunistas —sandinistas, dicen los rumores— lo golpean y lo apalean, y luego, en noviembre de 1977, un Renault verde olivo —curioso color castrense para un auto francés— lo embiste mientras salía de su casa. Para enero del año siguiente, cuando un puñado de amigos y familiares despiden sus restos, quizá ya pocos lo querían recordar.
Sostiene su obituario en un prestigioso periódico: «No concedía a nadie, ni tampoco a él mismo, tregua de ninguna clase. Vivió por ello en un destierro permanente, en una lucha permanente, en una odiosidad permanente, en una pobreza permanente».