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LA ARMONÍA EN EL CAOS DEL OCÉANO
    

Ella se encuentra sentada sobre una cama muy amplia, se mira las piernas y no las reconoce.

«¿De quién son estas piernas?», dice sin decir. Las sábanas son blancas y no hay cobijas, la decoración del cuarto es sobria y moderna. Sobre el lado derecho hay un sofá de cuero marrón. La habitación produce una sensación de vacío, como si no fuese de nadie.

Delante suyo, un ventanal que mide por lo menos quince metros y a través de él, el mar. No reconoce el lugar. Se mira a sí misma y, para su sorpresa, viste solamente un calzón y una camiseta de tiritas de algodón blanco. La temperatura de la habitación es agradable y se atreve a mover un pie sobre el piso. El suelo no la regresa adonde estaba, más bien la invita a que libere su curiosidad y recorra ese espacio que le es ajeno. Al acercarse al ventanal, nota que el edificio es cóncavo. «¿Es un hotel?» No ve maletas en aquel lugar. Las olas revientan con fuerza en la cala que ha invadido este mastodonte de concreto. El cielo es gris y parece que afuera hace frío. Las olas continúan su danza pasional hacia la roca, estrellándose por completo llevadas por el remezón de la corriente; allí se entregan sin reparos. Ella, cautivada por la fuerza del mar, queda absorta en ese baile sin fin.

Suena un plip que la regresa al lugar donde está. «¿Es el futuro?», se pregunta, pero no es capaz de contestarse. Se acerca al aparato como un perro a una galleta en el piso: sin pensarlo, es solo un reflejo condicionado de atender un llamado. «Usted tiene un mensaje y una imagen esperando», dice la maquinita luego de presionar un botón plateado. Observa lejana aquel aparato empotrado en la pared que incluye una pantalla de once pulgadas. Asume que, si presiona nuevamente el botón, aparecerá la imagen, pero no quiere hacerlo. Ella está muy lejos todavía, necesita decodificar su entorno. Retrocede al filo de la cama donde se sienta perdida en el azul de la masa marina que la encanta.

Mientras se observa los dedos, reconoce sus manos y luego sus piernas, pero no reconoce lo que le ha pasado. No sabe cómo llegó allí, recuerda que se llama María, sus padres han fallecido y está sola en ese lugar. Un agudo dolor en la parte superior derecha de la cabeza le hace detener la búsqueda hacia el porqué de su presencia ahí, debe cerrar los ojos y respirar. Se recuesta sobre la cama en posición fetal y cede ante el sueño inducido por aquella punzada. Se queda allí como un animal herido cuya naturaleza no le da sino para procurar reponerse. Las olas, mientras tanto, continúan golpeando las rocas.

* * *

En el sueño, se encuentra en una terraza frente a una piscina donde saborea el gusto amargo del sorbo de cerveza que le recorre la lengua. Deja la botella sobre una pequeña y enclenque mesa de madera, toma el cigarrillo que yace vago sobre el cenicero e inhala con fuerza. El tabaco y la nicotina deberían calmar su ansiedad, pero la exacerban. Exhala el humo, tose y apaga furiosa el cigarrillo con la suela de la zapatilla. Se huele los dedos y el hedor le produce mucho asco. Ha intentado dejarlo muchas veces, pero no lo logra; esa dependencia le produce mucha frustración. Se levanta y se enjuaga los dedos con el agua de la piscina. No sirve de nada pues el hedor se ha pegado en la yema de sus dedos.

—Qué asco —dice bajito mientras se seca con el trapo que usa para taparse la nalga. Vuelve a la terraza y toma asiento.

* * *

Puf, vuelve del sueño y se encuentra en la misma habitación ambigua de antes. Se huele los dedos y comprueba gustosa que no le apestan.

«¿Fumo o no?»

Está confundida entre ambas realidades.

«¿Dónde duermo?, ¿o dónde no?» Se pregunta si su yo está en esa terraza en la piscina o en esa habitación que desconoce. Ninguno de los dos lugares le es familiar, reposa la cabeza en la almohada e intenta descansar; no está interesada en definir situaciones ni adquirir certezas. Cierra los ojos y respira con tranquilidad.

A la habitación entra una enfermera que parece modelo: pantalón gris y chaqueta blanca. La despierta mientras le toma el pulso suavemente en el cuello. Le da dos toquecitos con los dedos anular y medio sobre el hombro. Es una señal de que debe incorporarse para atender el llamado:

—El doctor la atenderá ahora; por favor póngase el pantalón que hemos colgado en el armario. La espero junto a la puerta para acompañarla.

María busca el armario con la mirada, camina hacia él, abre la puerta con cierta dificultad y toma el pantalón. Juntas caminan por el pasillo que las lleva hacia una estación de enfermeras. María descubre que su acompañante se llama Bárbara, por lo menos así firma el permiso de salida para tomar el ascensor. Bajan dos pisos, caminan por otro pasillo donde una puerta de vidrio las separa de una sala de espera que está repleta de personas. Bárbara la toma del brazo y la apresura a seguir caminando.

—No te preocupes porque vistes diferente, todos son pacientes como tú.

María asume, en ese momento, que no está en un hotel, sino en una clínica psiquiátrica. No le interesa en lo más mínimo cómo viste; si por ella fuera, habría acudido al llamado en calzón y camiseta. Reflexiona por unos segundos sobre eso, se siente ajena a ese entorno, su apariencia le tiene sin cuidado, así como los hechos. Solo obedece a Bárbara. «¿Por qué?», se pregunta, a lo que ella misma se responde: «¿por qué no?»

Toma asiento en un sofá beige del consultorio de quien aparenta ser su médico. No es reclinable, es una butaca cómoda, se ladea hacia su izquierda y recuesta la cabeza sobre el reposabrazos. Se siente cansada.

—Gracias por venir —le dice el médico.

Ella no responde verbalizando, pero mentalmente contesta:

«¿Gracias por venir adónde? Mmm… No estoy en esa habitación, ¿quién es este tipo?»

Su mirada es lejana y sus ojos parecen vidriosos, su gesto es neutro y no transmite emociones, parece no inmutarse, parece no estar allí, pero sí lo está, al menos su cuerpo y parte de su mente están frente a un extraño.

—Hola, soy Luciano Nelli. Te he visto dormir varias semanas, qué bueno verte despierta.

Ella acomoda mejor la cabeza en el reposabrazos y cierra los ojos. No quiere estar allí, quiere dormir y huir, pero él no se lo permite.

—No es hora de dormir, pero dime si estás muy cansada para cambiar tu dosis.

Así logra que ella abra nuevamente los ojos.

«¿Dosis de qué?», se pregunta María. «Siempre he dormido cuando me ha dado la gana». Continúa observando a su interlocutor; él toma notas en un cuaderno muy grueso. Ella ya no lo mira, ahora observa absorta el techo de aquel espacio. Hay una hormiga caminando en una esquina. Se pregunta cómo sería ser hormiga.

Su médico le pregunta:

—¿Te gustan las hormigas?

María le contesta que no las conoce.

—Seguro habrá hormigas agradables, así como desagradables; me son indiferentes.

Le pesan las piernas, de manera que las recoge y reposa los pies sobre la mesa circular del centro. Se mira los pies y luego lo mira a él.

—¿Cómo llegué a aquí? La verdad es que no sé de dónde vengo, pero, por la ropa que llevo puesta, sé que no pertenezco a este lugar.

—Ya hablaremos de eso —le contesta él—; por ahora, dime si te gusta la habitación donde estás.

Hay un silencio profundo.

—Me gustan las olas, pero me marean. Por un momento pensé que estaba en un barco, pero cuando finalmente pude pararme y acercarme al ventanal, constaté que era tierra firme. Amo las olas, pero no sé si el mar.

—¿Qué no te gusta del mar?

—La sal —contesta ella—. ¿Por qué siento el cerebro dormido?

—Porque te estamos medicando.

—¿Qué ciudad es esta?

—Estás en Lima.

María no parece ni reaccionar ni entender. El médico observa un pestañeo cada vez más largo, su paciente se está volviendo a dormir; concluye que su recuperación será más larga de lo proyectado. Bárbara entra en la habitación con una silla de ruedas, María se gira hacia la izquierda y, sin que se lo indiquen, se pone de pie y toma asiento sobre aquella silla.

—Hasta luego, María. Te veré otro rato —dice el doctor Nelli con tono parco.

Ella se acomoda en la silla y, adormitada, llega a la habitación donde Bárbara le recomienda descansar. «¿Descansar de qué?», se pregunta en silencio, pero el agotamiento no le permite responderse y el sueño la vence sobre su almohada.

* * *

A lo lejos, cree escuchar las olas del mar. Duda de la información que le dan sus sentidos. De pronto, silencio y oscuridad profundos, la Tierra deja de dar vueltas en su propio eje, el tiempo deja de correr y la estática invade la mente de María. Está experimentando un recuerdo y el desconcierto absoluto la sobrecoge. Recuerda estar parada frente a la iglesia de la plaza principal de Cuzco, recuerda el mareo que le produjo el zigzag constante del tren que la llevó a Machu Picchu. Está parada con su mochila colgada de un hombro, lleva jeans, botas y una chaqueta gruesa por el frío. Extraña su larga cola de caballo (antes de llegar a Perú, María se había cortado doce centímetros de pelo). Observa la iglesia, piensa en los incas que fueron obligados en la época de la Colonia a hacer trabajos espantosos. Sin embargo, su emocionalidad hace que su reflexión sea frugal y vuelve a los recuerdos que la hicieron huir de España. La insoportable profundidad que la lleva sometiendo ya varios años se ha convertido en un lastre, está cansada de cuestionar, de tener que coexistir con un mundo que no comprende y que, cada vez, le agrada menos. La chis-pa se va agotando, las ganas van decayendo y la necesidad de encontrar algo que le falta hace mucho le revuelca las vísceras. Se desploma frente a la iglesia. El estruendo del golpe que se da la cabeza contra la piedra inca hace que la gente regrese a ver qué bulto ha caído al piso: es María, que ha perdido todo sentido de la existencia, las fuerzas le abandonaron en ese preciso instante de entender que lo que le hace falta no está en Cuzco sino dentro suyo y que el viaje será mucho más agotador de lo que pensó; prefiere morir.

Una de las personas que escuchó el impacto de la cabeza de María era un enfermero alemán con su novio limeño, quienes corrieron a socorrer a la joven. Llamaron a primeros auxilios y se encargaron de que llegase a buen recaudo de atención médica. María no responde y pasa una semana en una camilla del centro hospitalario que la acoge. Tampoco nadie viene por ella. Todas sus pertenencias están en la mochila que ahora espera que su dueña despierte para retomar su plan. Allí, María lleva dinero en efectivo y tarjetas de crédito; su problema no es económico. Al pasar la semana, el doctor encargado toma su mochila junto con el oficial de policía y escudriñan su contenido: encuentran una tarjeta plástica con un número de emergencia, un fajo de billetes junto con un jean, tres calzones, un chaleco polar y dos pares de calcetines. Dejan el contenido intacto y le toman foto a la tarjeta plástica para hacer la llamada. En el hotel ya les habían dicho que la chica había llegado sola y que pagaba la estadía en efectivo. Había dado una dirección falsa y no parecía tener amigos hospedados en el hotel. De acuerdo con el pasaporte, había llegado a Perú desde Madrid hacía cuatro días, tenía nacionalidad española, pero quienes habían hablado con ella indicaron que tenía un acento híbrido muy difícil de identificar.

El policía reconoce que el número de contacto tiene prefijo norteamericano. Es una firma de asesores financieros ubicada en la ciudad de San Francisco. Míster Henry Keller es la persona que buscan. La chi-ca que contesta el teléfono le dice que es imposible que el señor Keller tome la llamada porque está en un «summit» en Dubái. El policía cuelga el teléfono indignado después de intentar explicarle sin éxito la situación. Mientras tanto, el médico a cargo empieza a gestionar el traslado de la paciente a un hospital de menor costo porque ahí ya estorba. El policía, preocupado por la joven inconsciente, busca a los chicos que la trajeron al hospital para comentarles lo que ocurre y ver si ellos pueden ayudar de alguna forma. El policía es un hombre joven, sin hijos ni esposa, sus padres viven en un pueblo pequeño cercano a la frontera con Chile. La soledad de la mujer le ha impactado y quiere hacer todo lo que esté en sus manos para que no acabe olvidada, muerta en vida, en un hospital de los Andes. Al llegar al hotel, a paso lento porque ha desayunado mucho y está perezoso, encuentra al limeño y al alemán saliendo del lobby; les cuenta la historia de la chica de la plaza y ellos, consternados, acuden al centro de atención médica donde se encuentra María. Nada de sus pertenencias levanta sospechas, lo que sí despierta dudas es la poca ropa que lleva la chica. A duras penas tenía un desodorante en el bolsillo lateral de la mochila. Nada cuadra: una mochilera no anda con tanto efectivo y una pija no anda con tan poca ropa. Llaman nuevamente al despacho del señor Keller, la misma asistente contesta la llamada, esta vez el chico limeño le explica en perfecto inglés la situación:

Her name is María Rutini and she is lying unconscious at a public hospital in Cuzco, Perú. Do you understand what I am telling you?

La mujer contesta seca:

Hold on, please.

Veinte segundos después, retoma la llamada.

Mr. Keller is on the line, will you please repeat what you just told me?

Al día siguiente, un equipo médico recogió a María Rutini en avión ambulancia. Ella continuaba inconsciente. Sobrevivía al golpe, sobrevivía al dolor y aun cuando no lo sabía, debatía entre la vida en el plano terrestre y la vida en otro plano; cualquiera que hubiere podido imaginar hasta su último momento de conciencia terrícola frente a aquella iglesia.

El equipo médico privado la examinó en el avión. Luego, el señor Keller les indicó que la llevaran a la unidad privada de cuidado psiquiátrico en Barranco: un edificio de cinco lujosos pisos dedicados al tratamiento de personas con estrés o enfermedades mentales y emocionales con capacidad para ochenta pacientes. María fue conducida directamente a la unidad de cuidados intensivos.

* * *

Se despertó acomodándose el pelo, recordaba el tirón de cuando el pelo largo se enreda por la cintura, pero no lo sentía. Al amoldarse en la cama, recordó que ya no tenía ese pelo, que era la memoria asociativa la que le jugaba una pasada y, de manera brusca, pensó en el cuento de Borges donde se dice que todos los seres humanos somos como la señora con Alzheimer, pues recordamos nuestras vidas al despertar y antes de dormir. Se rio y se sintió medianamente cuerda al recordar al autor. Se rascó la nuca, donde ya no estorbaba el pelo que recordaba. Se arregló el calzón, se rascó el brazo, se abrazó a la almohada y volvió a cerrar los ojos para dormir, solo que esta vez no pudo. Se giró hacia el techo, se quedó mirando el ventanal y vio la luz roja parpadeante del aparato que anunciaba un mensaje. Sintió curiosidad, sin embargo, no la suficiente para abandonar la cama. Volvió la mirada al techo sintiendo la temperatura del cuarto y recordando el sonido, como una memoria lejana, de su cabeza golpeando el piso. Ahí se quedó dormida.

Parecían haber transcurrido ocho horas, pero habían pasado solo cincuenta minutos cuando entró Bárbara a la habitación.

—El doctor Nelli la espera.

María la mira desconcertada, no sabe para qué la espera, no sabe qué está haciendo en ese lugar, los recuerdos se mezclan con los sueños en una realidad muy poco clara. Baja la cabeza y se la cubre con el edredón.

—El doctor me ha dicho que le explique que, si usted no se incorpora para ir a la cita, él vendrá a su habitación.

—Poco me importa —contesta displicente María. Siente remordimiento de responder así. Luego, se pregunta: «Por qué me importa eso si ni siquiera sé bien quién soy yo». Mientras transita entre un pensamiento y otro, el doctor Nelli llega a la habitación.

—Por favor, no se levante de la cama, quédese allí y no me hable.

Ella hace caso, se queda en la cama, en la misma posición de cuando escuchó las palabras de su médico. Las lágrimas brotan incesantes de los ojos de María, una tristeza desgarradora la hace ahondar en un drama que no comprende. Se destapa la cara y advierte que el doctor toma notas.

—Si usted apunta esto, es porque tiene algo de significado para usted —carraspea.

El médico contesta sin girarse:

—Y para ti también; es la primera vez que manifiestas voluntad desde que llegaste a este lugar. Hasta ahora habías sido una especie de ente inerte que respondía a órdenes o preguntas; hoy, por primera vez, has dejado claro que querías esta conversación en tu zona de confort. Quizás es porque estás empezando a recordar cosas y te será más fácil compartirlas aquí. Verás, trato con gente que ha pasado peores cosas que tú. A este lugar vienen las personas que han perdido el sentido de la vida, la dicotomía es que no lo están buscando, pero alguien cercano a ellos busca que lo encuentren. En tu caso, llegaste en estado de coma, estuviste ausente durante veintitrés días. El señor Keller…

María de inmediato reaccionó a este nombre.

—¿Keller fue informado?

—Por supuesto —continuó Nelli—. Así estaba dispuesto en tu tarjeta de contacto de emergencia.

Una punzada en la cabeza, los latidos se aceleran y María empieza a recordar su mochila azul, tenía partido un pedazo para alcanzar con mayor facilidad el cierre. Empieza a asfixiarse, le duele la cabeza y todo le da vueltas. Nelli se queda en silencio junto a la cama de su paciente. Aun cuando esta reacción produce mucha fatiga, quiere decir que no hay daño cerebral en la memoria de largo plazo.

—María, cuenta hasta cuatro —le indica el médico—.

Uno, dos, tres, cuatro; bota el aire y vuelve a inhalar. Uno, dos, tres, cuatro; exhala y con ello brotan nuevamente las lágrimas.

—Si recordaste la mochila, ¿no preguntarás por el dinero?

—No, a quién le importan veinte mil dólares.

—A mí —contesta el médico—, también al policía que no los robó y al médico que no cobró nada por prestar su teléfono y que llamasen de larga distancia o a los dos seres humanos que escucharon crujir tu cabeza contra el suelo cuando caíste, se aseguraron de que llegaras a buen recaudo y luego, incluso, colaboraron en contactar al señor Keller.

—Regáleles el dinero; divídalo como usted considere prudente, ya le dije que no me importa —se cubrió el rostro, encogió las piernas y se puso a llorar. Recuerda la última imagen antes de desmayarse, lo más impactante es el negro profundo del que regresó. Esa profundidad la sobrecoge y quiere volver ahí. Allí no hay dolor, allí no hay dinero, allí no hay soledad.

—Parece que hoy me dedicaré por completo a ti —le dice el médico mientras se acomoda los lentes y le hace una seña a Bárbara, que acaba de asomarse por la puerta. Le indica a la paciente que se ponga la bata que le acaba de colocar al costado de la cama. Ella obedece. Las lágrimas siguen brotando mientras se mueve lentamente hacia la silla de ruedas que el doctor ha acercado a su cama.

—Puedo caminar, ¿lo sabe?

—Claro que sí, pero sé que estás débil y no quiero que te canses caminando. Quiero que guardes tu fuerza para que camines dentro de tu mente.

Salen de la habitación y llegan a un jardín grande con vista al mar. La bruma salina la impacta y se detiene a inhalar y exhalar; el médico hace lo mismo.

—¿Sabes cuánto te cansará caminar dentro de tu mente?

—No —contesta ella.

—Yo tampoco, porque tu mente es tuya y esa medida solo la conoces tú. Quiero que te tomes tu tiempo, quiero que respires, quiero que comprendas que yo no espero respuestas correctas o incorrectas, yo solo espero que tú puedas navegar tu espíritu para que encuentres nuevamente tu esencia… Hay algo de tu historia que no cuadra. El señor Keller me explicó que creciste en Quito, que a los nueve años entraste de interna en un colegio en Suiza del cual saliste para internarte en otro en Francia. ¿Quieres seguir escuchando?

—No —contesta ella—, me duele la cabeza, quiero mirar el mar.

Se para de la silla y se acomoda en una banca que ve de frente el golpe de las olas. El ejercicio le ha producido un remezón; tiene los ojos a medio abrir, sin embargo, se pierde en el baile de las olas. Olvida rápidamente la sesión con su médico y se transporta a la nada del océano, a la serenidad de la fuerza imparable del mar. Las olas están picadas; a lo lejos, nota las puntas de espuma de olas rabiosas que van en distintas direcciones, chocan entre ellas para levantarse y volver a caer, todo dentro de una armonía perfecta que discurre escondida de los ojos de los humanos. «Solo el mar entiende al mar», piensa María mientras se acaricia la nuca. Se gira hacia su derecha y el doctor Nelli está sentado en la banca siguiente.

—¿Te hace falta algo? —pregunta el médico y ella contesta que no.

—Es curioso —continúa él—. Hoy has dicho muchas veces no, pero, en general, estás en un sí. Estás empezando a probarme que estás viva.

Ella no contesta, lo observa por un momento y vuelve a las olas, le producen tanto placer que escoge la inmediatez de esa sensación. El dolor de cabeza ha amainado y empieza a tener sueño nuevamente. El médico lo nota porque su paciente ha comenzado a cabecear.

Chasquea los dedos y aparece Bárbara con la silla.

—Llévala de regreso a su habitación; ordena que mañana le lleven el desayuno, solo quiero que le lleven el pan quemado.

Bárbara lo mira inquieta aun cuando ya nada del doctor Nelli le sorprende.

Al llegar a la habitación, María vuelve la mirada sobre la maquinita que tiene el botón rojo.

«¿Por qué fui a Cuzco?»

Recuerda una habitación blanca con una pantalla inmensa en la pared y dos computadoras. Le viene una punzada fuerte en la cabeza. Bárbara le da dos pastillas, la acompaña al baño y la deja acostada.

Luego de esa sesión con el doctor Nelli, María rechazó el pan tostado y pidió que le aumentasen las pastillas para dormir. Le negaron la petición. Ahora pasaba horas sentada frente al ventanal de su habitación, no quería ver ni al médico ni a la enfermera. Estuvo dos días sin asearse con la misma camiseta de tiritas. Ya no distinguía si no recordaba o si no quería recordar, pero reconocía bien su cuerpo. Finalmente, llegó el doctor Nelli a anunciarle que lo transferían a otro hospital del mismo grupo, pero en Italia.

—Quiero preguntarte si te sientes bien aquí o si quieres que le comunique algo al señor Keller; mi reemplazo tardará en entender tu caso y no quiero perder el progreso que has tenido.

—Dígale a Keller que, por favor, reparta los veinte mil dólares a quienes me ayudaron ese día, sobre todo al policía. También quiero que me den la habitación más grande que tengan.

—Estás en ella, María —contestó el médico—, pero ¿por qué quieres una habitación más grande? ¿Acaso no quieres irte de este lugar? Llevas ochenta días desde que despertaste en un letargo doloroso de ver, estás viva, sé que no recuerdas porque no quieres y eso, como médico, me da tranquilidad, pero debes recuperar el sentido de la existencia. Mirar al mar por días seguidos no te hará volver a andar, no te llevará a recuperar el vigor que debes tener y este encierro profundizará tu dolor. Es probable que recuerdes más rápido, pero las punzadas no se irán porque las llevas en el corazón. Tu cerebro ya no está inflamado, hemos hecho varios escáneres y fue por eso que me permití el ejercicio del otro día, porque tu salud ya no corre peligro. La caída en Cuzco fue un síncope, lo grave es que no es el primero. Keller me explicó que estás empezando a tener un patrón de desmayos en los últimos tres años de tu vida, pero solo tienes veinticuatro. ¿Él es tu guardián?

—Fue mi guardián —contesta ella—; ahora es mi asesor financiero y la única persona que tengo en el mundo.

Un temblor sobrecoge el cuerpo de María y el doctor la observa. Se coge la nuca, abre los ojos con fuerza, abre la boca haciendo evidente la presión en la mandíbula, exhala con fuerza. El médico comprende que su paciente tiene el alma en pedazos.

—Voy a pedir que posterguen tres semanas mi cambio.