Introducción

LA ZONA DEL CANAL DE PANAMÁ

Mis primeras memorias de la Zona son las de una niña que mira por la ventana del auto de sus papás. Era la década de 1970 y la Zona —una franja de tierra de dieciséis kilómetros: ocho en cada lado del canal— todavía le pertenecía a Estados Unidos, que la había adquirido con el Tratado Hay-Bunau Varilla de 1903. Este tratado no solo le había cedido el derecho a construir y controlar el canal, sino también a gobernar la Zona como si fuese soberano. La Zona lindaba con la ciudad capital y atravesaba el centro de la República de Panamá, dividiendo el país en dos. Era imposible viajar al occidente del país sin cruzarla. Cada vez que salíamos de la ciudad de Panamá para pasar un domingo en la playa o una semana en el pueblito donde creció mi abuela, mi familia tenía que cruzar la Zona. Recuerdo cómo esperaba el momento de cruzar su frontera. Para una niña como yo, la Zona era exótica. Era el único tramo de la Panamericana que atravesaba la selva, en lugar de los áridos potreros que bordeaban el resto de la carretera. Desde el auto miraba fascinada los grandes nidos de oropéndolas colgando de los árboles. En la Zona de mi infancia, la selva era el telón de fondo para sus bases militares y barrios norteamericanos de estilo suburbano. Había algo mágico en el contraste entre la selva y los barrios norteamericanos con sus jardines impecables, piscinas y casas con aire acondicionado.

De niña veía la Zona como un lugar de deseo y negación. En toda Panamá, solo las playas de la Zona tenían cercas metálicas para proteger a los bañistas de los tiburones. Sus piscinas, playas, canchas de tenis, cines y restaurantes estaban vedados para los panameños, salvo que algún residente de la Zona nos invitara, lo que se consideraba todo un privilegio. A la vez, las mallas de ciclón con sus letreros de «No pasar» y las garitas a la entrada de las doce bases militares eran un recordatorio constante de las incontables restricciones que imponía la Zona. A los niños se nos advertía que los «gringos» nos castigarían si tirábamos alguna basura en las aceras de la Zona. Pero el recuerdo más vívido que tengo de la Zona es el verde exuberante de la selva tropical.

Jamás hubiera imaginado en ese entonces que no había nada virgen en el típico paisaje selvático de la Zona y que este era una creación del siglo XX que borró cuatrocientos años de nuestra historia urbana y agrícola. En la década de 1970, la mayoría de los panameños habíamos olvidado que en 1912 la Zona era una de las áreas más densamente pobladas de todo el país y que sus numerosos pueblos —con barrios, tabernas y mercados públicos— eran versiones más pequeñas de las ciudades de Panamá y Colón. Era como si la Zona y su selva siempre hubieran estado ahí. La orden ejecutiva que el presidente William Howard Taft emitió en 1912 para despoblar la Zona se había convertido en una memoria vaga y borrosa. Sin embargo, la despoblación de la Zona fue uno de los eventos más traumáticos que vivió Panamá a inicios del siglo XX; quizás aún más traumático que su separación de Colombia en 1903. Ocasionó una enorme transformación del paisaje; tan impresionante como la construcción del canal.

Entre 1913 y 1916, se fueron desmantelando, uno tras otro, los pueblos panameños de la Zona. Unas 40 000 personas fueron expulsadas de la que hasta ese entonces había sido una de las regiones más importantes del país (Mapa 1.1). Situemos esta cifra en contexto. Según el censo de 1912, la Zona contaba con una población de 62 810 y la ciudad de Panamá con 24 159 en 1896 y con 66 851 en 19201. En comparación, Chiriquí — la provincia más poblada de Panamá— tenía 63 364 habitantes y Coclé —una provincia de tamaño medio— tenía 35 011. Ese mismo año, en el país entero residían 427 176 personas y los habitantes de la Zona representaban más o menos 14 % de ese total2.

Contra lo que suele creerse, la despoblación de la Zona no se debió a las exigencias técnicas del canal. El lago Gatún —que entonces era el lago artificial más grande del mundo— inundó parte de algunos pueblos, como Gorgona; pero otros, como Emperador y Chagres, nunca se inundaron3. Además, aquellos habitantes que sí fueron evacuados debido a la construcción del canal, bien pudieron haberse quedado en la Zona. De hecho, eso fue lo que sucedió al inicio. Cuando el pueblo fluvial de Gatún se derribó en 1908 para dar cabida a las esclusas de Gatún, la Isthmian Canal Commission reubicó a sus habitantes muy cerca, dentro de los límites de la Zona. Los gatuneros no serían expulsados de la Zona hasta 1915, un año después de inaugurado el canal. La historia de la despoblación de la Zona es la historia de decisiones políticas, más que técnicas. Y las decisiones que llevaron a esta enorme transformación se fueron tomando poco a poco. No eran predecibles. Durante la mayor parte de la construcción del canal, los funcionarios estadounidenses no intentaron desmantelar ni deshabitar los pueblos panameños, sino que quisieron regularlos, civilizarlos y cobrarles impuestos.

Image

Mapa 1.1 Los pueblos históricos de la Zona del Canal de Panamá. Jeff Blossom, Center for Geographic Analysis, Harvard University.

Para comprender la despoblación de la Zona es importante recordar la importancia simbólica del canal de Panamá a inicios del siglo XX, así como las ideas que Estados Unidos tenía sobre Latinoamérica; en especial, sobre la Latinoamérica tropical. Cuando empezó a construir el canal en 1904, Estados Unidos era una potencia global en ascenso y el mundo entero estaba pendiente de sus acciones en Panamá. Tenían buenos motivos para hacerlo: Estados Unidos intentaba hacer en la Zona lo que Francia no pudo lograr en la década de 1880. De tener éxito, demostraría que era capaz de triunfar donde una potencia europea había fracasado.

El canal de Panamá significaba algo distinto para cada uno. Para algunos —como la Exposición Mundial de Chicago en 1893—, el canal se volvió un espacio que exhibía y glorificaba el triunfo de la modernidad estadounidense4. La escala colosal del canal representaba el triunfo de la ingeniería norteamericana5 y la exitosa erradicación de la fiebre amarilla en Panamá encarnaba el triunfo de su medicina moderna. Para muchos reformistas estadounidenses de la era progresista, el canal de Panamá era un experimento que pondría a prueba la capacidad estatal de intervenir por el bien común y vencer en proyectos en los que la empresa privada había fracasado. Los progresistas —y sus adversarios— visitaron el canal para promover o criticar la forma como el Gobierno estadounidense manejaba la obra y trataba a sus trabajadores6.

Para los latinoamericanos, el canal era importante por otras razones. Panamá representaba el menosprecio de los norteamericanos hacia sus repúblicas. Para construir el canal, Estados Unidos había ayudado a Panamá a independizarse de Colombia, desmembrando así una república hermana para procurarse un tratado canalero que asegurara sus propios intereses. Por todas estas razones, el canal tenía un alto valor simbólico. Incluso antes de terminarse, ya era un popular destino turístico y abundaban folletos, libros y noticias sobre él. Recordemos que la construcción del canal de Panamá era uno de los tópicos más populares en Estados Unidos a inicios del siglo XX7. Una imagen tras otra mostraba a los estadounidenses la tecnología detrás de una de las siete maravillas del mundo moderno, con sus gigantescas esclusas, una enorme represa, novedosas grúas de vapor y el lago artificial más grande del planeta.

En este contexto, lo que sucedió en los pueblos panameños de la Zona tuvo una enorme trascendencia. Para algunos funcionarios del canal, si bien la vía acuática ilustraba el poder tecnológico de Estados Unidos, la transformación de estos pueblos en perfectos municipios modernos exponía su destreza política y sanitaria. Theodore P. Shonts —el segundo presidente de la Comisión del Canal Ístmico (CCI)— estimaba que Estados Unidos sería capaz de crear «un Estado moderno en un tramo de diez por cincuenta millas de una naturaleza tropical azotada por fiebres mortales y pestilencias, y casi inhabitable para oriundos de otros climas»8.

Pese a las declaraciones de llevar la modernidad al trópico salvaje, lo que ocurrió fue todo lo contrario. La ocupación estadounidense y la eventual despoblación de los pueblos de la Zona eliminaron la modernidad política y económica del siglo XIX en la ruta transístmica9. Cuando se inició la construcción del canal en 1904, la Zona no se parecía en nada a la «selva» imaginada en los libros de viaje del siglo XIX, que retrataban a unos «nativos» ingenuos y fáciles de embobar con las maravillas de la civilización y las tecnologías occidentales. El comercio y la mano de obra internacional habían sido el eje de la economía panameña desde el siglo XVI. Los barcos y los galeones españoles llevaban mercancías europeas y plata andina a sus puertos, y los esclavizados africanos las transportaban a través del istmo. En la década de 1850, el capital estadounidense y la mano de obra antillana y china construyeron el primer ferrocarril transcontinental en América y los puertos de Panamá contaban con lo último en la tecnología del transporte decimonónico: barcos de vapor y líneas de ferrocarril y telégrafo. Y aunque los franceses no lograron construir un canal en la década de 1880, su presencia aumentó el carácter cosmopolita de los pueblos panameños y su acceso a la tecnología moderna. Para 1904, los pobladores de la ruta transístmica eran los descendientes de las diversas oleadas de personas que, desde el siglo XVI, habían llegado a Panamá a trabajar en la economía del transporte.

Lejos de estar desconectados de los últimos desarrollos políticos del siglo XIX, los pueblos panameños de la Zona fueron partícipes de uno de los primeros experimentos en política representativa y constitucional del mundo. Cuando los panameños se independizaron de España y se unieron a Colombia en 1821, se convirtieron en ciudadanos de una república en tiempos en que la mayor parte del mundo se regía por monarquías. Con esa identidad participaron en la política electoral y disfrutaron de una legislación que declaraba que todos los hombres libres eran iguales ante la ley, sin importar su color. De hecho, los viajeros del siglo XIX solían comentar —y lamentarse— acerca del «republicanismo negro» de la región. En suma, Estados Unidos comenzó a construir el canal en 1904, en un espacio densamente poblado, inmerso en la política republicana y muy marcado por líneas del ferrocarril, pueblos ferroviarios y fluviales, parcelas agrícolas y maquinaria del canal francés.

La historia de los pueblos perdidos del canal de Panamá es la historia de un experimento —olvidado y fallido— que buscó crear pueblos y municipios perfectos en medio de la «selva centroamericana». Con ellos, Estados Unidos le mostraría al mundo que había conquistado la naturaleza más «difícil»: la naturaleza tropical. Estos conquistadores no traerían el cristianismo, sino salud, pavimentación, alcantarillado y tratamiento de aguas residuales. Su gloria no se vería representada por catedrales, sino por aceras limpias y agua corriente. Sin embargo, gobernar y albergar, con orden y bajos costos laborales, a una población de 60 000 personas de múltiples nacionalidades y lealtades políticas, no era una tarea fácil10. Y se complicaba aún más por la meta de convertir los pueblos de la Zona en un ejemplo del triunfo del credo progresista norteamericano contra los barrios marginales y las casas de inquilinato, y a favor de un ideal de la modernidad urbana, en el que cada trabajador tenía acceso a una casa limpia, educación pública, calles y aceras pavimentadas, y un parque11. Ante estas dificultades, poco a poco la idea de que los pueblos «nativos» no pertenecían a la Zona del Canal comenzó a circular entre las autoridades de la Zona.

Esta no es una historia de triunfo tecnológico de Estados Unidos, sino más bien una historia de dudas y fracasos que terminó con la despoblación de la Zona. Nació del complejo problema de cómo organizar a la gente y los pueblos de la Zona. ¿Qué haría Estados Unidos con los pueblos panameños de la Zona? ¿Los gobernaría y «civilizaría» o los desmantelaría, enviando a sus habitantes a las ciudades de Panamá y Colón? La respuesta no fue inmediata, sino el producto de minuciosos debates entre funcionarios estadounidenses en la Zona. Por ello, esta también es la historia del experimento fallido de querer exportar las políticas de la era progresista a los trópicos. Su fracaso no puede explicarse por ninguna falla personal de los protagonistas. Debe entenderse como un proyecto condenado desde el principio por su ideología racial y por las contradicciones inherentes a la pretensión de llevar el progreso y el desarrollo a otros12. Aunque los pueblos de la Zona llegarían a jactarse de tener aceras limpias y agua corriente, estas mejoras urbanas no ocurrieron en la escala que los funcionarios estadounidenses habían soñado ni beneficiaron a todos los habitantes. Ese prístino paisaje urbano del césped bien cuidado y las casas impecables, que llegaría a asociarse con la Zona, vino solo después de que su despoblación, entre 1913 y 1916 —así como la prohibición de poseer casas, fincas y negocios—, la había convertido en un área con escasos habitantes sin vida política ni propiedad privada.

Para entender la historia de este experimento es importante regresar a los primeros años de la construcción del canal y volver sobre los pasos que llevaron a la decisión de despoblar la Zona. Solo así podremos recrear la historia de estos pueblos, recuperar sus paisajes perdidos y cuestionar si su despoblación era inevitable. En su clásico El cruce entre dos mares, David McCullough describe los primeros años de la construcción del canal como llenos de caos e ineptitud. Todo cambiaría cuando George W. Goethals se convirtió en el presidente de la CCI en 1907 y reorganizó el Gobierno de la Zona y la construcción del canal de forma tal que la obra pudo completarse con éxito13. La mayoría de las historias sobre el canal han seguido la narrativa de McCullough, prestando escasa atención a los primeros tres años de su construcción. Sin embargo, estos años son cruciales para entender cómo los pueblos de la Zona pasaron de la jurisdicción panameña a la estadounidense. Aunque se ha escrito mucho sobre la reversión de la Zona del Canal a Panamá, casi nada se ha escrito sobre los complejos procesos de transición que culminaron con el traspaso de la Zona de manos de las autoridades panameñas a las estadounidenses. Este momento de transición fue importante para el futuro de la Zona, porque durante los primeros años de control extranjero se dieron importantes debates entre panameños y estadounidenses sobre el futuro de los pueblos en la Zona. Al inicio, tanto unos como otros imaginaron una Zona muy distinta; una que se mantendría tal y como era: completamente poblada, con sus municipios y sus alcaldes panameños, y sus casas y negocios privados.

La orden de despoblar, emitida en 1912, borró la fértil historia política y urbana de la Zona. Al desaparecer los pueblos panameños, desaparecieron también sus tradiciones municipales, su política electoral republicana y sus historias en torno al comercio global del siglo XIX. Lo que había sido un espacio complejo —sometido a los vaivenes políticos, económicos y tecnológicos del siglo XIX— se convirtió en un espacio sencillo, donde el progreso se centraba tan solo en la ingeniería y el saneamiento. En este proceso, la política y la retórica estadounidenses redefinieron a los ciudadanos panameños —en su mayoría negros— como «nativos» y al intrincado paisaje comercial de la Zona como una naturaleza salvaje que debía intervenirse. El hecho de que los funcionarios del canal retrataran e imaginaran la Zona como una jungla tropical y a sus habitantes como «nativos» facilitó política e ideológicamente su despoblación porque transformó municipios en «pueblos nativos», a sus ciudadanos en «nativos» y su paisaje en selva. Pensar que el canal se había construido en una selva implicaba que no se había borrado ningún paisaje urbano prexistente. No había nada que añorar ni recordar14.

Las ideas contemporáneas sobre el trópico y los pueblos tropicales incidieron en las decisiones que tomaron los funcionarios estadounidenses sobre Panamá. Eso no quiere decir que siempre estuvieran de acuerdo. Al contrario: a menudo diferían entre sí sobre cuál debía ser el curso de acción en el istmo y este libro examina esos desacuerdos. No todos los estadounidenses estaban a favor de despoblar la Zona. Como veremos, el coronel William Gorgas, uno de los funcionarios norteamericanos más célebres y poderosos, estaba en contra de la despoblación. Su caso comprueba que esta no era ni inevitable ni la única opción para gobernar la Zona. Sin embargo, a pesar de sus diferencias, las autoridades estadounidenses compartían una manera de ver el mundo en la que su propio país era el heraldo del progreso y Panamá era el trópico atrasado. Esta ideología influyó en sus actos y terminó afectando la vida de los habitantes de la Zona. Sin ella, su despoblamiento no habría tenido lugar. Y si bien esta ideología no provocó la despoblación de la Zona, sin duda la hizo posible.

DEL TROPICO AL SUBDESARROLLO: O CÓMO LA MODERNIDAD HISPANOAMERICANA DEL SIGLO XIX CAYÓ EN EL OLVIDO

Lo que sucedió en el pequeño —pero muy simbólico— espacio de la Zona sirve para ilustrar una transformación más amplia que afectó a toda Hispanoamérica. Durante la mayor parte del siglo XIX, la región había estado a la vanguardia de la modernidad política como uno de los pocos lugares del mundo donde el republicanismo era la forma dominante de gobierno15. En palabras del orador mexicano Manuel Merino en 1868: «Las Águilas de la democracia americana» atravesarían el Atlántico para llevar, «al viejo mundo, las doctrinas modernas de asociación política» con las que se emanciparían «aquellos pueblos de la servidumbre anticuada y humillante que los encadena a sus señores [...] para erigir la soberanía popular»16. Para él, la democracia era algo que los mexicanos y los demás americanos exportaban a Europa, no al revés. Sin embargo, a inicios del siglo XX, la noción de que Hispanoamérica jugó un papel en la creación del moderno sistema democrático y republicano se estaba esfumando de la memoria política en la región17. Un siglo después, en 2008, un especialista en América Latina escribió con certeza que «las nuevas constituciones republicanas de América eran como plantas exóticas en suelo colombiano o chileno: muy alejadas de la experiencia histórica de la gente»18. La labor pionera de Hispanoamérica en la evolución del republicanismo se había borrado de «la experiencia histórica» de los pueblos en la región. Los académicos y los observadores se acostumbraron a retratar a América Latina como un territorio rezagado que se la pasaba intentando ponerse al día con la modernidad política de Europa y Estados Unidos. Adaptando la formulación de Meltem Ahiska, Hispanoamérica «ya llegaba siempre tarde [...] al destino de la historia»19.

Aún no entendemos cómo una región que fue el laboratorio de la democracia se transformó en un territorio que tan solo copiaba las innovaciones políticas de otros pueblos. Los historiadores de América Latina apenas han comenzado a hacerse la pregunta20. Sin embargo, aunque todavía no tenemos una visión clara de cómo ocurrió, lo que sí queda claro es que la idea de América Latina como una región de oligarcas imitadores y campesinos tradicionales es una caricatura que oscurece su compleja historia. Debemos entender de qué manera aprendimos a ver a lugares como Panamá como territorios atrasados y tradicionales. Más aún, debemos tomar conciencia de los efectos que esta transformación ideológica tuvo a largo plazo.

La erradicación de la modernidad latinoamericana formó parte de una transformación cultural más amplia que situó a las regiones del mundo en diferentes tiempos históricos y tecnológicos. Un aspecto crucial de este cambio fue la conversión —durante los siglos XVIII y XIX— de extensos territorios en zonas tropicales21. Regiones distantes entre sí, como India y Latinoamérica, con historias, idiomas y culturas muy diferentes, se convirtieron en parte de un área geográfica: el trópico. Este fue un cambio crucial porque, para la gente del siglo XIX, el trópico era más que un área entre los trópicos de Cáncer y Capricornio, con sus respectivos tipos de animales y plantas; el trópico era todo lo que no era Europa o Estados Unidos. Si estos eran lugares de progreso, innovación tecnológica y civilización, el trópico no lo era. Los viajeros del siglo XIX popularizaron imágenes que mostraban el trópico como un mundo salvaje: la antítesis de la modernidad civilizada. Sus descripciones subrayaban su exuberante vegetación y sus animales salvajes, y convertían a la gente en parte del paisaje. Los habitantes del trópico eran primitivos, «nativos» inmersos en su entorno selvático e incapaces de alterar o «civilizar» su entorno; esa era la tarea de los colonizadores europeos y estadounidenses22. Las reseñas de los viajeros ridiculizaban cada aspecto de la modernidad latinoamericana y enseñaban a sus lectores a burlarse de lo extraño que era ver aspectos de la tecnología moderna en el trópico y de su contraste con los «nativos» paisajes selváticos. La modernidad política en el trópico también fue objeto de burla. Era común mofarse de los políticos republicanos que no eran blancos, tachándolos de torpes imitadores. La burla a las instituciones republicanas en el ámbito tropical culminó con el término «república bananera», acuñado por O. Henry en su novela Coles y reyes; expresión poderosa y duradera que, más que cualquier otra, ha influido en nuestra manera de ver las repúblicas tropicales23.

La idea de que la modernidad no pertenecía al trópico tuvo enormes implicaciones para la comprensión de la tecnología y el tiempo histórico en estas regiones. A fines del siglo XIX, los ferrocarriles, la energía a vapor y los barcos de vapor eran moneda corriente en buena parte del trópico, estrenándose al mismo tiempo o poco después que en Europa y Estados Unidos. Al igual que en el resto del mundo, la llegada de esta tecnología a Panamá y América Latina marcó la vida de la gente de forma radical. Sin embargo, cuando la tecnología moderna llegó al trópico, no se asoció ni al paisaje que alteró ni a las personas cuyas vidas cambió ni a las que trabajaron con ella. Solo se vinculó a los inversionistas que la habían importado. Aun cuando estaba situada en el trópico, esta tecnología no pertenecía allí. Los pueblos y los paisajes tropicales permanecían congelados en un tiempo natural, «primitivo», «nativo», ya que, por su mera ubicación en el trópico, eran incapaces de ser modernos24.

Por ejemplo, las duras condiciones que enfrentaron los trabajadores, tanto en las fábricas textiles de Manchester como en las plantaciones bananeras de Centroamérica, se debieron a la industrialización. Ambos grupos de trabajadores se vieron forzados a someterse a los nuevos ritmos de la producción en masa y ambos sufrieron los efectos de las nuevas tecnologías: las máquinas textiles en Gran Bretaña y los peligrosos químicos agrícolas en Centroamérica. Sin embargo, solo los trabajadores en Manchester fueron vistos como protagonistas de una nueva era industrial. En el trópico, ni siquiera las víctimas de la modernidad industrial podían ser modernas25. Por ello, incluso hoy, algunos europeos y estadounidenses se sorprenden al encontrarse con carreteras y rascacielos en las capitales del mundo subdesarrollado.

Mientras que viajeros y novelistas difundían una imagen del trópico como la antítesis de la civilización, muchos historiadores iban elaborando una nueva idea de la historia que también ayudaría a borrar las contribuciones hispanoamericanas a los cambios políticos del siglo XIX. A esta idea se le dio el nombre de «civilización occidental». No es casual que la construcción del canal de Panamá coincidiera con el arraigo de este concepto. Por los mismos años en que los trabajadores se ocupaban de cavar el canal, historiadores estadounidenses y europeos se ocupaban en crear un nuevo concepto cultural —Occidente— y en escribir y enseñar su historia. Si bien la idea de la civilización occidental se basa en que sus raíces se remontan a la antigua Grecia, es importante recordar que se trataba de una nueva idea formulada y difundida por historiadores en los albores del siglo XX, tales como Oswald Spengler y Arnold Toynbee. Pero ¿qué era Occidente y quién pertenecía a la civilización occidental? Europa no, puesto que no se incluyó ni a España ni a Europa del Este. América no, ya que quedaron por fuera todos los países menos Estados Unidos. Occidente se componía de los poderes políticos y económicos de la época —Estados Unidos y Europa occidental— y la civilización occidental era la culminación del progreso humano que inició con la evolución agrícola del Oriente Próximo, trasladándose hacia el oeste y continuando su desarrollo con los aportes de la Grecia clásica, la Italia del Renacimiento y la Francia de la Ilustración. En esta versión de la historia, la antorcha del ingenio humano pasó de un lugar a otro, y ahora estaba en manos de Occidente. Otras culturas pudieron haber contribuido al progreso temprano de la humanidad, pero ahora eran solo receptores pasivos del progreso occidental. Inglaterra y Estados Unidos —no la Grecia contemporánea— eran los legítimos herederos del genio de Pericles o Aristóteles. Según un recuento académico publicado en 1907, la «civilización moderna proviene de la apropiación por parte de los pueblos teutones [...] de los frutos de la vida social de Israel, Grecia y Roma»26. En este y otros relatos históricos del periodo, solo en Occidente se gestaron las acciones y los avances de la era moderna. Y ahora estaba en manos de Occidente impulsar el progreso de la humanidad27.

Así como el trópico era todo lo que Europa no era, Occidente era todo lo que el trópico no era. Si Occidente era acción, el trópico era indolencia. Si Occidente era civilización y progreso, el trópico era barbarie y atraso. Si Occidente representaba el futuro de la humanidad, el trópico representaba sus orígenes. La historia de la civilización occidental se movía a la par del racismo científico de inicios del siglo XX. Mientras que el racismo científico promovía la superioridad biológica de la raza blanca, justificando así su control sobre otros pueblos, la civilización occidental contaba la historia de la superioridad cultural de Estados Unidos y Europa occidental, validando su poder sobre otras regiones. Y así como el racismo científico no era ciencia, la civilización occidental no era historia. Aquel se basaba en una medición errada del cráneo para afirmar que el cerebro del caucásico era más grande y superior que los de otras razas; se sustentaba en una historia errada para reclamar su supremacía. El truco de la civilización occidental fue borrar una herencia común y las contribuciones al devenir histórico, compartidas por toda la humanidad. Por ejemplo, el hecho de que el mundo musulmán en el Mediterráneo es tan heredero de la Grecia clásica como Europa occidental y Estados Unidos no figuraba en la historia de la civilización occidental. Tampoco tenían cabida ni los aportes de los haitianos negros —tanto libres como esclavizados— a nuestras ideas de libertad e igualdad ni las contribuciones de los juristas hispanoamericanos a la historia constitucional o al concepto moderno del derecho internacional28. La acción y la innovación contemporáneas radicaban solo en Occidente.

Las primeras historias del canal de Panamá reflejaban y confirmaban la saga de la civilización occidental. La construcción de la vía interoceánica era claro ejemplo del progreso, la acción y la capacidad innovadora de la civilización occidental. Así como Occidente era el heredero legítimo del genio de la Grecia clásica y la Italia renacentista, los ingenieros estadounidenses eran los legítimos herederos de los españoles, quienes concibieron por primera vez la idea de un canal a través del istmo panameño. ¡El ingenio de los conquistadores soñó aquello que el ingenio de médicos e ingenieros estadounidenses hizo posible29! Las primeras historias del canal también cargaban con los silencios de esta versión de la historia. Ausente estaba la gestión panameña de la ruta desde el siglo XVI hasta inicios del XX, y la vida de bogas, arrieros, abogados, ingenieros y campesinos que vivieron y trabajaron en la ruta istmeña durante cuatrocientos años, ya sea como predecesores o como colegas en la construcción del canal estadounidense.

Este libro narra estas historias perdidas y los procesos que llevaron a su olvido. Cada uno de los capítulos iniciales cuenta algún aspecto silenciado de la modernidad panameña en el siglo XIX. También narra la historia de muchos panameños que desafiaron estos silencios. Los últimos capítulos relatan las dramáticas consecuencias que estos tuvieron para los habitantes de la Zona: cómo afectó sus vidas y cómo, a la larga, contribuyó a su expulsión.

La historia de la despoblación de la Zona del Canal habla de las consecuencias a largo plazo de silenciar a la modernidad hispanoamericana del siglo XIX. Sugiere que ello abrió la posibilidad de imaginar la región como un espacio atrasado y necesitado de ayuda e intervención externa. En otras palabras, sentó las bases para ver la región como subdesarrollada. ¿Cómo se subdesarrolla una región? Hemos aprendido a pensar en las regiones subdesarrolladas como lugares donde son comunes la pobreza, la atención médica deficiente, la democracia imperfecta o la tecnología atrasada. Sin embargo, como han demostrado los historiadores del concepto de desarrollo, la noción de un mundo dividido en regiones desarrolladas y subdesarrolladas fue el resultado de poderosas construcciones culturales y políticas. Los conceptos de desarrollo y subdesarrollo surgieron tras la Segunda Guerra Mundial, cuando Europa tuvo que reestructurar su relación con sus colonias en África y Asia, que estaban en proceso de independizarse. Las ideas de desarrollo y subdesarrollo ayudaron a mantener relaciones jerárquicas entre las potencias excoloniales y sus excolonias bajo nuevos parámetros de diferencia, en los que Europa y Estados Unidos ayudaban y guiaban a las antiguas colonias mediante ayuda tecnológica, económica y social para mejorar sus niveles de vida30.

Aunque hemos aprendido mucho sobre la idea de desarrollo, todavía debemos examinar con mayor profundidad cómo llegamos a pensar que ciertas regiones del mundo —con historias, culturas, lenguas y sociedades muy diversas— comparten una característica: el subdesarrollo. Para que esta transformación se diera fue necesario aprender a ver estas regiones solo según ciertos indicadores de salud y economía para así poder identificarlas como deficientes y en necesidad de ayuda e intervención. Lo más importante, y que los estudiosos del tema aún pasan por alto, es que para que una región se volviera subdesarrollada debía olvidar su modernidad decimonónica y su participación en la creación del mundo moderno. Por definición, las regiones subdesarrolladas nunca fueron ni son modernas. La modernidad siempre se presenta como una aspiración, no como una realidad. Y aunque el significado de modernidad se redefine una y otra vez, las naciones subdesarrolladas siempre se piensan como incapaces de realmente alcanzarla.

Para que una región sea subdesarrollada, primero debe concebirse como tradicional. Esta transformación ocurrió en Hispanoamérica antes de la Segunda Guerra Mundial y de la crisis de los imperios europeos en África y Asia. Fue en Hispanoamérica que países que habían sido modernos según los estándares políticos y tecnológicos del siglo XIX, se volvieron «tradicionales». También fue en Hispanoamérica donde se afianzó por primera vez uno de los rasgos del lenguaje del subdesarrollo: caracterizar las relaciones entre países desarrollados y subdesarrollados como unas de igualdad nominal entre naciones independientes e iguales bajo el derecho internacional. Esta reestructuración de las relaciones de poder internacional ocurrió a inicios del siglo XX en repúblicas tropicales como Panamá. A diferencia de las relaciones entre Europa y sus colonias en Asia y África durante este periodo, las establecidas entre Estados Unidos y Panamá fueron relaciones entre repúblicas hermanas gobernadas bajo las mismas leyes del derecho internacional31. Debido a su importancia como un espacio de intervención estadounidense a inicios del siglo XX, Panamá es crucial para entender la transición entre el lenguaje tropicalizador del siglo XIX y el lenguaje del subdesarrollo que floreció tras la Segunda Guerra Mundial. El lugar que ocupó Panamá como un sitio pionero en los avances políticos y tecnológicos del siglo XIX, la convierte en un caso ideal para comprender cómo el espacio que estuvo en el centro de las innovaciones políticas y tecnológicas se transformó en un atrasado espacio tropical.

Por supuesto, esto no quiere decir que las ideas que moldearon el vínculo entre Estados Unidos y Panamá fueran idénticas a las futuras nociones de desarrollo y subdesarrollo. Solo mantengo que algunas de las raíces que llevaron a esta forma particular de entender y dividir el mundo ya existían a inicios del siglo XX32.

Los historiadores han sabido desde hace mucho que nuestra versión de la historia determina cómo nos vemos a nosotros mismos, y cómo vemos y tratamos a los demás33. También da forma al espacio en que vivimos, ya que cada cosmovisión produce un tipo particular de geografía urbana34. La transformación de la Zona del Canal durante las dos primeras décadas del siglo XX es un ejemplo dramático de un determinado periodo histórico durante el cual Estados Unidos miraba al mundo en términos de tropicalismo, civilización occidental y las ideas de mejora social de la era progresista. El legado de esta manera de ver el mundo aún nos sigue afectando. Este libro estudia este legado. La historia de los pueblos perdidos del canal de Panamá es una historia sobre lo que sucede cuando olvidamos nuestro aporte común a la construcción del mundo en que vivimos. Es una historia sobre cómo la gente de las regiones conocidas como el tercer mundo, el mundo subdesarrollado o el sur global, acabó viviendo en un entorno político y tecnológico que forma parte de su diario vivir, pero que se piensa como originario de otro lugar y perteneciente a otros pueblos.