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EL puerto y La ciudad

EL PUERTO DE PANAMÁ

El de Panamá es el más antiguo de todos los puertos construidos por los europeos en el Pacífico americano. Nunca fue ni pintoresco ni tradicional. Desde las flotas de galeones y las recuas de mulas del siglo XVI, hasta los barcos de vapor, los ferrocarriles y las líneas telegráficas del XIX, el puerto de Panamá siempre ha estado a la vanguardia de la tecnología del transporte global. Desde sus inicios fue un puerto internacional del que salían o llegaban mercancías que movían la economía mundial. En los siglos XVI y XVII fueron la plata, los esclavizados y los textiles; hoy son el petróleo, los automóviles y otros productos industriales.

En 1904, cuando se empezó a construir el canal, los puertos de Panamá y Colón ya sostenían un comercio muy activo con mercancía proveniente de Europa, China y Estados Unidos35. La línea telegráfica del Pacífico llegaba al puerto de Panamá y la línea del Caribe al puerto de Colón, y desde ambos puertos se enviaban telegramas tanto a Norte y Suramérica como a Europa36. El puerto de Panamá también acogía pequeños vapores y veleros que conectaban a la ciudad con el campo. El comercio internacional, el trato continuo con extranjeros y la llegada constante de inmigrantes fueron moldeando las costumbres de los capitalinos. En 1823, el explorador francés Gaspard Mollien observó que la gente de Panamá era muy distinta de la que vivía en los Andes colombianos y más parecida a la de otros puertos del Pacífico, como Manila y Lima. Al igual que en estas ciudades, se vendía todo a precios muy caros y se prefería el café al chocolate. Mollien destacó la buena organización de las tiendas en la ciudad de Panamá, cuya abundante oferta incluía una gran variedad de artículos importados de Estados Unidos, así como vinos y licores de todo tipo37. En Geografía de Panamá —la primera del istmo, publicada en 1898—, Ramón M. Valdés observaba con orgullo que los panameños se destacaban por «su gran facilidad para hablar los idiomas extranjeros» y que muchos hablaban «con bastante perfección el inglés y el francés»38.

Aunque la forma, la ubicación y la relación del puerto de Panamá con su entorno cambiaron con el tiempo, algunas cosas se mantuvieron constantes: sus ciénagas, su comercio global y las islas de Naos, Perico y Flamenco, ubicadas a cuatro kilómetros del puerto. Desde el siglo XVI hasta fines del XIX, las ciénagas obligaban a los grandes barcos dedicados al comercio de larga distancia a fondear en las aguas profundas de Naos, Perico y Flamenco. Allí, los pasajeros y las mercancías se trasladaban a embarcaciones más pequeñas que los llevaban al puerto de la ciudad en marea alta. Este método de carga y descarga se mantuvo aun después de la llegada de los barcos de vapor y la inauguración del Ferrocarril de Panamá en 1855. Así como los veleros que los precedieron, los barcos de vapor continuaron fondeando cerca de Naos y Perico. Las lanchas de la Compañía del Ferrocarril y la Pacific Steam Navigation Company llevaban pasajeros y carga a sus muelles en la ciudad de Panamá39.

Cada reencarnación del puerto —el español de la época colonial, el republicano del siglo XIX y el estadounidense— reflejaba una nueva perspectiva de la relación entre puerto, ciudad y poder. De particular relevancia son los cambios producidos durante la construcción del canal de Panamá. En este periodo, la relación entre Panamá y su puerto experimentó una transformación dramática cuando, por primera vez, la ciudad se separó de su puerto internacional.

Hasta fines del siglo XIX, la relación entre el puerto y la ciudad fue íntima. Desde la muralla, se podía ver la llegada de los barcos a Naos y Perico. Funcionarios del Gobierno, comerciantes, marineros y estibadores vivían en la ciudad y caminaban por sus calles. Las instituciones que organizaban y regulaban el comercio del puerto estaban ubicadas en la ciudad, cuyo trazado urbano reflejaba el estrecho vínculo entre el poder cívico y el comercio. Durante la época colonial, la aduana estaba cerca de la Puerta de Mar de la ciudad amurallada que se abría al puerto. Su centro político y religioso —la catedral, la plaza principal y el ayuntamiento— quedaba a dos cuadras. Los nuevos actores económicos del siglo XIX siguieron los mismos patrones urbanos establecidos cuando el Imperio español controlaba Panamá. Las oficinas de la compañía del canal francés y la agencia británica de telégrafos estaban ubicadas en la ciudad de Panamá, cerca del edificio municipal y la casa del gobernador.

A finales del siglo XIX, aún existía una estrecha conexión espacial entre el comercio local e internacional. Los muelles del Ferrocarril de Panamá y de la Pacific Steam se construyeron más al este, no muy lejos de la antigua Puerta de Mar. Ambos tipos de comercio compartían el puerto. Lanchas con pasajeros y mercancía internacional arribaban junto a los barcos que comerciaban con productos locales. Los cuatro grandes muelles —el estadounidense, el inglés, el del carbón y el del mercado— que conectaban a la ciudad de Panamá con el mundo, quedaban uno cerca del otro y del Mercado Público40. El uso espacial del puerto, con su mezcla de variadas empresas de diversos países, era un reflejo de la ideología del libre comercio que imperaba en la época. En la bahía de Panamá, cayucos anclaban junto a lanchas, balandras y goletas. Carruajes y carretas se movían de forma incesante entre el centro, el mercado y los muelles. Se estableció una nueva estación de carbón en la cercana isla de Taboga, y en la misma isla se reparaban vapores durante la marea baja41. Las palabras «pintoresca» o «primitiva» no podrían describir a una ciudad donde «el ruido del ferrocarril, y el de carruajes y carretas [...] confieren a este lugar el aspecto vivo y el aire de grandeza propios de todo puerto concurrido»42.

La estrecha conexión espacial entre la ciudad de Panamá y su puerto se interrumpió por primera vez en la década de 1880. Durante el intento francés por construir un canal, una parte importante del comercio internacional se trasladó de los muelles cercanos al Mercado Público, al nuevo muelle en La Boca —pueblo ubicado en la entrada del río Grande, a unas tres millas de distancia— que se conectaba a la ciudad capital por un ramal del ferrocarril. Gracias a los cambios en la tecnología ferroviaria y portuaria, los franceses pudieron superar el viejo problema de las mareas que subían y bajaban más de seis metros. El dragado continuo permitía a los vapores atracar en La Boca sin tener que detenerse en Naos. A inicios del siglo XX, el puerto de La Boca tenía un gran muelle con «instalaciones para el atraco de tres grandes barcos al mismo tiempo». Tenía dieciséis grúas de vapor y cuatro grúas eléctricas. En el extremo del muelle había una «gran grúa de 20 toneladas» y los barcos atracaban en un muelle «construido todo de acero, con techo y costados de hierro corrugado»43. El paisaje marcado por grandes grúas de vapor, que llegaría a simbolizar la innovadora modernidad estadounidense en el canal de Panamá, ya existía debido a las obras del canal francés. A la larga, sería este el sitio que escogerían los estadounidenses para construir el puerto de Ancón —que luego nombraron Balboa— cuando la desembocadura del río Grande se convirtió en la terminal del canal en el Pacífico.

Pese a las transformaciones que se dieron en la época de la construcción del canal francés, la ciudad de Panamá se mantuvo como el espacio urbano que controlaba la ruta istmeña. La sede de la compañía francesa del canal se estableció en su tradicional centro del poder político y económico: la plaza frente a la Catedral. El control político del nuevo puerto de La Boca siguió en manos del Gobierno de Colombia y en la ciudad de Panamá. La Boca era tan solo la nueva ubicación dentro del rango histórico del puerto internacional, que iba de la ciudad capital a Naos, Perico y Flamenco. Con la creación de la República de Panamá y la firma del Tratado Hay-Bunau-Varilla en 1903, la relación entre la ciudad y el puerto cambió de forma drástica. No fue un cambio inmediato. Solo un año después de la firma del tratado, el futuro del puerto se convirtió en uno de los temas cardinales de negociación entre los gobiernos de Estados Unidos y Panamá.

LA PÉRDIDA DEL PUERTO DE PANAMÁ

La primera gran controversia entre ambos países surgió en torno al control del puerto canalero. En el tratado de 1903, Panamá le cedió a Estados Unidos, a perpetuidad, una zona de ocho kilómetros a cada lado del canal, a excepción de «las ciudades de Panamá y Colón y los puertos adyacentes». Sin embargo, no habían pasado ni dos meses desde la entrega oficial de la Zona al Gobierno estadounidense, cuando surgieron grandes discrepancias sobre el significado del término «puertos adyacentes». Estados Unidos interpretó esa frase en su sentido más estrecho.

El puerto de Panamá incluía los muelles próximos a la ciudad de Panamá y una pequeña parte de la bahía de Panamá, entre la punta de Chiriquí y la punta Paitilla. Según Tomás Arias, secretario de Relaciones Exteriores de Panamá, esta interpretación era absurda. Exasperado, afirmaba que esta zona «no era propiamente un puerto, sino apenas una ensenada»44. Para el Gobierno panameño, «los puertos de Panamá y Colón son, por las características del terreno, las entradas mismas del canal»45.

Arias solo repetía lo que era del dominio público en esa época. Pocos años antes, en 1890, un viajero y político colombiano escribió: «Las islas de Perico y Flamenco [...] forman el puerto verdadero de la ciudad»46. El gobernador de la Zona, el general George W. Davis, tenía otra interpretación del tratado canalero. Consideraba que el puerto de La Boca en la desembocadura del canal era distinto del puerto de Panamá y le dio un nuevo nombre: Ancón. El 25 de junio de 1904, William Howard Taft, secretario de Guerra de Estados Unidos, ordenó rebautizar La Boca con el nombre de Ancón, lo designó como uno de los puertos de la Zona, lo abrió al comercio internacional y estableció una aduana que cobraría los mismos aranceles de importación que otros puertos estadounidenses47. La disputa sobre el puerto de Panamá y la correspondencia diplomática entre ambos países revelan opiniones contrastantes sobre la historia y la identidad panameña. ¿Era Panamá una ciudad moderna que podía seguir controlando su puerto internacional como lo había hecho durante los últimos cuatro siglos? ¿O era atrasada e incapaz de gestionar los puertos de una de las mayores hazañas de ingeniería del siglo XX? En 1904, la respuesta no era obvia.

Para entender la posición de Panamá sobre los puertos, hay que apreciar cómo los panameños de inicios del siglo XX se veían a sí mismos y su historia, y cómo esta visión contrastaba con las ideas estadounidenses sobre el trópico y la gente que lo habitaba. La defensa panameña de su derecho a controlar los puertos canaleros estuvo en manos del brillante abogado y político Eusebio A. Morales (Figura 1.1). Para comprender la perspectiva que él y otros panameños de su generación tenían sobre la posición de Panamá, debemos examinar los años y los eventos que precedieron a la firma del tratado de 1903, cuando Panamá de pronto se encontró negociando sola con una de las naciones más poderosas del planeta.

Morales nació en 1864 en Sincelejo, en lo que entonces era el departamento colombiano de Bolívar. Pertenecía a una generación de políticos que alcanzó la mayoría de edad en un momento en que Colombia y Panamá eran parte de la misma república, y creció durante un periodo crucial para la historia colombiana. El Partido Liberal, su partido, había llevado a Colombia a una serie de cambios políticos que la situaron a la vanguardia global de la política democrática48. El Congreso colombiano abolió la esclavitud en 1851, más de diez años antes que Estados Unidos. Dos años más tarde, promulgó leyes que autorizaron la libertad de prensa, la separación entre Iglesia y Estado, y el sufragio universal masculino. Estas reformas fueron de especial importancia en un lugar como Panamá, donde la mayoría de la población era negra y cuyo clima era tropical: dos rasgos que, desde el siglo XVIII, miembros de la comunidad científica, como Francisco José de Caldas, el científico más destacado de la Bogotá dieciochesca, consideraban contrarios a la civilización49.

Los panameños se vieron en la insólita posición de ser el centro de las innovaciones políticas en un mundo que los consideraba cada vez más incompatibles con la civilización. Panameños mulatos y con estudios, como el médico José Domingo Espinar y el abogado Carlos A. Mendoza (Figura 1.2), desafiaron estos prejuicios con sus palabras y acciones, convirtiéndose en firmes defensores de la democracia y el sufragio masculino universal. Espinar escribió en 1851: «Vivimos en el siglo de las mayorías y quien no se conforme con sus soberanas decisiones debe dejar el país para siempre». Tenía plena conciencia de lo que significaban semejantes declaraciones en territorios como Panamá, donde estas mayorías no eran blancas. También combatió la idea de que el tono de la piel influye en la naturaleza humana, ya que todos tenemos un color: «Teniendo cada cual de entre nosotros el suyo propio, el que nos ocupó en suerte al nacer»50. Por su parte, Mendoza, miembro del Partido Liberal, también propagó en escritos y acciones su creencia en el derecho y la capacidad de Panamá para progresar y modernizarse según los ideales democráticos del siglo XIX51.

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Figura 1.1 Eusebio A. Morales.

Foto de Carlos Endara Andrade.

Colección de Ricardo López Arias y Ana Sánchez.

Otro panameño que combatió el determinismo geográfico y racial de su época fue el célebre político y diplomático Justo Arosemena. A diferencia de Mendoza y Espinar, Arosemena era miembro de la tradicional élite blanca de Panamá, pero, al igual que ellos, Arosemena era un firme partidario de la democracia. Aunque sus primeros escritos muestran los típicos prejuicios contra negros, indígenas y españoles, que compartían científicos y políticos blancos de su tiempo, más adelante cambiaría de opinión. En 1856, argumentó que la democracia era la salvación de la «raza latina», ya que con aquella «la civilización latina empieza su camino en América». Lejos de serle ajena, la democracia le brindaba a la cultura latina «el elemento de su fuerza, de su progreso y de su gloria». Como otros colombianos de la época, Arosemena veía a su país como un bastión de los valores republicanos y democráticos en un mundo dominado por las monarquías y en el que Estados Unidos, la república más poderosa de América, seguía permitiendo la esclavitud.

En 1878, Arosemena se enfrentó con cautela al determinismo geográfico de sus compatriotas colombianos. Desde el siglo XVIII, científicos e intelectuales colombianos habían dividido la geografía de su país entre las alturas andinas, cuyo clima templado, como el de Europa, los capacitaba para ser civilizados, y las tierras bajas y tropicales, cuyo su clima cálido, según ellos, las volvía inadecuadas para la civilización. Arosemena le dio el giro opuesto a ese argumento. En lugar de prestarle atención al clima, se centró en la historia. La civilización dependía del movimiento, el comercio y las interacciones culturales; y era justo en las cálidas tierras costeñas, no en las tierras altas andinas, donde ello sucedía. Este contacto había llevado a una mezcla racial que Arosemena ahora juzgaba positivamente como una «raza híbrida e inteligente de zambos y mulatos, que en las partes cálidas del nuevo mundo hacen la masa principal de la población»52.

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Figura 1.2 Carlos A. Mendoza.

Foto de Carlos Endara Andrade.

Colección de Ricardo López Arias y Ana Sánchez.

Los liberales colombianos, a mediados del siglo XIX, también fueron el motor de reformas constitucionales que dieron autonomía federal a los gobiernos de lugares como Panamá. Dicha autonomía era de especial importancia para la élite política y empresarial panameña, que había desarrollado su propio sentido de relevancia global y sentía que Bogotá, su capital, era demasiado distante y distinta como para entender las necesidades peculiares de Panamá como región marítima53. Los intelectuales de Panamá eran ciudadanos colombianos que habían cultivado una ideología regionalista informada por las nociones existentes sobre el libre comercio, el federalismo y el impacto de la geografía en la política y la sociedad. Tenían plena consciencia de la importancia estratégica de Panamá, y creían que su historia y ubicación geográfica la habían convertido en un natural emporio comercial. Solo necesitaban emanciparse lo suficiente de la influencia política de Bogotá para poder cumplir con su destino económico. Acérrimos federalistas, los panameños aprovecharon su singularidad geográfica para luchar por concesiones políticas y una autonomía especial del Gobierno central de Colombia. Algunos miembros de la élite empresarial de Panamá incluso imaginaban su territorio como una réplica moderna de las pequeñas ciudades-Estado del Medioevo y veían en estas ciudades mercantiles de la Liga Hanseática un buen modelo sobre el cual asentar la República de Panamá54.

Eusebio A. Morales y otros liberales como él también fueron testigos de cómo la ola de reformas liberales se paralizó con la Constitución de 1886, iniciando lo que en la historia colombiana se conoce como la Regeneración. Este documento convirtió al país en un Gobierno centralista y los Estados como Panamá perdieron su autonomía. La nueva Constitución también restringió la libertad de prensa y puso fin al sufragio universal masculino al imponer un requisito de alfabetización para votar en las elecciones nacionales55. Eusebio A. Morales fue uno de los muchos liberales colombianos que eligieron el exilio en Panamá para escapar del control conservador56. A lo largo de estos años, Morales siguió involucrado en la política liberal y fue un escritor activo que publicó en periódicos colombianos y panameños, y en revistas estadounidenses como North American Review, en la que, en 1902 escribió una crítica mordaz, preguntándose cómo era posible que Colombia estuviera regida tantos años por un Gobierno conservador si la mayoría simpatizaba con el Partido Liberal57. En 1899, los conflictos entre liberales y conservadores escalaron hasta una sangrienta guerra civil: la Guerra de los Mil Días, que terminó en 1902 con la victoria del Partido Conservador. La guerra se libró en buena medida en Panamá: la única región de Colombia donde los liberales habían triunfado. Los liberales panameños firmaron un tratado de paz el 21 de noviembre de 1902 en el buque de guerra estadounidense Wisconsin. Morales fue uno de los signatarios del tratado.

Fue en este contexto y en un país devastado por la guerra, que surgió la cuestión de un tratado canalero con Estados Unidos. Luego de tres años de guerra, algunos panameños veían en un nuevo canal su única esperanza de recuperación económica. El 22 de enero de 1903, Estados Unidos y Colombia firmaron el Tratado Herrán-Hay, que otorgaba a Estados Unidos el derecho a construir el canal de Panamá. Sin embargo, el Congreso colombiano rechazó el tratado el 12 de agosto de 1903. Entre otras cosas, consideraba que la cláusula que le daba a Estados Unidos el control sobre una zona de diez kilómetros de ancho durante cien años era perjudicial para la soberanía nacional. Algunos panameños compartían la opinión de Bogotá. Otros interpretaron el rechazo del tratado como una señal más del menosprecio colombiano por el bienestar de Panamá.

Un grupo de panameños comenzó a organizar un movimiento separatista que, luego de recibir el apoyo del Gobierno estadounidense, declaró la independencia de Panamá de Colombia el 3 de noviembre de 190358. Eusebio A. Morales jugó un papel importante en este movimiento. Él y su amigo cercano, Carlos A. Mendoza, fueron los autores de algunos de los documentos más importantes de la separación de Panamá de Colombia. Mendoza redactó su declaración de independencia y Morales el «manifiesto» de la separación, así como el mensaje del Gobierno provisional a la Convención Constitucional de Panamá de 190459. Y fue Mendoza quien obtuvo el apoyo crucial del popular barrio panameño de Santa Ana. Una fotografía de la época muestra a Mendoza en una silla de madera y a Morales a su lado. Ambos visten el traje oscuro que solían llevar los abogados a inicios del siglo XX y lucen el espeso bigote de moda. Miran fijamente a la cámara, tal vez conscientes de la importancia simbólica de una imagen que muestra a un político negro junto a uno blanco. Mientras una ciudad panameña tras otra declaraba la independencia de Panamá, nueve buques de guerra estadounidenses comenzaron a llegar a los puertos de Panamá: al de Colón llegaron el Nashville, el Dixie, el Atlanta, el Mayflower y el Maine; al de la ciudad de Panamá arribaron el Boston, el Marblehead, el Concord y el Wyoming. Aunque Colombia no reconoció la separación de Panamá hasta 1914, carecía del poder militar para recuperar su antiguo territorio60. Panamá era ahora un país independiente.

Quizás nada plasme las contradicciones de la independencia panameña como la combinación de buques de guerra estadounidenses y los gritos independentistas de los municipios panameños. En ella se escenificaba el choque entre dos visiones sobre la identidad y el futuro político de Panamá. Por un lado, los gritos de independencia representaban una vieja tradición política que comenzó a fines del siglo XVIII e inicios del XIX, cuando las antiguas colonias inglesas y españolas declararon su independencia. Los panameños, en los albores del siglo XX, se veían a sí mismos como legítimos herederos de esa tradición republicana. En cambio, las cañoneras representaban la nueva política imperialista del presidente Theodore Roosevelt, quien veía a los negros del Caribe como seres inferiores y atrasados que precisaban de la tutela estadounidense. ¿Cuál de estas perspectivas enmarcaría la relación entre Estados Unidos y Panamá?

El Gobierno panameño presentaba a Panamá como una nación más pequeña y menos poderosa, pero igual a cualquier otra. Panamá y Estados Unidos eran socios iguales en la construcción de una importante obra que beneficiaría a la humanidad. Panameños como Eusebio A. Morales pertenecían a una generación de diplomáticos y juristas nacidos en regiones fuera de Europa y Estados Unidos, que buscaban consolidar la igualdad de sus naciones bajo el imperio del derecho internacional. Sin embargo, las normas y los principios del derecho internacional de inicios del siglo XX dividían el mundo entre las regiones que cumplían el llamado «estándar de civilización» y las regiones que no lo cumplían. Solo las primeras merecían un trato igualitario por parte de las demás naciones civilizadas. Cabe señalar que en el mismo año en que Panamá y Estados Unidos debatían quién controlaría los puertos del canal apareció una nueva edición del famoso libro de derecho internacional del célebre académico británico John Westlake. Al igual que en su primera publicación, el autor dividió las naciones según su nivel de civilización. Sin embargo, ahora consideraba a Japón como «un raro e interesante ejemplo del paso de un Estado de clase oriental a la clase europea», mientras que Estados como Siam, Persia, China y Turquía solo podían admitirse de forma parcial en la sociedad internacional y permanecían sujetos a la jurisdicción consular61. ¿Dónde se ubicaría Panamá entre este grupo de naciones? ¿Se consideraría a los panameños como personas capaces de mantener el control de los puertos internacionales de su país o se les presentaría como tropicales atrasados a quienes había que guiar y controlar?

Era un mal momento para defender el estatus de Panamá como nación civilizada. La creciente popularidad del racismo hacía difícil que una nación tropical, donde la mayoría de la población no era blanca, conservara su lugar entre las naciones civilizadas, merecedora de ser tratada como igual. ¿Se consideraría a los panameños como personas capaces de mantener el control de los puertos internacionales de su país o se les presentaría como tropicales atrasados que debían ser guiados y controlados? Libros como The Control of the Tropics, de Benjamin Kidd, popularizaron cada vez más la idea de «la supremacía absoluta en el mundo actual» de los blancos de Estados Unidos y Europa Occidental sobre «las razas de color»62. El libro de Kidd se publicó en 1898, cuando Estados Unidos estaba en proceso de apoderarse de las colonias españolas de Puerto Rico, Cuba y Filipinas, justificando el dominio estadounidense sobre las regiones tropicales al sur de su frontera como el resultado natural del supuesto papel histórico de los blancos como agentes de la civilización en las regiones atrasadas. En palabras de Kidd, Estados Unidos tenía la responsabilidad de gobernarlos «como un fideicomiso para la civilización»63. Otros libros hicieron eco de esta opinión. Por ejemplo, en An Introduction to American Expansion Policy, publicado en 1908, James Morton Callahan negó que los pueblos tropicales fueran capaces de vivir bajo instituciones democráticas, añadiendo: «La tendencia de la historia moderna parece ir hacia la colonización y los protectorados para los pueblos menos civilizados, y sería infructuoso para cualquier potencia de primera clase cruzarse de brazos y mantenerse alejada de regiones que, aunque quizá no puedan ser colonias de blancos, deben regirse por una base en las zonas templadas: Estados Unidos y otras naciones cuyo deber es emprender esta tarea por el interés de todos, como un fideicomiso para la civilización»64. La idea de que las naciones latinoamericanas y Estados Unidos podían ser repúblicas hermanas, tras haber luchado por el republicanismo para combatir la tiranía europea, se tornaba cada día más impopular65.

Los libros que abogaban por el control estadounidense de sus vecinos tropicales fueron parte de un fenómeno cultural más amplio en torno a la idea de civilización. A inicios del siglo XX, los historiadores desarrollaron un nuevo concepto que drásticamente alteró la comprensión de la historia mundial y al que le dieron el nombre de «civilización occidental». Es importante destacar que la construcción del canal de Panamá coincidió con el desarrollo y la popularización de este concepto, influyendo en la relación que Estados Unidos estableció con Panamá. Contrario a lo que suele creerse, la idea de Occidente es una invención histórica bastante reciente que se remonta a finales del siglo XIX e inicios del XX. Según el nuevo concepto, la historia de Occidente era la culminación de todo el desarrollo alcanzado por la humanidad: desde la filosofía griega, pasando por las ideas de la Ilustración sobre la libertad, y desde la geometría egipcia hasta los cambios tecnológicos provocados por la Revolución Industrial. Inglaterra y Estados Unidos pertenecían a esta tradición y eran sus legítimos herederos.

Según esta peculiar versión de la historia, solo la cultura occidental era capaz de generar acción y movimiento histórico. Si bien otras culturas, como la del antiguo Egipto o la antigua Sumeria, pudieron haber contribuido al desarrollo de la humanidad, ya habían dejado de ser actores en la historia del progreso humano. En la narrativa de la civilización occidental se borró el aporte que otras regiones, como Hispanoamérica, hicieron a los cambios científicos, tecnológicos y políticos del siglo XIX. La idea de la civilización occidental dificultaba que las naciones hispanoamericanas —aquellas que, junto con Estados Unidos, hicieron del ideal republicano una realidad concreta— mantuvieran su lugar entre los innovadores políticos del siglo XIX. Además, este concepto de civilización dio paso a una nueva geografía cultural que distanciaba a Estados Unidos de sus vecinas naciones del sur y excolonias hermanas. Si bien la idea de civilización se aplicaba antes a cualquier sociedad, sin importar su raza o religión, que cumpliera con ciertos niveles de organización social y de complejidad, los historiadores que inventaron el concepto de civilización occidental la situaban solo en Estados Unidos y Europa Occidental. Al hacerlo, reajustaron las geografías culturales de Europa y América. Por un lado, Europa del Este quedó excluida de Occidente y, por el otro, las excolonias europeas en América se dividieron entre Estados Unidos, que ahora vino a formar parte de Occidente, y América Latina66. Dentro de estas nuevas categorías, se volvió cada vez más difícil para naciones como Colombia o Panamá verse a sí mismas y a Estados Unidos como repúblicas hermanas de un solo continente compartido.

En este contexto, había mucho en juego cuando se defendía la «civilización» de un país. De considerársele una nación civilizada, Panamá sería merecedora de la absoluta protección del derecho internacional, que Estados Unidos estaría vulnerando si no cumplía con sus leyes. Si, por el contrario, Panamá no fuese vista como una nación «civilizada», el dominio estadounidense y el trato desigual estarían justificados. Al igual que los abogados de países como Japón, Argentina, Rusia y China, los abogados panameños intentaron demostrar que sus naciones cumplían con el estándar de civilización y que, por lo tanto, merecían ser tratadas en igualdad de condiciones ante el derecho internacional67. Lo que estaba en juego era su lugar entre el selecto grupo de gobiernos constitucionales con iguales derechos internacionales. Según el Gobierno panameño, el tratado del canal de 1903 era un «lazo de unión perpetua de dos naciones sobre las cuales tiene fijas el universo sus miradas». Por ello, la República de Panamá tenía, «como Estado independiente y soberano [...] derecho a ser respetado aun por las naciones más poderosas del mundo»68. Y de Estados Unidos, de quien era «aliada natural», Panamá tenía «no solo [.] derecho a esperar común respeto, sino el tratamiento especial y deferente a que es acreedora»69. Panamá esperaba no solo mantener el control de sus puertos, sino también, como veremos, compartir el manejo de la Zona con Estados Unidos.

En muchos sentidos, la controversia sobre el puerto de Panamá era un debate sobre la civilización occidental. Como hemos visto, la experiencia histórica de Panamá no encajaba en esta narrativa. Los negociadores panameños rechazaban la idea de que su país fuese incapaz de ser un actor importante en el comercio global y que no pudiese controlar una infraestructura de semejante importancia. Para ser fiel a su sentido de historia e identidad, y para poder cumplir con su visión económica, Panamá debía controlar su puerto. Y al decir puerto, el Gobierno panameño se refería al que estaba a la entrada del canal. Los panameños entendían que los puertos del canal eran solo la última manifestación de cuatrocientos años de historia que llevaba el istmo como puerto internacional. Según los diplomáticos panameños: «El puerto adyacente a esta ciudad es el único que viene usándose para el comercio exterior desde la fundación de Panamá, y que aun cuando queda dentro de la Zona no está comprendido en la concesión»70. Perder los puertos del Pacífico y el Atlántico significaría que las ciudades de Panamá y Colón perderían su comercio y «la importancia que siempre han tenido como lugares de tránsito»71. El puerto de Panamá podía moverse de un lugar a otro, como ya lo había hecho durante los últimos cuatrocientos años, sin cambiar el hecho de que lo que definía el puerto era su ubicación frente al océano Pacífico en la ruta de Panamá y la ubicación de los muelles para los buques internacionales. En opinión del Gobierno istmeño: «El puerto de Panamá es solo uno». Comprendía «todas las costas que rodean a la ciudad, las islas cercanas y todas las aguas que bañan esta porción del territorio nacional». El puerto de Panamá incluía, asimismo, «el lugar que se conoce con el nombre de La Boca. Como parte del puerto de Panamá, La Boca está excluida de la Zona del Canal»72 (Figura 1.3).

Detrás de esta definición había una idea espacial del canal y su zona que difería de aquella que dominaría a partir de 1914. Era una idea más en sintonía con los precedentes históricos del siglo XIX, que habían mantenido la jurisdicción política y legal sobre los puertos en manos de Colombia. Los panameños, a inicios del siglo XX, imaginaron que la ejecución del tratado de 1903 se basaría en los precedentes históricos de la construcción del canal en 1904. No había nada en la historia de Panamá que pudiera haber preparado a sus ciudadanos ni para la peculiar interpretación estadounidense del convenio, que le quitaría a Panamá sus puertos internacionales y convertiría a la Zona en un territorio sin panameños. Recordemos que el canal estadounidense era el tercer proyecto de infraestructura más grande emprendido por una potencia extranjera en Panamá desde mediados del siglo XIX. El capital estadounidense había construido el ferrocarril en la década de 1850 y el capital francés había comenzado la construcción del canal en la década de 1880. Ambos proyectos emplearon una enorme cantidad de mano de obra y transformaron el istmo de forma radical. Pero ninguno le había quitado a Panamá el control político de los pueblos y las tierras adyacentes al canal. Cuando una empresa estadounidense construyó el ferrocarril, Colombia mantuvo la jurisdicción política sobre las ciudades y el territorio atravesado por la vía férrea, y sobre los puertos en el Atlántico y el Pacífico. Asimismo, cuando los franceses comenzaron a construir el canal, Colombia también mantuvo la jurisdicción sobre los puertos y el territorio. ¿Por qué Estados Unidos habría de comportarse de otra manera? Un examen de estos primeros años indica que la interpretación que Washington le dio al tratado de 1903 tomó por sorpresa a los panameños. Quitarle los puertos a Panamá le hacía perder su importancia global. Una cosa era que Panamá entregara el control sobre el nuevo canal y su zona, otra muy distinta era entregar los puertos. El Gobierno panameño aseguró que, bajo la jurisdicción panameña, Estados Unidos podía usar los puertos según fuera necesario.

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Figura 1.3 La entrada al canal de Panamá por La Boca.

Postal de I. L. Maduro hijo.

Colección de la autora.

Los argumentos del Gobierno panameño pusieron en entredicho que la construcción del canal le traería progreso al país bajo cualquier circunstancia. El secretario de Relaciones Exteriores coincidía en que la vía interoceánica tenía el potencial de impulsar la economía panameña, pero solo si mantenía el control de su puerto y de las aduanas internacionales. Panamá le había cedido a Estados Unidos «cuanto podía cederle» para construir un proyecto que «redundara en beneficio del mundo», pero «de ninguna manera para que establezca en la Zona arrendada a perpetuidad un centro comercial que arruine a las dos ciudades más importantes de la República». Si esto sucediera, «los vaticinios hechos acerca del progreso y la prosperidad de Panamá con motivos de la ejecución del canal» resultarían erróneos73.

Es revelador que Estados Unidos no pidiera el puerto de Panamá ni admitiera habérselo apropiado. Lo que sostenía era que los muelles en La Boca no formaban parte del puerto de Panamá, sino de otro puerto que pertenecía a la Zona y que ahora llevaba el nombre de Ancón. Con el poder de nombrar inventó un puerto separado que quedó fuera de la jurisdicción de Panamá. En opinión de los diplomáticos panameños, Estados Unidos no podía llevarse una sección del puerto de

Panamá «solo porque se emplee la ficción de un nombre diverso, como puerto de Ancón»74. Sin embargo, el nombre importaba. El poder de nombrar y el poder jurisdiccional residían ahora en Estados Unidos. Se creó una nueva geografía espacial que le quitó a Panamá todo control sobre su puerto internacional. Ancón no solo se convertiría en el nuevo nombre del puerto internacional de Panamá, sino también en el sitio de una nueva ciudad, a tan solo dos kilómetros y medio de la ciudad capital, pero dentro de los límites de la Zona. Ancón se transformaría en el espacio político desde el cual se manejarían los puertos internacionales de Panamá. Mientras que el edificio de la administración del canal francés estuvo en la plaza principal de Panamá, el nuevo edificio de la administración estadounidense habría de erigirse en Ancón. El hecho de que el puerto del canal en el Pacífico nunca se llamó puerto de Panamá —primero se le nombró Ancón y luego Balboa— refleja la tensión inicial y la falta de claridad sobre quién era su dueño. Si se hubiera llamado puerto de Panamá, habría pertenecido a Panamá. Al nombrarlo Ancón, se borró parte de la modernidad de Panamá. Se provincializó a Panamá, que perdió el control político sobre sus puertos internacionales. El puerto de Panamá se convirtió en uno de pescadores y comercio local. Se nativizó a Panamá. En otras palabras, se le transformó en un lugar incapaz de controlar un puerto de importancia mundial.

El conflicto portuario formaba parte de uno mayor: la interpretación del Tratado Hay-Bunau-Varilla. 1904 fue un año importante. El dilema sobre quién debía tener el derecho soberano sobre la Zona del Canal acarreó fuertes negociaciones entre diplomáticos panameños y Washington. El núcleo de la controversia era el tercer artículo del tratado, que le daba a Estados Unidos el control de la Zona como «si fuera soberano». Según la interpretación del general Davis, gobernador de la Zona, Estados Unidos tenía los poderes de un Gobierno soberano; incluyendo, entre otros, el derecho a imprimir sellos postales y establecer aduanas entre Panamá y la Zona. Estas medidas separaron los mercados de la Zona de los de Panamá, obligando a los panameños a pagar aranceles de importación si querían beneficiarse del creciente mercado en la Zona. El Gobierno panameño le dio una interpretación muy diferente: el gobernador Davis había excedido con creces sus derechos sobre la Zona.

Eusebio A. Morales formuló una sofisticada defensa de los derechos sobre la Zona. Su idea central era que Panamá no había cedido su soberanía. El tratado solo le había dado a Estados Unidos lo necesario para construir, mantener y defender el canal. Cualquier función gubernamental alejada de las operaciones canaleras, como las aduanas y el comercio, le competía a Panamá. Rebatiendo la interpretación que Estados Unidos había hecho del artículo III del Tratado Hay-Bunau- Varilla, Morales defendió su posición a la luz del Tratado Herrán-Hay, en el que ni siquiera se tocaba el tema de la soberanía. El objetivo de ambos tratados había sido «facilitar la construcción de un canal». Jamás se pretendió firmar un tratado «sobre la cesión de un territorio» o «la renuncia a la soberanía absoluta»75. En el Herrán-Hay, Estados Unidos reconocía de forma explícita la soberanía colombiana y rechazaba «toda pretensión de menoscabar de una manera cualquiera o de aumentar su territorio a expensas de Colombia, o de cualquiera de las repúblicas de Centro y Suramérica». Según Morales, esta declaración tenía el propósito de mitigar el posible temor de las repúblicas latinoamericanas a ser absorbidas por una «nación tan poderosa en todos sentidos [e] influyó de modo decisivo en el Gobierno de mi país para aprobar sin reservas ni modificación la convención Varilla-Hay [sic]»76.

Morales sostuvo que tanto el Herrán-Hay como el Hay–Bunau-Varílla otorgaron a Estados Unidos derechos sobre la tierra y las aguas de la Zona solo para «construcción, conservación, servicio, sanidad y protección» del canal. Nunca hubo la intención de ceder «el dominio absoluto sobre el territorio y mucho menos la transferencia de soberanía». Además, sostuvo, a cualquier empresa privada podía dársele este tipo de concesiones, sin que ello implicara nada más que el alquiler de los terrenos. La relación establecida en el tratado era la de un arrendatario y su arrendador. La única diferencia era que, en este caso, el arrendatario era otra república y de ahí provenía la confusión, propuso el diplomático panameño77.

Morales sostuvo también que, si el tratado le hubiera otorgado a Estados Unidos la soberanía sobre la Zona, muchas de las cláusulas que limitaban sus derechos serían inexplicables y superfluas. Un ejemplo era el artículo VI, que establecía una comisión mixta, compuesta por miembros de ambos países, a cargo de adjudicar compensaciones por daños a tierras e inmuebles expropiados para el manejo del canal. No menos importantes eran los artículos X, XII y XIII, en los que Panamá acordaba no gravar nada vinculado a la construcción del canal, permitir que todos los trabajadores contratados para construir el canal inmigraran a la Zona y otorgar a Estados Unidos el derecho de importar, sin impuestos, la debida maquinaria y las provisiones necesarias para el canal. Si Estados Unidos fuese el soberano y si Panamá no tuviese derecho alguno sobre la Zona, ninguno de estos artículos sería necesario, argumentaba Morales, concluyendo que en los tratados «no puede admitirse la existencia de cláusulas inútiles ni contradictorias; las que aparecen como inútiles, deben ser interpretadas de modo que produzcan algún efecto; y las que son contradictorias, deben interpretarse teniendo en cuenta el tenor de las últimas, porque es de suponerse [...] que ellas expresan la última idea o pensamiento de las partes». De ahí se desprende que Estados Unidos no tenía ningún derecho a controlar las aduanas ni a establecer su propio correo en la Zona78.

Por otra parte, debido a que la vida económica de Panamá residía en la zona de tránsito y sus puertos, Panamá no estaba en condiciones de ceder sus puertos ni su soberanía fiscal, pues ninguna nación renuncia a su propia supervivencia: «Nadie contrata para hacerse a sabiendas un perjuicio incalculable y sin remedio». Y conceder esos derechos solo traería «un estado de ruina comercial y económica». Lejos de progresar, Panamá quedaría «en condición inferior a la que tenía antes de celebrarse el tratado en que cifraba la esperanza de su mejoramiento y progreso». Si Estados Unidos continuaba teniendo jurisdicción sobre los puertos y aplicaba sus aranceles proteccionistas en la Zona, «la industria del comercio que hasta ahora ha florecido desaparecería por completo» o se reduciría. Sin el control económico de la Zona y los puertos, no quedaba nada claro lo que ganaría Panamá con la construcción del canal. Su condición de centro comercial del mundo pasaría a manos de Estados Unidos y se convertiría en una ciudad provinciana obligada a abastecer a «los empobrecidos pueblos del interior de la República»79.

El argumento de Morales ilustra un intento, ya olvidado, que hizo la élite local por salvaguardar los recursos de Panamá para mantener la posición del país como un actor moderno en la economía global y para evitar el provincianismo. Fue una contranarrativa tanto del discurso triunfalista de que el canal trajo el progreso al país como de las historias que presentan a las élites locales tan solo como débiles herramientas del imperialismo estadounidense. La protesta de 1904 por mantener los puertos internacionales y limitar los derechos estadounidenses sobre la Zona muestra una visión económica del canal que desapareció: una que dejaba a Panamá con sus puertos y con el control económico de la Zona. Estados Unidos habría de construir y operar el canal, así como proteger a Panamá de Colombia, pero dejándole a Panamá el control de su comercio internacional, cuyo éxito dependía de sus puertos. Estos eran los pilares de la identidad de Panamá como un moderno y sofisticado centro del comercio mundial. Tendemos a olvidar que las preguntas sobre el futuro de los puertos y la Zona estaban lejos de resolverse en 1904. La interpretación de Morales reflejaba la ambigüedad del momento y el reto que significó para las autoridades estadounidenses legitimar su jurisdicción con el fin de construir y sanear el canal en una región con una compleja vida política, urbana y agrícola. Este reto perseguiría a las autoridades de la Zona en los primeros años de la construcción del canal. Al final, la solución que eligieron fue despoblar la Zona.

El gobernador de la Zona tenía una opinión muy distinta a la de los panameños. Para cuando el Gobierno estadounidense obtuvo el control de la Zona, la retórica de transformar un complejo espacio histórico como Panamá en un trópico primitivo ya tenía una larga tradición. Las crónicas de viajes en el siglo XIX habían familiarizado al público estadounidense con la idea de Latinoamérica como la tierra de los caudillos, el desorden y la inestabilidad. Héctor Pérez-Brignoli define este punto de vista como «el marco legal de la banana republic»80. Además, durante la guerra de 1898, Estados Unidos había desarrollado sofisticadas herramientas legales y políticas que transformaron a los antiguos súbditos del Imperio español en seres primitivos que requerían la guía de sociedades más avanzadas. Según Paul A. Kramer, los estadounidenses tornaron a los filipinos hispanizados e ilustrados, y a su república de Filipinas, en «“ochenta y cuatro tribus” imposibles y el Gobierno de Aguinaldo en la simple hegemonía de una “única tribu” de tagalos»81. A los filipinos se les empezó a ver como una sociedad dividida entre una élite de «caciques [...] corrupta y explotadora» y un pueblo «pasivo, atrasado y supersticioso». Privar a los filipinos de su modernidad le permitió a Estados Unidos inventar una serie de requisitos que debían cumplir antes de poderse autogobernar y entrar así a la comunidad de naciones civilizadas82. Un proceso similar se dio durante la ocupación de Cuba. Los estadounidenses se opusieron a la voluntad cubana de decretar el sufragio masculino universal con argumentos que le negaban a la mayoría su capacidad de autogobierno debido a su raza y clima. Los periódicos usaban el ejemplo de otras repúblicas hispanoamericanas, a las que caricaturizaban como zonas donde las «condiciones tropicales», el «mestizaje indio» y un «fuerte elemento negro» las habían llevado al caos y a la guerra permanente83.

Sin embargo, existían importantes diferencias entre Panamá, Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Panamá ya era una república, así que no debía cumplir una serie de requisitos antes de lograr su total independencia. Estados Unidos no ocupó todo el territorio panameño, sino una pequeña región a perpetuidad. Sin embargo, no reconocía a Panamá como una nación en igualdad de términos. Era una «república joven» que requería la orientación y el ejemplo que Estados Unidos establecería en la Zona. El término «república joven» iría ganando notoriedad. Incluso hoy podemos ver cómo The New York Times lo sigue aplicando a repúblicas cuyos orígenes se remontan a la década de 1810. Las naciones hispanoamericanas son eternas «repúblicas jóvenes». Panamá era el lugar perfecto para poner en práctica esta figura retórica. Técnicamente era una república joven, así que se hizo más fácil borrar el hecho de que gozaba de un gobierno republicano desde 1821, cuando se convirtió en provincia de Colombia: una de las primeras repúblicas del mundo moderno.

La respuesta del general George W. Davis tenía tres argumentos principales que revelaban su visión de la historia de Panamá y su lugar en el mundo. En primer lugar, le «sorprendía» que la interpretación panameña del tratado fuese «tan ridículamente contraria» a la interpretación estadounidense. Establecer sus propios puertos en la Zona era una «necesidad ineludible» para Estados Unidos. La palabra ridículamente apunta a la perspectiva cultural que juzgaba la idea de que América Latina fuese una protagonista en la creación de la modernidad global como algo no solo inaceptable sino también risible. Que un país como Panamá pretendiera controlar puertos internacionales de estratégica importancia global se había vuelto simplemente absurdo. Esta perspectiva perduraría por buena parte del siglo XX. La modernidad ya no sería algo que los países latinoamericanos poseían, sino algo ajeno que podrían repudiar o anhelar perennemente.

El segundo argumento de Davis era que las medidas de saneamiento justificaban el control estadounidense de los puertos. La función de Panamá como centro de un intenso comercio y transporte marítimo incrementaba el peligro de que enfermedades contagiosas ingresaran por sus puertos. Por ello, según Davis, sería más eficiente que Estados Unidos, que por el tratado estaba a cargo del saneamiento, manejara tanto los puertos como la cuarentena84. Es interesante que la justificación de este control no se basó en exigencias militares ni políticas ni de defensa del canal. Que el saneamiento justificara el control de los puertos habla de la importancia que esta meta había adquirido para justificar el control político. Estos son los inicios de una la división del mundo según indicadores de modernidad que ya no son solo políticos o culturales, sino también basados en niveles de salud y urbanización. De hecho, al argumento panameño de que al perder sus puertos perdería su progreso económico, Davis respondió que los beneficios que traería la salubridad compensarían esa pérdida. Los programas estadounidenses de saneamiento no solo limpiarían la reputación de Panamá como un lugar plagado de enfermedades, también «aumentarían la riqueza y la prosperidad de la capital de la república en un grado que hoy no es fácil de calcular; y sus comerciantes, sus hombres de negocios, sus profesionales, su clase trabajadora y todos en general disfrutarían de los beneficios que acompañan este cambio»85.

Por último, el gobernador Davis desestimó la importancia de la continuidad histórica, rechazando la idea de que la prosperidad de la República de Panamá dependiera de su conexión histórica con el mar. Él sostenía que, aunque muchos consideraban que el comercio marítimo era fundamental para la riqueza de una nación, había muchas excepciones a esta regla. «Suiza, que nunca ha tenido un puerto marítimo» era, sin embargo, rica y próspera86. Uno solo puede imaginar el desconcierto de los panameños cuando se les dijo que siguieran el ejemplo de Suiza. Panamá perdía el lugar que había ocupado en el siglo XIX como heredera del comercio de la España imperial. Ahora el heredero era Estados Unidos, que había privado a la ciudad de Panamá de su puerto internacional. Como Suiza, estaba rodeada, no por montañas, sino por la Zona. En las historias del canal, el siglo XIX se convertiría en un siglo de fracasos: el fracaso francés de construir un canal y el fracaso colombiano de brindar paz y prosperidad. Solo la pericia tecnológica de Estados Unidos había logrado materializar el viejo sueño español de construir un canal a través del istmo de Panamá. Sin embargo, existen otras alternativas a esa manera de contar esta historia.

El conflicto diplomático sobre los puertos de Panamá concluyó con el Convenio Taft de 1904, que le dio a Panamá algunas concesiones, pero mantuvo los puertos del canal bajo la jurisdicción estadounidense. Las negociaciones en torno a la interpretación del tratado de 1903 y el consiguiente Convenio Taft ejemplifican las ambigüedades de la relación entre ambas naciones: iguales en teoría y desiguales en poder. La respuesta oficial de Estados Unidos a la denuncia de Panamá llegó en octubre de 1904 de la mano del secretario de Estado John Hay, quien rechazó el argumento panameño y reafirmó el control absoluto de Estados Unidos sobre la Zona. Poco después, sin embargo, el presidente Roosevelt envió al secretario de Guerra, William H. Taft, a Panamá para negociar. En su carta a Taft, Roosevelt le manifestó que era crucial que despejara cualquier duda sobre las futuras intenciones de Washington y dejara bien claro que no pensaba establecer una colonia en la mitad del istmo. La visita de Taft llevó a la revocación de la Orden Ejecutiva de junio de 1904. Ahora los funcionarios de la Zona solo podrían importar mercancías para los fines operativos del canal, se eliminaron los aranceles entre Panamá y la Zona, y Estados Unidos solo podría vender carbón y petróleo libres de impuestos a los buques que pasaban por la Zona. Los comerciantes panameños se sintieron aliviados. No habían perdido el acceso a los mercados de la creciente población de la Zona y de las naves que usaban el canal y sus puertos. En el banquete en honor a Taft, el político panameño y futuro presidente Belisario Porras exclamó: «No perecerá nuestra República»87.

El puerto de Ancón se mantuvo como un puerto separado bajo la jurisdicción estadounidense, pero en asuntos prácticos el espacio en torno a la bahía de Panamá seguía organizado como un solo puerto. En términos de saneamiento, aduanas y servicio postal, los puertos de Panamá y Ancón eran uno solo. Estados Unidos ganó «jurisdicción completa en materia de saneamiento y cuarentena en las aguas marítimas de los puertos de Panamá y Colón». A la vez, Washington acordó unificar el sistema postal y de aduanas de la Zona del Canal con los de Panamá, importando solo lo necesario para la construcción y el mantenimiento del canal. Además, dada «la proximidad entre los puertos de Ancón y Panamá, y entre los puertos de Cristóbal y Colón», los buques que entraran o salieran del puerto de Panamá podrían anclar y atracar en Ancón, y viceversa88. El puerto de Panamá mantuvo muchos de sus usos anteriores como puerto internacional; lo que cambió fue el control político y militar: por primera vez en su historia, este ya no radicaba en la ciudad capital. Ahora lo compartirían las dos repúblicas. Esta solución marcó el inicio de un nuevo tipo de relaciones internacionales, que por un lado acentuaban la igualdad nominal de las repúblicas y por el otro resaltaban sus diferencias en desarrollo y modernidad. Una nación gozaba de tecnología y tradiciones democráticas superiores, mientras que la otra todavía debía alcanzarlas.

Lo que vemos en este debate no es la lucha entre una potencia imperial y una élite nativa que intenta preservar una forma de vida tradicional. Lo que vemos es una élite local tratando de preservar su identidad como miembros de la modernidad y su control económico sobre los recursos modernos frente a una élite imperial que intenta borrar la historia de ese control y transformar las élites locales en «nativos» que necesitan ser guiados y tutelados. Aunque excluidas de Occidente, las naciones latinoamericanas como Panamá seguían siendo repúblicas independientes a las que se les trataba como naciones en igualdad formal de términos. En ese contexto surgió una nueva formulación de relaciones de poder entre Estados nominalmente iguales con plena soberanía westfaliana89. Por un lado, se reconocía la igualdad nominal de las repúblicas latinoamericanas y, por el otro, se borraba el protagonismo de la región en la historia de la política, la ciencia y la tecnología del siglo XIX. América Latina vino a considerarse como un territorio incapaz de controlar su destino sin la ayuda y la guía de naciones más avanzadas.

Panamá estaba en el centro de estos cambios culturales e ideológicos. Se reformularon las relaciones de poder entre Estados Unidos y Panamá, dos naciones con soberanía estatal e igualdad nominal90. Este tipo de relaciones se volverían comunes tras la Segunda Guerra Mundial, cuando la mayoría de las colonias europeas en África y Asia se volvieron países independientes, pero fue en América donde se establecieron por primera vez. Estas nuevas relaciones exigieron nuevas jerarquías. Después de la Segunda Guerra Mundial, las diferencias se habían enmarcado en la dicotomía entre civilizados e incivilizados, y ahora se enmarcaban en la dicotomía entre desarrollados y subdesarrollados. Para que esta ideología de posguerra tuviera éxito era necesario borrar la modernidad del país «subdesarrollado». A inicios del siglo XX, Panamá, al igual que otras naciones de América Latina, aún no se veía a sí misma como una nación no moderna y por ello buscó reafirmar su propia modernidad económica y política.