2
Un taxi lo llevó al taller de autos en las afueras de Ciudad Juárez, un lugar enorme con autos desvalijados y viejos buses sin ruedas. Los mecánicos reparaban escarabajos marchitos bajo un enorme techo de aluminio. Las herramientas, los radios y las botellas de cerveza formaban una enorme constelación sobre ese suelo de tierra dura y seca. Al fondo, una pequeña bodega con paredes de cemento y puertas de hierro. Adam atravesó el lote seguido por un perro sucio que renqueaba y olía sus botas tejanas con curiosidad y miedo. Lo chitó un par de veces, pero el animal siguió persiguiéndolo.
Adentro de la bodega estaba su jeep negro, y dos hombres con trapos húmedos en las manos terminaban de policharlo. Caminando en torno al jeep estaba Héctor, un tipo calvo y bajito.
—Entra —dijo.
Adam advirtió que el perro se sentaba al lado suyo. Parecía tener sarna. Y le faltaba el ojo derecho.
—¿Qué tal el arreglo, gringo? —dijo Héctor, recibiendo un sobre blanco de la mano de Adam.
—Bien. Se ve igual...
—Claro que se ve igual. Pero lo que nos importa no es si se ve igual, ¿cierto? ¡Lucas! ¡Trae el perro!
Sonó un portazo metálico, y un hombre con un enterizo grasiento se acercó sujetando en su mano la delgada correa de un pastor alemán. Al primer avistamiento del animal, el perro tuerto y sarnoso que se había echado junto a Adam salió a perderse.
—Este es un perro antinarcóticos —dijo Héctor—. De los de verdad. Mañana lo devolvemos al policía aduanero que nos lo prestó.
El hombre y el perro circundaron el jeep dos veces, y luego el animal se sentó de espaldas al vehículo.
—Te ves muy nervioso —le dijo Héctor a Adam—. Te recomiendo que te tomes algo. Un calmante o un trago...
Antes de dirigirse al paso fronterizo, Adam regresó al hotel. Con las palmas apoyadas en el marco de la ventana, miró hacia abajo. Su jeep estaba en el borde de la calle en medio de una larga hilera de escarabajos Volkswagen y taxis.
Puso una navaja abierta sobre la mesa de noche, junto a un grueso rollo de cinta plateada de embalar. Se bajó los jeans hasta donde sus botas lo permitieron, descubriendo unas bragas rosadas con delicados encajes celestes y un minúsculo moño de seda en el elástico. Acostado boca arriba sobre la cama, se llevó las manos a la entrepierna para palpar con las puntas de sus dedos el escroto afeitado al ras, el pene y las ingles. Con su frente arrugada en un gesto de concentración, introdujo los testículos por el canal inguinal, aquella cueva natural de la anatomía humana. Al empujarlos con las puntas de sus dedos hacia el interior de su abdomen, entre sus manos quedó el escroto desocupado, una bolsa de piel gelatinosa y suave sin nada adentro. Se sentó en el borde del colchón para coger de un zarpazo el rollo de cinta plateada.
Después de envolver el escroto vacío alrededor de su pene, y fijarlo con un pedazo de cinta, se puso de pie. Con su navaja, cortó otro trozo de unas dos cuartas y media de largo, que acomodó sobre la cama. El segundo y tercer pedazo fueron de una cuarta. Unió los tres segmentos, formando una especie de tridente. Adhirió las tres puntas a ingles y vientre. Agachándose un poco, jaló su pene desde atrás para sepultarlo entre sus nalgas; entretanto, su otra mano tiraba del extremo largo de la cinta, que fijó en la parte baja de su espalda.
Entonces, finalmente, pudo cubrirlo todo con sus pantis. Había aprendido a ocultar y pegar muchos años antes, y ahora no le tomaba más de un par de minutos. Al principio lo hizo para evitar tanta repulsión al mirarse al espejo, y luego se dio cuenta de que con este arreglo se comportaba con más naturalidad, satisfecho de su desafío secreto. Ocultaba y pegaba, aún para cubrir la obra maestra con unos viejos y masculinos jeans.
Condujo erráticamente por las calles de Juárez. En un almacén de misceláneas, escogió cuatro piñatas al azar. Cuando el vendedor las puso en la parte trasera del jeep, y Adam vio espacio de sobra, pidió dos más. Luego desplegó el techo de lona para cubrir su pequeña arca de Noé. Tres jirafas, dos pequeños ponis semeojantes a perros obesos, y un Angry Bird que no era más que una enorme bola roja.
Deambuló un rato más por las calles sintiendo el escozor de la cinta bajo sus testículos. Decidió entrar a un pequeño mercado a comprar un six pack de Tecate.
Durante la espera en la fila de la frontera, palió los nervios con un Valium. Atravesó el retén, saludando con una sonrisa al oficial. En el radio, una melodía de Motörhead que no oía hacía mucho tiempo y que le daba la sensación conocida de omnipotencia. Lo había logrado. Era momento de celebrar con una cerveza. Luego de estrujar la primera lata y abrir la segunda, subió el volumen y aceleró a fondo.
Al recobrar la conciencia tras el accidente se escurrió gateando hacia afuera. Aún estaba muy drogado. A esa hora de la noche la autopista se veía desolada. Intacto, salvo por una raspadura en su codo derecho, Adam pudo darse cuenta de la gravedad de la situación: una delgada capa de polvo blanco cubría el asfalto. Acuclillándose detrás del jeep volcado, sintió el penetrante olor. Del interior de la carrocería, detrás del guardabarros trasero, seguía brotando el polvo que formaba pequeñas pirámides en el suelo. Su jeep era un enorme reloj de arena roto.
A unos metros del jeep volcado sobresalía el techo de lona que se soltó durante el accidente. Aplastada bajo la puerta desprendida, se divisaba la cabeza de una de las jirafas. Sus entrañas multicolores, desparramadas por la berma. No había rastro de los ponis, ni del Angry Bird, ni de la segunda jirafa. En medio de los vidrios, los Bubbaloos, los Mini Winis, los Tootsie Rolls y los Pelon Pelonetes de tamarindo, encontró su cajetilla de cigarrillos. La cocaína había dejado de caer. Descargó una patada contra la carrocería y los hilos de polvo volvieron a descolgarse. Fumó, caminando por el borde de la carretera con el pulgar izquierdo levantado. El siguiente auto en pasar se detuvo a recogerlo. Era una patrulla de policía.
Terminó en el borde de la autopista con la cara contra el pavimento y las manos esposadas a la espalda. Al levantar la cabeza, rozando el asfalto con el mentón, vio una conmoción de policías, patrullas, luces, las puertas traseras de una ambulancia abiertas de par en par y un oficial ensangrentado rodeado de paramédicos.
Lo jalaron del pelo para ponerlo de pie. Bajo sus pies crujieron vidrios pulverizados. Las articulaciones de sus hombros eran lo único que le dolía; trató de decirle al agente que le soltara las esposas, pero sus labios solo profirieron un murmullo ininteligible. Era como si tuviera la mitad de la cara anestesiada. El jeep negro volcado, con el panorámico hecho trizas, las latas chuecas y una puerta faltante, era un monumento a la desgracia. Quién sabía a dónde habían ido a parar las llantas delanteras.
Viajó hasta el pueblo más cercano en el asiento trasero de la patrulla, a ciento veinte kilómetros. Dos oficiales lo escoltaron hasta una sala donde le pidieron que se desnudara para requisarlo. Adam se frotó las muñecas maltratadas por las esposas y puso su camiseta sobre una mesa metálica. Luego acomodó sus botas tejanas lado a lado, en el suelo, con cierta solemnidad.
—Muévete, cabrón, que no tenemos toda la noche —dijo uno de los policías.
Tras retirarse las medias blancas y colgarlas sobre sus botas, levantó las manos en el aire.
—Los pantalones también, idiota —dijo el segundo oficial.
—Así está bien —soltó Adam con voz quebrada de ansiedad.
—Te vamos a poner a toser —dijo el primer policía sacando un par de guantes de látex—. Quítate la ropa.
Adam se mordió el labio. El miedo en su mirada crecía mientras se desabrochaba el cinturón. Después de quitarse los pantalones permaneció cabizbajo, con los brazos descolgados.
—¿Qué putas es esto? —preguntó el primer policía, que se acercaba a Adam con el rostro arrugado.
—¿Y cómo mierdas haces para orinar, cabrón? — soltó el segundo.
—¿Dónde está tu verga? —dijo el primero.
—Guardada —masculló Adam, y ambos policías estallaron en carcajadas. Era como haber aterrizado de nuevo en la secundaria. Sin levantar la mirada, Adam crispó los puños.
Después de la descarada burla, los policías se limpiaron las lágrimas de los ojos y recobraron el aliento. El escándalo atrajo a otros agentes curiosos. Quedaron perplejos: Adam, parado en el centro de la habitación junto a su ropa, exhibía sus bragas rosadas. Pero lo que más impactó a los policías fue la ausencia de un bulto bajo la tela.
—¿No tiene verga? —le preguntó uno de los recién llegados a los demás.
—Dice que la tiene guardada. Vamos, putita, quítate esos pantis y déjanos ver lo que hay debajo.
Con los ojos encharcados y las manos temblorosas, Adam se bajó las bragas. Los agentes vieron el complejo arreglo, con los trozos de cinta adhesiva plateada pegados de su vientre e ingles. Una especie de tanga hecha en casa, un precario cinturón de castidad, una aberración. Las risotadas volvieron a oírse, transformadas en aullidos de burla salpicados con aplausos sonoros. La vergüenza paralizó a Adam.
La puerta detrás de los policías se abrió con brusquedad y todos se giraron. Lágrimas de miedo, lágrimas incontrolables y traicioneras brotaron de los ojos de Adam. Parado en el marco había un hombre uniformado con una venda ensangrentada en la frente, un espeso bigote, mueca de desagrado y mirada iracunda. Los demás oficiales le abrieron paso y el hombre de la venda se acercó a Adam meciendo su cachiporra, pendenciero. Se detuvo frente a él para mirarlo de arriba abajo.
—¿Qué putas es esta mierda? —No hubo respuesta. El hombre comenzó a respirar en la oreja de Adam—. Me detuve a ayudarte y tú me tiraste al piso y me abriste la cabeza a patadas —susurró entre dientes.
—Te juro que no lo recuerdo...
—Ya te voy a devolver la memoria... —El hombre dio un paso atrás y señaló la entrepierna de Adam con la cachiporra. Girándose hacia sus colegas, dijo—: Quítenle esta mierda... Este... Lo que quiera que sea.
El hombre de los guantes de látex se acercó a Adam estirando la mano para retirarle el extremo de cinta de la ingle izquierda.
—Espera —rogó Adam—. No se puede retirar en seco. Si jalas esa cinta me vas a arrancar la piel de la verga… Se debe quitar bajo agua caliente.
—¡Por supuesto! —dijo el hombre retirando la mano teatralmente—. No caí en cuenta. Ya mismo doy la orden de que llenen una tina de agua caliente —las risas comenzaron a llenar el cuarto una vez más—. Tenemos sales del Himalaya y del mar Muerto. Aceite de hierbas y coco...