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Malas alumnas

Jamás había pensado que el silencio fuera una tortura. Pero en ese momento, lo era.

Sentada en el despacho de la directora Balzac, con Kate a mi lado, los labios apretados y los ojos cansados de sueño y de mirar a todos los rincones, esperaba en silencio. Aunque, a decir verdad, era un silencio relativo. Desde que esa primera mano había escapado de la tierra, el silencio se había extinguido.

No todos los cadáveres que habíamos revivido se habían dirigido a Little Hill, donde habían vivido o, al menos, donde habían residido sus últimos días. Algunos habían interiorizado mi deseo y ahora caminaban libres por los pasillos de la Academia Covenant.

Detrás de la puerta cerrada del despacho, de vez en cuando se escuchaban chillidos, pasos que huían y voces agitadas que recitaban encantamientos y hechizos. A veces, también se escuchaban sonidos extraños, como de huesos cayendo al suelo.

Llevábamos más de tres horas así. Y así nos mantendríamos hasta que llegaran mis tíos. Y eso requería bastante tiempo. En septiembre solían estar alojados en Shadow Hill, la residencia de verano de la familia Saint Germain, cerca del pueblo de Groombridge. Sabía muy bien lo que tardarían en llegar hasta aquí. Nosotras mismas habíamos realizado el mismo trayecto hacía poco más de una semana, cuando habíamos llegado a la Academia después de las vacaciones.

Mi tía Hester adoraba Shadow Hill, su hogar cuando la Temporada en Londres no había comenzado. Le encantaba caminar por los interminables jardines, tomar té en el cenador repleto de flores, celebrar bailes que se extendían hasta el amanecer. Era como un sueño para ella, así que estaba segura de que habría montado en cólera cuando la hubiesen arrancado de la cama para comunicarle que su hija y su sobrina habían despertado a más de cien muertos. Que, por cierto, no se mostraban muy colaboradores de volver al lugar al que pertenecían.

El Centinela de la directora Balzac observaba acusadoramente al mío. Sus ojos de búho, redondos, se parecían mucho a los de la mujer. Trece, sin embargo, lo ignoraba con esa manera única que poseían los gatos. Aunque en el fondo, él no fuera un gato en absoluto.

Sus ojos amarillos parecían brillar tanto como las llamas que titilaban en los candelabros del despacho, y su pelaje negro y blanco, corto en la mayor parte del cuerpo y largo en sus patas, se fundía con las sombras negras que despedían las inmensas estanterías de caoba, repletas de libros y tratados de magia. Además de la repisa y la gran ventana que se encontraba detrás del escritorio, con los cristales temblando por el viento, las paredes del despacho estaban cubiertas por cuadros y fotografías de antiguos profesores y directores. No me gustaba mirarlas demasiado. Cada vez que lo hacía, tenía la sensación de que sonreían con burla y me devolvían la mirada.

De pronto, un súbito murmullo hizo levantar la mirada a la directora. Por encima de los gritos, se escuchaba un rumor lejano que aumentaba conforme se acercaba al despacho.

Kate se irguió un poco en el asiento, tensándose, y me lanzó una mirada en el instante en que la voz sinuosa de Trece resonaba en el interior de mi cabeza.

Y ahora es cuando comienza el espectáculo.

No tuve tiempo de responderle. De golpe, la puerta de la estancia se abrió de par en par y la tía Hester entró acalorada, con el sombrero mal puesto y sin un peinado correcto. Tras ella, intentando seguirle el paso, estaba la profesora Moore, nuestra tutora. El que cerraba la marcha era mi tío Horace. También daba muestras de haberse vestido apresuradamente, apenas podía seguir el paso de las dos mujeres. Por el rubor que coloreaba sus mejillas, imaginaba que hoy habían tenido una de sus cenas interminables.

Antes de que cerrara la puerta a su espalda, me pareció ver corriendo por el pasillo a uno de los alumnos de primero, perseguido por un cadáver sin cabeza. Cuando desapareció de mi vista, solo quedó su aullido estrangulado por las cuatro paredes.

—Señores Saint Germain… —comenzó la directora Balzac, mientras se reclinaba hacia adelante. Su voz sonaba extrañamente calmada.

—¡Esto es un escándalo! —exclamó mi tía, interrumpiéndola. Prácticamente se arrancó el sombrero de la cabeza y dejó tras él un manojo de cabellos a medio unir. Su pelo rojizo y ondulado era igual al de su hija. Sus ojos, al contrario de los claros de Kate, eran oscuros, y ahora brillaban en ellos las llamas de los Siete Infiernos juntos. Mi prima tenía una figura suave y menuda, pero mi tía era rígida y alta, más incluso que mi tío Horace, y parecía construida a base de acero.

La tía Hester siempre iba a la última moda. Sus vestidos eran la envidia de todo Londres y de Shadow Hill, aunque era reacia a abandonar el polisón, como sugerían las nuevas corrientes. En sus dos residencias tenía cuatro vestidores, cada uno destinado a las distintas épocas del año. Sus amigas lo visitaban durante las cenas o los bailes como si se tratase de otro salón más. Por eso, desaliñada como iba, sin maquillar, con un vestido arrugado y su capa de viaje, no parecía ella. Su Centinela, un murciélago que siempre viajaba en su hombro cuando no había Sangres Roja cerca, aleteaba a un metro de distancia, nervioso.

—¿Por qué no se sienta, señora Saint Germain? —preguntó la profesora Moore. Señaló la única silla negra que quedaba libre, entre Kate y yo.

—Como comprenderá, después de que me saquen de mi cama a horas intempestivas, de viajar por unos infernales caminos sin un carruaje adecuado, prefiero permanecer de pie —contestó, golpeando con el tacón de su bota el suelo de madera—. Jamás, en toda mi vida, había visto una urgencia semejante. ¡Ni siquiera me han permitido llamar a mi cochero!

Mi tío inspiró hondo y ocupó él mismo la silla. Nos dedicó una pequeña sonrisa reconfortante antes de que su mujer lo fulminara con la mirada. Ella ni siquiera nos había echado un solo vistazo.

—Siento los inconvenientes que le hayamos hecho pasar, señora Saint Germain —repuso la directora, con su voz lenta, calculada—. Pero supongo que habrá comprendido la gravedad de la situación cuando ha sido testigo de cómo se encuentran los alrededores de la Academia. Y créame, en Little Hill están mucho peor. Hemos tenido que convocar a guardias del Aquelarre.

—Supongo que tampoco les habrá gustado que los saquen de la cama de esta forma tan horrible, por un asunto sin importancia —replicó mi tía, resoplando con disgusto.

—Señora Saint Germain, creo que no es consciente de lo que ocurre —intervino la profesora Moore. Estaba tan furiosa que sentía cómo el aire vibraba en torno a ella—. Su hija y su sobrina han revivido a todo el cementerio de Little Hill. Exactamente, a ciento setenta y tres muertos. Algunos, enterrados hace más de cien años.

—¿Ciento setenta y tres? —repitió mi tío; paseó su mirada entre su hija y yo—. ¡Eso es asombroso! ¿Y hablamos de cuerpos completos o…?

No pudo terminar la frase porque mi tía le propinó un empujón nada disimulado. Kate tuvo que bajar la mirada para que las sombras ocultaran su pequeña sonrisa y yo fingí un súbito ataque de tos para esconder una carcajada.

—Ciento setenta y tres cuerpos, con sus mentes y recuerdos intactos. —La directora Balzac hundió sus ojos redondos en mí, consiguiendo que la tos se me atragantase—. Es una gran proeza, he de admitir. Creo que incluso algunos de nuestros graduados no podrían realizar una invocación semejante. Requiere de una destreza y de un gran conocimiento mágico. Sobre todo, si tenemos en cuenta que utilizaron un conjuro para despertar fantasmas, y no a cadáveres. Lo que me hace sospechar que esto no ha sido más que una invocación que se les ha ido de las manos, ¿no es así, señoritas?

Kate y yo mantuvimos los labios sellados.

Mi tía suspiró con fuerza y agitó la mano en el aire, cada vez más hastiada.

—No sirve de nada llevar a cabo una invocación poderosa si no se puede controlar. Nosotros controlamos la magia, la magia no es la que nos controla a nosotros —añadió la profesora Moore—. Es una de las primeras reglas que les inculcamos.

Era verdad. Pero a mí nunca se me había dado bien escuchar.

—Los guardias del Aquelarre deberán borrar la memoria a todo el pueblo de Little Hill. Uno por uno. Sin embargo, ni siquiera eso podrá asegurarnos de que todos los Sangre Roja olvidarán el episodio. Hay viajeros nocturnos. Puede que incluso alguno de los resucitados se haya acercado a otro pueblo cercano… no podremos saberlo hasta que no se devuelvan todos los cuerpos a sus sepulturas. —Mi tío carraspeó con turbación y mi tía bajó el ritmo de sus paseos, algo tensa. Su Centinela no dejaba de agitar con furia las alas—. Como comprenderán, es un atentado importante contra la seguridad de los Sangre Roja y contra nuestra propia seguridad.

Al escuchar esa última palabra, mi tía detuvo al instante sus pasos nerviosos y mi tío alzó la mirada. Seguridad. Era un término importante y peligroso, sobre todo para nosotros. Los Sangre Negra habíamos sufrido mucho desde nuestra misma creación. Siempre habíamos sido menos numerosos frente a los Sangre Roja, pero, aunque sí éramos más poderosos, a lo largo de la historia habíamos sido los perjudicados. ¿A cuántos habían quemado en la hoguera? ¿A cuántos habían colgado de la rama podrida de algún árbol? ¿Cuántos se habían marchitado entre las paredes de piedra de alguna cárcel, esperando un juicio injusto? Después de tanto tiempo se había conseguido crear un equilibrio. Mantenernos en secreto, unirnos a los Sangre Roja como el agua y el aceite, unos junto a otros, pero nunca mezclados. Nuestra seguridad era lo más importante. Y ponerla en riesgo era el mayor de los delitos.

El Aquelarre era nuestro órgano de gobierno y el encargado de mantener esa seguridad… y de castigar a los que la pusieran en riesgo. De una forma u otra. No había piedad para los que ponían las vidas de sus semejantes en peligro. Daba igual que se tratase de un par de enamorados o de unas jovencitas que habían ejecutado mal una invocación, como nosotras.

¿Y si alguien, incluso un niño, escapaba de los guardias del Aquelarre y contaba que había visto a los muertos caminar por la noche? ¿Y si alguien nos había espiado desde sus ventanas y nos había observado andar desde el cementerio? Solo hacía falta un rumor, un susurro. La chispa para que la hoguera se prendiera y el incendio se extendiera, y arrasara con todo.

—Señores Saint Germain. —La directora Balzac se dirigía a mis tíos, aunque tenía su mirada clavada en mí—. Deben retirar la matrícula de su hija y de su sobrina de la Academia Covenant. Esta misma noche.

La tía Hester abrió la boca de par en par, lista para protestar, pero la directora continuó:

—Están expulsadas, pero podemos fingir que todo esto ha sido decisión suya. Si no lo hace, deberemos hacer su expulsión pública, con todo lo que conllevará para ellas… y para su familia.

¿Expulsadas? —repitió el tío Horace, lívido.

Kate me lanzó una mirada horrorizada, y yo, disimuladamente, deslicé la mano por nuestras faldas y le apreté con suavidad la muñeca. Estaba temblando, y no por el frío.

En toda la historia de la Academia Covenant, desde su fundación, hacía más de quinientos años, solo habían expulsado a un alumno por, como bien había señalado la directora Balzac, poner en peligro la seguridad del resto de Sangre Negra. Su nombre era Aleister Vale, el mejor amigo de mis padres. El mismo que terminó matándolos años más tarde.

Era una ironía cruel que su única hija corriera el mismo destino.

Trece dejó escapar un maullido desde su rincón al escuchar mis pensamientos. No sabía si aquello era una risa o un gemido. Tratándose de un demonio, nunca se sabía.

—No está hablando en serio —siseó la tía Hester; clavó las uñas en los hombros estrechos de su hija—. No puede expulsarlas.

—Les estoy ofreciendo la posibilidad de retirarlas de la Academia —corrigió la directora, sus ojos nos recorrieron uno a uno—. La señorita Kyteler, aunque no superó sus últimos estudios, sí los cursó. La señorita Saint Germain, por otro lado, podría recibir clases de una institutriz. Conozco a algunas de confianza, si les interesa.

Sabía que para la tía Hester, tan acostumbrada a que tanto los Sangre Negra como los Sangre Roja besaran el suelo que pisaba, esto era una gran afrenta. Casi un insulto. Los Saint Germain eran una de las familias más famosas en toda Inglaterra. Liroy, su primogénito, el hermano mayor de Kate y mi mejor amigo, había sido uno de los mejores alumnos de la Academia, se había graduado con honores. El propio Aquelarre estaba interesado en él, tal y como habían estado interesados en mis padres. Mi tía era muy poderosa; su hermana, mi madre, había sido la Sangre Negra más prometedora de toda su generación. Y Kate tampoco se quedaba atrás, era la alumna más sobresaliente de todo su curso.

Había demasiada magia contenida en ese pequeño espacio, demasiadas emociones. Los libros se sacudieron en sus estantes, un viento extraño empujaba los mechones de mi pelo oscuro, enredándolos, y las llamas de las velas oscilaban. El candelabro dorado que colgaba del techo se balanceaba de un lado a otro. Los Centinelas eran fieles reflejos de sus dueñas. El búho de la directora Balzac levantaba sus alas y el murciélago de la tía Hester enseñaba sus pequeños, pero afilados colmillos.

El único que parecía disfrutar con el espectáculo era Trece. Para variar.

—Sé lo importante que es para usted el decoro y las formas, señora Saint Germain —añadió la directora, aún calmada, aunque todo parecía vibrar a su alrededor—. Sabe lo que podría suponer un escándalo para una familia como la suya.

Claro que lo sabía. Todos los sabíamos, y yo estaba segura de que la tía Hester no permitiría que ocurriera.

Sus manos se separaron de los hombros de Kate, que se retorció un poco, dolorida, mientras su madre alzaba la barbilla, con los ojos fijos en la directora.

—Recoged vuestras cosas. Nos iremos ahora mismo.

Kate prácticamente saltó de la silla. Mi tío Horace dejó escapar un largo suspiro, se puso de pie e inclinó la cabeza frente a la directora y la profesora Moore. La tía Hester, por supuesto, ni siquiera les dedicó ni un solo parpadeo.

Yo me puse en pie, siguiendo a mi familia, que abandonaba con prisa el despacho.

—Eliza.

Me quedé helada. No sabía si la directora había susurrado algún tipo de hechizo a mi cuerpo para que me quedara paralizada, o lo que sentía derivaba de la sorpresa de escuchar mi nombre. Los profesores nunca se dirigían a los alumnos con sus nombres de pila.

—Parece que has conseguido lo que querías —dijo, con lentitud. Jamás la había oído tutear a nadie.

Traté de moverme, pero mi cuerpo no me respondió. Mis tíos y Kate ya habían salido del despacho. Los único que quedábamos éramos Trece y yo. Él había lanzado sus orejas hacia atrás, alerta al sentir la magia de la directora.

—Supe que este lugar no era para ti el mismo día en que tus tíos te trajeron a mi despacho. Sé que esta expulsión es como un regalo. La Academia te ha enseñado todo lo que ha podido. Es una pena que hayas arrastrado a alguien que sí necesitaba aprender mucho más —añadió mientras deslizaba los ojos por la espalda de Kate, que se alejaba por la galería.

Yo no separé los labios, y no porque su magia me impidiera moverlos. Ella me observó durante un instante más, antes de soltar un pequeño suspiro. Con un movimiento apenas perceptible de cabeza, me dejó libre.

Solté el aire de golpe. No me había percatado de que había estado conteniéndolo.

Hice una rápida y torpe reverencia y salí del despacho con prisa, en dirección al dormitorio que compartía con Kate para hacer el equipaje y no regresar jamás.

Mientras me alejaba con Trece pegado a mis talones, escuché a la profesora Moore suspirar:

—Por los Siete Infiernos, no se parece en nada a sus padres.