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Las ánimas de Seven Sisters

Despertar a los muertos no era una buena idea.

Daba igual cuál fuera el propósito. Nunca servía de nada. Lo único que se conseguía era aterrorizar a muchos Sangre Roja, volver dementes a los más sensibles y provocar dolores de cabeza. Aunque esa era mi idea cuando coloqué mi mano fría sobre la boca de Kate y la arrastré fuera de la cama.

—Ya hay muchos fantasmas en la Academia —dijo, alzando la voz para que el sonido del viento y de las olas al romper contra los acantilados no la ahogara.

—Son viejos y están aburridos. Ni siquiera asustan a los de primer curso —repliqué—. Sabes muy bien que los que son arrancados de la muerte no se comportan igual.

Yo misma lo había visto cuando era una niña y espiaba a través de las inmensas puertas de Shadow Hill, la mansión de campo de la tía Hester. Me apretujaba junto a Liroy y a Kate, mis primos, y nos turnábamos para observar a través de las cerraduras. Todavía ninguno de los tres era capaz de encantar las puertas para que se volvieran transparentes o de preparar alguna poción alquímica que acentuara nuestros sentidos, así que esa era la única manera de ver las reuniones que se llevaban a cabo en el salón de té.

Solían ser reducidas, casi nadie hablaba, pero eran mucho más interesantes que los grandes bailes que celebraban mis tíos durante la Temporada, en los meses de marzo a julio o agosto, cuando se celebraban los mayores eventos sociales en Londres.

En esas reuniones íntimas la mayoría de los que acudían eran Sangre Roja. Nuestras leyes nos permitían relacionarnos con ellos, tener amistades, incluso íntimas (Kate había visto una vez a la señora Holford muy entretenida con un vizconde sin una sola gota de magia corriendo por sus venas), pero nos impedían casarnos con ellos, tener descendencia y mostrar nuestros poderes.

Las sesiones de espiritismo que se llevaban a cabo en el pequeño salón de té de mi tía Hester tanteaban un terreno peligroso, pero nunca llegaban a sobrepasar la línea de lo prohibido. Al fin y al cabo, los invitados nunca sabían que era mi tía la que convocaba a los muertos, creían que la culpable era la médium estafadora que habían contratado esa vez y que siempre terminaba tanto o más asustada que el resto de los Sangre Roja.

Solían ser juegos inocentes, pero a veces los espíritus que eran convocados de vuelta al mundo de los vivos no se sentían felices de regresar, estaban asustados, o simplemente, querían vengarse de aquellos que los habían convocado. A veces eran visibles, otras, solo podían verlos los Sangre Negra como nosotros. Las tazas de té salían volando y se estrellaban contra la pared. En numerosas ocasiones, unas manos invisibles arrastraban las sillas, casi a punto de arrojar al suelo a sus ocupantes. Una noche, un espíritu que en vida había sido un ladrón de poca monta sujetó a una pobre Sangre Roja y la alzó de la falda, tirando de ella hasta subirla hasta el techo. La sostuvo en alto durante al menos media hora, mientras la pobre mujer se desgañitaba y hacía lo posible por cubrirse, aunque las capas y capas blancas que escondía bajo su vestido ocultaban todo lo que había que ocultar.

Kate y Liroy estuvieron revolcándose por el suelo, muertos de risa, mientras yo seguía con el ojo clavado en la cerradura. Recuerdo que, en el instante en que la tía Hester devolvía al fantasma al lugar en donde debía estar y la pobre mujer caía sobre la mesa del té, el espíritu miró en mi dirección y me guiñó un ojo.

Por supuesto, mi tía y mi tío Horace se encargaron de borrar ese suceso de la mente de sus invitados y, desde entonces, redujeron mucho esas sesiones de espiritismo que a los Sangre Roja tanto les fascinaba.

Por esa razón, Kate creía que mi idea no era buena. Sabía que no me iba a limitar a convocar a una sola ánima. Nuestra invocación sería diferente a la que había utilizado mi tía Hester tantas veces antes, o a las que habíamos realizado algunas veces de niñas, para divertirnos, en los primeros años de la Academia.

Pensaba despertar a todo el cementerio de Little Hill, un pequeño camposanto que se asentaba en lo alto de la colina más cercana a la Academia Covenant. Devolver fantasma a fantasma al mundo al que pertenecía iba a provocar muchos quebraderos de cabeza a los profesores y a la directora Balzac.

No nos quedaba mucho para llegar. Habíamos rodeado el pequeño pueblo de Little Hill. Las casas eran de piedra gris y los tejados de pizarra tan negra, que no se podía percibir dónde comenzaba el cielo y dónde los hogares.

Si alzaba un poco la cabeza, podía ver los bajos muros del cementerio a lo lejos, que casi colindaban con el borde del acantilado. Las cruces, los ángeles de enormes alas, se recortaban en el horizonte. Sus ojos de piedra parecían observarnos, aunque yo sabía que quien verdaderamente nos vigilaba no se encontraba frente a nosotras, sino detrás.

Le había pedido a Trece que se quedara en la cama y fingiera dormir. Si alguna profesora rondaba por nuestros dormitorios y no me veía, podía pensar que había ido al baño, pero si él también estaba desaparecido, sospecharía y daría la voz de alarma. A pesar de ello, él me había desobedecido y nos seguía a una distancia considerable.

Al fin y al cabo, había sido una petición estúpida. Nadie podía separar a un Sangre Negra de su Centinela.

No escuchaba ningún siseo detrás de mí, pero podía sentir sus ojos dorados que nos observaban en la distancia. Después de tantos años, todavía me preguntaba por qué había decidido quedarse conmigo aquella horrible noche, en la que desperté en mitad de una estrella de cinco puntas sanguinolenta, cerca de los cadáveres de mis padres y de sus propios Centinelas.

Mi tía Hester siempre iba a cualquier lugar con su Centinela subido en su hombro o escondido en sus pequeños bolsos de terciopelo y encaje. Mi primo Liroy consiguió el suyo cuando solo tenía cuatro años. Se suponía que solo los Sangre Negra más poderosos eran capaces de conseguir uno.

Sabía que mis profesores también se preguntaban cómo yo había logrado atraer a uno cuando observaban a Trece, acurrucado en una esquina de la clase, fingiendo dormir bajo su apariencia de gato.

Aceleré el paso y Kate tuvo que correr para alcanzarme. No me detuve hasta que no llegué a la pequeña puerta del cementerio. Era de un metal herrumbroso y el fuerte viento que tronaba aquí, en la cima, la había abierto. El camposanto casi parecía darnos la bienvenida.

—¿Traes el atado? —me preguntó ella, con un hilo de voz.

Asentí y le mostré la pequeña madeja de muérdago, nuestra hierba protectora, que guardaba en el bolsillo de mi túnica. Sin él no podría entrar en un cementerio o en una iglesia; sentiría un dolor que, poco a poco, se volvería insoportable. Los Sangre Negra no éramos muy bien recibidos en los terrenos santos.

Devolví el muérdago al bolsillo de mi túnica y me adentré en el cementerio, mientras mi prima se apresuraba a seguirme.

Un ligero escalofrío me estremeció cuando traspasé la línea que separaba el mundo del terreno sagrado, pero nada más. Ni una punzada de dolor, ni un ligero malestar.

A pesar de que era de madrugada y de que no llevábamos luz alguna con nosotras, el cementerio resplandecía bajo la luz de la luna, que permanecía llena en el cielo, observándonos. El viento que rugía se encargaba de alejar todas las nubes de ella y de doblar los cipreses con violencia; sus ramas más bajas acariciaban las sepulturas. Los ángeles que velaban algunas de las tumbas nos seguían con la mirada. Sus ojos de piedra casi parecían fruncidos, como si supieran lo que estábamos a punto de hacer. Las alas blancas que se extendían en sus espaldas frías y rígidas no parecían proporcionar consuelo, sino amenaza.

—Hagámoslo aquí.

Me detuve en un pequeño claro, justo en el centro del cementerio. Cerca de las tumbas que nos rodeaban había un par de bancos de hierro y madera, y un pequeño pozo del que extraer agua para las flores de los difuntos.

Sin decir palabra, comencé a cavar. Aunque los caminos no estaban asfaltados, la tierra era dura, y sentí su frialdad a pesar de los gruesos guantes. Podríamos haber utilizado algún hechizo, pero la invocación que íbamos a realizar exigía que nosotras mismas removiéramos la tierra. La magia siempre necesitaba algún tipo de sacrificio.

Kate se colocó a mi lado y me ayudó, en un silencio concentrado.

—Creo que es suficiente —murmuré, dando un paso atrás.

Del bolsillo de mi capa extraje un pequeño bulto blanco y alargado, que no se movió cuando lo dejé en el agujero que acabábamos de crear. Era un hueso que había robado del despacho de la profesora Moore. Una falange. Algo muerto, necesario para lo que íbamos a hacer.

Desde ese pequeño agujero que contenía el hueso, Kate y yo comenzamos a esbozar unas líneas en el suelo utilizando el tacón de nuestras botas. Nos separamos, cada una dibujando un elemento distinto.

Kate se encargó de dibujar la tierra, un triángulo invertido, con una línea horizontal y recta que lo partía en dos mitades desiguales. Yo, la sal, una de las Tres Bases de todo ser que representaba el agua y el aire. Su dibujo correspondía con un círculo partido por la mitad.

El diagrama que habíamos esbozado nos separaba y abarcaba prácticamente todo el cementerio. Cuando terminamos, Kate se encontraba en un extremo, y yo en el otro, las dos sudorosas a pesar del viento frío que hacía revolotear el borde de nuestras faldas. Tomamos aire y regresamos al lugar en donde reposaba la pequeña falange.

Bajé la mirada hasta el hueso y me quité el guante de mi mano derecha. Lo guardé en el bolsillo de la túnica y extendí la mano para que la luz de la luna se reflejara en mi Anillo de Sangre. Parecía una joya que podría llevar cualquier Sangre Roja, al menos, si no se observaba de cerca. Era dorado, algo grueso, y siempre debía llevarse en el dedo índice. Había muchas piedras preciosas que podían ir insertas en él, pero yo llevaba una esmeralda. Tenía la forma de un rombo y la punta de sus aristas era tan afilada, que con una simple caricia podía arañar la piel.

Los Sangre Roja utilizaban sus anillos como un adorno, nosotros los utilizábamos para hacernos sangrar. Siempre hacía falta derramar sangre para realizar una invocación o un encantamiento. Si deseabas conseguir algo, tenías que ofrecer algo a cambio.

No dudé cuando me quité el otro guante y acerqué el anillo a mi mano desnuda.

—¿Estás segura, Eliza? —preguntó Kate, a mi espalda.

—Si tienes miedo, puedes echarte atrás. —Le dediqué una mirada burlona—. Sabes que nunca te delataría.

—No estoy asustada —replicó, con el ceño algo fruncido—. Aunque no creo que esto arregle nada.

—Eso ya lo sé, pero no quiero arreglar nada. Quiero que este año sea para los profesores y para todos esos alumnos estirados un terrible y largo dolor de cabeza. —Mis ojos emitieron un destello peligroso—. Quiero que odien este lugar tanto como lo odio yo.

Kate asintió, con los labios apretados. Se quitó los guantes y su mirada descendió hacia el anillo, idéntico al mío. Sabía lo difícil que sería para mí estar otro año más en la Academia Covenant, sobre todo, sin Liroy. El curso anterior debía haber acabado mi formación, pero no logré superar los exámenes. Había sido la única de la clase que tendría que repetir curso, con todo lo que eso conllevaba. Sobre todo, teniendo en cuenta la familia de la que procedía.

Ni siquiera la perspectiva de compartir curso con mi prima Kate, con mi mejor amiga, consiguió que la noticia fuera menos dura. Así que sí, me harían repetir, me obligarían a atravesar otra vez esos pasillos oscuros y soportar risitas, miradas y murmullos, pero yo me ocuparía de hacer que se arrepintiesen.

—Vamos a despertar bellas durmientes —susurré, mientras Kate se colocaba a mi lado.

A la vez, las dos clavamos la punta de la esmeralda en la yema del índice. Tuve que apretar un poco, la piel de mis dedos estaba algo endurecida después de agujerearla durante tantos años. La primera vez que lo hice, con apenas siete años, me eché a llorar, algo asustada y dolorida. Ahora apenas sentía nada.

Una gota carmesí, prácticamente negra bajo la luz de la luna, creció poco a poco y pendió de nuestro dedo. Con un movimiento brusco, agitamos la mano a la vez y las gotas cayeron hacia el hueso. No hubo fallo. El hueso atrajo la sangre como un imán al metal, y su blancura desapareció bajo las gotas oscuras.

Ojos que duermen, que esperan,

abríos.

Oíd mi voz, que os lo ordena.

Nuestras palabras hicieron eco por todo el cementerio. El viento que rugía, de pronto, guardó silencio, como si también deseara escuchar nuestra invocación. El frío aumentó y dilapidó la escasa calidez de los últimos días de ese septiembre de 1895. Yo miré a mi alrededor, esperando.

Pero no ocurrió nada.

Deberían haber aparecido decenas de figuras de piel gris y resplandeciente, que flotasen a medio palmo del suelo. Pero solo estábamos Kate, yo y las tumbas de piedra.

—No lo entiendo —murmuró ella; se inclinó hacia el hueso—. El dibujo es perfecto. Las palabras eran las correctas.

Asentí. Kate, al contrario que yo, era una alumna ejemplar en todas las ramas de la magia, pocas veces se equivocaba en algún hechizo o encantamiento que conocía. Había sido una de las pocas seleccionadas para aprender la rama de las maldiciones, que solo se reservaban para unos pocos (yo, por supuesto, no fui una de las elegidas). Los hechizos, los encantamientos, la alquimia, las invocaciones, todo ello lo aprendíamos durante los años que duraba la Academia, pero de las maldiciones solo se hablaba durante el último curso. Los alumnos que las aprendían eran seleccionados cuidadosamente por los profesores. Tenían su propio lenguaje, su propio idioma, el que se hablaba en el Tercer Infierno: el Infierno de la Ira. Kate, si quisiera, podía hacer arder el mundo con unas palabras y una gota de sangre. Pero su espíritu era demasiado bondadoso para ello. Las pocas tachaduras que había en su expediente eran sin duda por mi culpa.

No separé los labios mientras ella examinaba el suelo. Yo conocía el diagrama, lo había estado practicando desde que había pisado la Academia, hacía apenas una semana. Sabía que el trazo era aceptable. Yo tampoco entendía por qué no funcionaba.

Estaba a punto de reclinarme sobre el hueso para observarlo de cerca, cuando escuché algo. Al principio me pareció un susurro, el viento, que volvía a levantarse, pero entonces, lo oí de nuevo.

Un crujido.

Intercambié una mirada con Kate. Ella también lo había oído. A la vez, bajamos la mirada y, de pronto, sin que nada o nadie lo tocase, el pequeño hueso se partió en dos.

La boca se me secó de pronto.

—¿Esto debía suceder? —pregunté, con la voz ronca.

Su silencio fue suficiente respuesta.

Oh, oh… susurró una voz burlona en mi mente.

Me volví y descubrí a Trece subido en una de las lápidas cercanas. Tenía la cabeza inclinada hacia un lado y sus ojos brillaban con algo que parecía diversión. Las manchas blancas de su pelaje destacaban sobre el negro.

Di un paso atrás, pero de nuevo, otro crujido reverberó en todo el cementerio. Pero en esa ocasión fue tan intenso que repicó hasta en mis huesos.

Kate lanzó un aullido y se acercó abruptamente a mí; señaló con su dedo ensangrentado algo en la lejanía, en el límite del cementerio. Yo seguí su mirada y mis ojos se abrieron de par en par.

Frente a la lápida más cercana a la salida del recinto, había aparecido algo. Una mano. Brotaba del suelo, poco a poco. Apenas eran unos pocos huesos recubiertos con algo de músculo y tendón. Detrás de esa mano, apareció un brazo, y tras él, un cuerpo hecho pedazos. Parecía un hombre, a juzgar por las escasas ropas que todavía lo cubrían… si quedase algo que cubrir. Apenas era más que un esqueleto recubierto con un poco de carne. Ni un solo pelo envolvía su calavera. Lo que quedaba de sus ojos se clavó en nosotras, arrancándonos una exclamación. Nos observó durante un instante, algo confuso, para finalmente dedicarnos una rigurosa reverencia. Después, se incorporó y salió corriendo del cementerio.

Él no fue el único.

Bajo nuestros pies, el suelo pareció vibrar de pronto. El hueso roto y manchado de sangre tembló y repiqueteó en su agujero.

A menos de dos metros de distancia, una niña que había muerto hacía solo unos días, según la inscripción de su lápida, apartó la tierra a manotazos y su tronco asomó por el terreno removido. Gruñó con esfuerzo, en un siseo espeluznante, hasta que logró liberar sus piernas. No sabía cómo había podido escapar de su ataúd, pero no sentía ningún deseo de descubrirlo.

Aunque su cuerpo parecía estar entero, sus ojos eran opacos y traslúcidos, y su piel estaba recorrida por hematomas negros y morados. Los huesos y los músculos le crujían de forma extraña con cada movimiento que realizaba.

Se volvió hacia nosotras.

—Muchas gracias, señoritas —dijo con una voz gastada que no pertenecía en absoluto a alguien de su edad—. Mi madre se alegrará mucho de volver a verme.

La verdad era que lo dudaba bastante.

Alzó su falda blanca por encima de unos tobillos ennegrecidos y nos dedicó una pequeña inclinación de cabeza antes de alejarse de nosotras con pequeños saltitos que sacudían todas y cada una de sus articulaciones.

Poco a poco, sin descanso, más manos surgieron de la tierra, acompañadas de cuerpos a veces descompuestos, a veces enteros, a veces no más que unos pocos huesos que se desarmaban y empezaban a agitarse.

Frente a nuestros ojos atónitos, cada uno de los habitantes del cementerio de Little Hill escapó de su encierro y atravesó la barrera que lo conectaba con el mundo de los vivos.

Nosotras nos quedamos inmóviles, en el mismo centro de nuestro diagrama de invocación, incapaces de articular ni una sola palabra. Nos miramos cuando el primer grito rasgó la quietud de la noche.

Los labios se me doblaron en una extraña sonrisa cuando murmuré:

—Creo que esto va a ocasionar más que un terrible dolor de cabeza.