Academia Covenant
Septiembre, hace veintisiete años

Bajé del carruaje de un salto y mis botas se hundieron en los guijarros.

Eran nuevas, pero la túnica que me cubría no, y el uniforme tampoco, aunque el año anterior había tenido mucho cuidado en no estropearlo demasiado. Por desgracia, había crecido varios centímetros ese verano y los pantalones negros me quedaban algo cortos. Y aunque eso había hecho gruñir a mi padre entre dientes (como si mi crecimiento fuera algo que yo controlase), a mí no me molestaba. Al menos, no ese día.

Una masa de alumnos atravesaba las inmensas puertas de madera de la Academia Covenant; sobre sus cabezas, flotando, otra fila interminable, esta vez de baúles, se internaba en el interior del gigantesco edificio de tejado negro. Sus ventanas eran cuchilladas oscuras y vidriosas entre las piedras blancas. A un lado, pero sin seguir la corriente, estaban las tres personas del mundo que más deseaba ver.

Mi Centinela soltó un largo maullido y se adelantó para encontrarse con los otros dos que esperaban junto a mi pequeño grupo de amigos. Yo seguí su camino con los ojos brillantes y una sonrisa ladeada.

—Estás preciosa, Sybil. Como siempre —añadí, mientras ella ponía los ojos en blanco y se abanicaba con sus manos enguantadas. El otoño estaba a la vuelta de la esquina, pero todavía hacía calor.

—Guárdate esas palabras para Hester. Ordenó a la criada que le hiciera un nuevo peinado que supuestamente lleva la reina Victoria. —Sus labios se curvaron en una sonrisa ladina—. La pobre está desesperada por captar su atención. —Ladeó la cabeza hacia el joven que se encontraba a su izquierda—. No soporta el hecho de que se vaya a graduar antes que él. Me ha dicho que lo echará terriblemente de menos.

Leo, a su derecha, apoyado en la fachada con los brazos cruzados, inclinó la cabeza hacia atrás y se echó a reír.

—Se supone que son las hermanas mayores las que se comportan con crueldad. Y tú eres la menor —dijo, antes de lanzarme una mirada divertida.

Yo le correspondí con otra, pero antes de que mis mejillas se calentaran, me volví hacia el joven que todavía no había pronunciado ni una palabra. Su pelo negro y liso bajo el sol despedía destellos azulados. Sus ojos eran más verdes que los prados de la academia.

Un par de alumnas lo observaron de soslayo cuando pasaron por su lado.

—Te veo bien, Vale —dijo, como si no hubiera pasado la mitad del verano en su mansión de campo, donde su familia vivía durante los meses más calurosos.

—Yo a ti también, Kyteler —respondí.

Y entonces, los dos nos echamos a reír. Y todos nos miraron. Porque siempre nos miraban.