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Lansdowne House

Cuando nos detuvimos en la esquina suroeste de Berkeley Square, frente a Lansdowne House, nuestra mansión, el sol se había elevado en el cielo. No sabía cuántas horas habíamos pasado en ese maldito carruaje, pero cuando por fin el cochero nos abrió la puerta para que bajáramos, apenas podía mantenerme en pie.

No había podido dormir por el traqueteo del camino y por los gritos de la tía Hester, que no cesaron ni durante un maldito minuto. Cuando cruzamos Londres, ella estaba afónica y todos teníamos un dolor de cabeza terrible.

—Necesito dormir —mascullé, mientras me cubría la cara con las manos enguantadas.

—¿Dormir? ¿Tú? —repitió la tía Hester, escandalizada—. ¿He podido dormir yo después de lo que habéis hecho? ¿Podré dormir yo después de la humillación que ha sufrido esta familia?

—No exageres, cariño —intervino el tío Horace, mientras se estiraba sin éxito el chaleco que se le había arrugado tras las horas de viaje.

—¿Exagerar? ¿Exagerar? —dijo ella, con afectación—. Querido, ¿puedo recordarte quién, aparte de estas dos jovencitas a las que no les importan mis pobres nervios, ha sido expulsado de la Academia Covenant? ¿Es necesario que diga su nombre en alto?

Mi tío palideció un poco.

—No. No será necesario.

Kate se encogió un poco y me lanzó una mirada preocupada, pero yo me limité a sacudir la cabeza. Esta vez, con un silencio que rebajaba un poco el martilleo de mi cabeza, atravesamos el camino empedrado hacia la entrada de la mansión.

Una vez que llegamos a la enorme puerta de entrada, construida con roble macizo, el cochero bajó los baúles y las maletas que Kate y yo habíamos llevado una semana antes, con todas nuestras pertenencias para un curso completo. La manga de encaje del uniforme que habíamos llevado durante tantos años asomaba de uno de los baúles que no había cerrado bien, y Trece jugaba con ella, arañándola.

Normalmente, nuestro mayordomo estaba atento a los visitantes, y pocas veces las manos de alguien llegaban a rozar la campanilla antes de que él abriera, pero esta vez, la puerta no se movió cuando mi tía se detuvo frente a ella. Con un resoplido, tiró con fuerza de la campanilla y esta hizo eco en el silencio.

Nosotros esperamos, mientras el cochero terminaba de bajar el equipaje y lo depositaba a un par de metros de donde nos encontrábamos. Seguimos esperando, mientras el hombre volvía a subirse al carruaje, azuzaba a los caballos y desaparecía por las puertas de hierro que cercaban la parcela de la mansión. Como no había nadie junto a ellas, el hombre tuvo que bajar del vehículo para cerrarlas él mismo.

Y nosotros seguíamos esperando.

—¿Dónde se ha metido el personal? —tronó la tía Hester—. Qué desvergonzados, ¿cómo se atreven a hacernos esperar?

La realidad era que, con un hechizo sencillo, ella podía abrir la puerta principal, pero era cuestión de principios. Mi tía Hester se negaba a realizar algo si otra persona podía hacerlo por ella.

Al cabo de un par de minutos interminables, escuchamos pasos lejanos que se acercaban con premura a nosotros. Y, de pronto, la puerta principal se abrió, mostrando a mi primo Liroy con su camisa de dormir y en ropa interior. Su Centinela no lo acompañaba.

Sus ojos se abrieron de par en par con una mezcla de horror y sorpresa.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—¿Cómo puedes abrirnos la puerta en este estado, hijo? ¡Alguien podría verte! —exclamó la tía Hester. Lo empujó hacia el interior mientras echaba un vistazo por encima de su hombro—. ¿Dónde está el servicio?

Nos adentramos en el enorme vestíbulo. El suelo, recubierto de azulejos, repletos de motivos geográficos negros y blancos, no se encontraba tan lustroso como solía estar, y al pisar sobre él, las suelas de mis botas se quedaron pegadas. Detrás de un banco de caoba oscuro, llegué a ver una copa, todavía rellena de un líquido amarillento. Champán, quizás. Las cortinas de color bermellón, pesadas y corridas, que cubrían las ventanas de guillotina, cargaban todavía más la estancia. Cuando inspiraba, el aire me sabía dulce y agrio a la vez. Desde las molduras, las caras de unos niños nos observaban con una sonrisa juguetona en los labios que, sin color ninguno, parecía un poco macabra. Habían sido ángeles en un inicio, pero mi tía ordenó que les arrancasen las alas de escayola.

Liroy esbozó una mueca, avergonzado, y se pasó la mano por su lustroso pelo negro, aunque en ese momento lo tenía hecho un desastre.

—Les di el día libre.

—¿Qué? —exclamó ella. Se llevó las manos al pecho—. ¿A todos?

—Se supone que os quedaríais en Shadow Hill hasta el inicio de la Temporada —respondió él, excusándose—. Yo no necesito tantas atenciones como tú, madre. Apenas salgo de mi cuarto, estudio durante todo el día.

Aunque parece que sus noches son más entretenidas, susurró Trece en mi cabeza.

Arqueé una ceja y clavé los ojos en las marcas rojizas que tenía por el cuello y parte del pecho que asomaba por su camisa desabrochada. Él captó mi expresión y movió los labios, deletreando un nombre que yo conocía muy bien. Cuando sus padres no lo miraron, señaló hacia los pisos superiores, hacia su habitación.

Casi tuve que contener una sonrisa. Vaya, parecía que yo no era la única Sangre Negra que había hecho cosas malas.

—Lo siento mucho, Horace —comentó mi tía, suspirando. Se giró hacia su marido—. Pero tendrás que encargarte tú mismo del equipaje.

Ni siquiera le dio tiempo a contestar. Se adentró un poco más en el vestíbulo y dobló hacia el pequeño salón donde solía recibir las visitas más breves. Su Centinela aleteaba en su hombro, contemplando todo con el mismo hastío que ella. Apenas transcurrieron un par de segundos antes de que su voz se alzara de nuevo.

—Por los Siete Infiernos, ¡¿qué clase de ritual satánico has organizado?!

Liroy alzó los ojos al techo, tan cansado como nosotras. Se aproximó lo justo para susurrarnos:

—La entretendré.

Estuve a punto de separar los labios para preguntarle por qué, cuando vi aparecer una cabellera rizada en lo alto de la escalera. Kate, a mi lado, se llevó las manos a la boca y enrojeció por debajo de sus dedos delgados.

Thomas St. Clair bajó los escalones de dos en dos, descalzo, con los zapatos en una mano y lo que quedaba de su pajarita, en la otra. De su sombrero y su abrigo no había ni rastro. Llevaba los rizos disparados en todas direcciones y los ojos brillantes por la excitación. No parecía avergonzado en absoluto.

De puntillas, corrió hacia nosotras y se detuvo solo para dedicarnos una ligera reverencia. Mi tía, en el salón de al lado, totalmente ajena al joven que pasaba frente a nosotras con la camisa abierta, seguía preguntándole escandalizada a Liroy cómo había acabado la mansión en ese estado.

—¿Una noche movidita, señoritas? —preguntó, con un guiño.

—Eso deberíamos preguntarle a usted, señor St. Clair —repliqué, arqueando una ceja, mientras el rubor de Kate se multiplicaba.

Él nos dedicó una sonrisa juguetona y atravesó el umbral en el momento en que mi tío Horace hacía flotar, con un hechizo, nuestros baúles, que se elevaron hasta la altura de su cadera. Aunque algunos Sangre Roja caminaban por Berkeley Square, los altos muros, la amplitud de la parcela y el follaje del jardín nos protegían de miradas indiscretas.

—Buenos días, señor —saludó Thomas, educado como siempre.

El hechizo de mi tío falló de pronto y mi baúl cayó al suelo a causa de la sorpresa. El ruido atrajo a mi tía, que se asomó desde el salón, sobresaltada por el estrépito.

—¿Y ahora qué ha ocurrido?

Mi tío desvió la mirada fugazmente hacia Liroy, que gesticulaba exageradamente tras mi tía Hester.

—Nada, querida —respondió mientras introducía con rapidez todo de vuelta al interior baúl—. Absolutamente nada.

—Eso espero —dijo ella, acercándose de nuevo a nosotras, sin ver la cabellera rizada que se alejaba con brío de la puerta principal—. Porque aquí no ha pasado nada. Este viaje en mitad de la noche no ha sido más que un capricho mío, y Kate y Eliza no han sido expulsadas de la Academia, nosotros hemos decidido que la formación de Kate no era la adecuada y hemos decidido que vuelvan a casa para recibir la mejor educación. En cuanto a Eliza… —Sus ojos se clavaron con fuerza en mí, mientras Trece jugaba con mi ropa interior, alejándola de las manos de mi tío—. Hemos decidido que no era opción para ella repetir curso. Con su herencia natural, creemos que está perfectamente formada y que ya tiene la edad suficiente para presentarse en sociedad. ¿Estoy siendo clara?

Palidecí, comprendiendo de golpe lo que aquello significaba. Presentar a una joven en sociedad solo podía significar una cosa: matrimonio. Y si a Kate le encantaba espiar a través de los barrotes de las escaleras las fiestas que mis tíos llevaban a cabo tanto aquí como en Shadow Hill, a mí me aburrían soberanamente. Siempre terminaba quedándome dormida sobre los escalones mientras mi prima observaba las copas de champán, los bailes y los músicos con los ojos brillantes.

—Todavía quedan meses para que empiece la Temporada. Apenas estamos en septiembre —mascullé, con los dientes apretados.

—Nos tendremos que conformar con la Pequeña Temporada, entonces. Por supuesto, no habrá tantos eventos sociales y me temo que el tiempo no nos acompañará. Pero quién sabe, quizás algunos pretendientes decidan regresar del campo.

—Tengo solo diecisiete años.

—La edad perfecta para una presentación en sociedad —replicó mi tía de inmediato.

Noté la magia chispear entre mis dedos. Por encima de mi cabeza y la de mi tía, el enorme candelabro de bronce de la entrada se agitó, aunque ni una ligera brisa entraba por la puerta abierta.

—No me puedes hacer esto —murmuré.

—Querida sobrina —suspiró mi tío—. ¿Qué pensabas que sucedería cuando levantaste a todos esos pobres muertos del cementerio?

En primer lugar, sin duda, que no me expulsarían. Aunque claro, eso habría ocurrido si la invocación hubiese salido como la había planeado. Después, mientras las palabras de mi tía me acuchillaban la cabeza en el carruaje, creía que podría buscar algún trabajo o quizás regresar al campo donde siempre me había sentido en paz. Pero sin haber terminado la Academia, no me aceptarían en ningún puesto importante, ni siquiera podría tener un puesto menor en el Aquelarre. A mí no me importaba realmente, pero sí a mis tíos, por supuesto. Una Kyteler como yo debía alcanzar un puesto de prestigio y si no, como había decidido mi tía Hester en su momento, tendría que convertirse en una esposa ejemplar.

—Tienes la edad adecuada. No podrás quedarte eternamente con nosotros, a menos que quieras que la gente hable. Y ya sabes lo que le gusta hablar. —Arqueé las cejas, pero mi tía no captó la indirecta—. Necesitas buscar a alguien y un lugar para crear tu propia familia.

Era demasiado. Mucho más que demasiado. Kate me lanzó una mirada preocupada y Liroy alzó las manos, listo para poner paz, como siempre, pero yo fui más rápida. Sin pronunciar ni una sola palabra, comencé a andar en dirección a las escaleras.

—¿A dónde crees que vas? —preguntó mi tía.

—A dormir.

—He dicho que…

—Aquí no ha pasado nada, ¿no es cierto? —pregunté, repitiendo sus palabras—. Ya que así ha sido, voy a acostarme porque estoy agotada. No os molestéis en despertarme.