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Revelación

Yo era famosa incluso antes de nacer.

Cualquier hijo de Marcus Kyteler y Sybil Saint Germain iba a serlo. Habría dado igual si hubiese sido niño, o si hubiese tenido el pelo rubio, a pesar de que era algo que los nuestros detestaban. Recordaba demasiado a los ángeles, solían decir. A veces, traía mala suerte.

Las comadronas Sangre Negra se habían peleado por acercar a mi madre a sus salas de nacimiento. Querían traer al mundo con sus propias manos a alguien al que ya muchos bautizaban como «el futuro de la magia».

Por desgracia, fui una decepción desde el principio. Después de un parto complicado, nací demasiado pequeña, demasiado débil, y mis padres tuvieron que contratar a cuidadoras para vigilarme día y noche, durante casi un mes. Cuando por fin el peligro pareció pasar y el mundo me conoció, seguí sin ser lo que se esperaba de mí. Los encantamientos, las pociones alquímicas y los ungüentos que habían extendido por mi pequeño cuerpo, me habían provocado manchas azules en la piel, y el poco pelo que había tenido al nacer, se me había caído por completo. Ni siquiera era risueña. Al parecer, el tiempo que no pasaba durmiendo, lloraba sin control, con unos chillidos tan agudos que espantaban a todas las visitas. Ni siquiera llegaban a terminarse la taza de té. Todos se sentían un poco desconcertados. Al parecer, las hijas de los héroes debían ser hermosas y tener cierto decoro, aunque solo supieran balbucear.

Con el tiempo, las manchas de mi piel desaparecieron y el pelo volvió a crecerme, pero seguí siendo una niña difícil. Cuando tenía cinco años, escuché por primera vez una frase que se repetiría a lo largo de toda mi vida y que me terminaría cansando de escuchar: «No se parece en nada a sus padres».

Tenían razón, no podía negarlo.

Físicamente, no me parecía a ellos. No había recibido el precioso pelo anaranjado de mi madre, abundante y lleno de rizos, ni el de mi padre, negro y liso, que resplandecía cada vez que los rayos de sol se reflejaban en él. Al contrario, mi larga melena era lacia y de un marrón opaco, que no reflejaba ni un solo rayo de luz, incluso en los días más luminosos. Mis padres tenían los ojos claros, grises y verdes, pero los míos eran de un azabache tan intenso que apenas se distinguía el iris y la pupila, lo que me hacía tener una expresión un tanto extraña.

Y luego, estaba el tema de la magia.

El mundo creía que, aunque no fuera esa niña preciosa y buena que se suponía que debía ser, sería un auténtico genio. Muchos pensaban que tendría mi Revelación, mi despertar como Sangre Negra, cuando no fuera más que un bebé.

Al fin y al cabo, mi padre la tuvo el mismo día que nació. Con un solo roce de sus dedos, convirtió la madera de la cuna en oro. Mi madre no fue tan precoz, pero, aun así, también tuvo una de las Revelaciones más prematuras registradas. El día que cumplió su primer año, apareció en el salón de mis abuelos, llorando y arrastrando un viejo oso de peluche, que se había vuelto rígido y pesado, recubierto por una gruesa capa dorada.

Los Sangre Negra solo podrían cubrir de oro lo que tocaban las primeras veces que manifestaban su magia. Después, nunca podrían volver a hacer nada parecido. A pesar de lo que creían los Sangre Roja y de las leyendas que circulaban sobre nosotros, con nuestra magia no podíamos conseguir bienes, solo realizar acciones.

Sin embargo, en mi caso, los meses fueron pasando y no di muestras de poseer ningún don particular. Cumplí el primer año, después el segundo, y más tarde el tercero. Y a pesar de que el tiempo seguía pasando, yo seguía sin poseer ni un ápice de magia corriendo por mis venas.

Mis padres empezaron a preocuparse cuando los hijos de sus amigos, mi primo Liroy o Kate, que tenía un año menos que yo, comenzaron a tener sus Revelaciones. Y cuando cumplí los cinco, a tan solo un año de comenzar con mi instrucción básica, decidieron que ya era hora de llevarme a un sanador.

Era muy extraño que dos Sangre Negra tuvieran un hijo sin el don de la magia. Pero lo era aún más cuando los padres eran prodigios. No solo habían tenido las Revelaciones más tempranas de la historia; habían sido grandes alumnos de la Academia y al graduarse, formaron parte de los Miembros Superiores del Aquelarre, el mayor órgano de gobierno de nuestro mundo. Además de ello, habían publicado varios códices relacionados con la alquimia y las maldiciones, y habían creado encantamientos e invocaciones. De no ser por ellos, además, no se habría capturado a Aleister Vale.

Aunque medio mundo me observaba, preocupado, yo disfrutaba de mi libertad. Era pequeña, pero ya tenía claro que no quería ser una Sangre Negra, una bruja, como nos llamaban los Sangre Roja. Comenzaba a entender lo que ello significaba. Lo veía en Liroy y Kate, mis primos. Cuando Liroy cumplió los seis años, lo enviaron a la Academia Covenant, un internado que se encontraba en Seven Sisters, en Sussex. Estaría fuera, alejado de todos nosotros, hasta las vacaciones de invierno.

Los niños Sangre Roja, como llamábamos a todos los mortales sin magia, recibían su educación en casa, junto a las institutrices, o bien en escuelas. Sabía que no sería divertido, pero prefería eso que pasar meses y meses lejos de mi hogar, perdida en un edificio monstruoso en la cima de un acantilado gigantesco. Por las noches, en mi casa, recordaba la cara pálida de Liroy, mientras su hermana Kate lloraba desconsolada y hacía lo posible por saltar al carruaje y marcharse con él.

El tiempo siguió pasando y a pesar de los esfuerzos de mis padres, y de la preocupación del resto de mi familia, no tuve ninguna Revelación. Seguí siendo tan vulgar como el resto de los Sangre Roja.

El día que cumplí los seis años, mis padres decidieron buscarme una institutriz. No era un asunto fácil, no había muchas institutrices Sangre Negra y, además, yo realmente no poseía ninguna magia que debiera controlar. Pero contratar una institutriz Sangre Roja era peligroso. Aunque éramos cuidadosos y pocas veces nos descubrían, había ocasiones en las que alguien era testigo de algún encantamiento, de algún hechizo, y entonces, se le debía borrar la memoria. Generalmente, era un encantamiento sencillo, pero se debía realizar rápido. Cuánto más se tardase en hacer desaparecer de sus mentes todo aquello relacionado con la magia, peor sería. Mi propia familia lo sabía muy bien. Pero ese no era el único problema, borrar la memoria muchas veces a un Sangre Roja también podría terminar afectando sus propios recuerdos.

Mis padres eran Miembros Superiores del Aquelarre, podían ejecutar ese encantamiento hasta dormidos, pero no creían que fuese buena idea que una institutriz Sangre Roja acudiera a nuestra mansión y tuvieran que borrarle la memoria cinco veces a la semana.

Por suerte, el asunto se resolvió gracias a lady Constance. Era una vieja amiga Sangre Roja de mi tía Hester, la hermana mayor de mi madre. Su hija, Charlotte, tenía mi misma edad, y había comenzado hacía poco a recibir clases por parte de una institutriz que le habían recomendado. Al parecer, se sentía sola. No tenía hermanos y quería compartir las clases con alguien más.

Fue la propia Lady Constance quien le ofreció a mis padres que yo acudiera cada mañana a su domicilio, que se encontraba a solo unos quince minutos andando. Sabía que, de ser yo como el resto de los Sangre Negra, nunca lo habrían permitido. Pero tenía la ligera sensación de que querían apartarme de su vista. Apenas pasaba tiempo con ellos; trabajaban mucho y, cuando no lo hacían, acudían a cenas o bailes hasta muy tarde. Muchas veces los esperaba despierta, a la espera de que cuando regresaran, me dieran un beso de buenas noches. Pero casi nunca lo hacían. Se limitaban a abrir un resquicio de la puerta de mi dormitorio, me observaban un instante mientras yo fingía dormir, y después volvían a cerrar la puerta. Para ellos, era una gran decepción.

Mientras todos se compadecían de mí y sentían lástima por mis padres y mi ilustre familia, yo sonreía más que nunca. Me veía por fin libre de ese lastre que me había perseguido desde el día de mi nacimiento. No tenía que ser una Sangre Negra. No tendría que ser como mis padres.

A pesar de que la señorita Grey, nuestra institutriz, era dura y apenas nos dejaba hablar durante las clases, Charlotte y yo en apenas una semana nos volvimos inseparables.

No podía sentirme más feliz durante las mañanas que compartía con ella, la señorita Grey y Lady Constance. Estaba dentro de un grupo que me aceptaba como una más, libre por fin de tantos recelos y rumores susurrados a los oídos. Cuando no tenía más remedio que soportar las reuniones y las cenas junto a otros Sangre Negra en la casa de mis padres, y me obligaban a estar con el resto de los niños, que ya conseguían hacer flotar algunos jarrones o invocaban sin querer el alma de algún muerto, ni siquiera movía los ojos para mirarlos.

Para mí ya no existían.

Ya no tenían que ver nada conmigo.

Por desgracia, todo cambió una noche, justo antes de envolverme entre las sábanas.

No duró ni un segundo, pero en el momento en que lo sentí, supe que todo se había acabado. Que acababa de tener mi Revelación.

Todo sucedió cuando toqué un cojín de terciopelo para dejarlo a un lado. Algo parecido a un escalofrío, pero más hondo y abrasador, me recorrió desde la raíz del pelo a la punta de los pies, y me dejó mareada y sin aliento.

Cuando parpadeé y bajé la mirada hasta las manos, el cojín se había cubierto de oro.

Lancé un grito desgarrador y me puse de pie. Retrocedí hasta darme contra la pared. El cojín de oro cayó al suelo y produjo un repiqueteo que la gruesa alfombra amortiguó en parte.

Era una Sangre Negra.

Era una bruja.

Como mi célebre madre.

Como mi famoso padre.

Me había equivocado. La pesadilla no había terminado. Acababa de comenzar.

Aunque el resto del mundo no tenía por qué enterarse.

Tragué saliva y, con el corazón latiendo en mis oídos, me acuclillé y empujé el cojín de oro. Lo escondí debajo de los encajes y doseles que colgaban de mi cama. Lo observé con fijeza y desvié la mirada hacia mis manos, pero nada parecía haber cambiado en ellas. Quizás no había sido más que un error. Otro más que había cometido la decepcionante Eliza Kyteler.

Sacudí la cabeza, soplé las llamas que oscilaban en las velas y me acosté. Aunque cerré los ojos, no dormí nada en toda la noche.

A la mañana siguiente, lo primero que hice fue arrodillarme junto a mi cama y mirar por debajo de ella. Por desgracia, el cojín seguía allí, resplandeciendo levemente entre las sombras.

—¿Señorita Eliza?

Me volví bruscamente hacia Lotte, una de nuestras doncellas, que me observaba con el ceño fruncido junto a la puerta de abierta. Entre sus manos llevaba una jarra de agua para asearme. No la había escuchado acercarse.

—¿Ocurre algo?

—No, nada —contesté, esbozando una sonrisa débil.

Aquella mañana apenas pude desayunar. Aunque mis padres no me prestaban mucha atención, mi madre me preguntó si me encontraba mal cuando me vio apartar el plato que apenas había tocado. Yo me limité a sacudir la cabeza, consiguiendo que ella frunciera el ceño tal y como Lotte había hecho.

Cuando llegué al hogar de Lady Constance, apenas pude sonreír. Estaba tan asustada que no me atrevía a tocar nada. Sabía que una vez que había tenido una Revelación, no dejaría de transformar objetos hasta que me inscribiesen en el registro de los Sangre Negra y me dieran la Panacea, que me arrebataría la capacidad de transformar cualquier cosa en oro, controlaría esa magia indómita que ahora corría desbocada por mis venas, y me daría la capacidad para controlar mis nuevos poderes.

Había estado tan distraída que había olvidado traer mi pluma.

—¿Qué sucede? —me preguntó la señorita Grey, cuando vio que no seguía sus órdenes y me limitaba a mantenerme quieta, observando la hoja en blanco de mi cuaderno.

—He… he olvidado mi pluma —murmuré, pálida.

—Yo puedo prestarte una —contestó Charlotte. Abrió su estuche y me la ofreció.

—No… no hace falta —me apresuré a decir, arrastrando la silla por el suelo para alejarme de ella.

—¿Qué tontería está diciendo? —La señorita Grey apretó los labios, impaciente—. Acepte la pluma y comience a escribir. No quiero que nos retrasemos.

Observé a Charlotte, aterrorizada, con el brazo firmemente pegado a mi cuerpo. ¿Qué ocurriría si transformaba sin querer su propia pluma en oro?

—¿Eliza? —preguntó, extrañada. Se acercó más a mí.

Me eché abruptamente hacia un lado, teniendo cuidado de no rozarla siquiera. Ella me miró durante un segundo, sorprendida, antes de resoplar con enfado y dejar la pluma sobre la mesa.

La observé, torturada, con las manos convertidas en puños, temblando en el aire, sin ser capaz de apoyarlas en ningún lado. Después, con mucha lentitud, fui desviando la mirada hacia la pluma que reposaba con inocencia sobre la mesa de madera, al lado del tintero.

No me atrevía a rozarla siquiera.

—Señorita, ¿a qué espera para comenzar a escribir?

La institutriz me fulminaba con los ojos, pero la mirada de Charlotte era la que más pesaba. Notaba las mejillas rojas y brillantes, y la espalda empapada de un sudor frío que mojaba la tela de mi pomposo vestido amarillo.

Con la mano temblando con violencia, la acerqué al suave pelaje gris de la pluma y la rocé apenas con las yemas de los dedos. Esperé, con el corazón en un puño, pero nada ocurrió. La pluma no se transformó, ni siquiera cuando la sujeté con fuerza.

La señorita Grey suspiró y volvió su atención al libro que sostenía entre las manos.

Yo seguía paralizada, con los dedos mojados de sudor, sintiendo cómo la pluma se iba resbalando poco a poco de ellos. No hubo ningún nuevo estremecimiento como el que había sentido la noche anterior, ni ningún escalofrío. Eso sí, tuve cuidado en no tocar a nadie. Ni siquiera a Charlotte, que no dejó de observarme recelosa hasta el final de las clases.

Cuando terminamos, Lotte, la criada, todavía no había venido a por mí, a pesar de que siempre había sido puntual. Sabía que no podía marcharme sola, aun cuando vivía a tan solo quince minutos de paseo, pero tampoco deseaba quedarme. Tenía miedo de sufrir otra Revelación.

Lady Constance entró en la biblioteca donde recibíamos clase y comenzó a hablar con la señorita Grey, que la informaba sobre el progreso de Charlotte. Aprovechando que estaban distraídas, me deslicé por mi silla y caminé hacia la ventana más próxima. Observé la calle. Deseaba ver la delgada cara de Lotte doblar la esquina.

Charlotte me siguió y se aproximó demasiado a mí. Sus ojos marrones despidieron fuego cuando me miraron.

—¿Ya no quieres ser mi amiga? —preguntó, con los labios apretados—. Hoy no has dejado que me acerque a ti.

El corazón se me detuvo cuando vi las primeras lágrimas aflorar en sus ojos.

—Claro que quiero seguir siendo tu amiga —me apresuré a decir.

Charlotte apartó la mirada y se llevó las manos a los ojos, se limpió las lágrimas a manotazos. Su cara entera se había vuelto de un rojo brillante y había atraído la atención de su madre y de la señorita Grey, que habían dejado de hablar para observarnos sin disimulo.

—Estás mintiendo —sollozó.

—Charlotte, nunca te mentiría. Eres muy importante para mí, y…

Supe que había cometido un gran error cuando la tomé de la mano. Lo supe en el preciso instante en que su piel tocó la mía y me produjo un enorme escalofrío, el mayor que había sentido hasta entonces.

No sé si ella también lo percibió, pero sus ojos se abrieron de par en par y me observaron, con horror. Intentó separarse de mí, pero antes de conseguirlo ya se había convertido en una estatua de oro.

Me quedé paralizada, observándola con las pupilas dilatadas, incapaz siquiera de respirar.

El grito me llegó desde muy lejos, a pesar de que la señorita Grey estaba justo detrás de mí.

Me volví hacia ella, con lentitud, y la vi retroceder a toda velocidad para esconderse entre las estanterías de la biblioteca. Miraba primero la estatua dorada en la que había convertido a Charlotte, para después observarme a mí y gritar. Lady Constance se arrojó de rodillas contra su hija, pasando sus manos una y otra vez por esa carita que se había quedado congelada en un matiz dorado, con los labios entreabiertos por la sorpresa y la mirada velada por el pavor.

—¿Qué…? ¡¿Qué has hecho?!

Ellas no lo sabían, pero transformar accidentalmente a una persona en una Revelación era más normal de lo que parecía. Mi primo Liroy había cubierto de oro a su propio padre mientras tomaba el té.

Tendría que haberlas calmado; tendría que haberles asegurado que Charlotte no corría peligro, que no sería una estatua de oro para siempre. Pero no lo hice. Retrocedí abruptamente en dirección a la puerta de salida, sin mirar atrás, tirando algunas macetas, jarrones y libros. Todo lo que tocaban mis manos, aun sin querer, se recubría con un tono dorado.

Ahogué un gemido y eché a correr.

Atravesé el enorme pasillo y bajé la escalera principal; salté los peldaños de dos en dos. Cuando llegué al recibidor, me encontré al mayordomo de la familia. Pasé por su lado. Él consiguió sujetarme, pero al rozar mi piel corrió el mismo destino que Charlotte.

No agarré mi abrigo, a pesar del frío que hacía aquella mañana, y salí a la calle sin dejar de correr. Estuve a punto de arrollar a un par de viandantes, pero me detuve a tiempo, los esquivé y seguí corriendo sin parar, sin rumbo fijo. Solo deseaba desaparecer, me odiaba por lo que había hecho.

No sé cuánto tiempo estuve huyendo, pero, poco a poco, el Londres que conocía comenzó a desaparecer. Los edificios amplios y blancos, de elegantes enrejados y suelos limpios, comenzaron a transformarse en casas bajas, de color marrón, manchadas de hollín. Los suelos se llenaron de charcos sucios, orina y botellas rotas. Hasta el aire se volvió extraño. Pero a mí no me importó. Seguí corriendo hasta que mi pecho pareció estallar, hasta que mis rodillas se doblaron y suplicaron basta.

Me arrastré hacia una pequeña escalera ennegrecida, que comunicaba con un pequeño edificio cuya puerta de entrada estaba medio rota. La calle se encontraba vacía, a excepción de algunos hombres y una anciana, que tenían sus caras sucias clavadas en mí.

Uno de los hombres hizo amago de acercarse, pero la anciana negó con la cabeza.

—Será mejor que no lo intentes —graznó después de escupir algo negro y denso de su boca—. Esa niña está maldita.

El hombre se detuvo en el acto, gruñó algo y finalmente se apartó de mí. No supe si esa mujer había hablado para ayudarme o porque realmente sabía lo que yo era en realidad. De todas formas, me daba igual. Lo único que era capaz de hacer era recluirme en esa escalera, inclinarme sobre mí misma y abrazarme con brazos estremecidos. Dientes apretados, ojos cerrados y las uñas clavadas en mi piel.

Nadie se me acercó y yo permanecí con los labios sellados, temblando y asustada. Me odiaba más de lo que me había odiado nunca.

No supe cuánto tiempo pasó. Pero cuando sentí una presencia y levanté la cabeza para ver mejor, noté mi cuerpo agarrotado y la piel de mis brazos y piernas, helada por el frío ambiente.

A lo lejos, acercándose a pasos rápidos, cubierto por un elegante abrigo negro y aterciopelado, con su Centinela siguiendo sus pasos, estaba mi padre.

Me incorporé de golpe y retrocedí hasta que mi espalda dio contra la pared. Lo miré, sin saber si sentirme atemorizada o aliviada.

La gente, que había formado un enorme cerco a mi alrededor, sin atreverse a aproximarse después de lo que había dicho la anciana, volvió la mirada hacia él. Parecían cerillas apagadas junto a un candelabro deslumbrante. Se apartaban de su camino, como si a mi padre lo envolviera un viento invisible que no permitía a nadie acercarse lo suficiente.

Yo sabía que no se trataba de ningún viento, sino de su poder, que lo rodeaba como un manto protector y que afectaba por igual a los Sangre Roja y a los Sangre Negra.

Se acercó a mí y se detuvo al pie de la pequeña escalera. Sus zapatos recién lustrados contrastaban enormemente con la mugre que cubría las piedras del suelo.

La voz escapó de mi garganta antes de que pensara en qué decir.

—Lo siento mucho, papá. Debería haber hecho algo, debería…

—Si alguna vez hubieses mostrado algo de interés en nuestro mundo, sabrías que no podías hacer nada al respecto —me interrumpió, con una voz grave y aterciopelada—. El Aquelarre se está encargando de lo sucedido.

Se acercó a mí y extendió una de sus manos, impaciente. Yo no me moví, temiendo transformarlo en oro a él también, pero él frunció el ceño y me sujetó de la muñeca. Tiró de mí y me obligó a caminar.

—Es estúpido lo que has hecho, llegar sola hasta aquí… ahora que él ha escapado —musitó mi padre, para sí mismo. No dijo el nombre de la persona a la que se refería ni yo tuve la valentía de preguntar.

Poco a poco, fui siendo consciente de lo que me rodeaba. Atravesamos sin detenernos ese viejo barrio desconocido de Londres en el que me había adentrado. Nuestra ropa brillante llamaba tanto la atención como un copo de nieve en verano, pero, aun así, los peatones y los vendedores callejeros seguían sin mirarnos. Los que se atrevían a hacerlo, terminaban palideciendo cuando mi padre les devolvía la mirada.

—¿A dónde vamos? —me atreví a preguntar, con una voz que no parecía mía.

—Al Registro.

Fue lo único que me dijo en todo el camino.

Conseguimos un carruaje y recorrimos las calles empedradas del centro de la ciudad. A pesar de que las estrechas calles estaban abarrotadas de personas y de otros carruajes, carretas y diligencias, todos se apartaban del vehículo, como si sintieran quién viajaba en su interior.

El Registro era un edificio enorme que se encontraba en un extremo de Trafalgar Square. Su fachada era similar a las que lo rodeaban, al menos para los Sangre Roja. Amplia y gris, repleta de ventanas rectangulares y cubiertas por cortinas blancas. Yo, sin embargo, la veía de un color algo más oscuro, cuajada de figuras que representaban a históricos Sangre Negra y repleta de demonios que podían aparecer en tus peores pesadillas. Daba igual en qué parte de la plaza te encontraras, sus ojos de piedra siempre te juzgaban.

El interior resultaba tan recargado como el exterior. Estaba lleno de terciopelo, amplios sillones de cuero y muebles de caoba, que parecían rojos a la luz de las velas.

A mi padre no le hizo falta preguntar a dónde dirigirse. Subimos unas escaleras de caracol y nos internamos en un amplio pasillo que desembocaba en un pequeño despacho con la puerta cerrada. Junto a ella, en una placa dorada, podía leerse la siguiente inscripción:

registro de nuevos sangre negra

—Espera aquí —me indicó mi padre. Señaló la fila de sillas que se encontraba a mi izquierda.

En ellas, solo había un hombre esperando. No podía verle la cara, las solapas de su abrigo estaban alzadas y cubrían parte de su cara.

Mi padre ni siquiera le dedicó un vistazo antes de dirigirse hacia el pequeño despacho.

Con los dientes apretados, me derrumbé sobre el asiento más cercano. No quería llorar, pero los ojos se me llenaron irremediablemente de lágrimas. Y pronto, tenía un río goteando de mi barbilla temblorosa.

No tenía pañuelos, así que hice lo posible por frotarme la nariz disimuladamente con las mangas de mi vestido.

—¿No eres muy mayor para estar aquí?

Me sobresalté cuando escuché aquella voz masculina tan cerca de mí. Giré la cabeza y vi que el hombre que también esperaba sentado se había acercado hasta ocupar la silla contigua a la mía.

Aunque las solapas se mantenían alzadas, ahora que estaba más cerca de mí, podía ver parte de su cara: piel dorada, sin barba, cabello ondulado y claro y unos ojos muy azules, de un color que apenas se veía en el cielo neblinoso de Londres.

Abrí los ojos con sorpresa.

—Sé quién eres —murmuré.

Él me sonrió en el instante en que mi padre, en la otra estancia, se volvía hacia mí y gritaba mi nombre. Y de pronto, todo se volvió negro. Fue lo último que vi durante mucho tiempo.

Sin saber cómo, me sumí en un sueño largo y vacío. Y cuando desperté, me encontré en el centro de un diagrama de invocación, trazado con sangre coagulada. En uno de los vértices, estaban los cadáveres de mis padres, junto a los de sus Centinelas, y en el otro, inconsciente y herido, ese hombre que me habían sonreído en el Registro, el mismo que había reconocido.

Se llamaba Aleister Vale.

Hacía muchos años, había sido el mejor amigo de mis padres y, como yo, también había sido expulsado de la Academia Covenant.