Primer fragmento

Érase una vez una mujer a quien la prensa llamó la Mujer Hiena. Descuartizadora de Pequeñuelos. Bruja. Destazadora de Niños. Trituradora de Angelitos. Monstruo. La Ogresa de la Colonia Roma.

Julián y yo la llamábamos madre.

Su nombre era Felícitas Sánchez Aguillón.

Tu abuela.

No estoy seguro de los motivos que me llevan a contarte la historia de mi madre. Nuestra historia. Nadie puede recordar la totalidad de su vida, solo fragmentos: caprichos del cerebro que esporádicamente nos envían un montón de neuronas engañosas e incapaces de recordar una escena completa, solo pedazos de la obra que por fuerza tuvimos que interpretar.

Debo contártelo, sin embargo, desde las gradas, en un asiento alejado de la primera fila, perdido entre la multitud, lejos del escenario donde me tocó representar el papel de hijo de una asesina.

Nació en 1890, en la entonces hacienda de Cerro Azul, nombre perfecto para ser la cuna de una princesa de cuento de hadas, no el lugar de nacimiento de una ogresa.

En el caserío enclavado en la zona de Huaxtecapan, donde con el mismo movimiento se espantaban las moscas y el calor, se cultivaban el maíz, el frijol y el letargo como estilo de vida. Los trabajadores de la hacienda, indígenas en su mayoría descendientes de la etnia huasteca, terminaron tan oprimidos por los conquistadores que se dejaron vencer por el sopor y el embotamiento de ese clima que apelmazaba la pobreza con las ganas de moverse, al punto que la región del norte de Veracruz llegó a ser conocida como la Bella Durmiente. Casualidad que no deja de sorprenderme: en el cuento de La Bella Durmiente de Perrault, se habló por primera vez de una ogresa.

La madre de Felícitas, mi abuela, tuvo alguna tara de nacimiento, que la ignorancia hizo que se confundiera con el cansancio característico de sus parientes. A los quince años, con una mentalidad de siete y el cuerpo en desbordado desarrollo, menstruando cada veintiocho días, fue violada por un primo y de ese acto nació mi madre. Creció encerrada en un corral, madre e hija recluidas por orden del patrón, quien calificó como aberrantes los gruñidos y gemidos de mi abuela, que sobresalían de entre los cantos de los pájaros, los graznidos de los patos y los aullidos de los coyotes.

No. No fue así. Imagino. Invento.

Mi abuela murió un día después de dar a luz, parió en cuclillas y dejó caer a la niña sobre una cobija que cubría el piso de tierra, se recostó con la criatura sobre un colchón sucio y se quedó dormida hasta que ya no le quedó sangre en el cuerpo. La niña creció abandonada, desnuda sobre el mismo colchón orinado, defecado, criada por mi bisabuela que mendigaba para mantenerlas y que de vez en cuando se acercaba a darle un biberón sin levantarla…

Tampoco.

Intento fabular un pasado que desconozco: el nacimiento de mi madre. Ignoro su infancia, su adolescencia, gran parte de su adultez. Poseo datos generales como la extrema pobreza del caserío donde nació, trabajadores de una hacienda asentada sobre un enorme manto petrolífero, de la que se despojaría a sus dueños con una icónica frase: «O me vende o le compro a su viuda». Los campesinos tuvieron que convertirse en trabajadores de las empresas petroleras; construyeron pozos, vías de ferrocarril, casas, carreteras; dejó de ser un caserío y la población se multiplicó.

Su familia jamás imaginó que la tierra caliente donde habitaban, aislada del mundo por una naturaleza voraz y exuberante, rodeada de montañas que la incomunicaban y una temperatura que alargaba y derretía las horas, se convertiría en un municipio activo.

Cuando me decidí a rastrear las raíces de mi madre quise ponerme en contacto con algún familiar, encontré en el registro civil su acta de nacimiento y los nombres de mis abuelos, pero dejé pasar tanto tiempo que no pude localizar a ningún pariente cercano. Me falta conocimiento e imaginación para narrar cómo llegó a convertirse en una anomalía.

La ciencia explica, como si fuera una receta, que para moldear a un asesino se necesita de un ambiente familiar fallido, padres violentos, alcohólicos, quizá algún pariente cercano con una enfermedad mental. Maltrato físico y psicológico infantil grave. Una madre negligente, fría, distante, sin contacto físico o calor afectivo. Distintos traumas: abuso infantil, rechazo escolar. Drogas, desórdenes sexuales. Sumemos, además, la herencia, el juego de la genética. Debería de existir una alarma que se active cada vez que una anomalía llega al mundo para estar atentos a su crecimiento o para deshacernos de ella al instante. Quizá mi abuela presintió el destino de su hija y quiso salvarla bautizándola con ese nombre feliz.

Mi madre nunca rebasó el metro y medio de estatura, casi una enana de complexión ancha, manos y pies desproporcionados, ojos que parecían estar a punto de salirse de sus cuencas y marcada mandíbula de caimán. En las primeras horas de la mañana, cuando la niebla no se había levantado, su figura carnavalesca y su talla debían transfigurarla en una alucinación, una ogresa cuando todavía no comenzaba a serlo, o quizá siempre lo fue.

En 1907, a los diecisiete años, en plena explotación petrolera de la Huasteca, Felícitas dejó Cerro Azul para trabajar en Xalapa, donde una prima la había recomendado para el puesto de empleada doméstica en casa de un médico. Sin embargo, a la esposa del galeno la intimidaron su tamaño, su temperamento irritable y su silencio. El médico la contrató como intendente en su recién inaugurada clínica, donde, entre otras dolencias, se atendían partos. Después de un tiempo, contagiada por el ambiente de servicio, se interesó por convertirse en enfermera. Bajo la supervisión del médico llegó el día en que cambió sus vestidos de manta por el uniforme de enfermera, los huaraches por zapatos, y descubrió su fascinación por el calzado. Se dedicó con ahínco a estudiar, sin atisbar en ningún momento el próspero negocio que haría veinte años después.

Confieso —y detengo aquí esta… ¿biografía?— que descubro un motivo muy oscuro para escribir la historia de mi madre: justificar ante ti mis propias acciones. Escribo para expiar, para extirpar.

Al año de haber comenzado a trabajar en la clínica, Felícitas ayudaba a recibir niños, y dos años después regresó a su pueblo. Veinticuatro meses de trabajo e instrucción en enfermería le valieron para convertirse en autoridad en un sitio donde difícilmente se estudiaba la primaria —ella misma cursó hasta tercer grado.

Mientras los vientos de la Revolución soplaban en la República, la geografía protegía el entorno donde Porfirio Díaz impulsaba la explotación petrolera. El ritmo de los barriles de petróleo que se extraían a diario marcaba el crecimiento del pueblo. Llegaron extranjeros, principalmente estadounidenses, algunos con su familia, gente de otros estados que llevaban tiempo laborando en la Huasteca Petroleum Company. El crecimiento trajo a Felícitas más partos por atender, además de las familias nuevas o los hijos que los trabajadores de las petroleras regaron por toda la Faja de Oro.

Nuestra vida debe estar escrita en alguna parte del cuerpo, con un lenguaje que todavía no desciframos, en las líneas de las manos, las crestas de las huellas dactilares, las arrugas, los lunares o las manchas de la piel. Pienso en los troncos de los árboles, en los círculos concéntricos cuyo número corresponde a la vida del árbol y a las estaciones lluviosas o secas. Mi madre tendría algunos círculos más profundos que otros, momentos en los que debería haber una música de fondo, algún efecto de sonido que nos alertara, como en las películas, de que todo iba a cambiar: un hombre, Carlos Conde, mi padre, apareció en su vida.

 

 

Edward Dawson, socio de una de las petroleras, conoció en San Luis Potosí a Carlos Conde, uno más de los trabajadores en las perforaciones. Mi padre se esforzaba por ser distinto a los demás, no utilizaba los enormes sombreros como la mayoría de los mexicanos, sino unos más pequeños, aprendió un rudimentario inglés e imitó en lo posible el modo de vestir de los estadounidenses. Hijo de madre soltera, trabajó desde los catorce años en la mina La Concepción, hasta el incendio en el tiro que provocó su cierre. Entonces ya se explotaban los yacimientos de petróleo en la región, donde obtuvo un empleo en la perforadora de Dawson. El norteamericano se lo llevó con él a Veracruz, ahí se estableció junto con su esposa Dorothy.

En noviembre de 1910, en pleno estallido de la Revolución, Dawson ordenó a Conde buscar una partera para llevarla con su mujer a punto de parir. El parto se había adelantado y la guerra impidió que un médico extranjero llegara a tiempo. Dorothy Dawson la despidió con el argumento de que ninguna india la iba a tocar, pero no pudo decir más porque las contracciones se aceleraron y no tuvo más remedio que aceptar que la atendiera. Fue un alumbramiento complicado del que nació una niña que vivió pocos días.

Cuando mi madre regresó a su casa se miró en el espejo del baño y se sintió india, muy india; no le gustó. Buscó unas tijeras y cortó su larga y negra trenza.

De aquel parto desgraciado algo nació fuerte y sano: una morbosa curiosidad de Carlos Conde por la partera; le gustó su destreza y seguridad a la hora de atender a una mujer que no hablaba su mismo idioma y la despreciaba por su condición indígena.

Comenzó a visitarla atraído por la fuerza de ese hoyo negro que era mi madre, ignorante de que nada, ni materia ni energía, ni siquiera la luz, puede escapar de él. Felícitas, nada acostumbrada a la visita de un hombre, no quiso recibirlo en el cuarto donde vivía, se calzó los zapatos que había comprado en Xalapa y se dejó llevar por la sorpresa de que alguien tuviera alguna atención con ella. No comprendo lo que hubo entre mis padres, amor o alguna sensación parecida. Lo que sí existió fue una sociedad sin papeles firmados, un oscuro negocio.

En la cadena de acontecimientos que engarzaron el destino de mis padres, una mujer, casi una niña, rehusó quedarse con la hija que acababa de parir, producto de la violación de uno de los hombres que llegaron con las petroleras. «No la quiero. Véndela, búscale otra madre, otra familia, haz con ella lo que quieras, te pagaré por hacerlo». La niña, hija de una india morena, nació con la tez clara y los ojos azules, parecida a cualquiera de los ingenieros estadounidenses que explotaban la región. Carlos Conde la ofreció a Dorothy Dawson, quien inesperadamente la compró. Ese fue el primer eslabón al que se le unirían decenas de otros eslabones. Se corrió la voz y llegaron otras mujeres con distintas razones, quienes pagaron a Felícitas por deshacerse de sus hijos; ella les buscaba otras familias y los vendía.

Felícitas y Carlos Conde se casaron el 6 de junio de 1911, año en que la Revolución mexicana provocó la caída del gobierno de Díaz y arrastró consigo el mercado mexicano del petróleo. Se interrumpieron las vías férreas, se destruyeron trenes y muchos extranjeros salieron del país. Los Dawson se quedaron y criaron a su hija, mitad gringa, mitad mexicana, en esa región que parecía inagotable.

Una mañana de mayo de 1914, días después de que las fuerzas estadounidenses desembarcaran en el puerto de Veracruz, Felícitas dio a luz a una niña, mi hermana. En la Huasteca, el sentimiento antiyanqui era más fuerte que el revolucionario, el movimiento armado parecía estar destinado a expulsar a los extranjeros. Más que un ejército, lo que existía eran grupos aislados, bandas de ladrones que merodeaban, robaban y amedrentaban a los pueblos y los campos petroleros. Se presentaron cinco hombres armados con pistolas y machetes en casa de mis padres; era de noche y los tres dormían. Se despertaron por el ruido de vidrios rotos, a mi padre lo sacaron de la cama y lo molieron a golpes. Los hombres, borrachos, sabían que trabajaba con Dawson. «¿Te gusta la verga de los gringos, cabrón? A tu pinche vieja le va a gustar la mía».

Trató de levantarse, la sangre le escurría por la frente y le entraba a los ojos cegándolo, no pudo ver el movimiento rápido y preciso que le fracturó el brazo derecho. Cayó al piso y se hizo un ovillo con el brazo pegado al pecho, cuando una patada en la cara le hizo perder el sentido. Oscuridad. No vio cuando arremetieron contra mi madre, ni escuchó sus gritos entremezclados con los aullidos de los hombres. Cuando despertó la encontró sentada en la cama revuelta con el rostro golpeado, hinchado, amoratado. Felícitas mecía entre sus manos lo que parecía un bulto de cobijas.

Él llegó a gatas hasta su lado, la sangre se le escapaba por el sitio donde estaban expuestos el cúbito y el radio. Ella levantó la vista y luego la devolvió al bulto. Una piernita se escurrió entre los pliegues de las telas. Lo que sucedió después, cómo llegó a la elemental clínica donde atendían a los empleados de la petrolera, nunca lo supo. Cuando lo dieron de alta regresó a su casa, junto a su mujer, donde enterraron a su hija de cinco meses bajo paladas de silencios incómodos.

Veintisiete años después, cuando estuvo en la cárcel, tirada en el suelo junto a los barrotes de su celda, mi madre gritaba que la dejaran salir porque debía irse a cuidar a su hija.

UNO

Viernes 30 de agosto, 1985

5:00 h

El viento no la dejó dormir, se filtró a hurtadillas en sus sueños y entonó una nota que revoloteó en los oídos de Virginia como palomilla en la luz, con un canto muy parecido a un estertor, una pesadilla que parecía emanar de los cuerpos que prepara en la funeraria. Cinco años han transcurrido desde que se casó con el dueño de Funerales Aldama y aún no se acostumbra a la muerte.

Busca su reloj sin encender la luz, tantea en la mesa de noche para no despertar a su marido, oprime el botón del centro, que ilumina parte de su rostro con un tono azulado. Son las cinco de la mañana. Temerosa de que la pesadilla regrese se levanta, se pone una bata azul cielo sobre el camisón y entra al baño. Sentada en el escusado se da cuenta de la humedad de sus calzones. Le pasa tras un mal sueño. «Un día de estos voy a mojar la cama», piensa mientras cambia su ropa interior.

Luego de lavarse los dientes se observa en el espejo, arregla su cabello con los dedos antes de salir de puntillas de la recámara para bajar a la funeraria. En el salón donde exhiben los féretros pasa el dedo sobre la tapa de uno de ellos y piensa que le tomará la mañana entera sacudirlos. Corre el pestillo de la puerta y sale armada con la escoba a barrer la tierra, la basura que el vendaval nocturno arremolinó en la banqueta.

Sobre la puerta cuelga un letrero: «Funerales Aldama». Los faroles comienzan a apagarse mientras los rayos del sol limpian la oscuridad. Apoya la escoba en el suelo y la claridad se extiende permitiéndole ver un bulto recargado en la pared del local, justo debajo de la ventana.

Se acerca, despacio, entrecierra los ojos para afinar la vista y mira de nuevo a la muchacha sentada en la banqueta. Alarga una mano y la sacude por un hombro. La joven no se mueve, parece dormida. Borracha, piensa. El sol sube un poco más y Virginia comprueba lo que ya sabe de antemano. Se acuclilla despacio, todos los días ve muertos, pero nunca afuera del local.

Una vecina se acerca por detrás, Virginia no escucha sus pasos, concentrada en el rostro violáceo de la difunta.

«¡Virginia!», le grita y provoca que dé un salto y caiga de espaldas. La mujer corre a ayudarla. Virginia trata de acomodarse el camisón que ha dejado al descubierto los calzones que acababa de cambiarse y señala a la muchacha frente a ella. La vecina ahoga un grito con las manos en la boca y mira a la joven sentada en el piso con las piernas abiertas, las manos sobre un abultado abdomen de embarazo, la mirada amortajada, la boca abierta, el cabello largo, castaño, revuelto, y el maquillaje convertido en una máscara escurrida que acentúa el rictus.

Vociferan a coro y alertan a las casas cercanas. El esposo de Virginia, el señor Aldama, es el primero en llegar hasta las dos mujeres. Toma del brazo a su esposa, la ayuda a levantarse y ella se refugia en su pecho.

«¡Llama a la policía!», ordena el señor Aldama al hijo de la vecina, quien curioso se acerca a observar la muerte por primera vez.

DOS

Viernes 30 de agosto, 1985

6:35 h

Una hora más tarde, seis y media de la mañana y cinco calles más abajo, Leopoldo López, dueño de Funerales Modernos, sale de su oficina con una taza de café en la mano. Durmió en el local ante la imposibilidad de separar a la viuda del muerto que se velaba en la capilla número dos; ni él ni nadie pudo sacarla del lugar antes de las cuatro de la mañana.

Revisa el estado de la funeraria. Abre la tapa del féretro para comprobar que el hombre ahí dentro continúe en su lugar, en la misma postura en que lo dejó el día anterior, quizá un poco más rígido. Arregla las flores, prepara la cafetera, cambia las tazas sucias por limpias, coloca cajas nuevas de pañuelos desechables en las mesas, rocía el lugar con aromatizante a lavanda, abre las ventanas para dejar circular el aire enviciado de dolor y se santigua frente al Cristo colgado a mitad del salón. Al encender los cirios escucha gritos en la calle y unos golpes en la puerta. Sacude el cerillo y corre hasta la entrada donde se encuentra su asistente: «¡Está muerta, está muerta!», dice la mujer, con un tono tan agudo que Leopoldo se lleva la mano derecha al oído derecho, donde tiene el aparato para la sordera, y le disminuye el volumen. La empleada lo arrastra del brazo y lo lleva frente al cuerpo de una adolescente sentada en el piso con las piernas abiertas y la cabeza recargada en la pared donde se lee: «Funerales Modernos». Él, acostumbrado a los muertos, reconoce al instante el gesto. Regresa al local con la empleada prendida de su brazo y llama a la policía.

Leopoldo López vuelve a salir, se acerca al cuerpo de la joven, se acuclilla despacio, siente el crujido de sus rodillas y arruga el ceño por el dolor, apoya una mano en el piso para no perder el equilibrio y observa a la muerta, que tiene las manos sobre un abultado vientre. Alarga un dedo para tocar el orificio en la frente, casi al centro de las cejas.

—¡No lo haga! —escucha detrás al dueño de la miscelánea de la esquina, quien acudió atraído por los gritos. Leopoldo trata de ponerse de pie y el tendero le ayuda a levantarse—. No la toque, don Leopoldo, puede dejar sus huellas en la ropa y lo acusarán de asesino.

Leopoldo asiente con la cabeza.

—¿Se pueden quedar las huellas en la ropa? —pregunta con la vista en la falda roja de la chica y el único zapato que lleva.

—Sí, lo dijeron en un programa. Estaba bonita la muchacha, es una lástima.

—Era una adolescente, casi niña.

Leopoldo sube el volumen al aparato en su oído y alcanza a escuchar una sirena a lo lejos.

 

 

A media mañana los cuerpos de las jóvenes asesinadas descansan sobre las planchas de acero de la morgue, donde Esteban del Valle, médico forense, se alista para examinarlos.

Virginia y el señor Aldama repiten en el Ministerio Público lo mismo que han declarado toda la mañana. Ella jamás había estado ahí y el lugar le parece anodino, espantoso, encerrado, ruidoso y gris, piensa haciéndose consciente del murmullo que parece subir de intensidad a cada segundo.

—¿Por qué salió tan temprano? —le pregunta por enésima vez un hombre que se identificó como el licenciado Díaz—. ¿Escuchó algo raro durante la noche? ¿Vio a alguien cerca del cuerpo?

—No, no vi a nadie, estaba oscuro —repite Virginia, exasperada, cansada, sudorosa, no le dieron tiempo para bañarse, apenas pudo quitarse el camisón y la bata. Le disgusta salir así, sin arreglarse, y encima el bochorno que no la deja por más que se abanica—. Comenzaba a clarear cuando salí de casa.

 

 

Un par de escritorios a la derecha, Leopoldo López y su empleada, quien no deja de abrazar su bolso, hablan con otro hombre que se identificó como agente Rodríguez. Leopoldo mira de reojo a Virginia, cuyo tono de voz le obliga a bajar de nuevo el volumen de su aparato auditivo.

—¿A qué hora llega regularmente a trabajar? —pregunta el hombre a Leopoldo.

—A las seis de la mañana. Cuando se hace muy tarde me quedo a dormir en la oficina, donde tengo un sofá cama y un cambio de ropa.

—¿Y usted? —pregunta a la empleada.

—A las siete. Hoy llegué antes porque se había quedado el patrón y pensé ayudarle a arreglar la sala antes de que regresaran los deudos. Deben estar desesperados, la misa de cuerpo presente iba a ser a las diez y ya casi es mediodía.

El agente levanta la vista del reporte, hace un leve movimiento con la cabeza y regresa la vista al papel.

—¿A qué hora se retiró la última persona? —pregunta a Leopoldo, apuntándolo con la pluma Bic azul que trae en la mano.

—Como a las cuatro de la mañana.

—¿Y no estaba el cuerpo de la occisa?

—No lo sé, cerré la puerta deprisa para que no entrara la tierra por el aire que soplaba.

—¿Y las personas que salieron no vieron nada?

—No creo; corrieron hasta el coche para escapar de la basura y el polvo que levantaba el viento.

—¿Entonces no escuchó nada raro?

—Tengo un aparato. —Señala el oído derecho—. No escucho bien.

El agente ministerial vuelve a afirmar despacio, se soba la barbilla, observa el aparato auditivo y anota: «Testigo sordo».

A las dos de la tarde les permiten retirarse, tras advertirles que volverán a buscarlos si necesitan ampliar la declaración. Leopoldo López, Virginia y su esposo se conocen desde hace años; durante un tiempo estuvieron en campal competencia, pero luego comprendieron que había muertos para todos.

—Debe ser alguien que quiere desprestigiar las funerarias — dice Virginia en voz baja, mientras enciende un cigarro.

—¿Quién mataría a dos muchachas para desprestigiar una funeraria? Por Dios, mujer, no digas tonterías. —El señor Aldama le quita el cigarro de la mano a su esposa y le da una calada.

—No lo sé, alguien —responde ella y recupera su tabaco—. No puedo quitarme de la mente la imagen de la muchacha.

—Has visto muchos muertos.

—Esto es distinto.

—No es distinto, es solo otro muerto.

—Me voy, tengo a otro muerto encerrado en la funeraria. — Leopoldo López levanta la mano a un taxi que pasa frente a ellos.

—Es un pesado —afirma Virginia y arroja la colilla al piso—. Vámonos.

Segundo fragmento

A mediados de 1923 sucedieron dos hechos en el hogar de mis padres: un hombre y su mujer se presentaron en su casa con un embarazo de ocho meses y un copioso sangrado. La partera la recostó y a los pocos minutos la mujer expulsó su último aliento y un niño muerto. El marido salió para volver a los pocos minutos, armado y con sus dos hermanos listos para destrozar a machetazos lo que estuviera a su alcance. Los vecinos acudieron en su auxilio y amenazaron con llamar a la policía. Los agresores juraron que volverían para matarlos.

Por otro lado, la baja de precios internacionales del petróleo redujo el ritmo de producción de las compañías al mínimo y Carlos Conde fue despedido. El brazo de mi padre nunca sanó, casi no podía usarlo, lo dieron de baja por incapacidad, dejó de ser indispensable para Edward Dawson, fácilmente sustituible por otro trabajador entero y con ganas de salir adelante. Entonces decidieron mudarse a la capital del país.

Después de buscar durante semanas encontraron una casa en el número 9 de la Cerrada de Salamanca, sobre un local comercial. Felícitas jamás se imaginó tener pisos de cerámica, paredes pintadas de blanco, un patio, cocina con estufa, nada de fogones, una despensa con anaqueles más grande que la habitación donde dormía en Cerro Azul. El lugar conservaba restos de la vida de los antiguos habitantes: además de basura, había una mesa y un colchón que se convirtieron en su único mobiliario. El ruido de automóviles, tranvías, camiones, peatones, ciclistas componía la sinfonía del nuevo paisaje sonoro al que debían acostumbrarse.

Ella quería mudarse a Xalapa, nunca había salido más allá de su estado, y lejos de Cerro Azul era una desconocida entre miles de personas que habitaban la Ciudad de México. Su marido le habló de las oportunidades que tendrían con tantas embarazadas que no podían pagar un hospital privado o acceder a los servicios públicos. Pondremos una clínica, le prometió.

En este ejercicio de imaginación quisiera meterme en la piel de mi madre. Entender las raíces de su historia. He escudriñado mi corazón en busca de mis sentimientos hacia ella y estoy casi seguro de que al principio era amor, el mismo que todos los hijos sienten por los padres en la infancia, algo muy parecido a un reflejo, un reflejo que hoy ha desaparecido.

Carlos Conde se apalabró con la propietaria de un inmueble en la zona más pobre de la colonia Roma, alejado de las avenidas donde los estilos francés, colonial, árabe, neogótico, romano, imperaban en edificios y mansiones de una clase social que no existía en Cerro Azul. La dueña no quiso enterarse de los pormenores de la actividad que realizarían y solo les advirtió que los vecinos no debían quejarse.

Cuando Felícitas salió a recorrer las calles, se sintió fuera de lugar entre las mujeres que caminaban con tacones altos, faldas y vestidos muy diferentes a la ropa de manta bordada que traía de su pueblo. Su primera compra fue un par de zapatos negros de tacón, aunque tuvo que ajustarse al modelo donde cupieron sus pies. Sentía la necesidad de mimetizarse, pasar por una mujer más de la gran ciudad.

¿Quién fue su primera clienta? ¿Cómo llegó a hacerse de cierta fama? Imaginemos que una mujer, de alguna de las viviendas aledañas, comenzó con las labores de parto antes de tiempo, un sangrado inesperado, profuso, acompañado de dolores que la hicieron gritar en las primeras horas del día. El marido salió desesperado a la calle a pedir ayuda. Carlos Conde se encaminaba como todos los días a buscar trabajo; el dinero que tenían no duraría mucho, y era difícil que contrataran a un hombre con un brazo tullido. Escuchó los gritos, desanduvo sus pasos a grandes saltos y llevó a su mujer a atender a la parturienta. Nació una criatura sana, una niña. La voz se corrió; no había parteras en la colonia, y no tardó en llamarla una segunda mujer, luego otra y otra. El dinero les permitió hacerse de mobiliario y a Felícitas pasearse con ropa y calzado nuevos.

Como un murmullo entre sus clientas, se oyó decir que también podía conseguir bebés. Y así, tres años después de su llegada a la capital, en 1926, reanudaron el comercio de niños.

Entonces llegó un niño al que no pudieron vender. Pasaron los días y la criatura lloraba desesperada, hambrienta, cagada y mojada. No encontraban comprador. No siempre correspondía la oferta con la demanda.

Llanto y más llanto.

Una mañana, Felícitas lo levantó de la caja donde lo tenía y lo llevó al baño. El niño se retorcía ávido por un pecho de donde mamar. Ella apretó con ambos pulgares el cuello del recién nacido, que no dejaba de llorar. Presionó un poco más y la criatura comenzó a manotear y a boquear en busca de oxígeno como un pez fuera del agua.

Los ojos saltones de mi madre lo penetraban con la mirada. Más presión. Los bracitos cayeron flácidos, los labios se colorearon de lavanda y, despacio, la cabeza se rindió a la gravedad.

Silencio.

Los crispados nervios de Felícitas soltaron la tensión. Dejó el diminuto cuerpo sin vida desparramado sobre la cerámica fría del lavabo. Se miró las manos, sus manazas, las cerró en puños y suspiró.

Caminó a la cocina, tomó un cuchillo y regresó al baño. Observó el cadáver durante unos minutos. Con los dedos índice y pulgar atrapó un pie y, sin ningún apuro, arrojó, del mismo modo que hacía con los embriones muertos, pequeños trozos de carne por el escusado.

Dos años después de la llegada de mis padres a la colonia Roma apareció una mujer con corte de cabello a lo garçon, sombrero de ala pequeña, falda a la rodilla, cejas delineadas, boca roja en forma de corazón —como las muchas que después buscarían a mi madre—; se apeó de un Chevrolet negro modelo 1925. La primera de las «señoritas bien», como las llamaría mi padre. Miró a uno y otro extremo de la calle, abrió la cigarrera y encendió un tabaco con manos temblorosas, le costó acercar la flama al cigarro, carraspeó un poco, le indicó al chofer que la esperara en ese lugar y respiró hondo para aliviar la desazón. El viento borraba los jeroglíficos del humo. Se acomodó el sombrero y comenzó a caminar con la vista clavada en el piso, pendiente del ritmo de sus zapatos, concentrada en el sonido del tacón. De cuando en cuando levantaba la mirada para medir la distancia que la separaba de su objetivo. Se detuvo frente a una puerta con el número 9. Dio la última calada, arrojó la colilla y la aplastó con más fuerza de la necesaria, como si aplastara también los pensamientos que le suplicaban dar media vuelta y regresar a casa.

Una lágrima inesperada, caliente, gorda, se deslizó por su rostro hasta estrellarse contra el pavimento. Enderezó el cuerpo, se limpió la nariz con un pañuelo que extrajo de su bolsa, se acomodó la punta del sombrero, aclaró la garganta, levantó la mano derecha y tocó la puerta. Escuchó unos pasos acercarse. A punto estuvo de echar a correr, pero se obligó a controlarse.

¿Aquí atiende la partera?, preguntó deprisa para no arrepentirse.

A modo de respuesta Carlos Conde abrió un poco más para dejarle el paso libre y señaló un par de sillas en una especie de recibidor. La mujer se sentó despacio, dejó el bolso sobre las piernas, alisó su falda con las manos para sacudirse las dudas y fijó la vista en el mosaico del piso. Al poco apareció Felícitas. De un salto se puso en pie; el corazón bombeaba sangre helada a todo su cuerpo. Abrió la boca para presentarse y de inmediato se arrepintió, tartamudeó el primer nombre que le vino a la mente, hubiera querido inventarse uno, pero los nervios la traicionaron y dijo el de su cuñada. Felícitas hizo un movimiento con la cabeza, junto a ella la mujer sentía empequeñecerse hasta una talla más baja del metro y medio. Le costó trabajo controlar los dedos de la mano, reacios a coger un sobre de su bolsa.

Quiero que me saque el hijo que espero.

Estás muy flaca para estar de parto.

Carlos Conde le arrebató el sobre y sacó el dinero.

Quiero que me lo saque…, repitió casi sin voz. Quiero abortar.

Yo no hago abortos.

La mujer extrajo otro atado de billetes y dudó a quién debía entregarlo. Carlos Conde estiró la mano y contó el dinero en silencio mientras ella volvía a sentarse, temerosa de que en cualquier momento las piernas le fallaran.

¿Cuánto tienes de embarazo?

Creo que cuatro meses.

Esperaste mucho, no puedo garantizar ni el resultado ni tu vida.

No puedo tener a este hijo.

Se hará el trabajo, intervino Carlos Conde. Un trabajo es un trabajo, insistió a la comadrona en tono imperativo.

La mujer se puso de pie. Felícitas la observó en silencio, midiéndola de arriba abajo con especial atención en sus zapatos.

¿Dónde los compraste?

En París.

Son bonitos.

La mujer asintió en silencio para luego caminar detrás de la partera con la sensación de acceder en alguno de los infiernos de Dante con Felícitas como su Virgilio. Alejó esos pensamientos y se concentró en su marido, en su familia, en su vida al lado de uno de los hombres del gobierno del presidente Calles. No quiero más hijos, le había dicho su esposo. ¿Qué quieres que haga?, le preguntó ella. Ese es tu problema, cuatro hijos son suficientes, ni uno más, le ordenó.

Instintivamente se llevó las manos al vientre, cerró los ojos unos segundos para despedirse del hijo que esperaba.

Inauguró, sin saberlo, un nuevo negocio para Felícitas

TRES

Viernes 30 de agosto, 1985

9:00 h

Con los restos de las imágenes del sueño disolviéndose en los párpados, Elena Galván alarga un brazo para tocar el cuerpo de Ignacio Suárez, pero sus dedos solo encuentran la sábana fría. Soñaba con su hermano Alberto cuando eran niños, en una casa desconocida que se caía a pedazos, y antes de abrir los ojos alcanzó a escuchar el eco de su risa. Despacio abre los párpados, pero clausura de inmediato la entrada de luz que hiere sus pupilas y le recuerda las dos botellas de tinto que tomaron la noche anterior. Se obliga a abrirlos de nuevo con una mano sobre la cara a modo de persiana.

—¿Ignacio? ¿Qué pasa?

Él está sentado a la orilla de la cama, de espaldas a ella, con los codos sobre las rodillas y la cara perdida en la palma de su mano izquierda. Desnudo se estremece con respiraciones agitadas, desacompasadas. Elena se arrastra hasta Ignacio; la base de la cama rechina, no ha cambiado los muebles de su habitación desde que era una adolescente. Las tablas de madera vieja han soportado dos colchones nuevos, varios amantes, noches tranquilas, pesadillas y, desde hace casi tres años, el muelleo suave del amor de Ignacio.

Se sobresalta al sentir los dedos de Elena que delinean la cicatriz con forma de medialuna que tiene en el omóplato derecho, se pasa una mano por el argentado cabello y luego se cubre la boca como para dejar atrapadas las palabras que buscan abrirse paso entre los dientes.

La sábana blanca se desliza por el cuerpo de Elena, abraza por detrás a Ignacio y le pega los pechos desnudos contra la espalda:

—Regresa a acostarte, quedémonos un rato más. Me duele la cabeza, dos botellas fueron demasiado. ¿Tendré que convencerte?

Elena resbala una mano hasta llegar a tocar la punta del sexo de Ignacio, juguetea con ese miembro flácido para tratar de erguirlo, pero él le aparta la mano y se levanta.

—Asesinaron a dos muchachas —dice y da un paso hacia la ventana sin mirar a Elena, la cortina ondea casi imperceptible.

—¿Qué? Tuviste una pesadilla por esas cosas que escribes.

—No, Elena, escúchame —insiste y le muestra las dos fotografías que trae en la mano derecha—. Las arrojaron por debajo de la puerta. No sé a qué hora, me levanté al baño hace como veinte minutos y las vi.

Ignacio deja sobre la cama dos fotografías Polaroid. Elena se inclina para tomarlas; los pezones rozan el edredón, su cabello negro, largo, se cierra como una cortina desapareciéndola por un momento hasta que se recarga en la cabecera de madera oscura, y con una mano acomoda la melena detrás de la oreja. Ignacio se acerca a la ventana con pasos largos, mientras ella observa su cuerpo desnudo, sus nalgas de viejo de las que se ha burlado tantas veces; le gustan, lo mismo que las manchas de ese cuerpo apiñonado que ha repasado con las palmas, con los ojos, con la lengua, aprehendiendo su orografía. Despacio lleva la vista a las imágenes, nunca le han gustado las cámaras instantáneas, no son tan nítidas como las réflex.

—Están muertas —dice Ignacio, ella entrecierra los ojos en un intento por ver con claridad los rostros en las fotografías.

—«Búscame» —lee en voz alta la palabra escrita con negro en una de las imágenes—. ¿Quién…?

Elena no puede juntar las palabras para formular una pregunta, las Polaroid escapan de entre sus dedos y se cubre la boca con las manos.

Ignacio se sienta junto a ella, recoge las fotos y no ve las imágenes que sostiene en la mano, sino las que le llegan de un pasado que hace metástasis en su presente e infectan la vida que tanto se ha esforzado por escribir sin tachaduras.

—Debemos preguntar si alguien vio a quien dejó las fotografías. Debe ser una broma. ¿A quién se le puede ocurrir hacer algo así?

Ignacio se encoge de hombros y niega en silencio.

—¿Reconoces a alguna de ellas?

—No. Pero sé quién las mató… Es un mensaje para mí, Elena.

—¿Un mensaje?

Ignacio permanece en silencio, Elena le arrebata las fotografías de las jóvenes que están sentadas con las piernas abiertas, las manos sobre el vientre, no se alcanzan a apreciar los detalles porque fueron tomadas de noche, con flash; apenas se distingue la banqueta, la pared donde se encuentran recargadas.

—¿No se parecen a los asesinatos de uno de tus libros? —pregunta con las fotografías como naipes, par de reinas asesinadas.

—Sí, creo que sí. Soy un pendejo. Debí haberlo previsto.

Ignacio vuelve a caminar por la habitación, se acerca una vez más a la ventana, y la cortina parece temblar con su presencia. Se aleja, llega a la puerta y vuelta atrás. El cuarto es pequeñísimo para su ansiedad.

Desde una repisa doce libros parecen observar el ir y venir de su autor; Elena lo obligó a autografiarlos con una dedicatoria distinta cada vez. Ocho de ellos protagonizados por José Acosta, personaje icónico en la literatura de Suárez, detective capaz de dar con el culpable que deslizó las fotografías por debajo de la puerta.

—Tengo que irme.

—¿Adónde? Voy contigo.

—No, debo ir solo.

Ignacio toma los pantalones doblados sobre una silla y deja al descubierto la camisa, que abotonó la noche anterior, meticuloso, para evitar que se arrugara. Se viste apurado; ella salta de la cama y busca su vestido en el suelo junto a las bragas, el sostén un poco más allá, cerca de las patas del tocador. Ignacio se viste y sale sin terminar de abotonarse, con los zapatos y el cinturón en la mano.

—¡Ignacio, espera!

Elena corre detrás de él con su vestido de gasa azul marino y floreado, y sin ropa interior.

 

 

—Te voy a secuestrar —le había dicho a Ignacio apenas él regresó la tarde anterior—. Vamos a desconectarnos —le ordenó juguetona, dándole un beso en la boca al tiempo que escurría una mano dentro de su pantalón. Él no pudo negarse. Se encerraron en la habitación de Elena, descolgaron el teléfono y colocaron el letrero de «No molestar», para que ninguno de sus empleados los interrumpiera.

Elena corre descalza por el patio central, ante la mirada sorprendida del huésped que salta a un lado para darle el paso. Cuando llega a la salida escucha a Ignacio tocar el claxon de su Fairmont gris modelo 84.

—Elena, escucha con atención —comienza a explicarle, ella se acerca a la portezuela—: Si algo me sucede, necesito que saques de mi habitación todas las libretas rojas, papeles, las cajas que te prohibí abrir. Toma todo lo que creas importante y escóndelo. No les entregues nada ni a mis hijos ni a mi exmujer. Esta es la llave del cajón del escritorio, llévate todo lo que hay dentro.

—¡Ignacio, Ignacio! Hablas como si no fueras a volver, por favor.

—Elena, ahora no puedo explicártelo. Debo irme. Tal vez no regrese al hotel en algunos días. Debo encontrarlo.

—Ignacio. Espera. ¿A quién tienes que encontrar? ¿Adónde vas? Déjame ir contigo.

Elena apenas puede dar un paso para esquivar la llanta trasera del automóvil que acelera sobre el empedrado y deja detrás una estela de polvo.

CUATRO

Viernes 30 de agosto, 1985

21:47 h

La madre de Leticia Almeida se levanta despacio de la silla donde ha permanecido durante horas a la espera de que le entreguen el cuerpo de su hija. Hace rato que dejó de exigir que la dejaran estar con su niña. Las sacudidas de llanto se han transformado en una nota destemplada que se le escapa de entre los labios casi cerrados. Su marido no ha soltado su mano fría y la acaricia con un ansioso movimiento del pulgar. No saben quién sostiene a quién.

Busco a algún familiar de Leticia Almeida, había dicho una voz masculina por el teléfono. Recibieron la llamada a las cinco con treinta y dos minutos. Ricardo Almeida, padre de Leticia, levantó el auricular y miró su reloj, un movimiento que no se explica, como si hubiese sabido de antemano para qué los llamaban y debiera registrar la hora exacta en que le comunicarían la muerte de su hija. Leticia no había regresado del colegio y nadie sabía dónde estaba. El padre terminó contagiado por el nerviosismo de su mujer, directamente proporcional a los minutos que pasaban. Su hija les había dicho que dormiría en casa de su amiga Claudia Cosío, pero cuando preguntaron a los Cosío descubrieron que no habían dormido ahí.

Siempre avisa, repetía la madre. Siempre me avisa dónde está.

Tres veces detuvo a su esposa de salir a buscarla a la calle. ¿Adónde vas a ir? Mejor la esperamos aquí. Se sentaron en la cocina, en la cama de Lety, en su recámara, en el comedor, deambularon por toda la casa. El desasosiego había anidado como una garrapata en su pecho limitándoles la entrada de aire, inoculándoles una necesidad de movimiento que acrecentaba su ansiedad.

Deja de moverte, tranquila, siéntate, repetía el marido. Me estás angustiando.

Hay que hablar a la policía, repetía la señora Almeida.

Deben estar por ahí, le aseguraba el marido, vamos a darles un poco más de tiempo.

Se sirvió dos veces del coñac que reservaba para ocasiones especiales, lo único que encontró a la mano y apuró sin degustarlo, su mujer lo reprendía diciéndole que debía estar sobrio por si necesitaban salir a buscar a su hija.

 

 

—Sí, soy su padre —respondió al hombre en el teléfono, quien sin ningún preámbulo le dijo que debían ir a reconocer el cuerpo de una joven que podría ser su hija. Escuchó la dirección del lugar y la escribió en la libreta donde apuntaban los recados, como si se tratara de un mensaje cualquiera. No le tembló el pulso al escribir, se mantuvo ecuánime durante la llamada.

—¿Quién era? ¿Qué te dijeron? ¡Ricardo, contesta!

El alma se le escapó por la boca abierta, olvidó las palabras, el corazón perdió su ritmo, se saltó latidos y el aire no le alcanzó para pronunciar el nombre de su hija en voz alta.

—Era Leticia, ¿verdad? Era Leticia —repetía su mujer zarandeándolo por los hombros, mientras él boqueaba y movía la cabeza de un lado a otro.

 

 

En la morgue, sentado frente a ellos, con la cabeza perdida entre las manos se encuentra Mario Cosío, padre de Claudia. Una escena parecida a la que tuvo lugar en casa de los Almeida ocurrió en el hogar de los Cosío, ahí la madre contestó el teléfono y no pudo anotar la dirección en la libreta de recados, porque el auricular se le escapó de la mano mientras gritaba:

—¡No, Claudia no!

El señor Cosío recogió el auricular y no tuvo que anotar la dirección porque un año antes había estado en ese mismo lugar para reconocer a su hermano menor que se había accidentado.

—¿Qué pasó? —preguntó el hijo mayor a su madre, que no dejaba de repetir lo mismo—. ¿Papá? ¿Con quién hablas? —Su hijo trató de arrancarle el auricular sin lograrlo—. ¿Papá, quién era?

—Quédate con tu madre —ordenó el señor Cosío mientras bajaba con lentitud el brazo, con la impresión de que la mano que apresaba el teléfono no era suya. Dejó caer el aparato sobre la mesa sin colgarlo.

—Mamá, mamá. Tranquila. Mamá, ¿qué pasa?

La madre dejó de gritar cuando Mario Cosío dijo:

—Debo ir a ver el cadáver de una muchacha en la morgue porque creen que puede ser tu hermana.

—Yo voy contigo.

—No, tú te quedas aquí —ordenó el señor Cosío y empujó a su mujer por los hombros.

 

 

—¿Cuánto tiempo más van a tener a mi hija ahí dentro? —pregunta de nuevo la madre de Leticia a la mujer que satura el ambiente con el aroma de su perfume de imitación y el tic tic de la máquina de escribir.

—No lo sé, señora. Ya le han indicado que se retire. Le avisaremos cuándo puede venir por el cuerpo.

—¡Leticia! ¡Mi hija se llama Leticia Almeida!

—No tiene caso quedarse aquí, es un desgaste para todos, para ustedes y para nosotros.

—¿Desgaste? ¿La desgasto? ¿La interrumpo? —La madre de Leticia se detiene junto al escritorio y exclama en voz alta con las manos sobre una pila de hojas—: A mí se me acaba de interrumpir la vida para siempre.

El señor Almeida detiene a su mujer por los hombros antes de que termine de tirar al suelo todos los objetos del escritorio. La secretaria se pone de pie de un salto y la silla cae al piso. Como una camisa de fuerza, Ricardo Almeida abraza a su mujer, apenas puede sostenerla en pie, tiene la impresión de que su esposa ha adelgazado en las últimas horas, ella se estremece sin poder controlar el llanto. Él quisiera también hundirse en la tristeza, ahogarse con las lágrimas que no se atreve a dejar escapar. «Debes ser fuerte para tu mujer», ha repetido mentalmente como un mantra. Quiere creerse esas palabras, convencerse de que puede ser fuerte, pero sabe que esa frase hecha es una mentira, aire, la ilusión de que ante lo impensable se puede sostener al otro. Le pasa una mano por el cabello desarreglado; en circunstancias normales — si es que existe tal estado llamado normalidad—, jamás hubiese salido despeinada o sin carmín en los labios. Incluso tiene un espejo junto a la puerta de su casa, sobre una pequeña mesa con un cajón donde guarda un rubor, un labial y un cepillo para retocarse al salir.

—Tranquila, mi vida, tranquila. Vámonos para que descanses, la señorita tiene razón. Te bañas y comes algo.

—Suéltame. No me digas que me calme. No me voy a calmar. Quiero a mi hija y la quiero ahora mismo. ¿Me escuchas? ¡Quiero a mi hija en este instante!

Mónica Almeida se suelta de las manos de su marido y se encamina con pasos largos hacia las puertas que conducen al anfiteatro.

—Señora, no puede entrar ahí.

Uno de los agentes que custodian la entrada, alertado por los gritos, la detiene del antebrazo.

—¡Suélteme!

—Señora, ya se le indicó que no puede estar aquí.

Ella forcejea para escapar de esa garra que la aprieta con demasiada fuerza; siente el dolor físico extenderse por el brazo, el hombro, el pecho, el abdomen, un dolor que la parte en dos, que la quiebra, el hombre la sostiene para evitar que caiga por completo y su marido alcanza a detenerla por la espalda.

Otro hombre, de traje gris y fuerte olor a sudor, se aproxima al agente y con una seña le indica que se acerque. Los hombres hablan unos metros más allá mientras la pareja se encamina de regreso a las sillas, donde el padre de Claudia Cosío observa la escena en silencio; sabe que también debería exigir que le entreguen el cuerpo de su hija menor, pero no tiene la fuerza suficiente para levantarse. El señor Almeida ayuda a su esposa a sentarse en la silla de plástico negra, que cruje como si se quejara al recibir la carga de la tristeza y la desolación de la madre.

—En un momento podrán llevarse a sus hijas —les dice el agente con las manos apoyadas en el cinturón—. Deberán firmar unos papeles para disponer de los cuerpos y llamar a la funeraria.

Tercer fragmento

Supongamos una fecha: noviembre de 1931. Salvador Martínez, plomero, se presentó en la Cerrada de Salamanca número 9 con sus herramientas habituales. Mis padres habían solicitado sus servicios por un problema en la cañería, escusados tapados, lo común. Al entrar en la vivienda sus papilas olfativas fueron asaltadas por una inmunda pestilencia, acostumbrado como estaba a esos hedores, pensó que era mucho más intenso que en los trabajos realizados antes. Carlos Conde lo recibió y le mostró los baños.

Tenemos los escusados tapados, le explicó al guiarlo al sanitario.

Salvador Martínez levantó la tapa del escusado y al hacerlo tuvo que llevarse una mano a los labios. Una arcada y su boca se inundó con un sabor amargo. Apretó la mandíbula para no vomitar sobre el mosaico del piso. Escupió en el lavabo. Abrió la llave, hizo un buche de agua y volvió a escupir, luego aspiro profundo para calmar la náusea. Hacía mucho que no le sucedía.

¿Es su primer trabajo?, le preguntó Felícitas. Recargada en el marco de la puerta observaba a Salvador concentrado en controlar su estómago.

No, respondió él al acercarse de nuevo al escusado. Entornó la vista para inspeccionar mejor la masa que flotaba: ¿Hace cuánto está así el baño?

Desde ayer.

Salvador agitó el agua con el destapacaños y tuvo que inclinarse un poco para bombear con más fuerza salpicándose los brazos. Al sacar la bomba del agua esta trajo consigo lo que en principio le parecieron restos de papel de baño, pero al examinarlos dio un salto atrás y arrojó la bomba contra la pared manchándola de café oscuro. El destapacaños cayó al piso de mosaicos azules con una pierna pequeñita atorada en uno de los bordes de la ventosa de goma.

¿Qué…?, quiso formular una pregunta el plomero, pero en vez de eso se asomó al depósito donde flotaban los restos del cuerpecito al que estuvo unida la pierna. Recogió deprisa su caja de herramientas y dejó la bomba. Felícitas le impidió el paso: No se puede ir, no ha terminado el trabajo.

Yo no hago este tipo de trabajos.

¿Cuánto quiere por hacerlo?

Déjeme salir.

Salvador escuchaba el tintineo de las herramientas dentro de su cajón de trabajo. Levantó una mano para quitar a Felícitas de en medio cuando reapareció Carlos Conde detrás de la mujer.

Muévase, ordenó el plomero a Felícitas.

Amigo, Carlos Conde le apuntó con el dedo índice, nos recomendó sus servicios un compadre con el que estuvo en la cárcel, y que sabe que usted…

¡Nunca a un niño!

Ese compadre nos habló de un muerto.

¿Me está amenazando?

Aquí no amenazamos, aquí hacemos negocios.

Carlos Conde estiró un puño que contenía dentro un atado de billetes y se lo entregó a Salvador Martínez: Y pagamos bien.

Salvador observó el dinero en la palma de su mano y calculó el monto sin deshacer el paquete. Al levantar la vista se encontró con los ojos de Felícitas. Sintió que su mirada lo traspasaba como una víbora helada.

¿Entonces?

Salvador Martínez desvió la mirada y la devolvió a los billetes, luego observó los mosaicos azules donde estaba la piernita y después el escusado. Guardó el dinero en una de las bolsas de su overol, recogió el destapacaños y dejó el pequeño miembro en el piso, se inclinó sobre la taza del váter y dijo:

Voy a necesitar otro tipo de herramientas.

 

 

Con el tiempo, Salvador Martínez llevó a su cuñada, Isabel Ramírez Campos, viuda de su hermano, a trabajar con mi madre en marzo de 1932. Le había dicho que mis padres necesitaban una muchacha para la limpieza, la paga era buena y le ayudaría a solventar los gastos tras la muerte de su esposo. Felícitas le mostró el sitio donde estaban los enseres de limpieza y, tajante, le pidió arreglárselas sola porque ese día tendría muchas pacientes. La señora es partera, le había explicado Salvador, necesita alguien que se haga cargo de la casa y la comida. Escuchó de cuánto sería su sueldo y las condiciones del trabajo en silencio, mientras Felícitas la miraba de arriba abajo y dilucidaba si debía explicarle que también limpiaría el cuarto donde atendía a sus clientas, pero pensó que lo mejor sería no ponerla sobre aviso.

Después de dejar su mochila, Isabel se amarró el delantal y se dispuso a comenzar con el aseo. Cubeta y trapeador en una mano y trapo para sacudir en la otra, atravesaba el departamento cuando escuchó un ruido debajo de la mesa que hacía las veces de comedor. Se agachó despacio y se encontró con un niño escondido entre las patas de una de las sillas. A gatas llegó hasta la criatura, quien abrazado a las rodillas la veía acercarse con los ojos muy abiertos sin emitir sonido alguno. Ven conmigo, le dijo y alargó una mano. El niño no se movió, continuó en silencio convertido en estatua, adherido al piso. Isabel alcanzó a tocarlo en el hombro y de pronto sintió los dientes del niño clavados en el antebrazo, ella perdió el equilibrio y se golpeó contra la silla. Suéltame, ordenó a Julián sin levantar mucho la voz; el ardor de la mordida le atravesaba la piel. Suéltame, repitió y se arrastró un poco más cerca. No cabía. Metió los dedos de la mano libre en la boca del chiquillo para abrirle las mandíbulas.

Déjala, ordené a mi hermano detrás de una silla. Déjala, repetí y me metí debajo de la mesa. Atrapé a Julián por el cabello y lo jalé hasta que soltó a Isabel. Ella se puso de pie de inmediato, atrajo el brazo lacerado cerca del cuerpo, le sangraban las marcas de los dientes. Debajo de la mesa Julián y yo nos golpeábamos. Teníamos seis y cuatro años.

Ese fue el primer encuentro con Isabel, uno de los recuerdos más claros que guardo de mi infancia. Isabel con ojos negros, trenza larga enredada en la cabeza y un hoyuelo en la mejilla derecha.

¡Tranquilos! ¡Alto, dejen de pelear!

Felícitas entró a la habitación. Al verla nos quedamos paralizados, apresó a Julián por el brazo:

¿Qué te pasa?, lo zarandeó como a un muñeco. Con una de sus manazas lo golpeó en la cabeza y lo tiró al suelo.

Yo trataba de escapar a gatas rumbo a la cocina, pero Felícitas me atrapó por un pie:

Llévate a tu hermano a su cuarto y no pueden salir de ahí hasta que yo diga, ordenó.

Sí, balbuceé.

Me levanté despacio y ayudé a mi hermano a ponerse de pie. Yo lloraba y Julián no emitía sonido alguno, pero dedicó a mi madre una mirada que provocó un estremecimiento en Isabel. Julián se limpió con el suéter los labios manchados por la sangre, suya y de Isabel, y desaparecimos por el pasillo que conducía a las recámaras.

Creo que no me voy a quedar con el trabajo, musitó Isabel.

Eso lo decidiremos al final de la semana, dijo Felícitas. Luego se arregló el cabello con una mano y la ropa con la otra. Tengo una paciente, después hablamos.

Isabel corrió por las cosas que había llevado y se encaminó hasta la puerta de entrada, que estaba cerrada con llave.

Perdona a mi hermano, dije a su espalda.

Isabel se dio la vuelta despacio. Dudó por un momento, pero la tomé de la mano llevándola conmigo. Quería que se quedara.

¿Cómo te llamas?

Manuel.

Caminamos hasta nuestra habitación, Isabel se detuvo de golpe antes de flanquear la entrada. La llevé dentro y ella trataba de encontrar un sitio donde pisar: el suelo estaba cubierto de ropa sucia, basura, papeles, zapatos, periódicos.

No notó de dónde salió Julián, que se abrazó a una de sus piernas y le impidió avanzar.

Julián, suéltala.

Levantó la cara, miró a Isabel a los ojos y despacio dibujó un gesto que imitaba una sonrisa. Isabel movió los labios y trató de corresponderle. Se acuclilló frente a él, Julián tomó el brazo que antes había mordido y pasó un dedo por la marca.

No habla, dije.

Julián hablaba poco con los demás, entre nosotros lo hacíamos en un idioma inventado con las pocas palabras que pronunciaba. Tuvo un trastorno de lenguaje, una disfasia que nunca fue atendida.

Isabel se encontró de nuevo con los ojos de Julián; su mirada la penetró, atravesó su globo ocular, una espina helada que se le clavó justo en el corazón. Se llevó la mano al pecho cuando sintió la punzada. Desvió la vista del niño; él corrió a sentarse en la única cama de la habitación y comenzó a jugar con una muñeca.

Isabel me acarició la cabeza y paseó la vista por el cuarto. Se llevó de nuevo la mano al pecho como si le doliera, se agachó y comenzó a recoger la ropa del piso y a amontonar la basura.

MACABRO AMANECER

Leonardo Álvarez

Diario de Allende

31/08/1985

La comunidad de San Miguel despertó la mañana de ayer alertada por el macabro descubrimiento del cuerpo de una joven de apenas diecisiete años, a unos pasos de Funerales Aldama. Virginia Aldama, propietaria, salió a la calle alrededor de las seis de la mañana percatándose del cadáver, por lo que dio parte a las autoridades.

Agentes ministeriales arribaron al lugar confirmando el deceso y solicitaron la intervención de personal del Estado para iniciar las investigaciones. Una hora después se produjo el descubrimiento del cuerpo de una segunda fémina a pocas cuadras del primero, recargada en la pared de Funerales Modernos.

Ambas jóvenes fueron halladas en la misma postura: sentadas con las piernas abiertas, como a punto de dar a luz; las dos escondían una almohada entre la ropa y el cuerpo, lo que daba la apariencia de un avanzado embarazo.

Los cuerpos permanecieron en la morgue hasta que concluyeron los exámenes. Posteriormente, casi a medianoche, fueron trasladados a Funerales Modernos, donde esperaba una multitud que se fue congregando desde que trascendió la noticia de que serían velados en ese lugar. Los arreglos florales inundaron las dos capillas ardientes.

En el lugar donde fue encontrado el cadáver de la joven Claudia Cosío Rosas, se acumularon velas, flores y mensajes a lo largo del día; lo mismo sucedió en donde fue abandonado el cuerpo de Leticia Almeida González, ambas estudiantes del último año de preparatoria.

La mayoría de las personas entrevistadas dijo sentirse consternada e indignada por los terribles sucesos, pero, sobre todo, temerosa de que se repitieran.

Ricardo Almeida, padre de una de las víctimas, dijo que primero se concentraría en dar sepultura a su hija y luego en exigir la captura del culpable. Por su parte, el matrimonio Cosío Rosas se abstuvo de hacer algún comentario.

Hoy a las siete de la noche serán sepultados los cuerpos en el panteón municipal.

CINCO

Sábado 31 de agosto, 1985

18:00 h

Desde su silla, frente al féretro, Mónica de Almeida observa a cuatro hombres levantar la caja con tanta facilidad que piensa que quizá está vacía y ella dentro de una pesadilla, un mal sueño largo, eterno.

—¿Sigue mi hija ahí dentro? —pregunta y su voz le parece la de otra persona.

—Sí —responde uno de los hombres, que no reprime una media sonrisa; otro cargador le asesta un puntapié.

Mónica de Almeida no se da cuenta ni de la burla ni del puntapié; se ha quedado con el pensamiento prendado en la liviandad de la caja y en la ausencia de su hija. Se pregunta si aún es madre de ese cuerpo ingrávido. Con la mirada sigue el movimiento de los hombres, se levanta y se planta junto a quien se burló de ella:

—Yo la voy a llevar también —afirma y apoya las manos en la caja de madera de encino.

—Deja a los hombres hacer su trabajo.

Su marido se acerca hasta ella, deprisa, y trata de separarle las manos de la tapa del féretro.

—Déjame, Ricardo, déjame. ¡Quiero ir con Leticia!

—¡Mamá!

—Quiero acompañarla —dice a su hijo. Coloca una mano sobre la mejilla derecha del muchacho.

Su hijo había logrado contener el llanto desde la noche anterior para no alterar más a su madre, a quien tuvieron que administrarle un tranquilizante. Mónica de Almeida quiere decirle que debe acompañar a su hija porque necesita reivindicarse, pedirle perdón por no cuidarla, por haber permitido que un demonio la asesinara. Se siente tan culpable. Cuando se embarazó de Leticia tuvo amenaza de aborto y pasó casi seis meses en reposo para que no se escapara de sus entrañas. «Tan poco tiempo con nosotros», pensó cuando la vio dentro del féretro, como dormida, y tan bonita que se resistía a creer que estuviera muerta.

—Déjame ayudar a mí también. —Su hijo se acomoda junto a ella, y cubre las manos de su madre con las suyas.

 

 

Ayer por la noche en la funeraria, cuando iban a dar las once, Martha de Cosío, madre de Claudia, llegó hasta donde Mónica de Almeida intentaba rezar un rosario, pero perdía las palabras y no podía hilar un avemaría completo.

—¡Fue culpa de tu hija! —le gritó y la derribó de la silla.

El señor Cosío detuvo a su mujer por los hombros antes de que cayera sobre Mónica de Almeida.

—Disculpen, discúlpenla, decía mientras arrastraba a su esposa.

—¡Fue idea de Leticia, era una loca! ¡Por culpa suya mi niña está muerta! —repetía la mujer.

Muchas manos se apresuraron a levantar a Mónica de Almeida del piso.

La funeraria estaba a reventar de dolientes y curiosos que permanecieron en silencio con la vista en el suelo, en el techo, en las flores que perfumaban el ambiente con su aroma a muerte, incapaces de mirar el dolor ajeno. El murmullo era una súplica al universo, a su dios, a ese titiritero que cortaba los hilos a su antojo para que su cuota de sangre quedara satisfecha con las dos niñas muertas y no se llevara a la hija de alguien más.

Martha de Cosío escapó de la garra de su marido y corrió hasta el féretro de pino, donde el cuerpo de su hija descansaba ajeno a la discusión de sus padres. Déjame aquí, le suplicaba a su esposo, quien volvió a tomarla del brazo y la apretaba de más. Es hora de llevarte a casa, ordenó entre dientes mientras la jalonaba del mismo modo que lo hacía cada vez que ella se negaba a complacerlo, a servirle, a estar dispuesta cuando él le arrancaba la ropa con el aliento cargado de alcohol, tabaco, y a veces de besos y saliva de otras mujeres. Martha cerraba los ojos y él se montaba sobre de ella. Su vida transcurría entre lo que evitaba ver y lo que estaba obligada a mirar.

—Déjala, suéltala —gritó Mónica de Almeida, plantándose frente al señor Cosío.

—No te metas en nuestros asuntos —amenazó sin soltar a su mujer.

—Acompaña a mi hija, no la dejes sola —le suplicó Martha de Cosío, cuando su marido la arrastraba dentro del automóvil.

 

 

Ahora Mónica de Almeida está de pie junto a la carroza donde acomodan el ataúd para llevarlo al panteón e impide que cierren la puerta de la cajuela.

—¿Puedo ir con ustedes? —pregunta a uno de los hombres de negro, alto y muy delgado, con las manos blancas y huesudas, quien le ha repetido dos veces que debe cerrar la portezuela.

Leopoldo López, dueño de la funeraria, se acerca hasta ellos por entre las estatuas de sal que observan en silencio la escena:

—Quiero acompañarla.

—Yo me haré cargo —dice Leopoldo López al sentarse en el asiento del piloto.

—Pero… —intenta replicar otro hombre de negro.

—La señora irá con su hija al cementerio.

SEIS

Domingo 1º de septiembre, 1985

22:00 h

Esteban del Valle, médico forense, con la bata manchada de sangre y los lentes de seguridad a modo de diadema, termina un sorbo de su Coca-Cola sin despegar la vista del cuerpo que tiene frente a él. Trabaja en el Hospital General, en la morgue que funciona al mismo tiempo como Servicio Médico Forense.

Esteban tiene más de dos días sin dormir. Una radio lejana repite el discurso del Tercer Informe de Gobierno, pronunciado por el presidente Miguel de la Madrid Hurtado:

Para atender una enérgica demanda popular, hemos efectuado mejoras sustanciales en la procuración de justicia y llevado a cabo un amplio programa nacional de seguridad pública, a fin de depurar, modernizar y profesionalizar los cuerpos policiacos.

Hemos actuado de manera sin precedente en el combate al narcotráfico.

Igualmente hemos trabajado en la prevención y rehabilitación de quienes sufren la farmacodependencia.

La renovación moral ha sido compromiso permanente y norma invariable de conducta.

Sé muy bien que falta mucho por hacer, pero la tendencia al deterioro está revertida.

Perseveremos en la renovación moral de la sociedad: de la nación depende que esta exigencia se mantenga y sea irreversible.

 

 

El viento lo despertó la noche que asesinaron a las jóvenes, había olvidado cerrar el postigo de la ventana de la cocina y el aire lo azotaba contra el muro. El golpeteo lo llevó al recuerdo de su padre, cuando a punto de morir golpeaba con el puño el buró para despertar a su hijo, dormido en una silla junto a él. El viento coló la escena en sus sueños: se vio de nuevo con quince años en esa misma casa y con el padre enfermo. Su madre y sus hermanos los habían abandonado un año antes, tal vez un poco más, perdió la cuenta ocupado en cuidar al viejo. Él se quedó porque lo entendía y porque compartía sus obsesiones. Esteban era el mayor de los tres hijos del matrimonio Del Valle Medina. El padre era médico; la madre, ama de casa. Al poco tiempo de que su primogénito pronunciara su primera palabra, el padre se dio a la tarea de educarlo en medicina y anatomía del cuerpo humano, por lo que Esteban, a diferencia de los niños de su edad, cuando se raspaba decía que se había hecho una abrasión; los moretones eran hematomas; las piernas, miembros inferiores, y los brazos, miembros superiores.

Su padre tenía una obsesión: aseguraba que la energía vital podía ser medida, comprobada, pesada, quería hallar la fuerza de la naturaleza, la potencia del universo. Realizaba experimentos con animales, matándolos en presencia de su hijo, en el laboratorio que construyó en el jardín para trabajar lejos de las miradas curiosas. Hablaba en voz alta frente a Esteban, quien repetía las mismas frases en la escuela; poco pudieron hacer las maestras para impedir que ese niño tímido fuese el centro de burlas de sus compañeros.

Deberás observar y medir mi muerte, le dijo a Esteban, cuando le diagnosticaron leucemia. Su esposa lo acusaba de no querer curarse solo para experimentar los pasos de la muerte en su propio cuerpo.

Por eso, ella y dos de sus hijos lo abandonaron tras suplicarle que debía someterse a un tratamiento y no dejarse morir.

—La fuerza de la vida la vas a encontrar viviendo —le dijo antes de marcharse—. Yo no atestiguaré tu suicidio.

Esteban se quedó, por lo que amigos y parientes lo consideraron un hijo ejemplar, ignorantes de su verdadero papel: ayudante de laboratorio.

Los golpes en el buró del padre moribundo lo despertaron esa noche; había perdido la noción del tiempo, la agonía se había alargado por semanas. Esteban casi no dormía por asistir, anotar, acompañar. Su padre, transformado en conejillo de indias, le dictaba los cambios de su cuerpo en los últimos momentos. Esteban lo pesaba, lo medía, lo fotografiaba. Y a pesar de haber tomado decenas de instantáneas no logró captar la pérdida de la energía vital ni se dio cuenta de cuándo comenzó a retratar a un cadáver.

 

 

Quince años después de la muerte de su padre, Esteban observa el cuerpo del escritor Ignacio Suárez Cervantes sin ser capaz de comenzar la necropsia. La mirada fija en el rostro hinchado, amoratado, sucio, manchado de sangre seca, irreconocible. Dos veces ha vivido el trance de tener a un amigo en su plancha, y nunca ha sabido qué hacer, si debe hablarle, despedirse o pedirle permiso antes de abrirlo.

Una ambulancia recogió a Suárez en el lugar del accidente, según quedó asentado en el informe que le entregaron los agentes de tránsito, donde se reportaban dos vehículos involucrados: Fairmont gris modelo 1984, con placas LKM-265, propiedad de Ignacio Suárez. Renault 18 modelo 1982, con placas GTR-892, propiedad de Víctor Rodríguez Acosta.

Ignacio Suárez se encontraba aún con vida, cuando comenzó a convulsionar sin que nada pudieran hacer los dos paramédicos que se esforzaban en controlar la sangre que se escapaba de las heridas en su cuerpo. Murió antes de llegar al hospital, por lo que lo trasladaron a la morgue.

Esteban del Valle e Ignacio Suárez se habían conocido tres años atrás, cuando Elena Galván los presentó. Ignacio necesitaba cotejar algunos datos del manuscrito en el que trabajaba, y precisó de la ayuda de un forense para hacer verosímil y real su relato, desde el punto de vista médico. Aficionado a las novelas policiacas, se interesó de inmediato en ayudar al escritor y su nombre apareció en los agradecimientos del libro.

Recuerda su primera conversación, cuando lo citó en ese mismo lugar, con la intención de demostrarle que los escritores de novela negra se hacen pasar por rudos; sin embargo, le dijo, son unos blandos que se achican frente a un muerto de verdad. Le sorprendió el aplomo de Suárez, a quien pareció no molestarle el olor a muerte, lo primero que asusta a curiosos cuyos estómagos no están hechos para mantener los jugos gástricos en su lugar. Esteban acostumbraba repartir Vick VapoRub a los estudiantes de medicina que iban a hacer una práctica por primera vez, para que se lo untaran en la nariz, incluidos los que se hacían pasar por valientes frente al grupo. Uno de esos valientes vomitó sobre un cuerpo que después tuvo que limpiar. Pero Ignacio Suárez no, entró decidido, enfundado en la bata blanca pidió un par de guantes para poder tocar.

Cuando su curiosidad quedó saciada, invitó a cenar a Esteban y se comió un gran trozo de res casi cruda. A Del Valle le gustó ese hombre de estómago curtido que lo escuchaba y preguntaba sobre un tema difícil de compartir con los vivos.

Luego de dar un trago más a la Coca-Cola, Esteban se ajusta los guantes de látex. Acerca su instrumental, se acomoda los lentes y con lentitud comienza a hacer un corte en el cuerpo de su amigo.

Cuarto fragmento

Julián, mi hermano, era un niño que casi no lloraba, permanecía quieto hasta que mi madre se acordaba de darle un biberón. Nunca se quejaba. En un mero acto de supervivencia he olvidado episodios de nuestra infancia. No tengo datos ni anécdotas de mi nacimiento, ni del de Julián, solo recuerdos sueltos.

Cada vez que intento recordar, me atrapa la sensación de hundirme en arena movediza y se me corta la respiración. Es miedo. Es ese lugar oscuro en el que mi madre me encerraba, el mismo lugar donde escondía a los niños y bebés que le entregaban, y donde asesinó a un número que desconozco.

Me cuesta trabajo imaginar a mi madre parir. Pensé escribir pariendo, tiempo verbal que aplica para otras madres que viven la vida de sus hijos, con sus hijos, para sus hijos, que ven a través de los ojos de sus hijos. Pariendo. Cuando forman nuevas familias o se van de sus vidas, la madre se queda ciega, sin esos ojos para ver la vida, sin nada que hacer, con la vida de un extraño entre sus manos: la suya.

Mi madre era todo lo contrario, de haber tenido una relación con nosotros quizá no hubiese ocurrido todo lo que ocurrió. Quizá no estaría muerta. El problema de nuestra relación fue que nunca se relacionó con nosotros.

Sumerjo mi memoria en la arena movediza para tratar de asir otro recuerdo. Tenía siete años, los maullidos me despertaron muy temprano. Había visto a la gata dos días antes, por lo que le dejé leche en un plato escondido entre los arbustos del patio, solía rellenarlo cada vez que lo encontraba vacío. A mi madre no le gustaban los animales. Me bajé de la cama lo más rápido que pude para acallarla antes de que ella la encontrara. Busqué el frasco de leche dentro de la nevera y corrí hasta donde había escondido el plato. No estaba. Hacía frío y yo solo traía los calzoncillos y una camiseta. Me tiré al piso y busqué entre los arbustos mientras llamaba a la gata con susurros.

Volví a escucharla. Me levanté y me dirigí hacia el lugar de donde provenían los maullidos, el patio trasero. Mi madre estaba empinada sobre la pileta de agua con las dos manos dentro. ¿Mamá? No me escuchó. Pensé en correr, olvidarme de la gata y escapar a mi cuarto. Me lo habían advertido muchas veces: No puedes estar en ninguno de los cuartos del fondo, ni en el lavadero. Me decidí a correr cuando alcancé a verla sacar un objeto indefinido del agua con ambas manos, una especie de pelota pequeña que se le escapó y me salpicó al caer. La escuché maldecir. De puntitas me asomé mientras ella recuperaba el objeto.

¿Mamá? Forcé la vista y lo vi. La botella se me escapó de la mano y explotó en el piso salpicándonos de leche y vidrios.

¡Qué…! Preguntó girándose hacia mí.

¿Es… la…?

Sí, es la gata, mira cómo me ha puesto los brazos la maldita, dijo mostrándomelos.

Giré la cabeza hacia el agua y alcancé a ver flotar un gatito recién nacido.

Sácalo del agua, me ordenó. Yo negaba con la cabeza. Sácalo, repitió.

No, susurré a punto de llorar, o quizá ya lloraba. Ella se agachó y estrelló contra mi pecho a la madre que acababa de ahogar, me obligó a sostenerla. Sacó a los cachorros muertos y me los entregó. No me cabían entre las manos. Se me cayó uno y quise recogerlo y al hacerlo tiré otro. Me enderezó por el cabello, recogió los gatitos, hizo un amasijo con todos y volvió a estrellármelos en el cuerpo. Los abracé lo más fuerte que pude.

Camina, me empujó por la espalda. Tú le diste leche, ¿verdad? Por eso se quedó, es tu culpa que haya parido aquí, es tu culpa que tuviera que ahogarlos.

No podía moverme, estaba pegado al suelo de cemento gris, temblaba y lloraba. Me empujó de nuevo. Caminé sobre los vidrios de la botella, los escuché crujir bajo mi peso sin sentir dolor. El agua fría de los gatos me empapaba la camiseta, los calzones, mezclándose con el chorro de orina caliente que resbalaba por mis piernas.

Alcancé a contar cinco gatitos, rápido, de una ojeada, no como en la escuela que a veces usaba los dedos para las sumas. Avanzamos hasta una caja de cartón, mi madre me los arrebató y los echó dentro, cerró la tapa y me hizo cargarla hasta un terreno baldío donde la dejamos en medio de un montón de basura. Las lágrimas no me dejaban ver el camino y tropecé en un par de ocasiones, no alcancé a caerme porque ella me tenía preso por la camiseta.

No me gustan los animales, me decía de regreso, halándome de la ropa. Lárgate a la escuela.

Subí la escalera con el peso fantasma de los gatos entre los brazos. Me encerré en el baño y abrí el grifo del agua de la tina, estaba fría. Me desvestí dentro y comencé a tallarme con el jabón para desaparecer el olor que se me había pegado. Todavía hoy, al recordarlo, me parece que mi cuerpo apesta a gato muerto.

Dos años después aún escuchaba los maullidos de la gata todas las noches, como si revolotearan en el laberinto de mis oídos sin poder escapar. Me tapaba la cabeza con la almohada cuando el espectro de la gata me visitaba con su cuerpo empapado y su mirada vacía.

No puedo dejar de escuchar a los gatos, le dije a Julián un día cualquiera. Lo dije para sacar el pensamiento de mi cabeza, dejarlo ir. Jamás le hablé de la gata ni de los gatitos, creí que no entendería mis palabras.

Yo también los escucho, respondió despacio con su tono de voz recién estrenada, que tanto emocionaba a Isabel y tan poco interesaba a nuestros padres. Julián comenzó a hablar a fuerza de la insistencia de Isabel, madre sustituta durante el día, porque en las noches regresaba a su casa, al lado de Jesús, su hijo.

¿Los escuchas? ¿Viste a la gata y a los gatitos que mamá ahogó?

Julián negó con la cabeza y me hizo una seña con las manos. Antes de que hablara habíamos inventado un lenguaje de señas para comunicarnos. Cállate, dijo en silencio, escucha.

Sí, ahí estaban los maullidos.

Me quedé quieto, sin respirar, cada poro de la piel transformado en oído, tan absorto que podía escuchar los latidos de mi corazón y de Julián.

¿Qué hacen?, Isabel entró a la habitación como todas las mañanas. ¿Por qué siguen en pijama? No van a llegar a la escuela. ¿Qué pasa?

Los dos pegamos un salto.

Nada, respondió Julián con tranquilidad pasmosa, mientras yo me levantaba del piso y negaba con la cabeza sin encontrar cómo explicar a Isabel lo que hacíamos.

Julián tenía una inteligencia distinta, desconfiaba de todos, se pasaba el día solo en la escuela, nunca jugaba con otros niños. En el patio mataba hormigas, arañas, cualquier insecto que se le atravesara a la hora del recreo. Yo trataba de camuflarme entre los demás sin conseguirlo, se notaba que era hijo de la Ogresa de los cuentos y por mis venas corría la misma sangre maldita.

A la salida del colegio regresamos con Isabel y corrimos a nuestra habitación. Julián parecía haberse olvidado de los maullidos, yo le pedía que permaneciera quieto para tratar de escucharlos de nuevo. A esa hora había demasiado ruido en la avenida, el flujo de vehículos y gente hacía imposible el silencio necesario para oírlos.

Pasamos el resto del día con la tarea y en la calle; nos habíamos hecho de una palomilla de cinco muchachos de diferentes edades; Julián era el más pequeño, siempre estaba conmigo porque quería dejarlo fuera del alcance de nuestros padres. Isabel procuraba también alejarnos de casa lo más posible, llevándonos a la compra, al mercado, a ver a su hijo, Jesús, a quien su abuela cuidaba todo el día. Por la noche, antes de irse, nos suplicaba, nos ordenaba permanecer en la recámara hasta el día siguiente.

Por fin oscureció, estuve ansioso todo el tiempo. Isabel nos dejó arropados, aún dormíamos en la misma cama, nos bendijo y rezó el ángel de mi guarda.

Esperé un tiempo antes de decidirme a abrir la ventana que daba al patio, a señas le dije a mi hermano que se acercara.

Tengo sueño, balbuceó con su timbre desafinado.

Le ordené callarse con un dedo en los labios. Estuve asomado a la ventana con el oído atento hasta que vi a mi madre atravesar el patio en compañía de una mujer, una de sus pacientes. Mi madre levantó la vista hacia la ventana y el corazón se me detuvo. Corrí a la cama y me metí entre las cobijas, jadeaba asustado, temeroso de que me hubiese visto. Me quedé ahí dentro, cubierto hasta la cara, agitado, el corazón desenfrenado. Sin darme cuenta me quedé dormido. Desperté a medianoche.

El viento helado se colaba por la ventana abierta y agitaba las cortinas convirtiéndolas en fantasmas desesperados por salir de la habitación. Sopló sobre los papeles en la mesa junto a la cama, elevándolos para luego depositarlos sobre mi cara, abrí los ojos sobresaltado y con frío. Adormilado me levanté a cerrar la ventana y escuché los maullidos, me paralicé, sostuve la respiración y casi pude detener mis latidos. Me tiré al piso y asomé apenas los ojos, la cortina revoloteaba y me acariciaba el cabello. Pecho tierra regresé a la cama.

Julián, susurré y lo moví un poco. Julián, musité en su oído.

Tenía siete años, y el único momento en que parecía un niño de su edad, cuando soltaba el gesto adusto, era dormido. Esa sería la última noche que lo vería dormir profundo, después tendría un sueño ligero, alerta, y su rictus crispado se instalaría a todas horas.

Somnoliento, Julián se tiró al piso conmigo, avanzamos hasta la ventana, volvimos a sostener la respiración, escuchamos los pocos vehículos que circulaban a esas horas, alguna risa lejana, palabras atrapadas en el viento, que había disminuido de intensidad y la cortina bailaba despacio. Sostuvimos el aire cuatro veces antes de que el lastimero maullido llegara de nuevo hasta nosotros.

Tal vez es otra gata; si la ven, la ahogarán; tenemos que rescatarla.

Que se muera.

¡No!, susurré casi en voz alta. Acompáñame a buscarla.

Julián negó con la cabeza.

Por favor.

Él volvió a negar en silencio y se arrastró de regreso a la cama.

Cierra la ventana que los vas a despertar, ordenó.

Por favor.

Los maullidos resonaban en mi cabeza, me acerqué a Julián y lo jalé de un brazo.

Está bien.

Se soltó de mi mano, no le gustaba que lo tocaran.

Despacio, con infinito cuidado bajamos las escaleras. Abrimos con mucha cautela la puerta que daba al patio trasero. El aire soplaba, frío. Nos acercamos a los cuartos que estaban al fondo, donde Felícitas atendía y donde creíamos que se guardaban herramientas. Los maullidos se hacían más lastimeros, caminamos alumbrados por la luna. Intentamos abrir la puerta del cuarto de herramientas, de ahí provenían los sonidos, la puerta era de metal y estaba cerrada con llave. Traté de asomarme por la ventana, pero estaba muy alta y el vidrio era esmerilado. Me temblaban las manos, las rodillas, perdía control sobre mi cuerpo y mis movimientos se hacían torpes.

Voy por un cuchillo a la cocina, tal vez pueda abrir la chapa con él, señalé el orificio de la llave.

Julián no tuvo tiempo de responder. Con la urgencia de salvar lo que estaba dentro llegué hasta la puerta trasera y la abrí sin cuidado. El viento arreció de pronto, me la arrebató y la azotó contra la pared tan fuerte que el cristal estalló en pedazos.

Julián corrió y me pasó de largo, subió a trote las escaleras, yo tardé en reaccionar.

La puerta de los ogros se abrió.

Corrí escaleras arriba.

Traté de meterme en la cama y disimular que dormíamos.

No pude cerrar la puerta de la recámara.

Mi madre la detuvo.

Fi, Fa, Fo, Fu, dice el ogro del cuento de Jack y las habichuelas, huelo a carne de niño.

Fi, Fa, Fo, Fu, empujó la puerta y yo caí al suelo por el empellón.

¿Qué hacen?

Me atrapó de un pie.

Nada, na-da…, tartamudeé.

Me arrastró por el pie hacia la escalera, pero se detuvo porque Julián se le lanzó encima y la golpeó por la espalda; ella lo derribó de un manotazo en la cara.

Me soltó para atrapar a mi hermano por los pies, él peleaba por soltarse y le pateó el rostro, ella se llevó las manos a la nariz. Julián se escabulló debajo de la cama. Con habilidad animal, casi imposible para una mujer de sus dimensiones, levantó la cama con todo y colchón. Mi padre entró en ese momento.

Estuvieron en el cuarto de atrás, alcancé a verlos por la ventana.

Julián corrió a la puerta. Mi padre lo atrapó por un brazo y lo levantó en el aire como si fuera un costal que no dejaba de moverse.

Felícitas soltó la cama, la nariz le sangraba.

¡Escuincle pendejo!, le gritó y se acercó para propinarle un manotazo tan fuerte que Julián dejó de moverse.

¡Julián! ¡Julián!, grité desesperado, creí que lo había matado.

Hoy, pienso que lo mejor para mi hermano, para mí, para todos, hubiese sido que lo matara en ese instante.

Me lancé contra ella.

¡Lo mataste!

Mi madre me aferró por un brazo, me zarandeó y dejé de atacarla. Me detuve. Producía ese efecto en mí, como si tuviera en su poder mi botón de apagado.

¿Quieres conocer el cuarto?, rugió y me arrastró escaleras abajo. Mi padre ya se había adelantado con Julián desmayado. En el patio abrió la puerta del cuarto de las herramientas y alcancé a ver cómo arrojaba a Julián desde su metro ochenta y tres de estatura.

Escuché el cuerpo estrellarse contra el suelo. Lo imaginé caer de espalda y su cráneo rebotar, elevarse unos centímetros y volver a caer.

Mi padre levantó un pie y dejó caer todo su peso contra la pantorrilla izquierda de mi hermano. Perdido, inconsciente, Julián apenas emitió un leve quejido.

Carlos Conde azotó la puerta y la cerró con llave. Traté de sofocar los accesos de llanto, no podía respirar, le gritaba a Julián y trataba de soltarme de la garra de mi madre que se detuvo frente al cuarto donde atendía a sus pacientes, abrió la puerta y dijo:

Ya que tienes tanta curiosidad por saber lo que hago aquí, me ayudarás a limpiar.

Quise correr, ponerme a salvo. Me atrapó por el cuello del suéter que usaba para dormir. Encendió la luz, tan potente que me costó trabajo acostumbrarme al resplandor. Frente a mí estaba una mesa y repisas con frascos y objetos que desconocía.

Ahora que trato de recordar lo que había, mi mente reproduce la imagen del lugar destrozado, cuando Julián arrasó con todo tras la muerte de Felícitas.

Limpia, me ordenó y me entregó un trapo. Tomó una cubeta llena de agua y me apresó la mano con la jerga, la mojó en el agua y luego la estrelló contra una mancha roja que cubría parte de la mesa.

¡Limpia!

Dibujé un círculo frenético con el trapo sobre esa sustancia oscura, viscosa, roja.

¡Mójalo!

Me oriné en la pijama. Las lágrimas no me dejaban enfocar la vista.

Felícitas hundió de nuevo mi mano en el agua.

Me manipulaba como a un muñeco.

Limpiaba la mesa y regresaba a la cubeta. El agua estaba cada vez más roja.

Yo me dejaba hacer.

Deja de llorar, ordenaba y me apretaba los dedos.

En un movimiento brusco pateé la cubeta.

¡Lárgate de aquí!

Mi padre entró en la habitación.

¿Qué pasó?

Este pendejo tiró todo.

Mis piernas no reaccionaban, tardé en escapar.

Corrí hasta el portón de la entrada cerrado con candado. Mi madre se quedó en el cuarto. No volvió a llamarme. La luna estaba en lo alto, el farol de la calle no alcanzaba a iluminar el patio, las casas aledañas casi todas a oscuras. El escándalo de la puerta alertó a un perro que hizo ladrar a otro y a otro, la noche se llenó de ladridos.

Quise abrir la puerta donde estaba Julián sin hacer ruido. Imposible.

Me senté en el suelo recargado en la puerta, mi padre ya había regresado al interior de la casa. Mi madre salió del cuarto y se detuvo un segundo a observarme. Cuando pienso en ese instante creo que dudó en consolarme, abrazarme. Los ogros no abrazan. Bajé la vista, me encogí y escondí la cara entre las rodillas. Ahí me quedé hasta el amanecer.

Julián abrió los ojos cuando aún estaba oscuro, le dolía la cabeza, el cuerpo, pero sobre todo la espinilla que mi padre le fracturó. Le había preguntado muchas veces por lo que había pasado dentro de esa habitación y él ignoraba mis interrogantes, hasta que una semana después me despertó a medianoche y comenzó a hablar como si fuera una necesidad orgánica sacar esas palabras de su cuerpo acostumbrado a permanecer en silencio: con la pierna rota había hecho un gran esfuerzo para sentarse, quiso orientarse, alcanzó a ver un tímido resplandor que se colaba por la ventana y se arrastró hasta ahí. Intentó levantarse apoyado en la pared, buscó a tientas la chapa cerrada con llave. Gritó con su voz que casi no usaba, gritó porque el dolor en el cuerpo y en el alma resquebrajó el silencio y lo partió. Gritó hasta que detrás de sus gritos escuchó un sonido muy parecido a un maullido. Con una mano buscó en la pared el interruptor de la luz.

Gritó, gritó y gritó, hasta que detrás de sus gritos escuchó un sonido muy parecido a un maullido. Con una mano buscó en la pared el interruptor de la luz.

Dentro de una caja de cartón estaba el animal que había provocado todo. La furia le hizo olvidarse del dolor. El hueso roto le impidió apoyar el pie y cayó al suelo. Se arrastró hasta la caja, metió las manos y no vio una gata sino a un niño. El bebé más pequeño que había visto nunca.

Apestaba.

Se dio cuenta de que los ruidos no eran maullidos sino un llanto humano, bajito.

Se llevó las manos a la cabeza:

Deja de llorar, le ordenó.

El niño avivó su queja ante la presencia de Julián, su instinto de supervivencia lo hacía llorar con más fuerza. Sálvame, quizá trataba de decirle. Pero Julián no entendía y se tapó los oídos.

¡Cállate!

El dolor de la pierna lo desquiciaba.

Cállate, volvió a ordenar con su voz destemplada, llena de llanto, de enojo.

Lo levantó y comenzó a sacudirlo apretándolo por las costillas.

¡Cállate!

Julián volvió a sacudirlo y apretó con más fuerza.

¡Cállate!

Con una mano le tapó la boca y la nariz.

¡Cállate!

Después de un rato, cuando estuvo seguro de que el niño se había callado, lo devolvió a la caja y se dejó caer hecho un ovillo.

Cerró los ojos y sin darse cuenta se quedó dormido.

No era una gata, me dijo al día siguiente, cuando mi padre abrió el cuarto donde lo había encerrado y yo corrí a buscarlo. Mi hermano estaba en el suelo, tenía los pantalones mojados de orines, los ojos hinchados de llanto, la nariz embarrada de mocos, el cabello despeinado.

Era un bebé. Se calló.

Me acerqué a la caja que estaba junto a Julián y cuando casi alcanzaba a ver al niño dentro, mi padre se interpuso y la levantó.

Chingada madre, dijo en un exabrupto y salió con pasos largos y la caja entre las manos.

Quise ayudar a mi hermano a levantarse, pero el dolor de su pierna era insoportable. Me quedé con él hasta que volvió mi padre y lo levantó del suelo con la misma facilidad que al niño en la caja, y se lo llevó al doctor.

Julián regresó con la pierna izquierda enyesada. Caminaba con muletas. El sonido de su nuevo andar hablaba por él: aprendí a reconocer su estado de ánimo por la fuerza con la que apoyaba las muletas. En la escuela le cargaba la mochila, los libros, quería leerle el pensamiento, adelantarme a sus deseos. Yo también usaba muletas, estaban hechas de culpa y remordimiento, más pesadas y estorbosas. Me quedaba con él durante los recreos, en silencio lo escuchaba masticar el emparedado que Isabel nos preparaba todas las mañanas, siempre lo mismo: mermelada de fresa con mantequilla. Sacaba libros de la biblioteca del colegio y los leía mientras mi hermano miraba a ningún lado. Algunas ocasiones lo hacía en voz alta, otras en silencio; Julián ni aprobaba ni desaprobaba lo que hacía. Leía en alto, muy alto, cuando mi ansiedad era insoportable y su silencio me tragaba. La lectura me salvaba, mi propia voz me sostenía con hilos invisibles.

Cuando le quitaron el yeso, esperaba verlo caminar como antes; nunca volvió a hacerlo, su pierna izquierda se negó a recordar el movimiento. Cojeaba él y cojeaba yo, sin que se me notara físicamente, una cojera mental.

En 1936 el mundo ardía, comenzó la Guerra Civil en España, Hitler inauguraba las Olimpiadas en Berlín, el Hindenburg hacía su vuelo inaugural, y a mí se me escurrían los meses en resolver las necesidades de mi hermano.

Al año siguiente el pueblo de Guernica era arrasado, bombardeado, el Hindenburg explotaba como banderazo de salida del desastre que estaba por comenzar y que dejaría muertos por toda Europa, adultos y niños.

Y en nuestra casa también había niños muertos, cuyos restos Julián y yo comenzamos a desaparecer.

Una tarde mi madre nos llamó, entre ella y mi padre nos mostraron una de las jardineras, me dieron una pala y me ordenaron cavar. No tuve que hacer esfuerzo para levantar la tierra, era el mismo sitio donde acostumbraban enterrar restos. Tras varias paladas mi madre le dio una cubeta a Julián:

Vacíala en el hoyo.

Alcancé a ver una cabeza diminuta.

Échale tierra, me ordenó.

Ese fue el comienzo de nuestra participación en el negocio familiar.

Una semana después salimos con mi padre a repartir bolsas en baldíos alejados. Aunque nuestro trabajo no era todos los días, comencé a darme cuenta de quién iba a parir y quién a abortar. Odiaba a las abortistas y a las que dejaban a sus hijos.

Yo tenía diez años, y Julián, ocho. Éramos unos niños que desaparecían los restos de otros niños.

Isabel nos abrazaba más y comenzó a darnos Tónico Bayer, quizá con la esperanza de que no solo fortificara nuestro organismo, también el alma.

FALLECE EL ESCRITOR IGNACIO

SUÁREZ CERVANTES

Leonardo Álvarez

Diario de Allende

2/09/1985

Muere el escritor mexicano Ignacio Suárez Cervantes a los cincuenta y nueve años, tras un choque frontal con otro vehículo. El accidente ocurrió en el libramiento José Manuel Zavala, después de las dieciocho horas.

Los servicios de emergencia trasladaron a los heridos al hospital, donde el escritor falleció.

Los restos de Suárez serán llevados el día de mañana a la funeraria Gayosso, de Félix Cuevas, en la Ciudad de México, donde serán velados.

El secretario de Cultura, así como diversas personalidades del mundo artístico, cultural y político, han expresado sus condolencias.

Ignacio Suárez dejó tras de sí una vasta producción literaria, que le valió varios premios. Realizó guiones de cine, su último trabajo fue Juego de sangre.

Colaboró en revistas literarias y tenía una columna semanal en el diario La Prensa, medio que fue su casa desde el inicio de su carrera.

Su trabajo dentro del terreno de la novela negra, de la mano de su personaje más memorable, el detective José Acosta, lo consagró como uno de los grandes del género.

Descanse en paz.

SIETE

Miércoles 4 de septiembre, 1985

7:23 h

Elena se mira en el espejo, su vista tropieza con un cabello blanco que arranca junto con dos castaños. Su cuerpo huele a nervios, a cama, a tristeza, a ese olor que se desprende de los cuerpos asaltados por la angustia, la incredulidad, la sorpresa, el duelo. Hace dos días que enterraron a Ignacio Suárez y desde entonces no ha salido de su habitación, pese a los intentos de su tía Consuelo por sacarla de ahí.

Después de que el escritor salió del hotel, Elena se dedicó a preguntar entre sus empleados por las fotografías lanzadas debajo de la puerta. Salió a buscarlo a la calle a los lugares que frecuentaba y al no encontrarlo se entretuvo en resolver pendientes del hotel que regenta, la Posada Alberto. Trabajó sin parar para no pensar y distraer así a la angustia que contraía su cuerpo. Sentía un dolor en el pecho y un temblor que a simple vista no se le notaba, pero se acrecentaba cada segundo ante la ausencia de noticias de Ignacio.

Se encerró en la habitación del escritor, se sentó en la cama y comenzó a pasar las hojas de una libreta roja que yacía sobre las sábanas. Siempre escribía en las mismas libretas rojas, sagradas para él. Nadie podía adentrarse en la cuadrícula casi milimétrica, en la espesura de su letra diminuta, como si escribiera en una clave indescifrable. Nunca borraba, ni tachaba. Se levantó de la cama, buscó una pluma en el escritorio y cometió el pecado de irrumpir en territorio sagrado:

Pendejo.

Estúpido.

¿Dónde estás?

Mierda. Mierda. Mierda.

Lo insultó por escrito hasta quedarse dormida sobre el escritorio. Salió muy avanzada la noche con la ropa arrugada y el cabello revuelto a preguntar por Ignacio. ¿Llamó? ¿Volvió?, preguntó al velador que hacía guardia en la finca durante la noche, cuya respuesta se redujo a un encogimento de hombros. No durmió el resto de la noche y al día siguiente el trabajo en el hotel volvió a mantenerla ocupada, pero con el pensamiento en Ignacio. Lo llamó a su casa en la capital, pensó que quizá estaría allá, pero nadie respondió. Recorrió las calles de la ciudad pendiente del vehículo del escritor; llamó a la Cruz Roja, al hospital, a la policía.

Eran 8:26 de la noche —sabe con exactitud la hora porque consultaba su reloj un promedio de tres veces por minuto— cuando Consuelo, hermana gemela de su madre, corrió a buscarla gritando que debían ir al hospital porque José María, su padrastro, se había accidentado. Apenas tuvo tiempo de tomar su bolsa.

—¿Y si llama Ignacio? No puedo salir —dudó antes de atravesar la puerta.

—¿Estás loca? —la apuró Consuelo y le arrebató las llaves del auto.

En el Hospital General los recibió el médico de guardia y les explicó que estaba en cirugía con una hemorragia interna.

—¿Se va a morir? —preguntó Consuelo.

El médico de guardia, un muchacho que acababa de terminar la especialidad, dudó en responder:

—Está grave, muy grave, pero vivo. El hombre que lo acompañaba murió.

—¿Con quién iba? —preguntó Elena.

—Desconozco la identidad; al conductor del otro vehículo también lo trajeron aquí, es muy joven.

—Elena —dijo una voz detrás de ella.

Elena se dio media vuelta y se encontró con Esteban del Valle, amigo de la infancia; ella le había presentado a Ignacio, cuando el escritor le dijo que necesitaba hablar con un forense.

—¿Qué haces aquí?

—Nos avisaron que se había accidentado José María, acabamos de llegar; parece ser que está muy grave —le explicó al acercar la mejilla a la de Esteban para saludarlo y percibir el formol impregnado en la ropa y la piel del forense como parte de su personalidad.

—Ignacio está conmigo —la interrumpió.

—¿Contigo? ¿Aquí? ¿Qué hacen? Llevo todo el día buscándolo.

Elena se encaminó deprisa hacia la morgue, conocía el camino. En una ocasión acompañó a Ignacio a hablar con Esteban para precisar la descripción de un personaje muerto en el libro que entonces escribía. Tras romper todas las reglas, las propias y las del hospital, Esteban les permitió estar presentes durante un procedimiento. Ignacio la había retado a que no aguantaría ni cinco minutos en ese lugar. Elena se acercó al muerto y pronunció un diagnóstico frío y concluyente: «Parece de cera». No era su primer encuentro con la muerte, entonces no le había dicho a Ignacio que a los diez años ella encontró a su abuelo infartado en el campo. Años después observó durante un tiempo que le pareció muy largo el cadáver de su hermano Alberto, cuando las deficiencias de su cuerpo lo vencieron. Ver a un muerto sin lazos afectivos le producía una gran curiosidad. Sin embargo, fue el lugar, la temperatura, los rastros de sangre, los mosaicos blancos y verdes, la sensación de estar en una cripta, lo que no soportó porque en ese instante se hizo consciente de su propia finitud, como si la muerte de sus seres cercanos la hubiese llenado solo de tristeza, pero ese muerto extraño, ajeno, le habló del término de la vida. «Venimos a este mundo a hacernos viejos y a morir, eso es todo», pensó. Ese pensamiento le revolvió el estómago, se le transformó en un ataque de pánico. Se sintió tan mal que Ignacio se tragó la burla y pasó la tarde tranquilizándola.

—¿Qué hace Ignacio contigo? —le preguntó a Esteban, que la adelantó y se plantó frente a ella, la tomó de los hombros y le dijo muy despacio:

—Ignacio está muerto. Iba con José María en el coche.

—¿Ignacio? ¡No, no puede ser! Tiene una cara muy común, quizá lo confundes con alguien más.

—Es Ignacio. Es una coincidencia que te encontrara aquí, había subido a llamarte por teléfono desde la recepción, estaba por comenzar con la… con el procedimiento con Ignacio cuando pensé en ti y que tal vez no sabías que había muerto, pero no quise hablarte desde la extensión de la morgue y entonces escuché tu voz.

—Quiero verlo.

—No puedes, está prohibido —dijo Esteban.

—Quiero verlo, Esteban. Quiero verlo.

Ahora, después de mirarse en el espejo por un largo rato, Elena regresa a la cama, toma la libreta roja de Ignacio que la ha acompañado durante veinticuatro horas como un objeto de seguridad y escribe:

Jamás imaginé verte sobre una plancha, ver tu cuerpo, tu cadáver, eso que eras tú y al mismo tiempo no. Desnudo, hinchado, herido, deshecho, ausente de ti y tan muerto.

Respondí preguntas y atendí el papeleo en el hospital hasta que se presentaron tu exmujer y tus hijos. Esteban los había llamado, dijo que debía avisarle a sus hijos, aunque no tuvieran una relación cercana era su padre y debía comunicarles su fallecimiento. No entendí de quién se trataba, tan ensimismada estaba hasta que escuché a uno de tus hijos decir tu nombre. Me mantuve en una silla de plástico, convertida en mero espectador a partir de ese instante. Atestigüé el ir y venir de tus hijos, el llanto exagerado y fuera de lugar de tu ex, las condolencias que fueron para ella. Mi enojo aumentaba y se sosegaba la tristeza. Fuiste mi muerto el tiempo que ella tardó en recorrer doscientos cuarenta y cinco kilómetros desde la Ciudad de México. Cuando liberaron tu cuerpo, te trasladaron en una carroza a la Ciudad de México y yo me quedé aquí hasta el día siguiente cuando me decidí a ir a la capital. Ellos se apropiaron de ti, de tu cuerpo, y nadie me explicó a dónde te llevaban; tampoco pregunté, no pude hacerlo, me sentí fuera de lugar. Les pertenecías a ellos, no a mí. Fue Esteban, después de que partió tu familia, quien me informó de la funeraria a donde te llevarían, pero no quiso acompañarme.

¿Qué fui en tu vida? ¿La amante de cada seis meses? ¿Qué me pertenece de ti? Quizá solo esta libreta. Cabrón. Me hicieron a un lado sin miramientos. Yo me hice a un lado, no me sentía con el derecho de reclamar nada.

Durante la misa de cuerpo presente, en la funeraria, tu exmujer estuvo sentada frente al ataúd flanqueada por tus dos hijos. Evité pensar en ella durante los años que estuvimos juntos y casi llegué a convencerme de su inexistencia. Sollozaba e hipaba tan fuerte que el sacerdote debía levantar la voz para hacerse escuchar por encima de su llanto. Le gusta llamar la atención. No me gustan las mujeres que se dejan las canas como ella; no sé si lo hacen por flojera, por evitar los químicos, rebelarse ante el sistema que obliga a las mujeres a ser jóvenes siempre, por hippies, descuidadas, o si prefieren gastar el dinero en otras cosas. Me mantuve junto a una columna, escondida detrás de un muro de gente vestida de negro. El lugar se llenó de periodistas y artistas de todo tipo, actrices y actores de tus películas, pintores, editores, escultores, y, claro, la mayoría escritores. Yo era la desconocida, quizá la única que te cuente cómo fue tu funeral. ¿Importa ahora?

El sacerdote afirmó conocerte desde hacía muchísimos años. Nunca lo sabré, no lo conocía; mi lugar es aquí en el universo paralelo donde vivías seis meses al año, a más de doscientos kilómetros de distancia de un mundo que no es el mío. Trato de contenerme, te confieso, aunque ahora tal vez tienes acceso a mis pensamientos y sabes que estoy furiosa.

Pendejo. Eres un pendejo. Pendejos tú y José María. ¿Qué hacías con él?

Durante la misa tu exesposa se sonaba los mocos de tal modo que se escuchaba por todo el lugar, y luego guardaba los pañuelos sucios dentro del sostén. Uno de tus hijos le acariciaba la descuidada cabellera. La sobó casi todo el ritual, se abstuvo de hacerlo en el padrenuestro porque le tomó la mano.

No.

Miento.

No es fea. No se sonaba los mocos ni se guardaba los pañuelos en el sostén. Lo cierto es que no lloraba. Durante todo el ritual se mantuvo ecuánime. El sacerdote podía hablar sin levantar la voz. Sí se deja las canas y no me gusta su corte de pelo, eso es verdad. Ya lo sabes. Yo era quien lloraba. Yo era la viuda, no ella que no te dedicó ni una lágrima.

Cuando el sacerdote por fin terminó y las personas se dispersaron, me acerqué al ataúd, y estuve tentada a dar un par de toques y preguntar si estabas ahí dentro, lo único que me lo confirmaba era la fotografía que precedía tu caja.

Salimos rumbo al cementerio y comenzó a llover, no faltó quien dijera que el cielo también estaba triste y de luto y esas estupideces que decimos cuando la muerte nos sobrepasa. En el panteón los paraguas de colores desentonaban con el ambiente monocromático; como si hubiésemos entrado a una película en blanco y negro, el tecnicolor se apagó al atravesar las puertas. Las calzadas no tardaron en convertirse en ríos de lodo donde se ahogaban nuestros zapatos. Nadie sabía dónde te enterrarían. En un accidente no se puede cremar el cuerpo, hay que dejarlo por si se necesita en posteriores investigaciones durante siete años (por si te preguntabas por qué no te habían incinerado). Por fin se nos indicó el camino.

Tus hijos y tu exesposa se quedaron frente al agujero que se ensanchaba.

Uno de los trabajadores avisó por radio que ya estaba listo el hoyo. Miré alrededor para ver por dónde te traerían. No te he dicho que la funeraria parecía florería por la cantidad de arreglos que llegaron, mismos que llevaron al panteón y yacían sobre otras tumbas, tampoco había espacio para ellos. Alguien tuvo la idea de repartir las flores blancas, quizá con la intención de dejarlas sobre tu ataúd, muy estilo Hollywood, aunque nada que ver con el Panteón Francés de la Ciudad de México, donde nos rozábamos unos con otros.

Al tiempo que arribó tu ataúd, un relámpago iluminó el cielo y el trueno anunció tu descenso a la tierra, muy teatral. La lluvia arreció y algunas personas abrieron de nuevo los paraguas mientras los enterradores te bajaban con cuerdas. No hubo palabras de despedida, ni pudimos echarte un puñado de tierra ni desearte buen viaje. Cuando terminaron de acomodarte, comenzaron a palear. Alguien lanzó una flor hasta el agujero que se cerraba y te tragaba, tu última escala hacia ninguna parte. Los demás lo imitamos. El ambiente se relajó de tal modo que una amiga de tu exesposa, quien se mantuvo a su lado todo el tiempo, tuvo un ataque de risa nerviosa, histérica, que provocó una sonrisa en los demás. El apremio de las gotas se convirtió en urgencia obligándonos a desearte bon voyage a toda prisa, ojalá nos volvamos a ver.

Elena cierra la libreta despacio, después de vaciarse se siente puro cascarón. Deja el cuaderno rojo sobre la cama y se dirige al baño, arrastra los pies hasta la regadera, abre la llave y, contrario a su costumbre, entra antes de que el agua se caliente. El agua fría resbala por sus hombros, el cuello, la espalda, los senos, siente un poco de alivio en la piel cansada, las gotas de agua parecen lágrimas en su cuerpo, como si llorara por cada poro. Toma el champú y mientras hace espuma, con los ojos cerrados piensa en José María, desde el día del accidente no ha ido a verlo, está en un coma inducido. Al enjuagarse el cabello siente como si no solo se limpiara la grasa del cuero cabelludo, sino también la bruma que no la dejaba pensar con claridad desde el día en que Ignacio murió.

OCHO

Miércoles 4 de septiembre, 1985

12:38 h

Elena Galván ha permanecido más de una hora en una silla frente a José María. Sin darse cuenta ella misma ha acompasado su respiración al ritmo de la de su padrastro. Está hipnotizada con el subir y bajar del pecho, casi imperceptible. Observa su rostro manchado, amoratado, hinchado, escoriado, constelado de verrugas y lunares que ha acumulado en veinte años de casado con su madre. Percibe el olor de su cuerpo mezclado con el desinfectante del hospital, mientras le acaricia una mano.

—¿Qué sucedió? —le pregunta en voz baja para no despertar a su tía Consuelo, que duerme en otra silla. José María no responde.

Consuelo ha ido y venido del hospital al hotel desde el día en que internaron a su cuñado. Debe cuidar de Soledad, su hermana gemela, y ahora también de José María. Además, se ha hecho cargo del hotel, que Elena ha desatendido por completo desde el entierro de Ignacio.

—¿Despertó? —pregunta Consuelo sobresaltada, se frota los ojos, se pasa una mano por la cara e intenta ponerse de pie. Elena niega con la cabeza.

—Espera, no te levantes así, te vas a marear.

—¿A qué hora llegaste?

—Hace un rato.

—¿Te vas a quedar mucho tiempo?

—No, debo volver al hotel para ponerme al día con los pendientes.

Consuelo se acerca despacio a José María, le acomoda la sábana y pasa una mano por el cabello ralo, blanco, besa en la frente a su cuñado y le da un par de palmaditas en el pecho.

—Despierta —le susurra cerca del oído.

—Te alcanzo en una hora, me voy a quedar otro rato. Ve a trabajar, es lo único que necesitas para sanar la tristeza. Me alegra que hayas salido de tu habitación. —Consuelo se acerca a Elena, le acaricia una mejilla y luego la abraza—. Anda, vete y pasa a ver a tu madre, la tenemos muy descuidada con todo esto.

—Con todo esto —repite Elena y piensa en que no volverá a ver a Ignacio nunca más.

Sale del hospital, sube a su automóvil y cierra con fuerza la portezuela. Trató de aguantar las lágrimas mientras atravesaba los pasillos. El nudo en la garganta le corta la respiración. Se recarga sobre el volante, que recibe sus lágrimas, el coche se mece al ritmo de sus sollozos. Cuando logra controlarse, arranca y se limpia la cara con la manga del suéter.

Al llegar al hotel la detiene la recepcionista:

—Tienes una visita, lleva más de una hora esperándote —le dice y señala a un hombre.

—Esteban, ¿qué haces aquí?

Elena se apresura a indicarle el camino a su oficina de donde despide a una de las camaristas afanada en sacudir su escritorio.

—Ya te he dicho que no tires los papeles que dejo encima, pueden ser importantes —le recrimina.

—Y si no lo hago me regañas porque nada más limpio por donde se ve.

—Déjanos solos —ordena señalando la puerta.

—Todavía no termino.

—Lo haces después.

—Será hasta mañana, porque hoy ya no me va a dar tiempo de regresar —amenaza, sacude el trapo y llena el ambiente de motas de polvo que brillan al pasar por la luz.

—Sal y cierra la puerta.

Elena le señala una silla a Esteban del Valle:

—¿Qué sucede?

—¿Cómo estás, Elena?

—Mal, muy mal. Apenas puedo salir de la cama, todavía no logro asimilar lo sucedido, espero que de un momento a otro aparezca Ignacio por la puerta. Vengo de estar con José María en el hospital, todavía lo mantienen en coma. —Se lleva las manos a los ojos y trata de controlar la tempestad que comienza a formarse en su interior—. Carajo, no puedo dejar de llorar.

El forense permanece en silencio junto a ella; tímido alarga una mano para tocarla, pero se arrepiente de inmediato y entrelaza los dedos. Elena se levanta y desaparece en el baño mientras Esteban pasea por la habitación, nervioso; también siente una densa tristeza por la pérdida del amigo.

—Discúlpame, Esteban. Hoy hice un esfuerzo muy grande para levantarme, pero, si te soy honesta, lo único que quiero es regresar a la cama, tomarme algo para dormir y despertar dentro de una semana o dos o un mes, cuando me sienta menos triste.

—Te entiendo, no te disculpes. He venido a perturbarte, lo siento. Vine porque tengo algo para ti. No quise entregarla, pensé que querrías guardarla.

Esteban extrae del bolsillo de su pantalón una cadena con una medalla.

—La cadena de Ignacio…

Elena se lleva las manos a la boca y un par de lágrimas ruedan por sus mejillas.

—Perdón —dice mientras se limpia los ojos.

—¿Quién es el santo? ¿Lo conoces?

—No, no lo sé, Ignacio decía que era el patrón al que iba a tener que darle explicaciones.

—Cosas de escritor, supongo.

—Esteban, debo contarte algo importante: la mañana del día que chocó Ignacio, deslizaron por debajo de la puerta dos fotografías de las jóvenes asesinadas —le dice Elena, después de un largo silencio.

—¿Qué?

—Cuando desperté, Ignacio me las mostró. No se alcanzaba a ver el rostro; las tomaron de lejos, con una Polaroid. En una de ellas estaba escrito: «Búscame».

—¿Búscame?

—Ignacio estaba como loco, dijo que los asesinatos eran un mensaje para él.

—¿Dónde están las fotos?

—No lo sé, se las llevó.

—Quizá están entre sus pertenencias que extrajeron del vehículo, lo investigaré. ¿Qué más te dijo?

—Al salir me pidió que si no volvía guardara todo lo que estaba en su habitación y no permitiera que se lo llevaran ni sus hijos ni su exmujer.

Esteban camina por la habitación, se frota una mano con la otra y toma una cajetilla de cigarros del bolsillo de su camisa:

—¿Puedo? —pregunta y ella niega con la cabeza.

—Dentro del hotel no se fuma.

Esteban regresa la cajetilla a su bolsillo, da unos pasos y dice:

—Elena, escucha, no puedes repetir a nadie lo que voy a revelarte. Cuando revisaba los cuerpos de las jóvenes asesinadas me interrumpieron dos judiciales y no me permitieron terminar el procedimiento. Debe estar involucrado alguien del gobierno o un empresario importante, gente de peso en la ciudad o en el estado. Sucedió lo mismo hace un par de años, cuando llevaron el cuerpo de un jovencito al que habían violado y torturado antes de asesinarlo, ¿lo recuerdas?

Elena niega en silencio, impaciente tamborilea los dedos sobre el escritorio.

—El culpable era el hijo de un secretario. Lo mandaron a vivir fuera del país. Los familiares de la víctima pidieron justicia, pero ante las órdenes del gobernador no hubo nada que hacer. Creo que con las jóvenes no buscarán al culpable porque ya saben quién es, o eso parece. Investigaré lo de las fotografías, ya te contaré qué encuentro.

Salen de la habitación y caminan en silencio hasta la entrada, cada uno absorto en sus pensamientos.

—Gracias —dice Elena, acerca su mejilla a la de Esteban y truena un beso al aire, luego lo observa subir a su vehículo, mientras ella se abrocha la cadena y la medalla se acomoda sobre su pecho.

Quinto fragmento

Hablar de uno mismo tiene un halo de mártir del que he querido escapar. De niño me gustaba imaginarme como un guerrero de novela. Me hice adicto a los libros de aventuras, leía a Emilio Salgari, Stevenson, Mark Twain. Soñaba con ser el príncipe Sandokán, el conde de Montecristo, Errol Flynn en El capitán Blood. Dentro de una historia olvidaba que me dedicaba a atravesar la ciudad con bolsas llenas de fetos. Imaginaba que hacía cualquier otra cosa, me contaba mentiras y con el tiempo las mentiras serían mi modo de vida y me convertiría en un mentiroso profesional, escritor.

Hoy por la mañana visité a Julián para precisar algunos recuerdos que confundo. Él tiene otra visión de lo sucedido. La verdad absoluta de cómo fue nuestra infancia no existe. La memoria es un engaño. La vida es lo que uno se cuenta, por eso a mí me gusta la ficción.

La vida es un inmenso vacío que intentamos llenar y resolver, hasta que un día, sin aviso, la muerte nos encuentra y ya no importa nada, ni cómo se vivió ni lo que se vivió, ni lo que se recuerde ni cómo se recuerde.

A inicios de septiembre de 1940 yo tenía catorce años y había trazado un plan para que descubrieran y detuvieran a mis padres. En mi imaginación el plan era perfecto, en la práctica tuvo sus fallas: dejaría las bolsas cerca de casa, las acercaría poco a poco, una cuadra cada vez. Esperaba que eso alertara a la policía.

Terminaba de vaciar una cubeta por la coladera cuando escuché los golpes en el portón de la entrada. Felícitas atendía a una paciente, Eugenia Flores. Corrí a dejar la cubeta junto a la pileta para enjuagarla después.

Volvieron a golpear la puerta. Mi madre se quitó la bata manchada de sangre y salió sin cerrar el cuarto con llave. Dejó a la mujer dormida, había sangrado de más y no podía despertarla.

Desconozco cuántas mujeres murieron en nuestra casa, quizá más de una, ya que los métodos y los oficios de mi madre debieron ser insuficientes para las emergencias y los imprevistos.

Felícitas se lavó los brazos en la pileta del lavadero, se alisó el cabello y se dirigió a la puerta.

Me adelanté y abrí; eran dos policías.

¿Sí?, temblé al verlos.

Venimos a hacer unas preguntas. ¿Están tus padres?

Afirmé con la cabeza. Las bolsas, pensé, están aquí por las bolsas.

Mis padres están dentro. Los invité a pasar.

Los dos hombres me siguieron hasta el vestíbulo, donde mi madre con toda calma los recibió.

Señora, venimos a hacerle unas preguntas debido a un reporte sobre una bolsa que se encontró a una cuadra de aquí llena de objetos anormales.

¿Anormales?

No queremos asustarla, retomó el segundo oficial. Son restos humanos, fetos, para ser más exactos.

¡Jesús!, exclamó llevándose las manos a la boca y luego se dejó caer en una de las dos sillas donde todos los días esperaban su turno las mujeres. Se le veía desconcertada, estaba segura de que las bolsas se tiraban lejos de la casa.

Mi madre… comencé a decir, pero las palabras se me amontonaron en la boca. Ella es…

Mi mujer padece del corazón y creo que su visita la ha perturbado, interrumpió mi padre.

Mamá, ¿estás bien? ¿Te sientes mal?, preguntó Julián, no me había percatado de su presencia. Mi hermano habló para encubrir a Felícitas y sus palabras nos confirmaron como cómplices de una familia de asesinos de niños.

Los oficiales se disculparon y pidieron comunicarnos con ellos si notábamos algo extraño en los alrededores. Mi padre, Julián y yo los acompañamos hasta la puerta, y luego mi padre nos escoltó de regreso sobre nuestros pasos. Escuchamos el grito de Felícitas, que se lanzaba contra nosotros y empuñaba la pala con la que enterrábamos fetos. Carlos Conde estaba detrás de ella.

¡Idiotas! ¿Dónde les dije que debían dejar las bolsas?

Julián me empujó para que mi madre no alcanzara a golpearme, caímos juntos. Nos levantamos deprisa e intentamos huir hacia nuestra habitación, dirección equivocada, debimos de haber salido a la calle detrás de los policías.

Mi padre me atrapó por el cuello de la camisa y detuvo mi carrera. Julián cojeaba, no podía correr rápido, la pierna le dolía. Mi madre volvió a amenazar con la pala y alcanzó a hacerme un corte profundo en el brazo derecho. Le lancé una patada, tenía catorce años y por lo menos diez centímetros más que ella, era más alto y más fuerte, pero me sentía un enano indefenso.

La patada la hizo caer. Me escapé de mi padre. Julián corrió a esconderse al mismo cuarto donde años atrás lo había encerrado mi padre. La escena se repetía. Yo corrí hacia la puerta de la entrada, pero mi padre me golpeó la espalda con la pala y me hizo un corte con forma de medialuna en el omóplato derecho. Caí de bruces.

¡No, Julián!, alcancé a escuchar el gritó de Isabel antes de perder el sentido.

Cuando desperté tenía la cara pegada al piso y me sangraba la cabeza, estaba aturdido.

Las imágenes que recuerdo son muy borrosas.

Alcancé a ver a una mujer que salía del cuarto donde Felícitas atendía a sus pacientes. No veía a mis padres. A Julián lo había golpeado mi padre con la misma pala y le hizo una herida en la frente.

Llévanos al hospital, ordenó Isabel a la mujer; Eugenia Flores, conoceríamos su nombre después.

Eugenia Flores se tambaleaba al caminar, subimos a su automóvil y el chofer nos llevó al Hospital Juárez, donde atendieron nuestras heridas y a ella le salvaron la vida.

Eugenia Flores se hizo cargo de los gastos de nuestros medicamentos. Al salir del hospital Julián y yo nos fuimos al cuarto de Isabel en una de las vecindades de la calle de Mesones.

NUEVE

Miércoles 4 de septiembre, 1985

18:33 h

Elena Galván sigue con la mirada el vuelo de una golondrina, da un sorbo a su taza de café, atenta al ave que se detiene en el cable de luz. La imagen le recuerda al pentagrama. Toma otro trago y regresa su atención a la recámara de su madre, camina hacia la mesa donde conviven medicamentos, un joyero, un cenicero y una figura de Lladró con los brazos rotos. Deja la taza, se acerca a su madre y le acaricia el cabello, mientras Consuelo se afana en darle de comer a Soledad, su hermana gemela.

—¿Tía, lo puedes creer? Esteban me contó que quizá no investiguen los asesinatos de las jóvenes, porque tal vez está involucrado alguien importante —dice Elena en un susurro para evitar que Soledad la escuche y se altere su estado de ánimo.

Consuelo enviudó al año de contraer matrimonio y no volvió a casarse. Regresó a casa de sus padres, donde vivía Soledad con sus hijos y su primer marido, y se convirtió en nana y en una segunda madre para los hijos de su gemela. Antes de entrar a la recámara de su madre Elena se había limpiado las lágrimas y ahora trata de no desmoronarse; se siente frágil, como hecha de mazapán. No había visto a su madre desde el día en que murió Ignacio.

—Esteban no debería contarte esas cosas, deben ser secretos de policías, quizá te pone en peligro. —Consuelo da una cucharada de sopa a Soledad, sentada en su silla de ruedas con la mirada perdida en un punto entre la pared y ningún lado. Le abre la boca, introduce la cucharada de papilla color verde y luego masajea sus mejillas para ayudarle a tragar—. ¿Crees que deberíamos de ponerle el tubo en el estómago? El doctor dijo que era una posibilidad.

Soledad abre los ojos enormes, tiene pocas semanas que controla los párpados, y quienes conviven con ella han aprendido ese lenguaje óptico, básico, que avivó la esperanza de su recuperación en José María y en Consuelo. Para Elena la esperanza es un lugar lleno de trampas y caminos que conducen a ninguna parte, un engaño de la mente para que el corazón no deje de latir.

—¡Tía! No puedes hablar de eso frente a ella. No vamos a ponerte nada, yo no lo voy a permitir —dice Elena a su madre acariciándole el cabello—. No te preocupes, mamá. Come, por favor.

Soledad responde con un sonido gutural incomprensible y derrama un poco de papilla.

 

 

Hace un año, dos meses y veintiún días a Soledad se le reventó algo en el cerebro cuando se inclinaba en la pileta de agua donde ponía a remojar las sábanas con blanqueador. La pileta es tan profunda que cuando Elena era niña se metía dentro en los días de mucho calor. Soledad tuvo la suerte de que el jardinero escuchó el chapoteo y llegó a sacarla antes de que se ahogara. Los doctores explicaron, con términos elevados y palabras en latín, la teoría de que a Soledad se le había reventado una vena en el cerebro y por eso había caído dentro.

Después de semanas la dieron de alta y le entregaron a Elena una mujer con la mirada perdida y desconectada del mundo.

Le tomó meses soltar el enojo por el estado de su madre, culpó a los médicos de haberla llenado de tubos en vez de dejarla morir, y reducirla a ese estado más parecido a una planta que a un ser humano. Quiso demandar al hospital, pero la urgencia por cuidar a su madre y hacerse cargo por completo del hotel se lo impidieron. Aprendió a hablarle y a contestarse sola, o a que le respondiera cualquier otro que estuviese cerca, casi siempre Consuelo o José María.

La Posada Alberto fue la casa de los padres de Soledad y Consuelo, Chole y Chelo las llamaban de niñas. Soledad y su exmarido la convirtieron primero en pensión, luego en motel de paso hasta que Elena tuvo la edad suficiente para darse cuenta de lo que sucedía tras las puertas de las habitaciones. Regresaron a lo de la pensión para que sus hijos no crecieran en el escenario del amor urgente, aunque les costó tiempo que los habituales amantes de ocasión renunciaran al lugar, hasta que se separaron. Elena creció entre huéspedes, trabajando de camarera, pinche, mesera y recepcionista.

 

 

—¿Ya te decidiste a vaciar la recámara de Ignacio? —le pregunta Consuelo al oído y luego acerca un vaso con popote a la boca de Soledad.

Ignacio Suárez pagaba la habitación por todo el año, la número 8, aunque solo la habitaba por seis meses, tenía ahí un segundo hogar.

—Aún no.

—Debes hacerlo para volver a utilizarla.

—Sí, lo sé, iré en cuanto terminemos con mamá.

—Yo me ocupo de ella, ve ahora mismo, ya no le des más vueltas.

Consuelo ha compartido con su hermana la maternidad, luego su divorcio, la administración del hotel y ahora se ha convertido en su enfermera de tiempo completo. Un apéndice, un traductor idéntico que responde a lo que Soledad no puede, una extensión que le permite tener una relación con el mundo.

 

 

Elena sale de la habitación de su madre, atraviesa el patio, el sudor de la palma empapa la llave que trae en la mano. Conoce de memoria la habitación que abrirá. Ella misma supervisaba el aseo sin mover libros ni cuadernos. La única vez que intentó curiosear entre los papeles y la ropa guardada en el armario Ignacio se dio cuenta y amenazó con largarse del hotel. «Tengo memoria fotográfica y recuerdo detalles que nadie podría recordar», le dijo mientras reacomodaba los libros que ella había movido, al sitio exacto donde estaban.

 

 

Abre la puerta por completo antes de decidirse a entrar, siente un nudo invisible en la garganta y carraspea un poco para componerse. Enciende la luz. La habitación ya no es la misma, aunque permanecía desocupada la mitad del año ahora está vacía de verdad: muebles, libros, papeles, ropa, zapatos, cigarros, cenicero, una grabadora, todo ahí dentro exuda orfandad; incluso en los cuadros, máscaras y figuras de demonios —que nunca le han gustado a Elena— se percibe una impronta de desamparo. Suspira largo, profundo, cierra los ojos y se recoge el cabello con una liga, que siempre trae consigo como si fuese una pulsera; cuando algo la pone nerviosa corta el flujo a la cascada que cae hasta media espalda, y que se empecina en mantener castaña a base de tintes.

 

 

Ignacio había llegado tres años atrás. Después de estacionar el coche en el centro de la ciudad, preguntó a un policía dónde podía hospedarse, y en ese instante, como por un capricho del destino, Elena atravesó la calle y el oficial apuntó con un dedo hacia su espalda:

—Hay una posada que regentan esa mujer y su familia.

Ignacio vio la coleta que bailaba al ritmo de sus pasos. Le gustó el movimiento del cabello y se apresuró a alcanzarla.

—El oficial me acaba de decir que tienes una posada —dijo al abordarla a media calle.

Ella quiso disimular el sobresalto y la taquicardia y respondió:

—Sí, un lugar pequeño, familiar.

—Eso es lo que busco, aunque no vendré nunca con la familia —le dijo y guiñó un ojo—. Déjame ayudarte —agregó y tomó una bolsa con fruta—. ¿Podrías guiarme al hotel? —Ignacio señaló su vehículo—. ¿Acostumbras subirte a automóviles de desconocidos? —le preguntó mientras ella se acomodaba en el asiento del copiloto.

—No, pero debo llevar el mandado y me vas a ahorrar la caminata.

 

 

Elena se acerca a la cama sin tender, las sábanas están revueltas, como él las dejó. Sobre la cama está el libro que leía Ignacio y que se quedó abierto en la página ciento cincuenta y dos, donde el escritor había hecho algunas anotaciones con su letra mayúscula, diminuta. Una pluma negra descansa sobre la hoja. Se sienta en la cama, toma el libro y lee la nota: «Vivir es ahogarse en el barro. Marcharme es casi tan baldío como quedarme». Llena de asombro levanta la vista de la página, las palabras le parecen una premonición.

Reacomoda el libro como estaba, como si en cualquier momento Ignacio pudiera regresar con su memoria fotográfica. Acaricia la almohada, que todavía conserva la forma de la cabeza del escritor, se recuesta y amolda su propia cabeza en el hueco.

Se descalza, se quita el pantalón y se desliza dentro de las sábanas.

Entierra la nariz en la almohada, descubre el olor a Ignacio e inunda sus pulmones y su ser con los residuos del escritor.

Resbala una mano por la blusa, justo por en medio de sus senos hasta su muslo derecho. Vuelve a aspirar y de pronto su mano derecha se deslinda del resto del cuerpo y acaricia la ingle de Elena, su vientre, su pubis por encima de la prenda de seda y provoca un ligero estremecimiento en el cuerpo que despierta al tacto.

Vuelve a acariciar el muslo, la ingle, el vientre y se abre paso dentro de la braga, entre el vello y los labios vaginales, que roza con timidez hasta encontrarse con el clítoris que se levanta decidido. La mano derecha de Elena acaricia su sexo por unos segundos para luego frotarlo, manosearlo, amasarlo, estrujarlo, friccionarlo. El cuerpo de Elena se tensa y su respiración se acelera, el movimiento rítmico se incrementa por debajo de la sábana que exuda el olor a Ignacio y la excita hasta arquearla por completo al tiempo que deja escapar un gemido, casi un sollozo que mantiene la tirantez en su espalda por unos segundos mientras una lágrima tibia escapa por sus ojos cerrados. Despacio, sin levantar los párpados, vértebra por vértebra se recuesta, retoma el control de su mano derecha y la extrae con lentitud. Se hunde en la almohada y no tarda en quedarse dormida, cobijada con el olor de Ignacio y el libro junto a ella velándole el sueño.

DIEZ

Jueves 5 de septiembre, 1985

Medianoche

Esteban del Valle observa las fotografías de los cuerpos de Leticia Almeida, Claudia Cosío e Ignacio Suárez, dispuestas sobre la mesa. Sorbe un trago de café, frío desde hace rato, y toma la imagen del rostro de Claudia Cosío. Fija la vista en el pequeño orificio que tiene a la mitad de la frente. Lo observa a través de una lupa. Dos milímetros, dice en voz alta. Sin salida. No encontró la bala.

Los muertos por homicidio que han llegado a su plancha han sido, en su mayoría, el resultado de pleitos entre campesinos por tierras, víctimas de machetazos, borrachos de discusiones de cantina, mujeres asesinadas por el marido o algún otro familiar, niños lastimados por sus padres.

Esta es la primera vez que se enfrenta a una muerte tan planeada. Casi una obra de arte, piensa arrepintiéndose del pensamiento.

Se levanta de la mesa y se dirige a la vitrina que aloja su colección de pistolas. Gira la llave y abre la puerta. Podría hacer la operación con los ojos cerrados, sabe a la perfección dónde está colocada cada una de las cuarenta y ocho armas. Toma la Kolibri, una miniatura que le regaló el propio Ignacio Suárez en agradecimiento por su ayuda. Le cabe en la palma de la mano. Es perfecta, limpia, aceitada como todas las demás; cada dos semanas dedica un día a su mantenimiento.

Con Ignacio compartía la afición por las armas, fue el único que tuvo ante sí la colección completa de Esteban. Lo había invitado a cenar y, en lugar de poner platos y cubiertos, acomodó las armas como si fueran un banquete. Ignacio quería tocarlas todas, mientras Esteban sonreía a un costado de la mesa, orgulloso, satisfecho, feliz. Después salieron a cenar un caldo de camarón a la cantina de siempre.

—Te traigo un regalo —le dijo un día Suárez al regresar a San Miguel con un ejemplar de su novela Muerte al colibrí, cuyo asesino ultimaba a sus víctimas de un tiro en la frente con una pistola idéntica a la que Esteban sostiene ahora en la mano, y un estuche con el arma dentro. Fue diseñada por un relojero austriaco, Franz Pfannl. Con precisión de relojería, le explicó Ignacio al tiempo que Esteban abría la caja de regalo y se encontraba con la Kolibri—. No existe un calibre más pequeño, 2.7 milímetros, semiautomática, solo se fabricaron unas mil en 1914, esta es una de ellas.

Al revisar el cadáver de Claudia Cosío se encontró con un orificio en la frente, una abrasión circular con la piel raspada en los bordes de la herida, muy parecido a un balazo, pero sin salida, sin bala y sin quemadura por la entrada de algún proyectil. Recordó de inmediato a la Kolibri e imaginó que la bala estaría alojada en el cerebro. Pensó que la pistola no tiene capacidad para atravesar el cráneo, como sucedía en la novela de Suárez, error que el escritor no quiso corregir, pese a que Esteban se lo señaló.

No encontró ninguna bala en el cerebro de Claudia, ni tampoco presentaba alguna quemadura por la entrada del proyectil.

El asesino había montado una escena muy parecida a los crímenes ocurridos en la novela Las santas, que yace junto a las fotos sobre la mesa.

—Por lo menos tuvo la sutileza de cerrarte los ojos —dice a la fotografía de Claudia.

Apunta con la Kolibri a la frente de la chica. La pistola es tan pequeña que la toma entre el índice y el pulgar.

¿Qué sucedió?

La única otra persona con una pistola así era el propio Ignacio, piensa. Él no pudo dispararle. ¿Dónde está la bala?

Toma su libreta y abre el libro de Ignacio donde subrayó la escena en la que el detective José Acosta descubre el cadáver de una mujer acomodado del mismo modo que las jóvenes.

 

 

Cuando el detective José Acosta arribó al lugar de los hechos, se encontró con una multitud. Dos radiopatrulleros trataban de contener a la turba. La víctima era una mujer de alrededor de los treinta y cinco años, vecina de la colonia.

El detective tuvo que abrirse paso entre los curiosos, mientras daba órdenes a los agentes que lo acompañaban de acordonar el lugar y despedir a toda esa gente.

—De nuevo el asesino de «Las Santas» —lo increpó un hombre—. Con esta ya son tres mujeres. ¿Cuántas más necesitan para atraparlo?

El detective no respondió y siguió adelante hasta llegar al cuerpo recargado en la pared de una funeraria, igual que las dos anteriores. Él, más que nadie, tenía presentes a las víctimas, y su pensamiento y sus acciones se enfocaban solo en descubrir al culpable. De pronto un rostro pasó por su mente, el hombre que lo había increpado estuvo entre los curiosos de los asesinatos anteriores.

—¡Deténgalo! —gritó al dar media vuelta.

Había desaparecido.

—Búsquenlo —ordenó a sus subordinados.

Él se acercó al cadáver, tenía la misma postura que los otros dos: sentada con las piernas abiertas. Con una pluma tocó el abultado y falso embarazo, de nuevo una almohada. Le faltaba un zapato y la entallada falda estaba cortada por la mitad para poder abrirle las piernas. Las manos sobre el falso vientre. Se acuclilló y encontró las mismas marcas de estrangulamiento mecánico. Los labios pintados de rojo y el rubor en las mejillas encubrían el color violáceo del rostro de la víctima, maquillaje que aplicó el asesino después de matarla. El agujero en la frente era perfecto, limpio, sin sangre. Traía aretes, pulsera, collar y reloj de oro: no las mataba para robarles.

—¿Por qué emular el aspecto de embarazo? —se preguntó en voz alta, al tiempo que llegaban los oficiales para informarle que habían perdido al hombre.

—Se esfumó —dijo uno de ellos.

 

 

Cierra la novela y toma de la mesa la fotografía de Ignacio:

—Tú y yo nos dedicábamos a lo mismo —le dice—. Tú contabas historias llenas de muertos y yo las historias que me cuentan los muertos. Dejé de buscar el invisible impulso de vida, como lo llamaba mi padre, para encontrar las visibles causas de la muerte.

 

 

Estuvo presente el día en que un hombre resucitó en el hospital, había fallecido en la ambulancia y, según los paramédicos, se mantuvo clínicamente muerto durante dos minutos. Sin alguna razón lógica Esteban se acercó al momento en que lo bajaban de la ambulancia y preguntó al hombre:

—¿Qué viste? ¿Hay algo del otro lado?

Los paramédicos pidieron a Esteban no importunar al paciente y, antes de que se perdieran con la camilla dentro de las entrañas del hospital, el hombre respondió:

—Blanco, hay un blanco maravilloso.

 

 

—¿En verdad solo hay blanco? —pregunta a la fotografía de Ignacio.

Toma de nuevo la Kolibri, apunta a ninguna parte y jala el gatillo del arma sin balas.

Sexto fragmento

Decenas de hombres y mujeres de negro me empujaban y tiraban al suelo cubierto de piedras pequeñas y afiladas, que se clavaban en mi cuerpo como espinas. Me levantaba con la urgencia metida en el alma.

Escapar.

A media carrera recordaba a Julián y volvía a buscarlo sin saber dónde lo había perdido. Julián no podía correr, se movía con dificultad, la pierna mala se había convertido en un lastre, un saco de arena que arrastraba y se hacía más pesado a cada paso.

Lo encontré en medio de un círculo de gente que gritaba: ¡Aquí está! ¡Aquí está tu hijo!

La voz de mi madre cada vez más cerca. ¡Los voy a matar!

A codazos me abrí paso entre quienes rodeaban a mi hermano señalándolo. Lo levanté y le pasé un brazo por debajo del hombro para ayudarlo a correr.

Los gritos de mi madre acercándose: ¡Julián! ¡Manuel!

El peso de la pierna inútil nos impedía movernos con rapidez.

Por favor, Julián. Más rápido, haz un esfuerzo. ¡Ayúdame!

Entonces lo miré a los ojos. Estaban vacíos. Cuencas como cuevas de donde salían gusanos blancos que me caían encima y caminaban por mi cuerpo. Lo arrojé al suelo y al caer se rompió en pedazos como un muñeco de barro, una piñata llena de larvas blancas que se enroscaban y se arrastraban por la tierra.

¡Julián! ¡Julián!

Los gusanos se convirtieron en minúsculos bebés. Embriones humanos que reptaban fuera del cuerpo de mi hermano y trepaban por mis pies. Un ejército.

¡Julián! ¡Julián!

Me sacudía la ropa y caían al suelo las pequeñísimas partes desmembradas de los embriones que se aferraban a mi ropa con sus cuerpos rotos.

¡Julián!

El grito traspasó el sueño y despertó a Isabel, que corrió hasta la cama que ocupábamos mi hermano y yo, donde, desesperado, luchaba por quitarme de encima esos bebés miniatura hechos pedazos que no estaban en mi ropa, sino metidos en mis células, en mi memoria, en mi alma.

¡Quítamelos! ¡Quítamelos!, le gritaba a Isabel, que trataba de abrazarme, pero yo no la dejaba.

¡Quítamelos!

Agitaba los brazos y las piernas.

Me desnudé y me quedé en calzones. Lloraba. Temblaba.

Julián y Jesús se despertaron asustados.

Tranquilo, Manuel, tranquilo, no pasa nada, era una pesadilla.

Poco a poco las imágenes se disolvían mientras yo me acurrucaba hasta quedar hecho un ovillo en el piso, un muñeco sin hilos. Un llanto feroz me estremecía. Isabel se sentó junto a mí, me abrazó y acunó en su regazo como si fuese un niño pequeño.

Tranquilo, todo está bien. Todo está bien. Solo era un sueño.

Julián y Jesús permanecían en silencio. Isabel me acunaba meciéndose en un vaivén desesperado, como una barca en medio de la tormenta de mi tristeza. Acariciaba mi cabello, mi cara, me apretaba fuerte contra ella.

El llanto amainaba. Ella permaneció conmigo en la misma postura incómoda hasta que me calmé. Los fantasmas de los niños muertos se retiraron, pero dejaron la sensación de sus dedos pequeños en mi piel.

Nos levantamos despacio, me llevó del brazo a la cama y se quedó junto a mí hasta que se convenció de que dormía. Pasó una mano por mi frente, por el cabello húmedo pegado a mi cara. No pude dormir. Nunca más volvería a hacerlo. Los fantasmas son las sombras de nuestros propios muertos y esos bebés se quedarían conmigo para siempre.

Teníamos una semana viviendo con Isabel y su hijo Jesús, quien entonces tenía diez años. Los médicos del hospital nos preguntaron por lo que había pasado, cómo nos habíamos hecho nuestras heridas. No dijimos nada.

Un accidente, repetía Isabel, fue un accidente.

No quería meterse en líos, dar más explicaciones que la obligarían a confesar nuestra complicidad con mis padres. Ella no podía ir a la cárcel, ¿quién cuidaría de su hijo? Cuando nos dieron de alta, nos fuimos al cuarto que alquilaba en una vecindad, en la calle de Mesones 119, donde en una cama dormirían ella y su hijo, y en la otra Julián y yo.

Mi hermano regresó al mutismo. Al silencio.

Nos incorporamos a una nueva vida, nos convertimos en parte de la familia de Isabel Ramírez Campos.

Nuestros padres no nos buscaron, fue un alivio y una decepción. En el fondo deseaba escucharlos pedirnos perdón, decir que nos extrañaban, alguna señal de arrepentimiento, de cariño. Es estúpido, lo sé.

Julián y yo sobrevivimos a nuestros padres.

Pasados los días conocimos a los vecinos: los señores Almanza, viejos anacrónicos que aparentaban al menos cien años, cuyos hijos ya habían muerto todos. Ellos afirmaban que Dios los había olvidado.

Lupita, prostituta con nombre de virgen, de vez en cuando traía clientes a su cuarto, pero nadie informaba a los caseros porque era quien más cooperaba en las posadas de diciembre y en la fiesta de la Virgen de Guadalupe.

Los Ramírez, familia de diez integrantes. Siempre había algún hijo debajo de las escaleras o en el patio trasero, en los lavaderos o incluso en la azotea.

La vecindad sobrevive hasta hoy y conserva los mismos veintidós cuartos de cien metros cuadrados y el tezontle rojo se ha pintado de gris. A la entrada tiene un techo alto con unas vigas de madera largas, que todavía conserva un candelabro negro en el centro, además de un par de cruces instaladas por los agustinos en el siglo XVIII.

Ahí comenzamos a sentirnos libres. Buscamos trabajo y cargamos de nuevo cubetas, pero llenas de mercancía que acarreábamos de un local a otro de los varios comercios y misceláneas extendidos a lo largo de la avenida. Trabajamos de todo lo que pudimos, Julián como ayudante del zapatero que tenía un pequeño taller en el mercado, yo en un puesto de fruta.

Isabel no nos permitió abandonar la escuela, asistíamos en las mañanas y por las tardes nos buscábamos la vida.

A ratos me escapaba a vigilar la casa de mis padres, me escondía en los portones de enfrente. La nuestra era una cerrada tranquila, con excepción de las actividades de mi madre, de quien los vecinos se quejaban y aseguraban que hacía brujería.

Contrataron a una nueva mujer para sustituir a Isabel, María Sánchez.

Casi todos los días mi padre salía en su Chrysler a tirar bolsas.

Ahora que hablo del automóvil de mi padre casi puedo oler sus cigarros Elegantes. Tabaco rubio, me dijo una vez y se perdió detrás de la nube de humo que expulsó. Pareces un tren, le dije, yo debía tener cinco o seis años. Él fumaba y yo aspiraba profundo en un afán de absorber la humareda dentro de mí. Me gustó la combinación de esas dos palabras que me dirigió, lo más parecido a una frase amable, a un par de palmadas en la espalda, tabaco rubio. Hay que fumar con estilo, me dijo otro día, como si fueras un actor de cine.

La primera vez que encendí un cigarro tenía catorce años. Ramón García Alcaraz estaba recargado en las escaleras de la vecindad. Lo había visto por ahí, trabajaba como reportero de la nota roja de La Prensa y estaba fuera la mayor parte del día. Fumaba recargado en uno de los muros de tabique gris de la escalera, que parte el inmueble por la mitad, con un pie en la pared, la mano derecha dentro del bolsillo de su pantalón. Tenía el cabello negro rizado y una cicatriz en la ceja derecha, la marca no tenía más historia que un encontronazo contra el marco de una puerta.

Eres uno de los chamacos que se mudó con la Isabel, dijo apuntándome con el cigarro, mientras echaba fuera una nube que el viento deshizo con rapidez.

Sí, soy Manuel, respondí y alargué la mano derecha.

Ramón García Alcaraz.

Lo estreché en silencio sin saber qué más decir.

¿Quieres uno?, me preguntó y acercó la cajetilla. Con torpeza tomé el cigarro que sobresalía del paquete, y sin esperarlo resonaron las palabras de mi padre en mi mente y traté de fumar con estilo.

Ramón vivía en un cuarto de la planta alta. En la vecindad se conocían los oficios de todos, no era un buen lugar para guardar secretos porque no podían ocultarse.

¿Cuál es tu historia?, me preguntó al acercar el mechero. Inhalé con fuerza y me dio un ataque de tos que duró algunos minutos, los pulmones y la garganta en pleno incendio. Ramón reía.

Escuincle pendejo, nunca habías fumado, siquiera avisa.

Ramón trabajaba en La Prensa desde los quince años, a sus veinte vivía con su madre y su abuela; su padre estaba en la cárcel por robo; había comenzado de mensajero en el periódico hasta llegar a reportero.

¿Mi historia?

Sí, dime quién eres, dónde vives, qué haces.

Carraspeé varias veces, calibré si podría darle otra calada sin verme muy estúpido para tener tiempo de inventarme una historia.

Así empezamos todos: tosiendo, dijo. El tabaco es una metáfora de la vida, te cuesta, te marea, sabe mal. Sin embargo, una vez que le encuentras el gusto no puedes dejarlo, se convierte en tu compañero, en tu cómplice. Crees disfrutarlo, pero lo cierto es que te está matando, como la vida. La mejor calada es la primera, quizá también la segunda, pero a partir de la tercera fumas solo por terminarlo porque te tiene agarrado por los huevos. La primera fumada es tuya, las siguientes el cigarro te fuma a ti.

Mientras hablaba me terminé con trabajos el primer cigarro, y como si no hubiera escuchado su advertencia tomé otro cigarro de su cajetilla.

Insistes. Bien. No te rindes ante la vida, sentenció con el encendedor frente a mi cara.

Me sentí mareado, muy mareado, pero no volví a toser.

¿Por qué están tú y tu hermano con Isabel?

Nuestros padres fueron a Veracruz y nos dejaron con ella mientras vuelven, respondí.

Eché el humo fuera y hablé deprisa para evitar otra pregunta.

Despacio, no aspires tanto, vas a vomitar. Despacio. Como la vida, no te la comas a bocados grandes. Indigesta.

Asentí y aspiré con mayor precaución.

No creo que tus padres estén de viaje.

¿Por qué no?

Porque en este oficio he aprendido a darme cuenta de cuándo me mienten.

No es mentira, dije y arrojé la colilla al piso.

Me entretuve en aplastarla con el zapato para no mirarlo a los ojos. Él miró su reloj y se despidió:

Debo volver a la redacción, cubro el turno de la noche.

Me dio un par de palmadas en un hombro y volvió a estrecharme con su mano reconfortante. Sacudió mi cabello y se despidió: Nos veremos luego, chamaco.

Permanecí clavado en el mismo lugar, olía a tabaco.

Mareado, observé a Ramón salir de la vecindad y despedirse de cada uno de los vecinos que se atravesaron en su camino. A cada paso daba un saltito, como si las suelas de sus zapatos tuvieran un resorte invisible. Deseé que ese muchacho se convirtiera en mi amigo.

ONCE

Viernes 6 de septiembre, 1985

7:03 h

Elena despierta. Durmió toda la noche. Había cerrado las cortinas al entrar en la habitación de Ignacio, por lo que está casi en penumbra. El libro que continúa junto a ella cae al piso y la despierta por completo. Pasa una mano por las sábanas como si quisiera acariciar a su antiguo inquilino, siente que han pasado siglos desde que entró ahí ayer por la noche.

«Ignacio está muerto», dice para obligarse a recordar la realidad que le da un puñetazo al encender la lámpara del buró. Se levanta apurada con la ropa del día anterior. Recoge algunas cosas y sale de la habitación con todas las libretas rojas. Observa a ambos lados del pasillo, nerviosa por ser vista, costumbre que adquirió cuando él estaba vivo y no quería que su madre descubriera su relación. Vuelve después con una caja donde guarda fólderes, manuscritos, cartas y papeles, con la intención de revisarlos después, lejos de la mirada del Moloch que descansa sobre el librero. Pocas veces hicieron el amor ahí porque se sentía observada por las estatuillas que vivían con Suárez, orgullo del escritor. Ignacio poseía una gran colección de figuras, cuadros, libros, fotografías de demonios y deidades del Averno, como él las llamaba; en el hotel solo guardaba algunas.

Recuerda el día que llegó al hotel para quedarse seis meses:

—¿Por qué ese afán con el diablo? —le preguntó al ayudarle a acomodar sus cosas, sorprendida por tantas representaciones.

—Me gusta.

—¿Cómo te puede gustar? ¿No te da miedo?

—No, es solo una figura, es la representación del mal, casi un autorretrato de nuestra raza.

—¿Un autorretrato?

Elena resbaló un dedo por la estatuilla de Moloch.

—Lo que mueve al hombre es el miedo; ese ha sido nuestro motor, nuestro protector.

—¿El miedo?

—Sí, Elena. Imagina al hombre primitivo enfrentarse a todo tipo de amenazas, fieras, depredadores con colmillos y garras, sin esa alerta interna hubiéramos desaparecido. El miedo es la emoción encargada de perpetuar las especies. ¿Sabes a quién le tenemos más miedo los seres humanos?

Elena, dudosa señaló la figura de Satán.

—No. Le tememos a otro ser humano porque sabemos de lo que somos capaces. Los demonios son representaciones hechas por un hombre para dominar a otro a través del terror. La Iglesia tiene más adeptos temerosos del infierno que amantes de Dios.

Escuchó las palabras de Ignacio sin separar la vista de la figura de escasos treinta centímetros, mitad toro y mitad ser humano.

—Pero la maldad existe.

—Sí, pero tiene cara de ser humano, no de demonio.

 

 

El recuerdo de la escena se esfuma al abrir el cajón del escritorio y encontrarse unas llaves unidas por un cordón negro a modo de llavero. Las mete dentro de la caja y vuelve a toparse con el demonio. «No, no te llevaré conmigo», le dice, «ni a ti ni a ninguno, ya veré qué hago con ustedes después».

Luego de esconder las pertenencias de Ignacio, tal y como él se lo había ordenado, se baña deprisa y comienza su día con el trabajo del hotel.

 

 

José María y Consuelo habían abandonado sus funciones en el hotel para dedicarse a cuidar a Soledad cuando la regresaron del hospital, por lo que Elena quedó prácticamente al frente del negocio. Al poco de tomar la responsabilidad comenzó a hacer cambios, reformó las habitaciones, reacomodó los muebles, amplió los baños y la alberca. El restaurante multiplicó el número de mesas, sustituyeron las pesadas cortinas por unas más modernas, al igual que la mantelería. El hotel estuvo cerrado por cuatro meses, con un ejército de trabajadores, plomeros, albañiles, carpinteros, electricistas, jardineros que entraban y salían incordiando a Ignacio, quien no permitió reformas en su habitación. «Ya lo harás cuando me vaya o me muera», le dijo a Elena sin saber que vaticinaba su futuro próximo. Solo permitió que se cambiara la puerta y se pintaran las paredes exteriores.

 

 

El 30 de abril de 1964, Soledad lavaba las sábanas blancas del hotel, no permitía que nadie más lo hiciera. Todos confundían ese escape con una obsesión, pero era su modo de aislarse del mundo. Remojar la ropa, blanquearla, tallarla, colgarla, le daba una pausa, necesitaba de esos espacios silenciosos para perderse de los demás y encontrarse consigo misma, como una meditación en movimiento donde tallaba manchas y preocupaciones, enjuagaba ropa y pensamientos, casi todos relacionados con Alberto, su hijo. Para cuando tendía las prendas al sol ya había encontrado alivio a las inquietudes que la aquejaban. Luego juntaba las esquinas de las sábanas secas y las angustias en un perfecto doblez.

El cielo estaba limpio de nubes, a Soledad le gustaban esos días porque el sol mantenía el blanco de las sábanas, enjuagaba las telas cuando alcanzó a escuchar a Consuelo gritarle que corriera a la habitación de su hijo, quien había nacido con un muñón en vez de brazo izquierdo y un defecto en el corazón.

«La talidomida», respondía Soledad llena de culpa a quien preguntaba por la condición de su hijo. «Tomé talidomida en el embarazo».

Cuando nació estuvo a punto de morir y permaneció mucho tiempo hospitalizado. Su corazón a veces latía de más y a veces de menos, pero no dejó de hacerlo contra todos los pronósticos de los doctores, que en ese momento no conocían la totalidad de los efectos secundarios del medicamento.

Unos años después un médico le preguntó:

—¿Tomó talidomida? —Ya había olvidado el nombre. El doctor le ayudó a recordar—: una medicina para la náusea y los mareos durante el embarazo.

Soledad dudó y entonces el médico nombró la medicina.

—Sí, eso fue —afirmó ella, sin saber que esa revelación cambiaría para siempre el modo en que miraría a su hijo. La culpa la carcomería por dentro y dedicaría su vida a ese niño olvidándose de los demás, incluidos su marido y Elena.

Trataría de reparar el daño, de convertirse en su brazo izquierdo faltante y compensar los latidos de ese corazón que podría detenerse sin previo aviso.

 

 

Soledad corrió a la habitación de su hijo, donde Consuelo intentaba reanimarlo, lo vio desfallecido entre los brazos de su hermana gemela, fue como verse a sí misma con el cuerpo sin vida de su pequeño.

Luego de que un médico ratificara la muerte, Soledad salió de su casa y llegó hasta la calle Del Llano donde se detuvo en el número 73. Tocó la campana y golpeó la aldaba hasta que le abrieron.

—Necesito hablar con mi marido —le dijo a la mujer que abrió.

—Alberto está muerto —anunció a su esposo sin darle tiempo de decir nada—. Está en casa.

Después de dejar las cenizas de su hijo sobre una repisa encargó a su hermana que empacara las cosas de su marido y las enviara a casa de su amante. Mandó colocar un letrero de «Se vende» en la puerta de la casona sin consultarlo con nadie, tampoco había quien quisiera contradecirla.

Un 26 de julio llegó José María. Había elegido esa ciudad porque tenía el mismo nombre de su hijo, Miguel, que acababa de morir con quince años por un cáncer que le había ganado a fuerza de insistir. Apareció sin ninguna advertencia en forma de tumor en la cadera, una protuberancia que bien pudo haberse confundido con un grano o un absceso de grasa y dio su primera señal maligna dos meses antes de que su hijo pudiera hacer el Paso del Fuego. Poco menos de mes y medio tuvieron José María y su mujer para despedirse de su hijo y dejarlo ir. Se descubrieron solos y con el amor desgastado, sin más por compartir que la tristeza. Un conocido se había ido a buscar fortuna a México y le habló de un pueblo en el centro de la república llamado San Miguel de Allende, comentario que llevó a José María a tomar la decisión de irse del país y pronunciar las palabras que flotaban entre él y su mujer, esperando que alguno se decidiera a tomarlas.

—Me iré de aquí después de hacer el Paso del Fuego por última vez. Lo haré por mí y por nuestro hijo.

José María nació en el municipio soriano de San Pedro Manrique, España. Como la tradición familiar lo establecía, a los quince años hizo por primera vez el Paso del Fuego, una caminata sobre una alfombra de brasas de roble, ritual que se celebra durante la Noche de San Juan frente a la iglesia de la Virgen de la Peña.

El 23 de junio, veinte días después de la muerte de su hijo, José María trató de alargar los cinco segundos que dura el paso por esos tres metros al rojo vivo, lo imaginaba sobre su espalda, tal como lo había cargado cada año desde que el chico tenía cuatro. El pueblo ovacionó con lágrimas en los ojos a José María y algunos aseguraron que vieron al niño aferrado a su padre. Hizo la caminata sin derramar una lágrima. Una semana después, comenzaba a clarear cuando salió de su casa con una maleta. Mantuvo el llanto a raya desde el funeral y lo más parecido a la tristeza fue un resfriado que le hacía gotear la nariz todo el tiempo.

Antes de que el avión despegara, él ya estaba dormido, llevaba días de insomnio, apenas dormía una o dos horas cada noche.

Después de su arribo a San Miguel, cuando se sintió menos cansado, salió a buscar un lugar donde vivir y se topó con el letrero de «Se vende» en la casona de Consuelo y Soledad. Soledad le abrió la puerta y le enseñó el lugar:

—Este es el árbol donde le gustaba jugar a Alberto, mi hijo. Aquí los columpios donde se mecía y la covacha donde se escondía. Aquí está el establo donde tenemos a Lulú, una vaca con la que se encariñó de chico y por eso no la vendimos; ya está muy vieja, morirá pronto, no queremos sacrificarla. Alberto no podía ordeñarla con una mano, le gustaba acariciarle el lomo cuando alguien más lo hacía y meter la cabeza debajo de las ubres para tomar la leche tibia que le caía en la boca y le salpicaba la cara.

—¿Hace cuánto murió? —interrumpió José María.

—Casi tres meses —respondió ella y en ese instante Lulú mugió como si hubiese comprendido cada una de las palabras de Soledad.

No había llorado porque se sentía sin derecho a hacerlo. Lulú movió la cabeza de un lado a otro y el cencerro que Alberto le había puesto tintineó y Soledad no pudo contener más el llanto.

—Lo siento, lo siento —trataba de articular con la cabeza recargada en el pecho de José María, no se había dado cuenta en qué momento el peso de la tristeza le había inclinado la cabeza sobre de él.

A Soledad le tomó unos minutos notar que él no temblaba al ritmo de los sollozos de ella, sino al ritmo de los de él. Entre un gimoteo y otro se abrazaron hasta que la borrasca comenzó a amainar y la precipitación se mantuvo en un chipi chipi que los acompañó durante toda la tarde. Por la noche se contaron sus historias y bebieron varias botellas de vino encerrados en la habitación de Soledad, donde durmieron en la misma cama vencidos por el cansancio de la tristeza.

—Quiero que seas mi socia —le propuso José María, una semana después—, no vendas tu negocio.

Soledad aceptó con un movimiento de cabeza de arriba abajo sin mediar palabra.

DOCE

Viernes 6 de septiembre, 1985

9:00 h

Sentada en su escritorio se siente una intrusa, como si le perteneciera a alguien más. Todos los papeles y tarjetas le parecen ajenos, desconocidos. «Tienes que dejar de ser un zombi», se había ordenado cuando se pintaba las pestañas en el espejo. «No vayas a llorar hoy porque no traes rímel contra agua», se amenazó apuntándose con el aplicador lleno de pintura negra. «No más drama».

—Unas personas insisten en abrir la habitación del señor Ignacio, ya les dije que no está permitido, pero ellos dicen que por ser sus familiares tienen derecho a llevarse sus cosas —le dice una empleada que entra a la carrera a su oficina.

Elena sale deprisa y se encuentra con la exesposa y los hijos de Ignacio:

—Buenos días. —Extiende la mano derecha, temblorosa—. Mi nombre es Elena Galván y soy la gerente del hotel.

—Sabemos quién eres —responde la exmujer del escritor con los brazos cruzados sobre el pecho. No hace intento alguno por alargar la mano y corresponder al saludo. Viste una falda negra por debajo de las rodillas, tacones de aguja, una blusa blanca de manga larga—. Venimos por las pertenencias del padre de mis hijos.

Elena abre la boca para articular alguna palabra, pero uno de los hijos, Andrés, interviene:

—Disculpa a mi madre, todavía está muy afectada por la muerte de papá.

Elena niega con la cabeza y sin pronunciar palabra señala el camino a la habitación número 8. Andrés camina junto a ella en silencio, ella avanza con la vista pegada al piso, de vez en cuando echa una mirada de soslayo a la comitiva que la acompaña, el sonido de los tacones de la mujer contra el barro rellena el silencio.

«Estoy en pleno divorcio», le había dicho Ignacio la primera noche que durmieron juntos. «Mi mujer y yo tenemos tiempo separados, pero ya iniciamos el papeleo». «Yo no te pido nada», le respondió ella, «tengo poco de divorciada». «Quizá eres el empujón que necesitaba para comenzar los trámites», insistió Ignacio.

No le gustó sentirse responsable de la separación y frente a la exmujer se siente culpable y avergonzada. Sacude la cabeza para ahuyentar ese pensamiento.

—Aquí es.

Elena abre la puerta y se hace a un lado para dejarlos entrar; en un movimiento reflejo da un paso dentro y Antonio, el hijo mayor, la detiene con la mano en alto:

—Nosotros nos haremos cargo —dice al cerrar la puerta a pocos centímetros de su cara.

 

 

Una hora después un par de golpes en la puerta desvían la atención de Elena de las facturas que lee sin mucha atención.

—¿Sí?

Los golpes se repiten.

—¿Elena? Soy Andrés, vengo a despedirme y a agradecer tus atenciones, nos vamos.

Ella abre la puerta y alcanza a ver a la mujer subirse al automóvil negro a la entrada del hotel.

—¿Todo bien?

—Sí, todo bien, quería preguntarte por las libretas rojas de mi padre, son muy pocas las cosas que encontramos. ¿No había más objetos en la habitación?

—No. No hemos entrado a ese cuarto desde el accidente. Creímos que vendrían ustedes y no quisimos tocar nada, además no hubiéramos sabido qué hacer.

—No tienes que fingir, conocemos de sobra la relación que tenían mi padre y tú.

Elena desvía la mirada de los ojos oscuros de Andrés, da un paso hacia atrás y pierde un poco el equilibrio. Él se acerca a ella y señala su cuello.

—La medalla de mi padre.

Ella la envuelve con la mano izquierda:

—Me la dio Ignacio.

—Qué extraño, jamás se separaba de ella.

Elena levanta los hombros como única respuesta sin soltar la cadena, Antonio hace sonar el claxon para apurar a su hermano.

—Disculpa a mi madre, nunca pudo con la afición de mi padre por las mujeres. Jamás entenderemos por qué tardaron tanto en separarse.

—¿Mujeres? —se le escapa a Elena la pregunta, atrapada en el plural.

—Mujeres.

—¿Algo más que necesiten?

—Nada, muchas gracias, siento el desorden que dejamos. Aquí tienes una tarjeta con mis datos.

Elena afirma con la cabeza.

Andrés toma a Elena por los hombros y la besa en la mejilla izquierda, ella no logra conectar cerebro y labios y no corresponde el beso.

—Andrés Suárez, psiquiatra —lee Elena en voz alta.

Séptimo fragmento

El año de 1941 llegó con una desconocida calma. Julián hablaba más, cumplía catorce años y había crecido un par de centímetros en tres meses.

Ramón me había conseguido trabajo de papelerito, mensajero en el periódico La Prensa, estaba por terminar la secundaria y quise ser periodista, como mi amigo. Me regaló un traje, una camisa y una corbata, así me presentaba todos los días a trabajar.

Sin darme cuenta espacié los días de vigilancia a la casa de mis padres, aunque no dejé pasar una semana sin ir.

Debajo de la casa había una tienda de abarrotes, La Imperial, regentada por don Francisco Páez. Mis padres y él tuvieron un conflicto porque querían ese local, pero Páez ofreció más dinero: argumento decisivo para la casera. Al poco mis padres rentaron otro local sobre la calle Guadalajara y abrieron una miscelánea, La Quebrada, para usarla como tapadera de su actividad primaria, ahí se vendían abarrotes y se hacían los tratos para la compra-venta de niños.

 

 

Ramón y yo fumábamos de sus cigarrillos sin filtro sentados en la escalera. Escuchábamos la cháchara infinita de las mujeres en los lavaderos, tan distintas a mi madre, casi todas con un chamaco pegado al delantal. Se aconsejaban, reían, a veces lloraban y sus lágrimas se confundían en el agua con que enjuagaban la ropa.

Ramón deshizo el ensalmo del sonido del agua:

Necesito una buena historia, dijo.

Aquí hay muchas.

¿Aquí?

Aquí, repetí y giré sobre mis talones con los brazos abiertos para mostrar el lugar. Ramón miró hacia un lado y otro. Dio una larga calada a su cigarro y luego soltó el humo con calma para enfatizar sus palabras con las volutas:

Los lavaderos son una metáfora de la vida, si pudiéramos escuchar el sonido del tiempo a su paso sería muy parecido al murmullo del agua. Somos acuáticos, como la ropa sucia. Crecimos como peces dentro del útero y nos forzamos a ser terrestres, pero nuestra vida gira alrededor del agua. El cielo debe ser un lugar líquido donde nuestras almas regresan a flotar.

Casi pude ver las ondas que provocaron sus palabras al depositarse sobre la superficie de los lavaderos.

La gente no quiere leer sobre metáforas, le interesa otro tipo de historias.

¿Cuáles?

Crímenes, asesinatos. Al ser humano le gusta conocer desgracias ajenas para creer que en la rueda de la fortuna de la vida a otros les va peor.

Hay muchas desgracias aquí: a la señora Yolanda le mataron un hijo a navajazos y nunca encerraron al culpable. A doña Aurora se le cayó el marido desde el quinto piso en la construcción donde trabajaba de albañil.

Sí, sí, las conozco todas.

¿Y?

Necesito algo sensacional, aunque quizá la palabra sea sensacionalista, que atrape el morbo de los lectores y convierta la tragedia ajena en espectáculo.

¿En espectáculo?

Ese es el negocio, Manuel: escribir el crimen de la temporada. Perturbar a los lectores, darles de qué hablar en la sobremesa, en el trabajo. La primera historia de un crimen la escuché cuando tenía seis años.

Extendió de nuevo su cajetilla. Yo regresé al escalón junto a él. Ramón daba las pausas necesarias para imprimirle dramatismo a su relato:

Recuerdo cuando mi padre nos contó la noticia que había leído en el periódico: la Miss México había asesinado a su esposo, un general del ejército. Autoviuda la llamaron. Con el trapo de cocina en la mano, mi madre intervino para decir que era una desvergonzada. Recuperé la noticia cuando comencé a trabajar de reportero. María Teresa de Landa y de los Ríos tenía dieciocho años cuando en 1928 se convirtió en Miss México. Su primer escándalo fue posar en traje de baño, por eso mi mamá la llamaba desvergonzada.

Ramón dejó la sonrisa en sus labios, se colocó un cigarro en la boca y sin encenderlo retomó. El pitillo subía y bajaba con cada palabra:

María Teresa era maestra normalista, hablaba inglés y francés. Quería ser independiente, lo que provocó un escándalo mayor. Estudiaba odontología y aseguraba que las mujeres son tan capaces como los hombres, pero no terminó la carrera, se casó en la clandestinidad con el general Moisés Vidal Corro, dieciséis años mayor que ella. El primer año vivieron en Veracruz, como tus padres, tal vez hasta conocieron a la familia del general, que era veracruzano.

Traté de no bajar la mirada:

No lo creo.

Cuando regresaron a México se quedaron a vivir en casa de la familia de María Teresa, pero el general no le permitía salir ni leer el periódico porque una señora no debía enterarse de crímenes e indecencias. El domingo 25 de agosto de 1929 María Teresa despertó ya entrada la mañana, bajó a la cocina a prepararse algo de desayunar. Buscó a su marido y en lugar de hallarlo a él se encontró en la mesa de la cocina su pistola Smith & Wesson, sobre un periódico abierto en una página cuya nota decía: «La señora María Teresa Herrejón López de Vidal Corro denuncia a su marido el general Moisés Vidal Corro por bigamia». El muy cabrón se había casado con dos mujeres que tenían el mismo nombre, y además tenía dos hijas. Cuando la entrevisté me contó que estaba segura de que le había dejado la pistola para que ella acabara con su propia vida. Imaginó que su mujercita, al leer la noticia, despechada, triste, desesperada, se pegaría un tiro solucionándole la vida. No fue así, lo esperó hasta muy tarde. Ella permanecía en el mismo lugar, con el kimono azul que usaba para dormir.

Yo me casé contigo por amor, no es justo lo que me hiciste, le dijo antes de abatirlo a tiros.

Ramón había formado una pistola con la mano derecha, sopló a los dedos índice y medio y soltó el humo del cigarro que había paseado por sus labios, dio una calada, y apuntó a su sien con el arma imaginaria y continúo:

Clic. Había vaciado el arma y no pudo terminar con su vida cuando lo intentó. Se arrojó sobre el general y manchó su ropa de sangre. Estuvo presa algunos meses en la cárcel de Belén. Se presentaba al juicio ataviada con vestidos negros de seda, sombrero de tafeta, medias y una actitud con la que esperaba despertar la simpatía y la compasión de los miembros del jurado. Perdió varios kilos de peso y esa apariencia desvalida aunada al discurso de su abogado le valieron para que la exoneraran, ese fue el último juicio popular que se celebró en el país. No ha vuelto a dar otra entrevista, habló conmigo para demostrarles a las mujeres que, pese a todo, la vida continúa.

Hacía rato que había anochecido. Ramón se levantó, observé su larga y delgada figura. Su rostro moreno se hacía más cenizo en la oscuridad. Sacudió su pantalón y se pasó una mano por el cabello crespo.

Me voy a acostar, voy a aprovechar que hoy no me toca guardia en la redacción para dormirme temprano.

Subió las escaleras, lo escuché silbar y luego saludar a su madre y a su abuela antes de cerrar la puerta.

Permanecí sentado en el mismo escalón durante no sé cuánto tiempo, hasta que llegaron unos vecinos que me hicieron levantar porque les estorbaba.

A medianoche me levanté de la cama, no podía conciliar el sueño. Salí en silencio del cuarto y toqué a la ventana de Ramón, lo llamé en susurros:

Ramón, necesito hablar contigo. Su cara adormilada apareció detrás del vidrio y luego abrió la puerta.

Yo conozco a una mujer que asesina niños, le dije.

¿Qué?

Conozco a una mujer que ha matado a muchos bebés, murmuré para que las palabras no rebotaran contra los muros y se colaran a algún cuarto.

Ramón apareció en calzones con una camiseta blanca:

¿Una mujer asesina de niños?

Es partera y a veces ha matado bebés recién nacidos y otros en aborto.

No podía mirarlo a los ojos y permitirle escrutar mis pupilas y descubrir que hablaba de mi madre.

¿Dónde vive? ¿Quién es?

Si quieres saber más debes preguntar al dueño de la miscelánea debajo de la casa de la mujer.

¿Cómo sabes todo eso? No me despertaste a medianoche para decirme que busque al dueño de una miscelánea.

Habla con ese hombre, se llama Francisco Páez.

Corrí escaleras abajo, él me alcanzó casi a la entrada del cuarto de Isabel:

¿Qué más sabes? ¿Qué relación tienes con esa mujer?

Mañana te mostraré el lugar, pero no me pidas más, por favor.

Me escabullí sin detenerme hasta llegar a la cama con el corazón decidido a romperme el esternón, tenía el rostro empapado de sudor. Soñé que mi madre me perseguía con un cuchillo.

En las primeras horas del 6 de abril de 1941 Hitler descargaría toda su furia en contra de Yugoslavia por haber roto su alianza con el Eje. La ofensiva militar se conocería como Operación Castigo y duraría cuatro días. No hubo declaración de guerra. La población civil de Belgrado fue sorprendida, era Domingo de Ramos. Tras los bombardeos murieron miles de ciudadanos y el humo de la capital se veía a kilómetros de distancia. Ese mismo día yo también había iniciado mi propia Operación Castigo, un ataque inesperado a mis padres.

A las siete de la mañana Ramón estaba listo. El miedo me atenazaba la garganta, quería llorar, gritar, arrepentirme.

Le mostré la miscelánea La Imperial, que estaba abierta como todos los días de la semana.

Aquí te espero, le dije, no quiero involucrarme más.

Atravesó la calle, se presentó con Páez y le explicó que era reportero de la sección de noticias policiacas de La Prensa y se había enterado de una denuncia hecha por él. Al principio Páez quiso echarlo del local, pero Ramón lo convenció de hablar, le dijo que tal vez él podría ayudar para que la policía atendiera su reporte.

El olor de las cañerías es insoportable, le explicó y le contó que un albañil había sacado algodones y trapos manchados de sangre porque la mujer del departamento de arriba era partera clandestina.

Páez y Ramón quedaron de verse al día siguiente.

El 7 de abril de 1941 miles de serbios buscaban entre los escombros a sus familiares con la esperanza de que no se repitiera el ataque cuando la Luftwaffe volvió a castigar a la Real Fuerza Aérea Yugoslava. Yo fui a trabajar a la redacción, durante toda la mañana llegó información referente a la ofensiva nazi, poco me importaba en esos momentos. Me esforzaba por no pensar en la bomba que iba a explotarles a mis padres. Sentía la boca pastosa, la cabeza pesada, me temblaban las manos. No podía concentrarme en el trabajo, dos o tres veces me tropecé, incluso estuve a punto de tirar a alguna persona en los pasillos.

Por la tarde, al volver a la vecindad, Isabel no había regresado de su trabajo, me acosté para fingir que dormía, no quería enfrentar ni a Isabel ni a Julián.

Isabel trabajaba en casa de Eugenia Flores, la mujer que nos llevó al hospital la noche que salimos de casa de nuestros padres. A causa del aborto, pasó días al borde de la muerte, había perdido mucha sangre y no pudieron controlar la infección en el útero, debieron someterla a una histerectomía. Isabel estuvo al pendiente de ella mientras estuvo internada y, cuando Eugenia Flores fue dada de alta, le ofreció a Isabel trabajo de empleada doméstica en su casa. Su marido, el diputado Ramiro Flores, jamás se enteró de la verdadera razón por la que su mujer debió ser sometida a dicha operación, pues al momento de la intervención estaba fuera de la ciudad con el entonces presidente Manuel Ávila Camacho.

 

 

El 9 de abril de 1941 el periódico La Prensa aparecía en todos los quioscos con el encabezado a ocho columnas que cimbró a las buenas conciencias de los habitantes de la ciudad:

SENSACIONAL DESCUBRIMIENTO DE UNA PANTERA QUE DESCUARTIZABA A LOS NIÑOS RECIÉN NACIDOS

Fue una errata haber escrito pantera en vez de partera; sin embargo, fue un acierto periodístico, la edición se vendió completa.

En un estanquillo de la Colonia Roma fueron encontradas dos piernas de niño y muchos algodones que taparon los caños.

Se cree que una mujer, que desapareció de una tienda de la calle de Guadalajara, era la que arrojaba niños en embrión a los botes de basura.

La Prensa. México, D. F., miércoles 9 de abril de 1941

 

 

Habían llegado dos radiopatrullas cuando Páez volvió a abrir la cloaca. Los vecinos se agolparon en la entrada de la casa.

Mis padres habían desaparecido.

Por indicaciones de Francisco Páez, policías y reporteros se movilizaron a La Quebrada en la calle de Guadalajara, pero tampoco los encontraron.

DESTAZABA A LOS NIÑOS RECIÉN NACIDOS

Don Francisco Páez, joven aún, es dueño del estanquillo La Imperial, situado en la casa número 9 de la Cerrada de Salamanca, de la colonia Roma, precisamente abajo del departamento que ocupa la partera clandestina Felícitas Sánchez.

«Hace cosa de un mes se taparon los caños del drenaje, que salen por aquí hasta la calle», señaló Páez el lugar recién tapado por cemento, que aún se mira fresco.

«Sacaron dos piernitas de niño, una de ellas estaba deshaciéndose, por lo que dedujimos que correspondía a otra criatura. Dimos cuenta al cobrador de la casa. Nos quejamos porque no era posible soportar el mal olor que despedían aquellos y otros despojos envueltos en algodón sucio y sanguinolento».

Ramón condensó en la nota las entrevistas que hizo a la dependienta de La Quebrada, María González; a la empleada doméstica que entró a trabajar en lugar de Isabel Ramírez Campos; a los vecinos que prestos daban respuestas; a Francisco Páez; a su esposa, y a los radiopatrulleros.

Como los radiopatrulleros no encontraron a Felícitas Sánchez en su casa, investigaron que podrían hallarla en una tiendita que tiene en la calle de Guadalajara y allí llegaron minutos después.

La dependienta de esa casa de comercio, señorita María González, informó que había salido de allí desde las seis de la mañana, pero algunas otras personas manifestaron a los investigadores haberla visto quince minutos antes, de lo que se desprende que huyó al enterarse de que había sido denunciada a la policía como responsable de algunos infanticidios.

Se piensa, y con razón, que Felícitas Sánchez, dedicada a guardar la honra de algunas «señoritas bien» de la colonia Roma, o de mujeres casadas culpables de algún desliz, cuando su «ciencia» no le daba lugar al aborto provocado, mataba a los recién nacidos, después los partía en cuartos para que cupieran por la taza del W.C. y arrojaba a las criaturas hechas pedazos para que la corriente nauseabunda los arrastrara después hasta el Gran Canal, sin riesgo de ser sorprendida sepultando los cuerpecitos clandestinamente o tirándolos en los botes de basura.

Como se sabe, desde hace tiempo la policía viene recogiendo fetos o niños recién nacidos de varios lugares de la colonia Roma y ahora que ha sido descubierto lo que hemos dejado por escrito, es posible que sea esta mujer la que, cansada de sepultar entre la basura a los niños recién nacidos, pero inmediatamente muertos por asfixia en su mayor parte, haya recurrido al procedimiento de destazarlos para ocultar mejor sus crímenes.

Hasta anoche la policía no había podido localizar a la «partera» Felícitas Sánchez, que ha provocado verdadera indignación entre el vecindario de la Cerrada de Salamanca y calles cercanas, a tal grado que ya la designan con el mote de «la Fiera». Sin embargo, según pudimos saberlo extraoficialmente, ha sido colocada una vigilancia especial que echará el guante a la Sánchez en cuanto llegue o se acerque a su casa o al estanquillo La Quebrada, pues las autoridades están empeñadas en saber en qué lugar ha enterrado los despojos hallados bajo el piso del estanquillo La Imperial y qué madres fueron las que permitieron que sus hijos fueran destazados en forma tan espantosa solo para ocultar su pecado.

La Prensa. México, D. F., miércoles 9 de abril de 1941

TRECE

Viernes 6 de septiembre, 1985

10:14 h

De movimientos acartonados, con el traje arrugado por el uso continuo, el secretario particular del juez Bernabé Castillo repite:

—El licenciado no puede recibirlos, está por salir a una reunión.

Humberto Franco, propietario del Diario de Allende, se levanta del sillón de piel negra donde ha esperado más de media hora a ser atendido junto con Miguel Pereda, agente ministerial y compañero en turno de los conocidos excesos de Franco.

Los Franco son propietarios de gaseras en los estados de Querétaro y Guanajuato. Años atrás el padre de Humberto Franco quiso influir en la política desde otra trinchera, incidir en la vida pública sin entrar en ella. El PRI ya le había ofrecido contender por algún cargo, pero él se negó hasta su muerte prematura porque afirmaba que nunca sería el títere de nadie, ya que a él lo que le gustaba era jalar los hilos. Lo dejó en claro cuando abrió el periódico y la estación de radio.

La intervención monetaria del negocio de los Franco ha sido fundamental en las campañas electorales a lo largo de las administraciones.

Pero el romance con el nuevo gobierno no ha sido sencillo después de la muerte del viejo Franco. En un afán por demostrar su permanencia en el Olimpo, Humberto Franco mandó colgar un letrero con una frase a la entrada de las oficinas del periódico, como si del Templo de Apolo se tratase: Los gobiernos cambian, la tinta permanece.

Su padre lo dejó a cargo de ese pequeño diario de provincia porque no confiaba en él para llevar los otros negocios, que heredó a sus hermanos, más responsables y hábiles para las finanzas, quienes se encargan de depositarle una cantidad mensual.

—No, jovencito, a mí no me puede decir que el licenciado no está. Se le olvida quién soy yo.

El muchacho se afloja un poco la corbata y se limpia el sudor que ha perlado su frente.

—Yo lo vi entrar —interviene Miguel Pereda.

—No, el licenciado ya salió —repite el asistente abrazado a la carpeta de piel negra, donde lleva los pendientes del día. Recién egresado de leyes, es su primer trabajo y todavía no tiene claras sus funciones.

Visiblemente desencajado, Humberto Franco se acerca al muchacho de escaso metro sesenta y cinco, que junto a su metro ochenta y siete y más de cien kilos de peso componen una escena que recuerda al enfrentamiento bíblico de David y Goliat. El muchacho da un paso atrás, carraspea y dice:

—El licenciado me indicó que les dijera que ya hizo lo que estaba en sus manos.

—¡Ssshhhh! —lo silencia Pereda con su estatura menos intimidante y su traje azul marino recién estrenado.

—Dile al licenciado que no es suficiente… —Pereda no termina de hablar y se detiene ante el gesto de Franco que levanta una mano para acallarlo.

—Avísale a tu jefe que mañana volveremos a esta misma hora y más le vale recibirnos.

El asistente camina hacia atrás conforme Franco lo empuja con el dedo índice sobre su esternón. Se detiene atrapado entre la puerta del despacho y el corpachón del dueño del periódico, se toma del pomo y trata de girarlo; está cerrado. Miguel Pereda se acerca a Franco, lo toma del brazo y lo obliga a dar media vuelta y salir de ahí.

Fuera del edificio, Humberto Franco protege la llama del cerillo entre sus dedos y aspira profundo para encender el cigarro que trae entre los labios.

—Todo está controlado. —Miguel Pereda toma un Marlboro rojo de la cajetilla de Franco—. La visita al juez era para reiterar que estamos en lo mismo, pero está contenido. La investigación seguirá otro curso, nadie podrá relacionarnos; el procurador se comunicó con él para decirle que tome las previsiones necesarias.

—Espero que así sea.

CATORCE

Viernes 6 de septiembre, 1985

10:43 h

Humberto Franco se acomoda la corbata y echa fuera una bocanada de humo antes de subir a su Grand Marquis, donde el chofer lo espera con la portezuela abierta. Miguel Pereda sube con él al vehículo y se dirigen a las oficinas del periódico.

—Ya está dada la orden para cesar al forense. No dejaremos que intervenga. Esteban del Valle es famoso por su persistencia. Encontramos el modo de suspenderlo, será una lástima perderlo, un daño colateral —asegura Pereda.

—No puede salir mi nombre.

Franco enciende un nuevo cigarro y baja la ventanilla.

—Tenemos las fotografías de los cuerpos encontradas en el vehículo de Ignacio Suárez, además de las fotografías tomadas durante la necropsia.

Miguel Pereda las extrae del bolsillo de su saco y las muestra a Franco.

—¿Y eso para qué nos va a servir?

Humberto Franco echa una mirada rápida a las imágenes y con cara de asco las devuelve de inmediato.

—Ay, Humberto, te creí más imaginativo; las haremos circular por los periódicos del estado y tú también las publicarás.

Miguel Pereda revisa las fotos con detenimiento y las guarda en su bolsillo.

—No entiendo de qué va a servir eso.

—Culparemos al escritor y suspenderemos a Del Valle con el argumento de que él las envió a los periódicos. Cuando detuvimos la necropsia no se quedó tranquilo. Lo conozco, acató las órdenes, pero no se quedará quieto.

Tras las últimas palabras de Pereda, ambos permanecen en silencio, hundidos en sus pensamientos. El automóvil se detiene frente a las oficinas del periódico.

—Pasa, hablaremos en mi oficina, después el chofer te llevará a tu despacho.

Atraviesan las oficinas, demasiado suntuosas para el tamaño del periódico, piensa Pereda, pasan por debajo de la famosa frase que Franco mandó escribir sobre el marco de la entrada: Los gobiernos cambian, la tinta permanece, que a Pereda le parece arrogante. Dentro, lo saludan los dos reporteros. Le gusta esa sensación de servilismo, aunque en el fondo teme que pueda terminarse. Sabe que continuar con la investigación puede costarle el puesto.

—¡Mierda! ¿Cómo chingados asesinaron a esas escuinclas? — dice Franco; molesto, golpea el escritorio con un puño—. ¿Tienen idea de quién lo hizo? Necesitamos una muy buena estrategia para que no salga nuestro nombre, nadie debe saber que estuvimos con ellas esa noche.

—Por ahora el escritor es el principal sospechoso.

—¡Escuinclas pendejas!

 

 

El día del asesinato habían salido con Leticia Almeida y Claudia Cosío. Leticia y Franco tenían una relación de semanas. Ambos hombres comparten la misma afición por mujeres muy jóvenes, casi niñas.

—Voy a llevar a cenar a mi nena con una amiguita que no quiere hacer mal tercio, ¿vienes? —invitó Franco a Pereda por teléfono.

El ministerial se lo pensó un poco, tenía un compromiso con su esposa, una cena fácil de cancelar.

—¿Cuántos años tiene tu nena?

—Diecisiete —respondió Franco.

—¿Y la amiga? —preguntó y se pasó una mano por el cabello cano, tieso y grasoso por la cera Wildroot con la que se peina todas las mañanas.

—Creo que la misma edad.

—Está bien —respondió Pereda con una punzada en el sexo, al colgar tuvo que acomodarse el miembro dentro del pantalón.

Quedaron de verse en un restaurante con poca gente a las afueras de la ciudad, solo por complacer a Leticia, que quería salir del departamento de soltero de Franco. Ellas llegaron solas en taxi, se miraron en la vidriera del restaurante, se acomodaron las minifaldas y el fleco pegado con spray Aquanet, copetes largos con mucho crepé. Ese día se entretuvieron más de lo regular en el arreglo para verse más grandes, más adultas. Pensaron que el maquillaje, el cabello y la vestimenta les aumentarían por lo menos un par de años. Antes de salir se tomaron unas fotos con la cámara Polaroid de Leticia, regalo de cumpleaños de su padre, que guardó en la bolsa.

—Mejor vámonos —dijo Claudia, arrepentida, lo había pensado durante el camino, pero no quiso decirlo, no quería mostrarse miedosa ante su amiga, pero estaba asustada; a ella no le gustaban los planes de Leticia, quien no dejaba de repetirle que si en verdad era su amiga debía acompañarla.

—No seas monja —la increpó al atravesar la puerta de entrada del restaurante.

A Claudia Cosío no le gustó la pareja que le tocó, demasiado moreno, demasiado perfumado, demasiado canoso, demasiado amable, demasiado viejo. Chula, preciosa, cuerito de vieja, nenita, y otros más eran los apelativos por los que la llamaba arrimándose de más. Le tocaba un muslo, una mejilla, pasó el brazo sobre sus hombros.

—Échate otro tequilita, chula, es de los meros caros, no vamos a desperdiciar la botella.

Claudia escapaba de sus manos como de un pulpo de aliento nauseabundo. Ambos hombres fumaban puros. Entre la nube de humo se acercaba a su amiga para decirle al oído:

—Vámonos, por favor, vámonos.

Leticia la ignoraba y se empinaba otro tequila y brindaba con ella obligándola a hacerlo también.

—No seas aburrida —le respondía.

Claudia, entre la repulsión al hombre y el miedo a defraudar a su amiga, daba otro trago a la bebida. Miguel Pereda le besaba el cuello y llevaba la mano de la muchacha sobre el pantalón.

—Siente mi verga.

Luego subieron al coche de Franco y el chofer los llevó a un motel sobre la carretera a Hidalgo.

 

 

Alguien toca la puerta de la oficina de Franco y rompe el ambiente tenso, saturado de la desconfianza de uno y otro:

—¿Puedo pasar? —pregunta Leonardo Álvarez, reportero consentido del dueño del periódico, que, colmilludo como lobo, sabe leer a las personas y descubrir quiénes no tienen escrúpulos a la hora de escribir lo que se les pida, con tal de escalar o mantenerse en una carrera tan competida.

—Pasa.

—Buenas tardes.

—Supongo que ya conoces al licenciado Pereda.

—Sí, lo he visto en algunos eventos. —Estira una mano sudorosa y recibe un apretón efusivo por parte de Franco y uno más suave de Pereda, quien después de saludarlo se limpia sin discreción la palma en el pantalón.

—Siéntate.

Franco señala una silla; él se recarga en su escritorio frente a Leonardo Álvarez, quien se sienta despacio. Pereda se pasea por la oficina sin dejar de acariciar su bigote negro, pintándose las manos de la cera con que lo tiñe cada mañana.

—El licenciado vino a informarme de unas fotografías que aparecieron en el coche de Ignacio Suárez y otras de la necropsia. Parece ser que el forense es el responsable de que circulen por ahí. No sé si debemos publicarlas por respeto a las familias de las víctimas. ¿Tú qué opinas?

El muchacho entrelaza las manos, nervioso hace tronar los dedos, se pasa una mano por el cabello crespo, muy engominado para controlar los rizos pegados al cuero cabelludo:

—Yo creo que si los demás diarios las publican nosotros no debemos quedarnos atrás.

—¿Tú crees que esto se debe publicar? Es una falta de respeto absoluto.

Miguel Pereda muestra las fotografías al reportero; este se toma su tiempo para diseccionar cada imagen y dice:

—Cuando murió el escritor, recordé los asesinatos en una de sus novelas; ahora se me escapa el título. ¿No la leyeron? Un asesino dejaba a sus víctimas tal y como aparecieron las jóvenes, recargadas en el muro de una funeraria. El escritor se basó en un hecho real ocurrido hace años.

—¿Qué más dice el libro?

—En el libro atrapan al asesino, pensé que habría una segunda parte, pero Ignacio Suárez nunca la escribió. Atrapó al culpable en la ficción, pero en la vida real jamás lo capturaron.

—Suárez murió al día siguiente de los asesinatos con las fotos en su poder. ¿Qué probabilidad hay de que estuviera escapando? —pregunta Humberto Franco mientras enciende un cigarro y el humo que expulsa flota en el ambiente junto con la pregunta.

—Es una de las hipótesis que se manejan en la investigación —responde Miguel Pereda y vuelve a acariciarse el bigote.

—En vez de sacar las fotografías, podríamos publicar una nota que aclare que las recibimos, pero que por respeto a las familias no las publicaremos y al mismo tiempo sembrar entre la gente las sospechas sobre el escritor —dice Franco.

—Lo mismo sucederá cuando los otros diarios publiquen las fotos y expliquen que fueron encontradas en el vehículo de Suárez.

—Desviaríamos la atención y le daríamos al público una respuesta, la sensación de que se investiga para encontrar al culpable.

 

 

Miguel Pereda recuerda la conversación que tuvo en el despacho del procurador; después de salir de la morgue el día de los asesinatos fue a entrevistarse con él a la capital del estado. A Pereda lo habían buscado en su casa para que acudiera al lugar de los hechos, pero todavía estaba borracho por la cantidad de alcohol ingerida la noche anterior. Después, con la resaca encima se presentó en la morgue, acompañado por dos agentes que le informaban del caso y cómo se habían descubierto los cuerpos. Él escuchaba a sus subordinados con una mano en las sienes, que palpitaban por el dolor de cabeza. Fue el propio Esteban del Valle quien lo condujo hasta el cajón donde se encontraba el cadáver de la joven con la que horas antes había tenido relaciones sexuales. Una punzada más fuerte le taladró el cerebro cuando la vio. Tuvo que salir deprisa a vomitar en el piso del baño; quienes lo vieron descomponerse comentaron entre ellos que el puesto se lo habían dado por ser sobrino del procurador, pero que no tenía estómago para el trabajo.

—No podemos proceder con la investigación, le dijo al procurador Humberto Franco y yo estamos involucrados.

—¿En las muertes?

—No, no, estuvimos con ellas esa noche y las dejamos en la habitación de un motel. No sabemos qué ocurrió después. No podemos seguir con la investigación, se descubriría nuestra relación con ellas y se destruirían nuestras familias, nuestras carreras.

—Cabrón, se trata de un doble asesinato no puedo hacerme pendejo, aseveró el procurador.

El procurador caminó hasta la ventana, se entretuvo en observar a una mujer que subía a su automóvil.

—Este es el tipo de favores que se pagan por adelantado. Esa afición por las escuinclas les va a costar caro.

 

 

Miguel Pereda se limpia el sudor de la frente y dice:

—El escritor debe ser el único culpable. ¿Cómo chingados le hace un muerto para defenderse? Hay otro problema, con el escritor iba el español dueño de la Posada Alberto, pero está en coma.

—¿Despertará?

—Está en un coma inducido, los médicos no saben en qué condición está su cerebro; por ahora no es problema. Si despierta, nos ocuparemos de él.

—Leo, escribe una nota con todo lo que hemos hablado y me la traes lo más pronto que puedas —ordena Franco al servirse del brandy de la licorera de cristal cortado que tiene en su despacho.

CESARÁN A PERITO FORENSE

Leonardo Álvarez

Diario de Allende

7/09/1985

El día de ayer llegaron a nuestra redacción las imágenes de los cuerpos de las jóvenes asesinadas el pasado viernes 30 de agosto.

La publicación de dichas imágenes por parte de otros diarios provoca enojo e indignación, ya que se trata de custodiar al máximo todo lo referente a la investigación y guardar respeto al dolor de las familias de las víctimas.

Las fotografías fueron halladas dentro del vehículo de Ignacio Suárez Cervantes, de cuya muerte informamos hace unos días. El escritor se accidentó junto con uno de los dueños de la Posada Alberto, José María León, español avecindado en nuestra ciudad desde hace casi veinte años, quien permanece en coma.

Una fuente dentro de la policía nos reveló las líneas de investigación abiertas para el esclarecimiento de los asesinatos. Existe una que conduce a Suárez Cervantes, ya que las víctimas fueron encontradas de modo muy similar a los cuerpos dentro de la novela Las santas, de dicho autor.

Por otro lado, será suspendido, de forma apegada a las disposiciones de la Ley Orgánica y el Reglamento Interno de la dependencia, el médico forense perito investigador, Esteban del Valle, presunto responsable de la divulgación de las imágenes de las hoy occisas.

Como coincidencia, hace unos días fue detenido en China el escritor Liu Xan, autor de varios libros muy populares en su país, por el presunto asesinato de cuatro personas, cometido hace más de veinte años, crimen relatado en una de sus novelas publicada cinco años atrás.

Octavo fragmento

Después de casi sesenta páginas me descubro intrigado. Seducido por observar, investigar y desenterrar con curiosidad y cuidado de paleontólogo los recuerdos fosilizados en mi interior.

Esta fascinación por escribir mi vida ha provocado que deje de lado la novela en la que trabajaba en un nuevo caso del detective José Acosta.

Reviso mis notas y me descubro tentado a editar, corregir el tono tímido y aterrado con el que comencé. Desconozco si mantendré el ánimo y la euforia desconocida que experimento al hablar de mí, de Manuel. Casi una borrachera.

Me recuerdo alegre, pese a todo conservaba una chispa de alegría que en contadas ocasiones se convirtió en fogata, en incendio, ante la esperanza de una vida mejor. Mejoró.

Si Ramón me escuchara decir que mejoró, tal vez diría que fue una metáfora de la vida. ¿Qué dirías, Ramón? Quizá lleguen estas páginas a tus manos. Casi puedo ver tus dedos largos, morenos, pasar las hojas con prisa por conocer todo lo que no te conté. No deja de sorprenderme que a pesar de todo me conservaras como amigo.

 

 

La mañana del 9 de abril de 1941 se hablaba de la nota de Felícitas en todos los pasillos de la redacción, los bombardeos a Belgrado no lograron opacarla. Ramón estaba exultante. Yo había salido de casa de Isabel muy temprano, quería escapar y no enfrentarlos, ni a ella ni a Julián. Deseé que todo terminara ahí.

Era una bola de nieve imparable. Una avalancha que nos arrasaría a todos.

Hoy me pregunto: si hubiese conocido las consecuencias, ¿habría hecho lo mismo? No lo sé. Quizá mis padres estarían vivos y mi madre hubiera matado más niños. ¿Cuántos? El periódico habló de cincuenta, pero en realidad nunca supimos el número exacto.

Ramón me interceptó en los baños de la redacción, había intentado evitarlo toda la mañana.

Quiero que me cuentes todo lo que sepas.

Dudé por unos minutos que parecieron alargarse más de sesenta segundos.

Aquí no, salgamos, le pedí.

Ramón caminaba con las manos dentro de los bolsillos del saco, con pasos firmes, ansiosos. Encendía un cigarro tras otro.

Por favor no digas mi nombre, le supliqué.

Avanzamos por la calle de Moneda hasta la cantina El Nivel. Estaba abarrotada, olía a cigarro, sudor agrio, caldo de camarón y fritanga. Apestaba a vida. Clientes acodados en la barra reían y sostenían conversaciones que trastocaron mi sombrío estado de ánimo. Nos sentamos en una mesa apartada, Ramón levantó la mano y pidió dos cervezas Corona al único mesero. Me distraía el ambiente, el hombre que se levantaba de su banco y caía al piso y se ponía en pie y volvía a caer. Aquel otro al que se le resbalaba el vaso de la mano rompiéndose en los mismos restos afilados en los que se fragmentaría mi vida, una profecía, un aviso.

Brindamos, me tomé la cerveza de un trago, sediento. Tardamos en retomar el tema de mi madre, Ramón celebraba el éxito de su nota. Debemos continuar la historia de la Ogresa, dijo. La bauticé como a la de La Bella Durmiente de Perrault que se come a los niños.

Trabajé como mozo con Felícitas y mi tío Carlos Conde, comencé a decir. Me escondí detrás de la fachada de sobrino, una estupidez que funcionó. Paré de hablar dos horas después. Repetí lo mismo al día siguiente, cuando el detective Jesús Galindo nos buscó a Ramón y a mí para interrogarnos.

Rendí declaración sin que Isabel o Julián lo supieran. Hasta ese momento no se habían enterado de las noticias, Isabel jamás compraba el periódico, ocupada con su trabajo en casa de los Flores. Al detective también le aseguré ser el sobrino de Carlos Conde.

Cuando respondía al interrogatorio me sentía al mismo tiempo liberado y traidor. Pienso en Judas, de todos los apóstoles fue el personaje principal, aunque Pedro peleara el puesto; sin un traidor no hubiese habido ni crucifixión ni resurrección ni catolicismo.

Yo soy el Judas de mis padres.

Eran días de Semana Santa, para mayor coincidencia un Viernes Santo, aunque no me colgaría de un árbol, no niego que sentí ganas de hacerlo, de terminar con todo. Tenía miedo, mucho miedo.

Mis padres seguían desaparecidos, pero al final los encontraron en casa de una pareja que los ayudaba con la venta de niños.

Ramón me traicionó y utilizó mi nombre en las notas que escribió tras la captura de Felícitas Sánchez y Carlos Conde. Me explicó que el director quería darle el reportaje a otro periodista más experimentado, y que su arma secreta, su as bajo la manga era su fuente y su relación con los implicados.

 

 

Para responder de negros crímenes fue presa «la Descuartizadora».

La bestial hembra era ayudada en sombría tarea por varios «chacales» con silueta humana.

Vívido relato hizo un chamaco ágil y locuaz.

Jamás Dante soñó escribir páginas tan negras como las de esta embaucadora.

La Prensa. México, D. F., sábado 12 de abril de 1941

 

 

Esos fueron los balazos, los ganchos con los que Ramón conquistaría a sus lectores.

En pleno Sábado de Gloria, el periódico destacaba las siguientes noticias: Las fuerzas alemanas entran a Belgrado aceptando la rendición de la ciudad. Yugoslavia es arrasada por el ejército nazi. El presbítero Miguel Espinosa, párroco de Iztapalapa, califica de profana la concurrida representación de la Pasión de Cristo. La captura de la Descuartizadora de Niños, junto con mi nombre en la página veintitrés.

UN MUCHACHO QUE CONFIESA TODO.

Así fue: confesé todo.

Agentes de la policía del Distrito, entre ellos el detective Jesús Galindo y sus subordinados, José Acosta Suárez y Eduardo Gutiérrez Cortés, aprehendieron a la Descuartizadora de Niños, Felícitas Sánchez, en los momentos en que salía de una casa en la calle de Bélgica de la colonia Buenos Aires, con destino al puerto de Veracruz, donde esperaba esconderse durante algún tiempo para burlar la persecución de que venía siendo objeto.

Durante quince años, cuando menos, Felícitas se hizo pasar como partera, especializándose en los alumbramientos prematuros, por lo que se calcula que ha dado muerte a infinidad de niños, unas veces por medios abortivos y otras estrangulando con sus propias manos a los recién nacidos.

La Descuartizadora ponía los fetos en el cómodo, los rociaba de gasolina, les prendía fuego y arrojaba las cenizas al bóiler. Otras veces destazaba a los niños y los echaba por la coladera, siendo por esto que llegó a taparse el caño del desagüe de la casa número 9 de la Cerrada de Salamanca, lo que dio origen a la denuncia y posteriormente a su captura.

Felícitas Sánchez, la Descuartizadora, operaba en un cuarto infecto, sin higiene alguna, y durante años desarrolló asombrosa habilidad para burlar muchos maridos y novios.

El hilo de esta investigación comenzó gracias a Manuel Conde Santos, muchacho como de catorce años de edad que fue algún tiempo mozo de Felícitas Sánchez. Este manifestó que conoció a Sánchez en 1939, porque entró a prestar sus servicios con ella, requerido por su tío Carlos Conde.

«Me consta porque lo vi», dijo el muchacho, «se llevaban a los fetos o los niños en un automóvil y los iban a tirar lejos».

Quemaba a los niños

Siguió diciendo el chico que a veces Felícitas bañaba con gasolina los cuerpos de los recién nacidos y luego les prendía fuego, y en otras los dejaba que entrasen en descomposición para arrojarlos por las coladeras.

Manuel Conde es el tipo de muchacho inteligente; su ángulo facial lo demuestra y sus declaraciones confirman lo que decimos; responde con presteza y claridad y relata en forma interesante lo que vio y oyó durante el tiempo que estuvo al servicio de su tío y su esposa.

«Yo veía», nos dijo, «cómo entraban las señoras gordas y salían flacas. Entonces no me daba cuenta de lo que sucedía, y eso me llamaba la atención; pero a poco me enteré bien de lo que ocurría en esa casa.

«¿Iban muchas catrinas?», preguntamos al muchacho.

«Muchas, pero pobres también».

«¿Y cómo las enflaquecía?».

«Primero las tenía trabajando durante algunos días, haciendo fuertes ejercicios; seguro les daba a tomar alguna cosa, y al final las llevaba a la cama. Muchos niños nacían vivitos, entonces los ahorcaba apretándoles el cuello y luego los rociaba con gasolina, les prendía fuego y los arrojaba al bóiler o a las coladeras».

Felícitas, mujer de malos instintos, que salen a la vista en sus ojos horriblemente saltones y en su cuerpo rechoncho y achaparrado, lo cual le da aspecto de sapo viejo y asqueroso, tiene el secreto de un drama que parece haber sido arrancado del averno.

Ya para concluir nuestra entrevista con Manuel Conde Santos, le preguntamos:

«¿Y conociste a alguna de las señoras gordas que salieron flacas de la casa de Felícitas Sánchez?».

El muchacho se quedó pensativo por algunos segundos para decir después:

«Sí, a Natalia, la mujer del zapatero que tiene su taller frente a nuestra tienda en las calles de Guadalajara. Ella vive en Cozumel y Durango».

«¿Y cuál otra?».

«Una que vive en Atlixco y Juan de la Barrera. No me acuerdo de las demás. Es que fueron muchas, muchas…».

Manuel Conde fue detenido para que «desembuchara» todo lo que sabía, ayer mismo por la tarde se le liberó.

Hoy serán interrogados Felícitas Sánchez y Carlos Conde.

La Prensa. México, D. F., sábado 12 de abril de 1941

QUINCE

Sábado 7 de septiembre, 1985

9:46 h

Esteban del Valle sale de la oficina del agente ministerial con pasos largos, molesto.

—Yo no filtré esas fotografías —había asegurado cuando se le acusó de haber proporcionado las imágenes a la prensa.

—¿Quién más pudo haberlo hecho? —le preguntó Miguel Pereda, sin sostener la mirada de Del Valle.

—No lo sé.

—No podemos permitir que se transgredan las reglas…

—¿Las reglas? —interrumpió Esteban—. ¿Qué reglas se respetan en un caso donde se me impide terminar el examen de un cadáver?

—¿Cómo?

—Usted estuvo ahí, no puede negar que no me permitieron terminar con los cuerpos de las adolescentes después de que usted salió.

—¿No le permitieron terminar?

—Y además supervisaron la redacción del protocolo.

—Esas son acusaciones muy serias. ¿Tiene testigos de lo que dice?

—¿Quién podría ser mi testigo? Usted detuvo la necropsia.

—¿Hasta dónde quiere llegar con estas acusaciones?

—Lo que quiero es mi restitución, soy inocente de lo que se me acusa.

—Por lo pronto es imposible, no podemos permitir que continúe laborando con nosotros, son órdenes del procurador.

Esteban apretó los puños y la mandíbula, las muelas le rechinaron y las uñas se clavaron en las palmas, asintió en silencio y salió de la oficina.

 

 

Ahora se dirige a su cubículo y dos hombres lo custodian, se detiene en su escritorio y los agentes le informan que no puede sacar nada del edificio, todo lo que hay ahí es propiedad de la fiscalía.

—Voy a recoger mis cosas.

—Solo lo suyo, lo demás es…

—Lo sé, lo sé, es propiedad de… su chingada madre —termina entre dientes.

—¿Qué?

—Nada, solo voy a llevarme lo mío.

Guarda dentro de una caja de cartón unas fotografías, unas libretas, un termo de café y sus lápices.

Sale apurado del edificio, como si alguien le apuntara por la espalda. Deposita la caja sobre la cajuela de su Jetta gris, busca las llaves en el bolsillo de su pantalón, abre la cajuela y deja ahí las cosas. Al dar la vuelta al vehículo se da cuenta de que trae puesta la bata blanca con la que trabaja, y que tiene su nombre bordado en el frente; furioso la desabrocha con rapidez, el último botón se resiste y Esteban lo desprende de la tela y desahoga todo su coraje contra su uniforme de trabajo; el botón cae y rueda alejándose de él.

—Váyanse a la chingada —dice en voz alta y arroja la bata blanca sobre la grava.

Se sube a su auto y arranca en reversa sobre la grava suelta, cambia la velocidad, pisa el acelerador y de pronto frena de golpe: frente a él un hombre le impide el paso. El hombre golpea el cofre con los puños, grita algo que Esteban no alcanza a escuchar, luego se da la vuelta y golpea también la ventanilla. Esteban baja el vidrio. El hombre introduce una mano dentro y apresa a Esteban por el cuello de la camisa.

—¡Cabrón, bájate! ¡Bájate!

Esteban trata de soltarse e instintivamente pisa de nuevo el acelerador, el auto avanza y el hombre cae al suelo.

—¡Era mi hija! ¡Mi hija!

Entonces lo reconoce, es el padre de Leticia Almeida. Frena, regresa la palanca a neutral y deja el motor encendido, se acerca hasta el hombre tirado en la grava y que solloza a mitad del estacionamiento. Trata de ayudarlo a levantarse, pero el hombre se niega.

—No puede quedarse ahí, lo atropellarán.

—Era mi hija, cabrón, no un producto para vender a un periódico.

—No fui yo.

El hombre permanece en el piso, Esteban se sienta junto a él en silencio. Cuando el llanto amaina el padre de Leticia se limpia la cara, se sorbe los mocos y trata de ponerse de pie. Esteban lo lleva del brazo hasta la banqueta, algunas personas se congregan a presenciar la escena:

—Ya terminó el espectáculo —dice Del Valle a los mirones, la mayoría trabajadores de la dependencia—. ¿Lo llevo a algún lado? —pregunta a Ricardo Almeida, que parece más viejo en cuestión de minutos.

Este niega con la cabeza y señala su vehículo.

—Lo puedo llevar, no está en condiciones de manejar.

—No, no, está bien, lo haré yo. ¿Quién entregó las fotos a los periódicos?

—Yo creo que el mismo Ministerio Público.

—¿Crees? —pregunta el señor Almeida al abrir la portezuela del coche.

—No lo sé, a mí me destituyeron, pero voy a investigar por mi cuenta.

—¿Crees que las mató el escritor?

—No. Estoy seguro de que no fue él. ¿Ha preguntado entre las amistades de su hija si alguien sabe algo? ¿Estaría dispuesto a investigar? —pregunta Esteban del Valle sorprendido por sus propias palabras.

El padre de Leticia Almeida tarda en comprender las palabras de Esteban.

—Yo no soy investigador.

—Pero juntos podríamos hacer algunas indagaciones. Eso o esperar a que lo hagan quienes no lo van a hacer.

—Sí, sí, quiero encontrar al hijo de puta que mató a mi hija. —El padre de Leticia Almeida echó fuera las palabras con el poco aire que le quedaba, antes de volver a sentir la asfixia de la tristeza.

—Pasaré mañana por usted.

DIECISÉIS

Sábado 7 de septiembre, 1985

13:40 h

Minutos antes de las nueve de la mañana dos judiciales se presentaron en la Posada Alberto y preguntaron por Elena. Ocupada en el arreglo de las flores de la mesa de cedro redonda que resguarda la entrada, dijo: «Soy yo».

Un ramo de margaritas blancas tembló entre sus manos al ver a los agentes.

—Necesitamos que nos acompañe —ordenaron.

—¿Por qué? —preguntó alarmada y devolvió la vista al florero para continuar su tarea y disimular su turbación.

—Queremos hacerle unas preguntas sobre el escritor Ignacio Suárez Cervantes y tenemos entendido que ustedes mantenían una relación —dijo uno de ellos y dio un paso hacia ella.

—Aquí le puedo responder lo que quiera.

—No, señorita, debe acompañarnos.

—No pueden obligarme.

—Sí podemos hacerlo, traemos una orden de comparecencia; usted sabe si sale con discreción o quiere que se enteren los huéspedes de su hotel.

El hombre mostró al vuelo un papel que Elena trató de leer.

—Debemos irnos —insistió el segundo judicial—. Sin escándalos, amenazó.

Elena no avisó a nadie, les pidió unos minutos para recoger su bolso y se subió al vehículo de los hombres estacionado en lugar prohibido.

Cuando llegaron al Ministerio Público, la encerraron en el mismo cuarto donde permanece hasta ahora, donde la interroga un hombre que se identificó como el agente Díaz, secretario de Acuerdos. En las paredes, alguna vez blancas, resaltan huellas digitales negras como único adorno, además de algunas manchas oscuras; Elena imagina que se trata de sangre seca. Frente a ella hay un escritorio de melamina donde alcanza a leer mentadas de madre escritas con tinta azul, negra, roja: «Putos policías». «Puto el que lo lea». «Un, dos tres, que chingue a su madre el juez».

De pie frente a ella, con las manos en puño recargadas sobre el descascarado escritorio, Díaz la acribilla a preguntas desde hace más de media hora:

—Tratamos de esclarecer la muerte de Ignacio Suárez Cervantes para estar seguros de que se trató de un accidente, ya que, como se informó en los diarios, es sospechoso de asesinato. En cuanto su acompañante despierte del coma lo interrogaremos.

—Ni Ignacio ni José María tienen que ver con los asesinatos.

—Eso no lo sabemos; por eso está usted aquí, para ver qué información puede proporcionarnos, señorita Galván.

Elena detesta que la llamen señorita, una palabra que chorrea ácido y le recuerda que no pudo ser madre ni esposa de Ignacio.

La puerta de la habitación se abre y un fuerte olor a loción Sanborns impregna el ambiente como presentación de Miguel Pereda. Díaz se cuadra con un saludo casi militar, Pereda responde con un par de movimientos de cabeza, extiende la mano derecha para presentarse con Elena y deja sobre el escritorio un abultado fólder azul:

—Buenos días, señorita Galván, espero que la hayan tratado bien. Licenciado Díaz, a partir de aquí yo me hago cargo.

—Sí, licenciado —dice Díaz y sale de la habitación.

Miguel Pereda se acerca al escritorio y se recarga en él con los brazos cruzados:

—¿La trataron bien mis hombres? ¿Le ofrecieron algo de beber? ¿Un café? ¿Agua? ¿Una Coca-Cola?

—No, no quiero nada, lo que quiero es irme de aquí.

—En un momento.

—¿Estoy detenida?

—No, por supuesto que no. Está aquí para responder a unas preguntas que ayuden a la investigación. Como usted sabe, es nuestra obligación clarificar las muertes por accidente para descartar la posibilidad de un asesinato. Por otro lado, investigamos la muerte de Leticia Almeida y Claudia Cosío.

—Entiendo que quieren culpar a Ignacio y a José María.

—No, señorita, se equivoca, fue una imprudencia de los medios publicar datos referentes a un caso abierto.

—Imprudencia que desprestigia a mi familia y a Ignacio Suárez.

—Lo siento, señorita, pero en este país existe la libre expresión.

—Yo puedo afirmar y testificar que Ignacio no fue, estuvo conmigo toda la noche.

—¿En dónde estuvieron?

—En mi habitación.

—¿Hay alguien que pueda corroborar lo que dice?

—Sí, mis empleados, ellos se dieron cuenta de que estuvimos juntos desde la tarde hasta el día siguiente. Tomamos una copa en el cuarto.

—¿Cuánto bebió? ¿Lo suficiente para no darse cuenta si Suárez abandonó la habitación en algún momento?

—No, señor, no acostumbro beber hasta perder la conciencia.

—¿Cuántas botellas bebieron? ¿Tres? ¿Cuatro?…

Pereda hizo una seña con las manos como para hacerle notar que la cuenta podía continuar.

—Dos.

—Dos… eso serán como cuatro copas cada quien.

—Yo le aseguro que estuve consciente todo el tiempo. Además, las fotografías que encontraron en el automóvil las arrojó alguien por debajo de la puerta.

—¿Cómo que las arrojó alguien? ¿Sabe quién lo hizo? ¿Se da cuenta de lo inverosímil que se escuchan sus palabras?

—Si lo supiera, ya se lo habría dicho. No lo sé, por eso las traía Ignacio. Salió a buscar al responsable, dijo que eran un mensaje para él. Ustedes deben encontrar a quien lo hizo.

—Quizá las tomó el esposo de su madre y por eso iban juntos.

—No, José María estuvo con mi madre, como siempre.

—¿Usted vio el momento en que las arrojaron por debajo de la puerta?

—No, estaba dormida.

—Entonces no puede asegurar que las hayan arrojado, tal vez Ignacio Suárez le mintió y él las tomó o su padrastro.

—No, no, eso no fue lo que sucedió.

—Señorita Galván…

Elena interrumpe y se pone de pie.

—No estoy detenida, ¿verdad? Me puedo ir en cualquier momento.

—Si esconde usted algún dato útil para esta investigación, puede ser acusada de complicidad y ocultamiento de pruebas.

—¿Qué trata de insinuar?

—No trato de insinuar nada.

—Tengo mucho trabajo en el hotel, estamos llenos. Debo irme.

Pereda levanta el fólder lleno de hojas:

—Tenemos pruebas —dice y golpea el escritorio con los papeles.

—¿Qué pruebas?

—Hace algunos años Suárez escribió un libro cuyo asesino tenía un modus operandi muy parecido a los que acaban de ocurrir.

—Eso no quiere decir que él sea culpable, es muy estúpida su prueba.

—La semejanza y exactitud en su narración solo las puede describir alguien que haya estado muy cerca de un asesinato o que lo haya cometido.

—Pues yo le aseguro que no fue él, lo conozco… lo conocía muy bien. Y ya no puedo perder más mi tiempo. Buenas tardes.

Elena se encamina a la puerta a la espera de que el hombre la intercepte:

—Nos volveremos a ver pronto, señorita Galván.

Elena cierra la puerta detrás de sí y apura el paso para salir antes de que la detengan. Al salir a la calle hace la seña a un taxi que pasa enfrente, le dicta la dirección; el coche avanza, pero Elena no puede dejar de mirar atrás.

Noveno fragmento

El plomero Salvador Martínez Nieves, cuñado de Isabel, se presentó en la vecindad el 12 de abril de 1941. Los niños se mojaban con cubetas de agua, celebraban el Sábado de Gloria. Julián los observaba empaparse desde la escalera.

Yo había recibido mi propio baño de agua fría esa mañana al leer mi nombre publicado en la nota del periódico. Estuve encerrado en el cuarto hasta que escuché llegar a Ramón y salí a su encuentro, minutos antes que Salvador Martínez.

Ramón caminaba con una mano metida en el bolsillo del pantalón y en la otra un cigarro. Lo abordé por sorpresa y le asesté un puñetazo en la cara. Cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra el suelo, le tomó varios segundos entender lo que había sucedido.

¿Qué te pasa, cabrón?

¡Pendejo, prometiste que no dirías mi nombre!

Lo siento, tuve que hacerlo, debía darle veracidad a la noticia.

Por tu culpa me van a matar cuando salgan de la cárcel.

Ramón se levantó despacio, limpiándose la sangre con el pañuelo que traía en una bolsa del pantalón.

Comencé a llorar sin darme cuenta. Lloraba de impotencia, de miedo.

Terminé sentado en la banqueta; Ramón, junto a mí, se tapaba los orificios nasales con su pañuelo teñido de rojo.

Lo siento, hermano.

Posó una mano sobre mi hombro, su disculpa era sincera, pero el peso de su palma me hizo consciente del peso de la culpa que cargaba sobre mi espalda, yo también era cómplice de los asesinatos y debería de estar detenido.

Nos levantamos despacio, ayudándonos uno al otro.

Debes atenderte ese golpe.

No me voy a morir desangrado, Kid Azteca. Tal vez debas dedicarte al boxeo.

Salvador Martínez golpeó la puerta del cuarto de Isabel con tanta furia que los goznes viejos del marco de madera se aflojaron. Ella abrió apurada, ignorante de las noticias que habían aparecido en La Prensa sobre su antigua patrona. No lo vi entrar a la vecindad, ni lo escuché golpear la puerta.

¿Dónde tienes escondido a ese escuincle pendejo?

Le pegó dos veces antes de que pudiera responder algo.

¿Dónde está ese cabrón, hijo de la chingada?

La estrelló contra la repisa donde acomodábamos platos y vasos. Isabel gritó. Escuchamos el estruendo de la loza al romperse. Los niños, empapados, se quedaron en silencio convertidos en estatuas. Luego corrieron dejando sus huellas húmedas en el piso hacia el cuarto donde Salvador Martínez aventaba a su cuñada repitiéndole que no iba a regresar a la cárcel por culpa de nadie.

Julián y Jesús se lanzaron sobre el plomero golpeándolo, pero él los controló de un manotazo; tenía el doble de estatura y corpulencia. El vecino del número 4 quiso intervenir, pero también fue aquietado de un golpe, del que después su mujer debió curar la herida ante la mirada atónita de sus diez hijos. Cuando Ramón y yo llegamos, alguien ya había llamado a la patrulla.

¡Pinche escuincle soplón, te vas a morir!

El vecino del 7 trató de detener al plomero cuando se lanzó contra mí. Salvador Martínez lanzó un grito, un aullido; se soltó de los brazos que lo detenían y me golpeó en el estómago. Caí hincado cuando me propinó una patada en la cara. Entre varios vecinos, Ramón con ellos, lograron contenerlo antes de que me moliera a golpes.

Lo demás es borroso, hasta el momento en que en el hospital un médico de guardia me revisaba. Isabel estaba inconsciente en un camastro a unos metros del mío. Cuando terminaron de auscultarme me acerqué a verla. A la altura del pómulo izquierdo tenía una herida que sangraba, el ojo derecho cerrado por la inflamación, los labios rotos. Hubo que operarla de una hemorragia interna.

Julián y yo esperábamos sentados en un pasillo que hacía las veces de sala de espera, atentos al estado de Isabel. Yo terminé con la cara inflamada, amoratada, los labios partidos, tenía tela adhesiva en la nariz y unos tapones en los orificios nasales. Junto a mí, una mujer se había quedado dormida mientras amamantaba a un bebé, del pezón le escurrían unas gotitas de leche que caían sobre el niño, observé el seno hasta que alguien despertó a la madre y le dijo que se cubriera.

Julián acercó su cara a la mía, hablaba en susurros para que no lo escucharan ni Jesús ni su abuela, sentados a unos pasos de distancia. Miré el rostro de mi hermano que mudaba de niño a adolescente. Habló mirándome a los ojos, casi nunca lo hacía.

Te escuché hablar con Ramón y avisé a nuestros padres.

Le cambiaba la voz, perdía su tono aflautado, destemplado, que poco utilizó en la infancia.

Yo les avisé que irían por ellos.

¿Por qué?

Porque no quiero que vayan a la cárcel, quiero que se mueran.

 

 

Mientras estábamos en el hospital la policía detuvo a Salvador Martínez Nieves y Ramón se presentó en los separos de la Sexta Agencia del Ministerio Público a presenciar su declaración. Le escuchó contar de viva voz cómo se había negado a trabajar con mi madre la primera vez que lo mandaron llamar. Dijo que durante más de tres años salieron, de forma continua, pequeños cráneos, piernas, brazos y vísceras de las cloacas de la «criminal maternidad». El plomero acusó a Isabel de complicidad y de matar niños junto con Felícitas.

 

 

Eran casi las diez de la noche cuando los agentes José Acosta —a quien robaría el nombre para utilizarlo en mi ficción— y Eduardo Gutiérrez se presentaron para interrogar a Isabel. Estábamos dentro de la habitación la madre de Isabel, Jesús, Julián y yo. Yo permanecía al pie de su cama, sin atreverme a hablarle, a tocarla, observaba su ojo cerrado por la inflamación, rojo, morado. Le suturaron la herida del pómulo, tenía moretones repartidos por la piel morena, el labio superior inflamado y roto y con manchones cafés de sangre seca. Isabel respiraba con dificultad y se quejaba en un sueño intranquilo, cargado de analgésicos y sedantes.

Parece que hay cosas de las que no nos hablaste, dijo el agente Gutiérrez al entrar a la habitación.

Negué con la cabeza. Vestían el mismo traje color beige, la misma corbata y sombrero de fieltro café de cuando me interrogaron, era su uniforme de policía. Un año después ellos dos atraparían a Goyo Cárdenas, el Estrangulador de Tacuba; en las fotos que Ramón publicaría en La Prensa aparecerían igual.

¿Cuál es tu relación con esta mujer?

Vivimos con ella, interrumpió Julián.

La señora no puede responder a ninguna de sus preguntas en este momento. ¿No se dan cuenta de la gravedad de su estado?

Eugenia Flores, patrona de Isabel, entró a la habitación con paso decidido, llegó hasta la cama abriéndose espacio entre los agentes, le tomó la mano y acomodó el cabello que le caía en la cara. La madre de Isabel se había comunicado con ella por la tarde y le había contado lo sucedido y que no tendría dinero para cubrir los gastos.

Eugenia Flores desentonaba con sus zapatos altos, su vestido color rosa pastel, su peinado impecable, las uñas pintadas resaltaban en sus brazos cruzados sobre el pecho. Les repitió a los agentes que Isabel trabajaba con ella.

Señora, con el debido respeto, debemos verificar lo dicho por Salvador Martínez Nieves.

Por ahora es una imprudencia y una falta de respeto para la paciente, les pido que salgan de aquí. Mi marido es el diputado Ramiro Flores, amigo del presidente Ávila Camacho, no quiero verme en la necesidad de notificarle el asunto.

Señora, podemos detenerla a usted también por muy esposa de quien sea, amenazó Gutiérrez.

En ese instante se presentó el médico que atendía a Isabel y ordenó despejar la habitación, solo podían permanecer los familiares. La madre de Isabel y Jesús se quedaron. Eugenia Flores, Julián y yo salimos al pasillo y permanecimos ahí hasta que los agentes se marcharon.

Eugenia Flores me tomó del brazo y me llevó a la salida, yo caminaba con la vista fija en su calzado, sin atreverme a mirarla a los ojos; con una mano en mi barbilla me obligó a levantar la cara:

No hables de mí, por favor, no digas nunca que tu madre me atendió.

Negué con la cabeza.

¡Júramelo!

Lo juro, susurré con una voz que no se parecía a la mía.

Voy a tener que confiar en ti. En cuanto den de alta a Isabel me la llevaré a mi casa, ahí nadie la molestará.

Eugenia Flores se marchó en su automóvil con chofer, la vi alejarse desde la banqueta cuando cayó la primera gota de una lluvia que no pararía en toda la noche. Recuerdo el sonido del agua sobre una lámina afuera de la ventana de la habitación de Isabel, tac, tac, tac, un ritmo que hoy aún puedo escuchar.

DIECISIETE

El asesinato

Jueves 29 de agosto, 1985

Hora incierta

Orinaban en la banqueta, pegadas a la pared que rodeaba el motel. Acuclilladas. Las faldas mínimas recogidas hasta la cintura. Las bragas de encaje, lo que quedaba de ellas, en los tobillos. El charco debajo crecía hasta mojarles los tacones con los que apenas podían caminar. Buscaron un lugar oscuro, el pudor le ganó a la borrachera y trataron de ocultarse en las sombras de una calle sin faroles. Claudia se quejaba del dolor entre las piernas, el ardor dentro de la vagina y en los labios vaginales. La oscuridad no le permitió distinguir su orina entintada de rojo. Un pequeño río que resbalaba por la banqueta a medio terminar o a medio construir se llevaba en su cauce su virginidad. Había crecido a la sombra de una madre católica recalcitrante y un padre violento y alcohólico al que no podía contradecir.

Ambas se sostuvieron del muro para mantener el equilibro y no caer en sus propios orines. Claudia Cosío con mayor esfuerzo por el dolor.

No sabían dónde estaban, el alcohol había disuelto su sentido de orientación desde que salieron del restaurante y se subieron al Grand Marquis de Humberto Franco, quien indicó al chofer que los llevara al motel Los Prados, en las afueras de la ciudad. O tal vez no fue solo el alcohol lo que les impidió reconocer la carretera a Hidalgo, fueron también los arrumacos y los besos ensalivados que les daban los hombres, sosteniéndoles la cabeza por el cabello para que se dejaran hacer.

 

 

Cuando llegaron al motel, el chofer bajó del vehículo, corrió la cortina negra del garage y ocultó el coche y a sus ocupantes. Trastabillaban al caminar; ellos iban armados con botellas de tequila en una mano y con la otra ayudaban a caminar a las dos muchachas que casi no podían mantenerse de pie.

Solo había una cama en la habitación de amor urgente que todavía emanaba los efluvios de la pareja anterior.

Miguel Pereda repartió tragos de tequila directamente en la boca de cada uno, contaba hasta cinco mientras dejaba caer el líquido transparente. Cuando fue su turno dijo que a la casa le tocaba doble y Leticia y Humberto Franco contaron del uno al diez.

—Sonrían —dijo Leticia con la cámara que acababa de sacar de su bolsa, y disparó sin poder mantenerse quieta a Humberto Franco, Miguel Pereda y Claudia Cosío con los ojos casi cerrados. El director del periódico se lanzó contra ella arrebatándosela:

—¿Qué te pasa? ¿Estás pendeja o qué?

—¡No! —gritó Leticia cuando Franco quiso estrellar la cámara contra el suelo—. ¡No la rompas!

Humberto Franco quitó la instantánea que expulsaba la Polaroid y la guardó en el bolsillo de su pantalón.

—Sin fotografías.

Leticia Almeida, aliviada, tomó la cámara y la metió en su bolsa:

—Sin fotografías —repitió arrastrando las palabras.

 

 

En cuanto la tensión se disipó, Pereda se lanzó sobre Claudia Cosío, quien se había resbalado en la colcha de flores pegajosa, colonizada de manchas indefinidas.

—Te voy a comer, putita —le dijo arrancándole los calzones, ella se dejaba hacer convertida en una muñeca de trapo. Él se desabrochó los pantalones, se bajó los calzones y dejó escapar su miembro enhiesto, al que en su juventud bautizó como Olegario y con quien mantenía conversaciones diarias en la regadera.

—Vamos cambiando de panochita, que yo a esta me la conozco rebién y se me antoja nueva —dijo Humberto Franco.

Leticia hizo un mohín de enojo; sin embargo, no pudo completar el gesto y mostrar su disgusto con Humberto Franco porque tenía anestesiados casi todos los músculos faciales, además Miguel Pereda ya se había abalanzado sobre ella lengüeteándole la cara, embadurnándola de una saliva espesa. Le quitó las bragas con la misma facilidad que a Claudia, la acomodó en la orilla de la cama, le levantó las piernas, apuntó a Olegario y la penetró.

Leticia gimió y Pereda la empujó con más fuerza. Olegario se vació dentro de ella a los pocos bombazos de haber socavado su húmeda intimidad; el hombre emitió un par de obscenidades y se tumbó en la cama boca abajo junto a Leticia.

Claudia Cosío abrió los ojos un par de ocasiones, pero no podía mantenerlos abiertos. Su cuerpo dormido, sedado, no reportaba a su cerebro el dolor que sentía en su vagina, en la cocinita, como llamaba su madre a ese lugar. Claudia nunca entendió por qué su madre, católica recalcitrante, le decía así, quizá porque ahí se cocinaban los niños. Claudia tampoco se animaba a llamarla vagina, le parecía un nombre muy fuerte, ofensivo; prefería utilizar eufemismos tales como mi cosita o allá abajo. Y allá abajo era donde Humberto Franco se afanaba por mantener su pene dentro.

—Esta no coopera nada. —Miguel Pereda apenas levantó unos centímetros la cabeza escondida entre los pliegues de la colcha.

El vaivén de la cama aumentó el mareo en Leticia, que quiso correr al baño, pero las piernas no le respondieron y vomitó junto al buró restos del filete ingerido horas antes, revuelto en un líquido de color indefinido, fermentado y con un fuerte olor a alcohol. Se limpió la boca con el envés de la mano y se sentó de nuevo sobre el colchón, Pereda se levantó de un salto, pisó el vómito y embarró los pantalones que bailaban en sus tobillos.

—Mierda, mierda.

Corrió al baño para tratar de limpiarse y Franco soltó una carcajada ante el espectáculo, acompañada de una especie de bufido que Leticia conocía bien, señal de la proximidad de la eyaculación.

Leticia Almeida, hecha un ovillo en la orilla del colchón, se había puesto los calzones y continuaba asqueada.

Pereda salió del baño con los pantalones puestos, empapados. Leticia trató de enderezarse.

—Eres una guarra —le dijo empujándola.

Ella se levantó deprisa, y esta vez sí llegó al baño y vació el estómago en el escusado. Las arcadas duraron algunos segundos más, hasta que terminó de vaciarse. Se sentó sobre las baldosas frías, que Pereda había empapado.

La verga del dueño del periódico inició su retirada, mientras él eructaba sobre el cuerpo de Claudia Cosío, luego se sentó y observó su miembro manchado de rojo.

—Me tocó estrenar.

Claudia Cosío quiso abrir los ojos, sentía los párpados como si estuviesen cosidos, afinó la vista, frente a ella Humberto Franco se acomodaba la ropa y ordenaba a Leticia Almeida salir del baño.

Leticia se levantó despacio y caminó en zigzag hasta la cama, deteniéndose de las paredes y los muebles. Se recostó junto a su amiga, quien con la lengua pastosa preguntaba:

—¿Dónde estamos?

Leticia no le respondió, prefería no abrir la boca para no vomitar. Cerró los ojos y se dejó llevar por la marejada donde flotaba el colchón y que las arrastró hasta el pozo donde los monstruos ya no las dejaron salir.

Después de terminarse la botella, los dos hombres llamaron al chofer para que les ayudara a cargarlas, pero el empleado alegó un dolor en la espalda.

—Las dejamos aquí.

Franco debía volver a su casa al lado de su mujer y sus hijos.

—Mañana mando a este inútil por ellas. —Apuntó un dedo al chofer, quien desvió la mirada al techo.

Estaban a punto de salir del motel, cuando una mujer entró a revisar el estado de la habitación y vio a las muchachas, salió a la carrera para detener el Grand Marquis.

—¡Alto, alto! —gritó y corrió a plantarse frente al vehículo.

El chofer bajó la ventanilla y por ahí metió la cabeza la mujer y alegó que no podían dejarles a sus putas que parecían muertas.

Humberto Franco se asomó por el asiento trasero, alargó la mano con un par de billetes y se los entregó. Ella tomó el dinero y dijo que no se podían largar hasta asegurarse de que estuvieran vivas. Ordenó a otro de los empleados no dejarlos salir hasta comprobarlo. Regresó a la habitación, se acercó a las muchachas y las escuchó respirar como si se tragaran la lengua. Vio el vómito, salió, se asomó de nuevo por la ventanilla y enseñó los dos billetes:

—Esto no es suficiente para cubrir el estado en que dejaron el cuarto.

Miguel Pereda metió la mano en un bolsillo y entregó otros dos billetes a la mujer, que hizo una seña al empleado para que los dejara pasar.

El Grand Marquis se perdió en la carretera.

En cuanto se fueron la mujer volvió a la habitación junto con el empleado, despertaron a Claudia y a Leticia ordenándoles salir de ahí. Claudia, con una neblina etílica asentada en sus neuronas, no alcanzaba a comprender el significado de las palabras, aun así, se levantó con mucha dificultad, ajena a ese cuerpo que apenas respondía a las órdenes del cerebro. Traía los calzones enredados en el tobillo derecho. Leticia, menos nublado el pensamiento, pero con una evidente desconexión entre las partes de su anatomía, también se levantó con lentitud, el cuarto giraba como un tiovivo descontrolado.

No se dieron cuenta de que un hombre las espiaba desde otra habitación. Había visto entrar el Grand Marquis, y luego lo vio salir con los dos hombres solos. Esperó hasta que salieron las jóvenes. Observó salir a las jóvenes, las vio tambalearse, tomarse una de la otra para sostenerse. Recogió las llaves del automóvil que había robado unas horas antes, abrió la puerta y salió a buscarlas.

Fue entonces cuando ellas, desorientadas, se acuclillaron a orinar, a pocos metros de la entrada del motel.

Se detuvieron a la orilla de la carretera sin saber si debían ir a la derecha o a la izquierda, avanzaron unos pasos hacia la izquierda.

—Pediremos a alguien que nos lleve —dijo una de ellas mientras avanzaban, la otra asintió.

La muerte se detuvo en un Tsuru modelo 1984, con placas del Estado de México.

Él abrió la puerta desde su lugar y sin bajarse del vehículo les indicó con un gesto que subieran. En un instante se dispersó por el automóvil el olor a alcohol fermentado, vómito y orines. No pudo evitar llevarse una mano a la nariz. Leticia se dio cuenta.

—Perdón. Vamos a San Miguel, ¿nos puede llevar?

Él afirmó en silencio con la cabeza.

—¿Es…estamos muy lejos?

Él miró a Claudia Cosío por el espejo retrovisor y negó en silencio, ella volvió a cerrar los ojos, no podía liberarse de ese sueño que la arrastraba. Pasados unos minutos gritó:

—Quiero vomit…

No alcanzó a terminar la frase, un líquido pestilente, amargo, la obligó a arquearse y devolver en su ropa, sobre el asiento, la puerta. El hombre detuvo el coche. Leticia Almeida salió de un salto. Claudia intentaba salir entre arcadas y toses, hasta que empujó el asiento y salió por la parte posterior.

—Lo siento. Perdón —escupía disculpas y saliva. Al salir perdió uno de sus zapatos, el hombre lo recogió de la tierra sin pronunciar sílaba. Leticia se acercó hasta su amiga para tomarla por la cintura con una mano y con la otra el cabello.

—¿Ya pasó? —Claudia, con las manos apoyadas en las rodillas, el cuerpo encorvado, dijo:

—Eres una pendeja. Todo es tu culpa. ¡Suéltame!

Estaban en un claro en la carretera, más allá del acotamiento, entre el campo. La madrugada en su punto más oscuro. No transitaban más vehículos. Las luces del Tsuru cortaban la oscuridad.

Leticia se alejó unos pasos de su amiga:

—No te obligué a venir.

Claudia Cosío se enderezó, tomó todo el aire que cupo en sus pulmones y lo expulsó por la boca con los ojos cerrados; repitió la operación y, cuando levantó los párpados, el hombre estaba frente a ella y la miraba fijamente.

Ella abrió la boca para decir algo, o tal vez para tomar aire de nuevo, y él le asestó un golpe en el estómago. Claudia alcanzó a hacer un gesto de sorpresa antes de caer al suelo.

Leticia quiso correr, pero él la alcanzó de dos zancadas. La tiró al piso de un empujón, ella pateaba y manoteaba con movimientos caóticos.

Se montó sobre de ella, la agarró por el cabello y le estrelló la cabeza contra el piso.

Colocó sus manos en el cuello y lo apretó; el cuerpo de Leticia se sacudía; él presionó más y más, hasta que ella dejó de patalear y manotear.

La dejó sobre la tierra y escuchó el quejido de Claudia Cosío.

Se limpió el sudor de la frente con la manga de su chamarra, miró al cielo, aspiró profundo el aire frío de la noche, la cabeza echada hacia atrás, la adrenalina como un reguero de hormigas en las venas.

Se acercó a Claudia, la muchacha se estremecía. La observó por un momento.

El viento sopló y levantó hojas y tierra.

Apoyó una rodilla en el pecho de la muchacha, le arrancó una cadena con un crucifijo y lo arrojó lejos y luego rodeó el cuello con sus manos.

Claudia se defendió con menos ímpetu que Leticia, manoteó y se revolvió con la convicción de la muerte próxima.

No tardó en extinguirse la vida de ese cuerpo.

El hombre permaneció sobre de ella en pleno frenesí químico, borracho de euforia.

Después de unos minutos se levantó, caminó hacia su vehículo, abrió la guantera y extrajo un zapato de tacón, un stiletto negro con el tacón de metal, tan delgado que parecería un clavo, y le asestó a Claudia Cosío un golpe con el tacón justo en medio de la frente.

DIECIOCHO

Sábado 7 de septiembre, 1985

18:20 h

El interrogatorio la dejó molida. Cuando volvió al hotel, trabajó unas horas, pero después de repasar las mesas puestas en el comedor y hacer un inventario en la despensa, Elena se recostó. Justo ahora despierta y se frota los párpados terregosos por la arena del sueño. Desde la muerte de Ignacio no le gusta despertar, ni por las mañanas ni cuando duerme una siesta; durante los primeros minutos le cuesta volver de la amnesia del sueño y recordar que Ignacio murió. Una araña en el techo distrae su pensamiento, la observa caminar y luego descolgarse en un finísimo cordel que no alcanza a ver. No se da cuenta de dónde aterriza el arácnido porque, sin percatarse, su memoria proyecta en el techo el rostro de Ignacio que se empeña en no olvidar.

Ignacio Suárez había vuelto a la Posada Alberto tres años atrás, el 21 de marzo de 1982. La ciudad ya se había vestido de lila, las jacarandas reventaban en flores días antes de la primavera. Las calles y banquetas se cubrían con la alfombra de campanillas moradas que trocaban el estado de ánimo de los transeúntes por uno más festivo.

La costumbre de Ignacio era llegar con el equinoccio de primavera y partir comenzando el otoño.

—Regresaste —le dijo Elena, en cuanto lo vio bajar de su Fairmont gris.

—Te dije que volvería.

Él le entregó una caja, una de las muchas que traía; ella se acercó a besarlo en la mejilla:

—Me quedo seis meses, hablaré con tu madre para llegar a un acuerdo y rentarle de fijo el cuarto número 8; tiene estilo y a mí me gustan las cosas con estilo.

—¿De fijo?

—Sí, quiero volver cada primavera y partir en el otoño, será mi periodo de escritura.

Ella no pudo reprimir la sonrisa y le arrebató otra caja de las manos y se encaminó exultante hacia la habitación 8. «Cuarenta años y me siento como una adolescente», pensó. Llevaba mucho tiempo con los sentimientos anestesiados.

 

 

Después del divorcio dejó de sentir, se sumió en una depresión donde todo perdió color y el negro ocupó su espacio mental. La profundidad del abismo de su depresión la dejaba paralizada en la cama. Ni su madre, ni su tía, nadie, podía ahuyentar la desesperanza, ese cuervo negro que aleteaba sobre su cabeza y graznaba: «Nunca más, nunca más».

Durante ese tiempo fue una niña protegida por su madre, quien le daba de comer en la boca, la abrazaba y permanecía con ella en la cama sin decir nada, con el cuerpo pegado al de su hija, sosteniéndola para evitar el naufragio.

Poco a poco la levantó a caminar, como si le enseñara de nuevo, hasta que Elena se sintió segura sobre sus piernas. Soledad recuperaba la maternidad perdida con la muerte de Alberto. Se descubrían madre e hija.

Se olvidó del amor hasta el día en que llegó Ignacio con la primavera y las flores moradas de las jacarandas.

 

 

—No, no abras esa caja —la detuvo cuando desempacaban—. Déjalo, yo me encargaré de sacar las cosas y acomodarlas.

Ella asintió, alejó las manos del cartón, extrañada como una niña atrapada en una travesura. Ignacio se sentó en la cama y palmeó sobre la colcha invitándola a sentarse junto a él. Le acarició una mejilla con el envés de la mano izquierda, ella cerró los ojos perdiéndose en las sensaciones que recorrieron su cuerpo.

El año anterior habían comenzado los coqueteos. Durante los casi tres meses que él permaneció en la posada, ella se convirtió en su concierge personal, sugiriéndole eventos a los que asistir, exposiciones, paseos, caminatas, ofreciéndose como guía de turista y acompañante.

«Debes aburrirte con un viejo», le había dicho él en una ocasión mientras paseaban por el jardín de la plaza principal, consciente de los casi veinte años que los separaban. «No», le respondió ella arrancando un pedazo del algodón de azúcar que traía en la mano. «Yo tampoco soy una niña, tengo cuarenta». Era un día soleado en el que Ignacio se había dedicado a inventariarle su vida, sin hablar de sus dos hijos y de la verdadera razón por la que estaba en San Miguel. Ella había visto en el cine una de las películas que él escribió: Juego de sangre. Hasta entonces nunca había sentido inclinación por el género negro, policiaco; a ella le gustaba la ficción, las novelas históricas, los ensayos de arqueología, los libros de pintura y restauración.

Una de esas tardes entre marzo y septiembre Elena trabajaba en una de las mesas de la terraza, afanada en un reloj de cuerda con el cucú roto y la madera apolillada. Le gustaba restaurar objetos, afición que cultivó desde niña en esa casa que hoy es hotel. Vivían con sus abuelos y su abuela tenía el hábito de acumular. No tiraba nada, aunque estuviese descompuesto; habilitó dos cuartos al fondo del jardín, junto a las caballerizas, para guardar lo que no podía tirar, lo que compraba por ahí sin ninguna utilidad. Basura, la llamaba el abuelo. Para Elena resultaron tesoros que rescataba y restauraba. De su abuela heredó la necesidad de acumular, y los cuartos de atrás continuaron como bodegas de tesoros o de basura, dependiendo de quién hablara de ellos.

Ignacio se acercó con su andar silencioso.

—Ese cucú ya no va a cantar —le dijo sobresaltándola.

—Los cucús no cantan —contestó turbada.

Se quitó los lentes y el tapabocas que usaba para evitar el polvo y el moho.

—Cuéntame la historia de este reloj.

Ella sintió su aliento cerca del cuello, y no pudo evitar que cada uno de los vellos de su cuerpo respondiera al llamado de su química.

—La historia la tendrás que inventar tú, yo no soy buena para la ficción. Puedo decirte que se trata de un cucú de la Selva Negra, estilo Bahnhäusle, de 1900 aproximadamente; la talla está incompleta, tiene restos de pegamento en el tejado de la caja, el cucú tiene un ala rota pero sus alas y su pico conservan el movimiento y le faltan algunos números.

—¿Será por tu afición a los objetos del pasado que te gusta estar conmigo?

Elena soltó una carcajada nerviosa y dejó caer las pinzas que traía en la mano, se agachó por ellas levantándose despacio para poder recomponerse.

—Insistes en hacerme sentir una niña, no lo soy.

—¿Podrías restaurar a un viejo escritor?

—Quizá, debo echar un ojo a la maquinaria para ver qué tan dañada está.

Ignacio sonreía ante el nerviosismo de Elena y tuvo que reconocer que le gustaba, o tal vez era la luminosidad de la tarde, esa luz que no existía en la Ciudad de México, o el jazmín que perfumaba la escena o la enredadera sobre sus cabezas que cubría las vigas de la terraza, una filigrana por la que atravesaban los rayos del sol que estaba por ponerse.

Ignacio le confesaría con el tiempo a Elena del sentimiento de paz que experimentaba a su lado, le hablaría de su sorpresa al encontrarse enfrascado en una conversación de sobremesa, cuando él estaba acostumbrado a huir de las largas charlas que le causaban una punzada en la boca del estómago. Tú no imaginas la oscuridad que habita en mí, le diría una noche sin atreverse a mirarla a los ojos. En esa tarde dorada, con el cucú como testigo del comienzo, o de la confirmación de un sentimiento, Elena alcanzó a ver a su madre asomada en la ventana de su recámara y reconoció esa forma de mirarla cuando algo o alguien no le gustaba, pero jamás se lo preguntaría.

 

 

 

—Soy una pareja terrible, Elena, soy adicto a enamorarme. Me aburro y debo buscar a alguien más, me gusta mi libertad. No te convengo; sigue tu vida y no la ligues a la mía —le dijo Ignacio la primera mañana que durmieron juntos, a las pocas semanas de su llegada al hotel.

—Todos somos adictos a algo —respondió ella, que pensaba en su adicción a desear un hijo.

Ignacio intentó retomar la línea, el argumento del monólogo que repetía cada vez que terminaba una relación o que comenzaba otra. Se plagiaba cada vez.

—Los psicólogos deberían hablar de adicciones, no de patologías —dijo Elena, desnuda, recargada en la cabecera con el cabello revuelto—. Quizá eres adicto a sentir que puedes enamorar a alguien, seducirlo; al final eso hacen los escritores: seducir lectores.

Ignacio lo pensó un poco.

—Sí, quizá también soy adicto a seducir. Confieso que tengo adicciones más oscuras, de las que quizá no te hablaré jamás.

Elena acomodó su cuerpo sobre el de él:

—Tal vez este mundo es un gran centro de rehabilitación. Quizá la vida se trata de curar adicciones o de aprender a vivir con ellas.

Décimo fragmento

Dicen que gritaba y llamaba a una niña. Insistía en que debía recogerla de la escuela. Ninguna de las demás reclusas quería estar cerca de ella, hablarle, mezclarse con Felícitas Sánchez, que deliraba tirada en el suelo y pedía a gritos que la dejaran salir.

¿Mataste a todos esos niños?, le preguntó una mujer acusada de robo, una indigente a quien la urgencia por fumar, y la curiosidad, la obligaron a acercarse a ella. Apestaba. Su boca era una oquedad sin dientes. ¿Tienes un cigarro?

La sacó de su delirio. Felícitas la miró, revisó su ropa andrajosa, sucia; las uñas de los pies le hicieron pensar en un animal, las capas de harapos la hacían parecer voluminosa, pero su rostro afilado y sus dedos como varas secas delataban su esquelética figura. Se dio cuenta del modo en que le miraba los pies.

¿Mataniños, no te gustan mis pies?

Felícitas mudó la mirada perdida y la escrutó con fiereza.

No.

Dicen que te gusta comer carne de niño.

La partera volvió a gritar.

Un policía golpeó los barrotes con la macana.

Te voy a callar a golpes.

Felícitas se sentó en un rincón, recargada contra la pared; las piernas estiradas, abiertas; las manos sobre su obeso vientre. La pordiosera se alejó de ella y fue a pedir un cigarro a otra mujer.

Ramón presenció toda la escena y tomó una fotografía a mi madre en esa postura. Anotaba en su libreta en silencio, desde el otro lado de la habitación. Lo había introducido el policía a quien pagaba una mensualidad por mantenerlo al tanto de los sucesos importantes.

No quiere comer, asegura que quieren envenenarla, se convulsiona y no saben si es fingido o no; tuvieron que llevarla a la enfermería, me contó.

Fingí que no me importaba.

Ojalá se muera, escupí.

Conforme avanzaban los días aumentaba el temor de que nos declararan cómplices y nos encerraran también a Julián y a mí.

Julián se había retirado de nuevo al mutismo, un caparazón que me impedía acercarme. Después de haberme dicho que avisó a nuestros padres no volvió a hablar. Su silencio era furioso, agresivo, un muro contra el que me estrellaba y me estrellaba como insecto contra un foco. Me quemaba, me hacía daño, me castigaba con su silencio. Háblame.

Ramón continuaba con la historia de mi madre sin consultarme, yo ya no le servía, la historia de Felícitas se contaba desde la cárcel, y él se dio vuelo en la escritura para cautivar a sus lectores. Exageraba, subía el tono en las declaraciones y en las descripciones de mi madre.

No miento, afirmaba, le doy a la gente lo que le gusta leer.

Mi amigo se presentaba en los separos y hasta le permitieron ingresar en la enfermería de la Ampliación para Mujeres, a escuchar las declaraciones de mi madre:

Efectivamente, atendí muchas veces a mujeres que llegaban a mi casa. Las atendí de las fuertes hemorragias que tenían, algunas provocadas por golpes y la mayoría de ellas por serios trastornos ocasionados por haber ingerido sustancias para lograr el aborto. Me encargaba de las personas que requerían mis servicios y, una vez que cumplía con mi trabajo de obstetricia, arrojaba los fetos por el caño del W.C. Los cientos de infanticidios que se me achacan son puras fantasías.

La Prensa. México, D. F., jueves 17 de abril, 1941

 

 

Los muertos no se van, los muertos se quedan; la gente habla de sus muertos como si fuesen de su propiedad. ¿Qué muertos nos pertenecen?, ¿los que se mueren solos o los que matamos? Yo hice mis muertos; mi madre, los suyos: fetos y bebecitos, decía al declarar como si le hubiesen importado, cuando en realidad se refería a ellos como eso: Tira eso, deshazte de eso, entierra eso, quema eso

Eran un negocio. Moneda de cambio.

Solo ayudé a esas mujeres, les salvé la vida, repitió mi madre muchas veces al juez, quien le exigía los nombres de sus clientas. Son tan culpables como la partera, asesinas de sus propios hijos, insistía el juez.

Estábamos frente a frente de la Mujer Hiena, cuyos actos criminales han sacudido los nervios de todos aquellos que hayan leído las abracadabrantes informaciones relacionadas con Felícitas Sánchez Aguillón, llamada la Descuartizadora, porque partía en cuartos a los niños recién nacidos y los arrojaba después por las coladeras de su casa.

A juzgar por lo que de «dientes pa’fuera», como se dice vulgarmente, declara Felícitas, esta hacía aparecer como señoritas en su rudimentario consultorio a muchachas de todas las clases sociales, y principalmente burócratas.

El escándalo social se avecina en consecuencia, con un vigor formidable, cuando sean aprehendidas algunas de las desnaturalizadas madres a quienes no importaba arriesgar su misma vida con tal de destruir la del fruto de su caída.

La policía conoce ya los nombres de muchas de estas chicas casquivanas…

La Prensa. México, D. F., jueves 17 de abril, 1941

Mi madre, en todo momento, fue consciente del valor de su silencio. Y las mujeres a las que atendió también lo sabían.

Las únicas fotografías que conservo de mis padres son las imágenes que aparecieron en el periódico durante aquellos días. Una vez nos tomamos una fotografía familiar en un estudio. Era domingo y nos vistieron con el uniforme del colegio, quizá porque eran las mejores prendas que teníamos. Ella traía un vestido, zapatos altos y un tocado. Él, un traje café, sombrero de fieltro y hasta un pañuelo. Recuerdo el color del traje porque antes de ponérselo lo dejó sobre su cama y sentí curiosidad por tocar la tela. Puse un dedo sobre el pantalón y él me dio un manotazo.

¡Quítese, escuincle, me lo va a ensuciar! Imaginé que de la yema de mi dedo índice caía una partícula de mugre sobre la tela.

¿Vamos a la escuela?, preguntó Julián.

No, vamos a tomarnos una foto, respondió mi madre en la calle y luego alargó la mano para tomar la de mi hermano y caminar así con él, como si fuésemos una familia común.

Yo iba detrás, junto a mi padre, él con un cigarro en la mano y yo sin saber qué hacer.

Un sentimiento se propagó por mi cuerpo, una especie de exhalación repentina que tardó en desaparecer lo mismo que el vaho soplado en el cristal, me sentí feliz y esperanzado. Esperanza indefinida. ¿Esperanza de que seríamos una familia? ¿Esperanza de que ella nos querría? En aquel momento todavía no vaciábamos cubetas ni enterrábamos restos; de haberlo sabido, no habría sonreído al fotógrafo, ni me habría sentido casi abrazado cuando nos ordenó juntarnos un poco más y mi cuerpo quedó pegado al de mi madre. Sentí su temperatura cálida.

Se ve que el chamaco está contento, me señaló el fotógrafo antes de disparar.

Desconozco el paradero de la foto, jamás la colocaron en un portarretratos y con el tiempo la olvidé, hasta hoy.

Ahora mismo observo la imagen de mi madre sentada en el piso de los separos, la foto que tomó Ramón, con las piernas abiertas, una mano sobre su vientre gordo y la otra sosteniendo la cabeza.

En otra fotografía aparece con la mano derecha en la frente, como si negara lo que se decía de ella, con la izquierda sostenía su bolsa.

A Felícitas le gustaban los zapatos y las bolsas, decía que para ser una mujer con clase se debían tener unos buenos zapatos y una bolsa a juego.

Una imagen más la muestra al momento de leer su declaración.

Hay dos fotografías que me causan una fascinación enferma, aunque no estoy seguro de que fascinación sea la palabra indicada. Tal vez sea desconcierto. En la primera imagen ella está en el suelo, como si estuviese haciendo una rabieta infantil. La veo en medio de la suciedad, dos policías junto a ella, pero solo aparecen los zapatos de los hombres. Parece indefensa, inofensiva.

La segunda imagen se la tomó Ramón cuando dormía en uno de los catres de la cárcel, pero fue publicada como la foto de su cadáver, se le ve tranquila, el gesto relajado, pacífico; lo más inquietante de esa fotografía es que, pese a todo, la Ogresa dormía en paz.

Las fotografías son un anacronismo donde detenemos el tiempo, mientras exista la imagen la acción capturada se repetirá y se repetirá, y ad infinitum mi madre leerá su declaración o estará en el piso convulsa o dormida, y yo sonreiré a la cámara con la esperanza de una vida mejor.

Ignoro dónde está enterrada.

Ignoro si fue enterrada o cremada.

¿Se la comerían gustosos los gusanos? ¿Tendría el mismo sabor de los bebés que enterramos?

Tal vez nuestra individualidad está en el modo de morir y no en las huellas dactilares, ni en la fisonomía, ni en el ADN. Tal vez estamos aquí para encontrar nuestro particular modo de escapar de este mundo.

DIECINUEVE

Domingo 8 de septiembre, 1985

10:00 h

Lucina Ramírez Campos escucha el corazón de la criatura dentro del vientre de la mujer recostada sobre la camilla. Comenzó con contracciones la noche anterior y rompió aguas temprano por la mañana.

A Lucina nunca le han gustado los partos en domingo, ella procura no desvelarse. Sin embargo, la mayoría del personal del hospital llega a trabajar desvelado y con la resaca encima o de plano aún tomado.

Ha sido una mujer prudente, estable, excepto por esos años cuando ella, su madre y su hermano vivían como nómadas escondiéndose del padre de Lucina. A los diecinueve años había vivido en dieciocho ciudades distintas. No conservaba ninguna amistad. Decenas de rostros se superponían uno sobre otro, sin que pudiera ubicarlos en el lugar exacto donde los había conocido.

 

 

—El corazón de tu hijo se escucha fuerte, sin signos de sufrimiento fetal —le dice a la mujer, que no ha dejado de llorar desde que llegó al hospital.

—¿Vivirá?

Lucina acaricia la cabeza sudorosa de la mujer.

—Haremos todo lo que esté de nuestra parte, pero no puedo prometerte nada. Vamos a operar —ordena a una enfermera—. Preparen el quirófano.

El esposo de la parturienta entra al cubículo, abraza a su mujer, la acaricia; ella suelta el llanto y él la consuela, repite muchas veces que todo saldrá bien.

—¿Verdad, doctora? —interpela a Lucina, que se ha quedado un poco fuera de cuadro eclipsada por el marido.

Lucina ha traído a muchos de los bebés de esa ciudad con sabor a pueblo. Además de ella, hay otro médico ginecólogo, a quien visitan extranjeras en su mayoría, mujeres en plena menopausia, distintas a las originarias de un sitio donde el pudor es un modo de vida, y son pocas, poquísimas, las mujeres sin empacho para desvestirse frente a otro hombre, por muy ginecólogo que sea.

 

 

Ninguna de sus pacientes, al verla tan segura, tan profesional, tan capaz, imaginaría que Lucina pasó la mayor parte de su infancia de pueblo en pueblo, «de pisa y corre» como en el beisbol, explica cuando se refiere a aquel periodo de su vida. Cuando tenía doce años y habitaban en la frontera —en un pueblo perdido de apenas doscientos habitantes, seco, caluroso, polvoriento, donde vivían casi en la miseria—, enfrentó como rabiosa a su madre y la obligó a confesarle de quién huían. Su madre, cansada de inventar pretextos, la tomó del antebrazo y la zarandeó:

—¿Quieres saber de quién? De tu padre y su hermano.

La respuesta la tomó por sorpresa ya que para ella su padre estaba muerto, esa era la información que le había dado su madre y le repetía cada vez que preguntaba por él; sin embargo, de pronto lo había resucitado.

—¿Mi papá está vivo? ¿Y por qué nos escondemos de él?

—Porque sí.

Preguntó hasta que un bofetón le tiró un premolar que tenía flojo, y aunque después la abrazó su madre y le pidió perdón muchas veces, algo más que un diente se fracturó entre ellas y dejó de insistir. Estuvo tranquila por algún tiempo, por lo menos en apariencia. Sin embargo, se contagió del miedo de su madre a ese padre que no tenía ni rostro y que al mismo tiempo le producía una enorme curiosidad.

 

 

Lucina corta entre las capas de piel, grasa, separa los músculos abdominales y desgarra con suavidad el peritoneo para acceder al útero. Con cuidado infinito extrae del vientre de la madre un bulto casi indefinido.

—Es un niño.

—¿Puedo verlo? —pregunta la madre con la voz afectada por el sentimiento y la anestesia.

—En un momento.

La doctora Ramírez corta el cordón umbilical y entrega el bebé a las enfermeras, mientras extrae la placenta, para luego disponerse a suturar el útero.

—Doctora —la llama una enfermera.

Lucina deja las puntadas para acercarse a la criatura que parece querer irse de este mundo antes de conocerlo. Toma al recién nacido entre sus manos y lo acomoda para tratar de reanimarlo. Masajea su pecho al tiempo que le susurra:

—Ni se te ocurra.

—¿Qué pasa? —pregunta la madre, con la voz pastosa.

Lucina no responde, se afana en presionar el pequeñísimo pecho, aún manchado de sangre y grasa, desparramado sobre una sábana manchada de rojo. Coloca el estetoscopio, gigante sobre el diminuto cuerpo. Ordena silencio.

—Tenemos pulso —dice, con su propio pulso acelerado. Cada vez que salva la vida de un niño o de una madre su corazón se detiene y pierde unos pocos segundos de soplo vital.

Las enfermeras cubren al recién nacido y resucitado y lo llevan lejos de la vista de la madre. Lucina regresa a suturarla:

—El pediatra lo revisará —le dice y ordena sedarla un poco para terminar.

Cuando termina sale a buscar al esposo y le explica la situación, sin poder asegurarle que el niño sobreviva.

—Son cruciales las primeras horas, el pediatra les explicará todo, él se hará cargo —afirma.

La doctora Lucina Ramírez se despide del hombre que se dirige al cunero para preguntar por su hijo. Se encamina al baño; no puede sostener más las lágrimas que la sobrepasan cada vez que salva la vida de alguien, el único momento en el que se permite llorar.

Sale del baño y se encamina al estacionamiento, sube a su vehículo todavía con los ojos vidriosos y el llanto a punto de escapar a la mínima provocación. Se acomoda en el asiento de su Datsun blanco, luego se asoma al espejo retrovisor para revisar su estado, se limpia los ojos con las manos, se acomoda las cejas.

—Carajo —dice al frotarse las mejillas y luego gira la vista al asiento del copiloto y observa la carpeta de pastas blancas que descansa ahí. La ha leído muchas veces durante los últimos tres días, desde la muerte de su padre. «Ignacio Suárez Cervantes» está escrito con plumón negro en una de las pastas. Pasa una mano por encima del nombre y repite—: carajo.

Su padre la había buscado en su casa para entregarle la carpeta el mismo día que murió. Tres días atrás le abrió la puerta su nieto, a quien Ignacio vio en escasas diez ocasiones en tres años. Lucina era muy cuidadosa en ello, una cosa era darle una oportunidad de conocerla al hombre que aseguraba ser su padre, y otra muy distinta permitirle relacionarse con su hijo. «Es el llamado de la sangre», trató de convencerse cuando aceptó verlo la primera vez llena de miedo, terror, afirma cuando lo piensa, tenía terror de verlo. Se había pasado media vida escapando de él. Sin embargo, no quiso poner en riesgo a su hijo y no le permitió a Ignacio convivir con el pequeño.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó, después de que su hijo le gritara que el señor Ignacio estaba en la puerta. Jamás le confesó que era su abuelo y le ordenó llamarlo señor—. Vengo a entregarte estos papeles—. Te pedí que nunca vinieras a mi casa —lo interrumpió Lucina.

—Lo sé, lo sé, perdón. Debes tener esta carpeta, si algo me sucede quiero que la leas —le dijo apurado, nervioso—. Prométeme que si algo me sucede leerás este documento —reiteró Ignacio, imperante. Ella afirmó con la cabeza, asustada. Su padre le apretaba los brazos con demasiada fuerza.

—Sí, sí, lo prometo. —La besó en la frente, corrió a su automóvil y se perdió de vista antes de que ella saliera de su asombro y cerrara la puerta.

Después de tres años no lograba tenerle confianza, no lo quería cerca de su hijo ni en su casa. No le dijo a nadie que había aparecido un hombre que decía ser su padre. No dijo la verdad cuando le contaron a su exesposo que ella se veía con alguien, un hombre mayor, un escritor.

—Te ves con un viejo —la encaró.

Lucina no se dio cuenta de que ese era el principio del fin de su matrimonio, que terminó sin poder explicarle quién era Ignacio.

 

 

Lucina levanta la carpeta, pasa las hojas y lee una palabra al azar: Partera, dice en voz alta. Un vocablo que la define y la convirtió en ginecóloga. La memoria le escupe una escena, ella con catorce años, en un pueblo llamado Corea donde vivió con su madre por un tiempo, un lugar perdido en el centro de la República con el nombre de un país a miles de kilómetros. Ahí, en esa Corea desprovista de ciudadanos de ojos rasgados, su madre ayudó a una mujer a dar a luz entre las dos filas de asientos de un camión urbano; quince pasajeros y una gallina dentro de una jaula atestiguaron el nacimiento. Lucina observó a su madre acercarse a la mujer que gritaba y sostenía su abdomen como si así pudiera detener el parto. La recostó sobre su rebozo y la ayudó a traer al mundo a una niña. Trabajé muchos años con una partera, fue la explicación que le dio a la mujer al entregarle a su hija. No se dio cuenta de la expresión de asombro y orgullo de Lucina, quien, en ese instante, decidió que se dedicaría a traer niños.

 

 

Arranca la vista de la hoja de la carpeta y la cierra con fuerza. Baja de su automóvil y regresa a la clínica con pasos decididos.

—Doctora, pensé que se había retirado. ¿Se siente bien?, se le ve descompuesta —pregunta una enfermera en la recepción.

—Todo bien, es solo que no me gustan los partos en domingo. Necesito hacer una llamada.

—Aquí tiene el teléfono —dice la enfermera acercándole el aparato.

Lucina extrae de su bolsa una agenda y busca el número telefónico de Esteban del Valle, el único amigo que le conoció a su padre. Se lo presentó un día como su gran amigo, ella y Esteban ya se conocían, en un pueblo pequeño no es raro, menos entre el gremio de doctores. Le extrañó la amistad del forense con su padre, muchos años más joven que Ignacio, pero Esteban le caía bien, pese a las habladurías que corrían entre los médicos de su afición a relacionarse más con los muertos que con los vivos.

Ahora necesita hablar con él, compartirle la carpeta que le dejó su padre; tiene urgencia por que alguien más lea lo que ella acaba de descubrir. Leyó la carpeta de un tirón, y cuando dio vuelta a la última página se sorprendió temblando, tanto que debió tomarse un tranquilizante para poder atender a su paciente. No pudo sacarse de la cabeza todas las palabras que había leído y que amenazaban con distraerla en la cesárea. «Quizá por eso casi se muere el bebé», piensa, «por culpa de la energía maldita de mi familia».

—¿Esteban? Soy Lucina Ramírez.

Lucina alcanza a escuchar el silencio dudoso de Esteban.

—Lo siento mucho —dice él, tras unos segundos—. Quise buscarte, pero han sucedido tantas cosas. Siento mucho la muerte de tu padre.

—Debo verte. Necesito verlos a ti y a Elena, ¿podrías arreglar un encuentro entre los tres?

VEINTE

Lunes 9 de septiembre, 1985

13:30 h

Patricia se levanta de la banca frente a la iglesia. Desde la muerte de sus amigas, Leticia y Claudia, acude a misa todos los días. No ha regresado a la escuela, no soporta la idea de estar en el salón de clases sin ellas. Eran un trío. Claudia y ella compartían el hecho de tener unos padres en exceso religiosos y a ambas les atraía la personalidad arriesgada de Leticia. Otras compañeras tampoco han regresado al colegio ni han salido de sus casas, por temor a otro asesinato.

—Paty —la saluda el padre de Leticia Almeida en cuanto se acerca a ella. Alta, rubia, hija de padres estadounidenses, ella nació en San Miguel. Ahora se plantean regresar a Colorado; los asesinatos han turbado la paz que sentían en la ciudad.

—Señor Almeida.

Ambos se saludan con un beso rápido al aire al juntar sus mejillas. Él la retiene por los hombros, la mira unos segundos y luego la abraza, un abrazo apretado, como si en ese acto pudiera tocar lo que hay de su hija en ella. El sol del semidesierto los acompaña como una mano caliente sobre la espalda de cada uno.

—Lo siento. Lo siento —dice ella con las palabras húmedas por las lágrimas.

—Está bien, tranquila, tranquila.

Esteban del Valle, debajo de uno de los laureles de la India, recortados en forma de cubo, del atrio de la iglesia, observa la escena unos pasos más allá. Es casi mediodía y el lugar está lleno de niños que corren y juegan, antes de entrar a misa. Algunas mujeres cargan bolsas llenas de fruta, verdura, hablan entre ellas; un hombre vende globos, y otro, tamales y atole; una mujer ofrece sus artesanías; es el murmullo de la vida ajena a la tristeza del señor Almeida y una de las amigas cercanas de su hija Leticia.

Esteban se acerca y Almeida los presenta.

—Paty, te busqué porque necesitamos saber qué les sucedió a Leticia y a Claudia. La policía no hace nada y yo necesito saber quién las mató. No solo por ellas, hay un asesino por ahí.

Un latigazo helado recorre la columna de Patricia: miedo. Se deja caer en la banca y antes de responder se pasa una mano por la cara.

—¿Qué quieren saber? No sé qué decirles.

—¿Sabes con quién salía? ¿Con quién pudo haber estado ese día?

Con una mano se acomoda el cabello lacio, dorado:

—Le contaba sus cosas a Claudia. Conmigo tenía secretos.

—Algo debiste haber escuchado, estaban juntas siempre.

—Había terminado con su novio.

—Sí, eso lo sé, y le he dado vueltas y vueltas en la cabeza; pienso que si no hubieran terminado ella seguiría viva.

—Se veía con un señor casado, muy rico. Es todo lo que sé, las escuché hablar un día y, cuando les pregunté, no quisieron decirme de quién hablaban.

—¿Un señor casado? ¿Quién?

—No lo sé, de verdad, no lo sé.

—Sí lo sabes.

El señor Almeida, de pie junto a ell; no se dio cuenta cuando la tomó del antebrazo, la jalonaba y repetía:

—¿Quién es? ¿Quién? Contéstame. ¡Te lo ordeno! ¡Dímelo!

—Calma. Cálmese —interviene Esteban.

Almeida suelta a la muchacha y se lleva las manos a la cara.

—Perdón, perdón. ¿Te hice daño?

Patricia niega con la cabeza.

—Me tengo que ir, preguntaré a las demás por si alguien sabe algo. Lo siento, señor Almeida. Hasta luego.

Patricia se despide levantando la mano sin acercarse a ellos. A la carrera atraviesa la calle perdiéndose en la esquina.

Ricardo Almeida se lleva la mano izquierda al rostro:

—No sé nada de mi hija. No sé quiénes eran sus amistades… Con quién salía… ¿Cómo espero que los demás sepan algo si su propio padre no la conocía?

Décimo primer fragmento

Julián y yo regresamos solos a la vecindad, mientras a Isabel la retenían otra noche en el hospital. Los vecinos se apresuraban a preguntarnos por su estado. Mi hermano no respondió y se fue directo al cuarto, yo procuré dar un informe austero. Aseguré que desconocía la razón por la que la había golpeado Salvador Martínez. Alguna vecina se ofreció a llevarnos comida caliente.

Antes de entrar me senté a fumar un cigarro en la escalera, esperaba a Ramón para interrogarlo sobre mis padres. Antes de verla escuché el taconeo de Lupita, la prostituta. Caminaba con pasos cortos por la falda demasiado ceñida al cuerpo. Lupita enmascaraba los años con maquillaje y peinados elaborados, me recordaba a Carmen Miranda. En su juventud debió haber tenido un cuerpo voluptuoso, que de tanto venderlo perdió sus formas y adquirió las de todas las manos que lo sobaron y lo moldearon.

Niño, ¿tienes un cigarro? Recargó la cadera en la pared, ladeó la cabeza un poco; el cabello, con diferentes tonalidades de un tinte deslavado, se escapaba de los pasadores que no lograban dominarlo, hebras que se alzaban en franca rebeldía a ser subyugadas como el resto del cuerpo.

Le acerqué la cajetilla, encendí un cerillo; ella aproximó su cara y la luz del fuego iluminó su rostro.

¿Puedo sentarme? ¿Cómo está Isabel?

Levanté los hombros. La última vez que la vi estaba dormida.

Es una buena mujer, la única que me habla sin revisarme de arriba abajo.

Asentí en silencio y di una larga calada.

La golpeó su cuñado por lo que dijiste, lo escuché gritar cuando vino a buscar a Isabel.

Solté el humo despacio.

Pobre chamaco, te ha tocado duro.

Colocó una mano sobre mi rodilla y me dio un par de palmaditas, ahí la dejó. Terminamos el cigarro en silencio.

No quería que la golpearan.

Las cosas casi nunca son como uno quiere. Yo conozco a la partera. Me atendió…

¡Tú eres de esas mujeres!, exclamé y sacudí la pierna donde reposaba su mano. Ella la retiró.

Y tú eres su hijo, Julián y tú son hijos de Felícitas. Me abriste la puerta cuando llegué a tu casa, no podía caminar, me había hecho… Había tratado de terminar con el embarazo. Casi no podía sostenerme y tú me ayudaste a llegar hasta el cuarto donde estaba tu madre. Ella atendía a otra mujer. La llamaste bajito y luego más alto. La busca esta señora, le dijiste, ella se dio la vuelta y te gritó que no debías interrumpirla. Sentí miedo. Me asustó el cuarto sucio, tu madre, su grito. Me desmayé. Cuando desperté ya había pasado todo.

Yo había olvidado su rostro, me había obligado a olvidar el rostro de las mujeres que vi cuando acudieron con mi madre.

Te reconocí cuando leí la noticia de Felícitas y encontré entre tus facciones de adolescente el rostro del niño que me ayudó a caminar.

Acarició mi cara, me tomó entre sus manos, me miró con sus ojos cansados y encontré en ellos el reflejo de los míos, con muchos años menos que los de ella, pero con el mismo cansancio. Acercó su rostro y juntó sus labios con los míos sin abrirlos. Cerré los párpados, aspiré su aliento rancio y pensé que el mío debía apestar a lo mismo: hartazgo. Un cansancio infinito se apoderó de mi cuerpo. Me abrazó y lloramos juntos. Nos levantamos de la escalera abrazados, me llevó a su cuarto y sin mediar palabra me quitó los zapatos y me acostó como si fuese un niño pequeño. Luego se deshizo de sus tacones, se quitó su falda que crujía con cada movimiento, se quedó con las bragas, me acomodó de lado y pegó su cuerpo al mío.

Sin darme cuenta me quedé dormido.

VEINTIUNO

Martes 10 de septiembre, 1985

9:15 h

Esteban del Valle la citó en una cafetería frente al Jardín Principal. ¿Cuánto tiempo tenía sin tomar un café? No pudo responderse. Con la taza cerca de los labios el vapor se abre paso entre los vellos de la nariz de Elena Galván y despierta el recuerdo del espectro de otra vida, antes de la muerte de Ignacio o antes de conocerlo.

Una pelota azul rebota cerca de ella. Con la cara roja y sudorosa, un niño corre a recobrarla. Elena la atrapa y la lanza al chiquillo, quien se aleja gritando que es su turno de ser portero. Sorbe su bebida y observa a los niños patear la pelota y correr tras de ella.

No puedo tener hijos, le había dicho un día a Ignacio, casi un año después de que comenzaron su relación; ella tenía cuatro años de divorciada de su exmarido. Durante su matrimonio trataron por todos los medios de embarazarse. Hacer el amor se limitó a los días fértiles, o cuando la temperatura de su cuerpo era la perfecta o era luna llena o nueva o después de tomar brebajes y tés que le recomendaban.

Jamás imaginó que un hijo se le convertiría en una obsesión que la haría sentir incompleta.

Una psicóloga le había explicado que no buscaba ser madre, sino restaurarle a su propia madre el hijo perdido, el hermano muerto. Porque Soledad no dejó de colocar en la mesa el lugar del niño. Además, escuchó a su madre hablar muchas veces con el espíritu de su hermano Alberto dentro de su habitación, la cual conservó intacta, como si su hijo fuera a volver en cualquier instante. Salió del consultorio de la psicóloga con el rostro anegado, dio un portazo tan fuerte que tiró el título de la UNAM que colgaba en el muro con la fotografía de la «pendeja de la doctora», como la llamó al explicarle a su entonces marido que ya no regresaría a consulta:

—Todos los psicólogos estudian esa carrera para resolver sus propios problemas. Yo no necesito restaurarle nada a nadie —terminó.

 

 

La pelota vuelve a caer cerca de ella, arrancándola de sus cavilaciones sobre la panorámica de su vida antes de conocer a Ignacio.

—Elena. —Escucha su nombre como debajo del agua. Siente un toque en el hombro que la sobresalta y derrama su taza de café.

Esteban se apresura a ayudarla a secar la mesa y su ropa, un mesero se acerca también. Elena se disculpa y corre al baño para tratar de limpiar su pantalón blanco. Se prometió que por ningún motivo se vestiría de luto por Ignacio, pese a su costumbre de vestirse de colores oscuros: negro, gris, azul marino. No quería parecer la viuda de nadie, en realidad no sabía qué título adjudicarse. En su afán por evitar los tonos oscuros, que pueblan su armario, se ha visto obligada a usar el mismo pantalón blanco por varios días.

Moja una toalla de papel para tratar de borrar la mancha sepia, parecida al mapa de Australia, que se extiende por su muslo derecho.

—Idiota —dice al restregar la tela, un trabajo infructuoso—. Estúpida. Estúpida—. El agua corre y salpica fuera. Toma otra toalla de papel y al hacerlo se encuentra con su imagen en el espejo donde espesas lágrimas negras surcan sus mejillas, en algún punto comenzó a llorar de nuevo. Se acerca al chorro de agua y se lava la cara, el frescor la calma un poco. Se talla el rostro hasta desaparecer el negro.

Resignada, con los pantalones manchados y mojados, con ganas de largarse a su casa y no tener que hablar con Esteban, decidida a disculparse y pedirle que se vean otro día, sale del baño. En la mesa, junto a Esteban está una mujer que le resulta familiar, pero que de lejos no reconoce.

—Elena… —dice Esteban poniéndose de pie—. ¿Estás bien? ¿Te quemaste?

—Será mejor que nos veamos otro día.

—Ella es Lucina, hija de Ignacio.

—¿Doctora? —pregunta Elena sorprendida.

—Hola, Elena.

—¿Hija de…? ¿Cómo? —Trata de formular una pregunta, pero no puede.

Lucina afirma con la cabeza, en silencio. Elena recuerda la última vez que la vio al cerrar la puerta de su consultorio. «¡Eres una incompetente y una pésima doctora!», le gritaba ante la mirada atónita de las pacientes que esperaban su turno. «Elena, hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos, a veces la naturaleza se niega, no puedes tener hijos», le explicaba Lucina en esa última consulta, al tiempo que Elena se levantaba y salía con pasos largos.

Esteban nota los cambios en Elena; acostumbrado a trabajar con el cuerpo humano, dedicado a buscar variaciones y medir transformaciones, se da cuenta de que ha palidecido, sus manos tiemblan un poco y la respiración se le acelera, lo que no alcanza a escuchar son las palabras de Ignacio rebotar en la memoria de Elena: «Yo tampoco puedo tener hijos». Ella sabía que sus dos hijos eran adoptados, pero nunca le habló de una hija. Esa hija sobre la que leyó en la libreta, no eran apuntes para una novela, era real y era su ginecóloga.

 

 

Elena se sienta despacio:

—Ignacio nunca… Ignacio no podía tener hijos —dice llevándose la mano a la boca, siente que le falta el aire.

—Sé que él no te habló de mí, yo se lo pedí. Carajo. No quería que lo supieras ni tú, ni nadie. Esteban es el único que estaba enterado. Hay mucha historia de mi padre que no conoces.

—¿Cómo? ¿Esteban? ¿Tú lo sabías y no me dijiste nada?

Elena se lleva detrás de la oreja un mechón de cabello que ha escapado de la liga.

—El día del entierro de Ignacio estuve cerca de ti. ¿No me viste?

Elena niega con la cabeza, entrecierra los ojos e intenta traer a la memoria la escena en el panteón, pero lo único que puede rescatar, y casi escuchar, es el sonido de la tierra al caer sobre la caja.

—Quería pasar desapercibida entre la familia de mi padre. Desconozco si saben algo de mí.

—¿Por qué le prohibiste hablarme de ti?

—Porque mi madre y yo nos escondimos de él durante años; le tenía miedo, para mí era un monstruo del que nos escapábamos continuamente.

—¿Por qué?

—Mi madre tenía miedo de que me llevara con él, o que hiciera algo peor… Me parecía irracional su temor, pero no pude evitar el contagio. Jamás me dio una explicación coherente de por qué debíamos huir de mi padre. Cuando lo conocí traté de exigirle que me contara qué había sucedido entre ellos, pero me mintió, me dijo que todo había sido invento de mi madre, que él se había pasado la vida buscándome, como si mi madre me hubiera secuestrado. Hasta ahora me he enterado de todo, incluso de que mi madre no es mi madre…

Elena trata de adivinar la edad de Lucina, de estatura pequeña, el cabello corto, oscuro.

—Esteban, tantas veces que nos hemos visto y no dijiste nada, ¿por qué? —Elena no ha logrado poner nombre a lo que siente.

—No podía decirlo, se los prometí a Lucina y a Ignacio.

Elena se levanta, toma su bolsa.

—Creo que mejor me voy, esto es lo último que necesito escuchar hoy. No necesito saber que Ignacio tenía una hija. No lo necesito, de verdad, tengo muchas otras cosas en qué pensar.

—No, no, espera, por favor. Carajo, espera un momento, tengo algo importante que mostrarles.

—Lo siento, pero ya no quiero escuchar más.

—Quería verlos porque… —Lucina extrae la carpeta de su portafolios y la coloca sobre la mesa. Esteban y Elena se miran uno al otro, la misma confusión dibujada en sus ojos—. El día en que mi padre murió me entregó esta carpeta.

—¿Un manuscrito de una novela? —pregunta Esteban.

—No. Es su vida contada por él mismo.

Elena toma la carpeta y la sopesa un momento sin atreverse a abrirla:

—Son pocas hojas para una autobiografía, casi no pesa —juzga, como si la vida se midiera por la cantidad de hojas escritas.

—Cuenta la historia de mi familia, y lo peor de todo es que quizá no existe alguien que pueda decirme si es verdad o no.

—¿Cómo? —Esteban toma el manuscrito de las manos de Elena, hace correr las hojas y se detiene en una cualquiera.

—Les he traído una copia a cada uno. —Lucina extrae dos engargolados idénticos de su portafolios—. Quiero que lo lean, podemos hacerlo juntos, debemos discutirlo…

Lucina hace una pausa, vacila entre continuar o no, pero sabe que son las únicas dos personas con las que puede compartir los nubarrones que se formaron en su mente y en su alma después de leer esas páginas. Un sistema nuboso que encapotó su vida sin pronóstico de cambio en el clima.

—Creí que sabía quién era yo, de dónde vengo… Ignacio destruyó todo; si lo que dice aquí es verdad, debo saberlo.

—No comprendo.

—Ya lo entenderás, Esteban, después de leer.

El localizador de Lucina la interrumpe, ella mira el aparato y dice:

—Me tengo que ir. Los partos no esperan. —Lucina, intempestiva, toma su bolsa y su portafolio—. Deben leer la carpeta, pronto, nos veremos en cuanto terminen. Está incompleta. —Lucina toma la carpeta que acaba de entregarle a Esteban y señala la última página—. ¿Ven? Aquí se quedó como a media frase o tal vez había otras páginas que no me entregó, tampoco lo sabremos nunca… En fin, me voy, lo único cierto en mi vida es mi profesión.

—Lucina, espera —dice Esteban y despidiéndose de Elena sale detrás de la hija de Ignacio Suárez.

Elena permanece de pie junto a la mesa, desconcertada. Un mesero se acerca a preguntar si le hace falta algo y ella pide la cuenta.

La pelota azul vuelve a caer cerca de ella, la patea y observa a los niños con envidia. Desea que la vida vuelva a reducirse al hecho de meter un balón entre dos piedras.

VEINTIDÓS

Martes 10 de septiembre, 1985

15:20 h

Las calles de San Miguel son estrechas como en todas las ciudades erigidas por los españoles en México. La ciudad se fundó por los viajes que se hacían entre los estados mineros y la capital, principalmente la ruta que venía de Zacatecas, donde los viajeros eran atacados por los indígenas chichimecas.

En 1542 el fraile Juan de San Miguel estableció la villa de Itzcuinapan dedicada a su santo patrono, el arcángel san Miguel. Los pobladores tuvieron enfrentamientos constantes con los violentos chichimecas, ataques que dejaban saldos a favor de los indígenas y bajas entre los españoles, sobre todo entre los frailes nada diestros en el arte de la matanza.

Aquellos primeros pobladores se vieron en la necesidad de mudarse unos kilómetros al noroeste y fundar en 1555 la villa de San Miguel el Grande. Ahí el virrey don Luis Velasco ordenó que se asentaran vecinos españoles, otorgándoles ganado y tierras, y a los indígenas les perdonó el tributo y les dio la libertad de ser gobernados por sus propios jefes con el fin de evitar rebeliones.

Al paso de los siglos, las piedras de sus angostas calles dejaron de sentir el peso de carretas y caballos y se llenaron de automóviles.

El hogar de los abuelos de Elena, convertido en la Posada Alberto, fue en tiempos de la Colonia una casa donde los frailes recibían a sacerdotes y viajeros. Ahí mismo se impartía catequesis a los indígenas, quienes abandonaron poco a poco a sus dioses y adoptaron las creencias y costumbres de unos hombres que no tenían su mismo tono de piel y no hablaban su idioma. Mediante las pinturas que decoran las paredes del patio central de la Posada Alberto evangelizaron al pueblo guerrero.

Elena ha tratado de conservarlas y por ello contrató a un par de restauradores. Las pinturas cuentan la historia de la Biblia, desde el Antiguo al Nuevo Testamento.

De niña le gustaba ese muro que su madre intentó pintar de blanco muchas veces, pero ni los abuelos de Elena, ni Consuelo, ni su entonces marido, lo permitieron. En cuanto Elena tuvo el control de la posada comenzaron las restauraciones y el fresco ha adquirido los colores y el esplendor de antaño.

Debajo de la imagen de la crucifixión de Cristo se encuentra la habitación número 8, ahí dos judiciales revuelven las pertenencias de Ignacio Suárez Cervantes, lo poco que quedó después de que Elena y los hijos del escritor casi la vaciaran.

—¿Qué es eso? —pregunta uno de los hombres, sin saber cómo definir la estatua de Moloch que los observa desde una repisa. Una figura con cabeza de toro y cuerpo de hombre, con los brazos extendidos a la espera de una ofrenda.

Elena levanta los hombros sin responder. Casi puede escuchar las palabras y la voz de Ignacio, cuando con una pasión incomprensible para ella le había explicado quién era ese dios toro adorado por fenicios, cananeos y cartagineses: «En los templos los sacerdotes tocaban trompetas, tambores, címbalos, al comenzar la ceremonia. Las estatuas eran huecas por dentro para encender un fuego que se alimentaba constantemente. El sumo sacerdote subía al altar con un recién nacido en brazos, luego lo depositaba en los brazos de la estatua».

Elena recuerda el modo en que se llevó las manos a la boca. «No quiero saber más», le ordenó a Ignacio. Él la tomó del antebrazo y la acercó a la estatua. «El sacerdote», continuó con su exposición sin importarle el forcejeo de Elena, «accionaba unas cadenas que levantaban los brazos articulados y arrojaba a la criatura por la boca hacia las llamas de su interior». Elena se soltó de la garra de Ignacio y salió de la habitación con un portazo.

—¿Señorita? —la interpela uno de los hombres.

—¿Sí?

—Necesitamos que nos explique por qué Ignacio Suárez poseía estas figuras.

—No lo sé.

Leonardo Álvarez, reportero del Diario de Allende, con una cámara colgada al cuello atraviesa la puerta:

—Disculpen la tardanza —comienza, adentrándose en la habitación.

—¿Tú eres…? —intenta preguntar Elena sin terminar la oración.

—Leonardo Álvarez —responde el muchacho. Levanta su cámara Nikon y observa por la mirilla antes de hacer el primer disparo—. Soy reportero del Diario de Allende —agrega y extiende una mano que ella rechaza.

—No se pueden tomar fotografías del hotel. Haz el favor de salir.

El reportero la ignora y vuelve a lo suyo, se acerca a los hombres y les pregunta:

—¿Qué han encontrado?

—¿No me escuchaste? Voy a llamar al guardia para que te saque de aquí.

—Negativo, señorita, el joven tiene la libertad de hacer su trabajo —interviene uno de los uniformados.

—No, no tiene ninguna libertad. Ni tampoco ustedes. Es un atropello, una injusticia… Un… un delito entrar a mi propiedad de este modo.

—Negativo, señorita. Cumplimos una orden judicial, investigamos la comisión de un posible delito.

—Buenas tardes —interrumpe un hombre en la puerta, su voz es tan alta que todos los presentes callan y lo miran.

—Licenciado Pereda —dice uno de los agentes.

—Señores —responde el hombre y levanta la mano derecha, tocándose la frente con los dedos índice y medio, a modo de saludo.

—Licenciado —retoma el agente—, aquí la señorita nos quiere impedir el cumplimiento de sus órdenes.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunta Elena. Siente un escalofrío recorrer su cuerpo, es la segunda vez que ve a ese hombre, y desde la primera le tuvo miedo, un miedo irracional, quizá producto de la vulnerabilidad que siente desde la muerte de Ignacio.

—Buenas tardes, señorita Galván. —Extiende una mano morena, sudorosa, Elena rechaza también ese saludo—. Tenemos una orden para catear este lugar. Por el momento solo la habitación del difunto Suárez. No puedo darle más explicaciones, pero en caso de no permitirnos realizar nuestro trabajo nos veremos obligados a acusarla de obstrucción.

Un hombre y una mujer, huéspedes de la posada, se detienen a observar la escena desde el patio central, luego apuran el paso, cuchichean entre ellos y salen a la carrera.

Elena pasea la vista por las paredes y los muebles, trata de recordar si hay algo más que las figuras de los demonios, algo para inculpar al escritor. Se debate entre salir de ahí o quedarse. Imagina que los policías pueden sembrar una prueba falsa. «Ya tengo mentalidad de escritor de novela negra», piensa al tiempo que cierra la puerta de la habitación para que los huéspedes no se enteren de lo que sucede ahí.

—Me quedaré aquí mientras hacen su trabajo. ¿Y él? —Señala al reportero.

—Él también hace su trabajo —afirma Miguel Pereda.

—¿Tienen más sospechosos o solo un muerto que no puede defenderse?

—Su padrastro, ya se lo había dicho.

—¿Un muerto y un comatoso son sus sospechosos? Qué fácil culpar a quien no puede defenderse.

—Señorita Galván, no tiene por qué cuestionarnos.

Elena, molesta, se sienta en una silla que acomoda junto a la puerta. Cruza las piernas y recuerda la carpeta que le entregó Lucina. No ha comenzado a leerla por enojo, rabia, estaba furiosa porque Ignacio no le dijo que tenía una hija, que además es su ginecóloga. Un detalle que olvidó contarle. Imperdonable. ¿Por qué lo protege? Debería decirle al licenciado Pereda que ella sabe que Ignacio mató a las muchachas, echar a perder su reputación para siempre y la de su hija… y de paso la de ella, que fue su pareja durante tres años… Por eso no va a decir nada, piensa. «Por ella. No por ti, Ignacio mentiroso, por mí», se dice casi en voz alta, «por mí voy a evitar que te inculpen, yo no voy a acabar como la novia de un asesino».

El reportero se termina el rollo, lo extrae y al volver a cargar la cámara distrae a Elena de sus pensamientos. El agente ministerial levanta la figura de Moloch, la revisa y lee en voz alta la inscripción que tiene en la base:

—«Y no entregarás a nadie de tu descendencia a Molech, ni profanarás el nombre de tu Dios: Yo soy Yahvé». ¿Sabe usted qué significa esto? —pregunta a Elena.

—No —responde casi en un susurro con las cejas enmarcadas—. Nunca lo había visto.

Décimo segundo fragmento

Van a soltar a la partera, me avisó Ramón; estaba descompuesto, frustrado, alejado del optimismo patológico que lo caracterizaba.

La noticia se publicó el 27 de abril de 1941, mi madre llevaba menos de un mes encerrada.

Me dijiste que nunca quedaría libre.

Así es la justicia en este país.

Levanté los hombros, fingí que no me importaba, me alejé de él a recoger la basura de los botes que me faltaban. Estábamos en la redacción, él con su recién ganada popularidad por las notas sobre mi madre, yo intentando conservar un bajo perfil, ser casi invisible.

A Felícitas la soltaban por intervención de dos de las mujeres que había atendido. Había lanzado una amenaza: decir los nombres de sus pacientes, sobre todo de aquellas cuya reputación era importante, mujeres casadas con hombres ricos, políticos, influyentes.

El primer nombre que extrajo de su lista negra, como si fuese una bolita de bingo, fue el de Eugenia Flores. No necesitó buscarla en su libreta, sabía que Isabel trabajaba en su casa, y que además nos había ayudado. Le mandó un recado con la dependienta de La Quebrada.

La muchacha buscó a Eugenia Flores y a la esposa de un alto funcionario de Pemex. El contraataque de mi madre fue tan preciso, tan eficaz, que apareció en primera plana del periódico y opacó las noticias de la guerra, que se desarrollaba lejos.

Al siguiente día que apareció la nota sobre la liberación de mi madre, Grecia perdía la batalla contra Alemania.

La estrategia de mi madre invadió la corte y el juez tercero de la Primera Corte Penal decretó formal prisión a mis padres únicamente por el delito de violación a la Ley de Inhumación:

Se encontró inexplicable la determinación del licenciado Clemente Castellanos, Juez 3º. de la Primera Corte Penal, que decretó formal prisión únicamente por el delito de violación a la Ley de Inhumación, pasando por alto los otros punibles actos que consisten en los delitos de aborto, asociación delictuosa y responsabilidad médica y técnica. Por lo tanto, tal vez queden en el misterio las actividades a que se dedicaban, como también quedará oculto para siempre si entre el juez y los defensores de los acusados hubo componendas que determinaron tan inexplicable dictamen. Ojalá se lograra descorrer el velo que entraña todo este misterio, en beneficio de la sociedad que pugna por que sean castigados los delitos de tal magnitud.

La Prensa. México, D. F., domingo 27 de abril de 1941

 

 

Saldrán en libertad después de pagar una fianza. Lo siento.

Ramón me lo dijo como si él fuese el culpable del modo en que se habían desarrollado los hechos. Sus palabras cayeron sobre mí como una sentencia de muerte, mi cabeza rodaría.

Mi amigo escribió un nuevo artículo para evitar que los soltaran, las palabras eran su única arma. Ramón dejó caer la duda sobre la honestidad del juez, pero solo consiguió que este enviara una carta al periódico en la que rechazaba la insinuación de probables componendas entre él y los defensores, por lo que se dirigiría con el procurador de justicia para abrir la averiguación correspondiente en contra de La Prensa.

Las notas de Ramón retrasaron la salida de mi madre y el juez se vio obligado a cambiar el monto de la fianza de mil a cinco mil pesos, fue todo lo que logró. Ramón volvió a presentarse en la cárcel para hablar con Felícitas. Ella le aseguró ser incapaz de destazar a una gallina, pero que me destazaría por ser el autor de todas sus desgracias, y entonces tendrían razón en llamarla descuartizadora.

Ramón no escribió que mi madre amenazó con matarme por traidor. «Voy a comerme vivo a ese escuincle en cuanto salga de aquí», le dijo.

Es tu madre, yo lo sabía, lo intuía desde un principio, pero no estaba seguro, no podía preguntártelo. Confieso que me quedé callado por la historia, porque si te obligaba a decir la verdad dejarías de hablarme de ella y perdería la nota, me dijo con una mano apoyada en mi hombro derecho. Lo siento, hermano, lo siento de verdad.

Al final quizá la amistad es solo un espejismo, un acto de conveniencia, una de las tantas invenciones del ser humano para hacernos menos insoportable la vida.

EL ESCRITOR REALIZABA MISAS NEGRAS

Leonardo Álvarez

Diario de Allende

11/09/1985

En un operativo liderado por el Ministerio Público se incautaron diversos objetos destinados al culto satánico.

El día de ayer, tras una de las líneas de investigación para la resolución del asesinato de Leticia Almeida y Claudia Cosío, se realizó un cateo constitucional en la Posada Alberto, de esta ciudad.

Dentro de la habitación número 8 de dicho establecimiento, se alojaba durante periodos largos el escritor Ignacio Suárez Cervantes, ahí se recabaron varios indicios, entre ellos estatuillas que, se especula, se utilizaban en misas negras.

Regadas por la habitación, algunas en el escritorio, otras sobre una cómoda o en una repisa, se encontraron imágenes y representaciones de Lucifer, Satanás, Leviatán, Amón, u otro habitante del infierno de los que no nos fue posible aclarar su identidad. Excepto por uno: Moloch, la estatua de mayor tamaño. Tenía su nombre escrito en la base, junto con una inscripción que no dejaba lugar a dudas sobre su adoración.

En los rituales a Moloch se sacrificaban recién nacidos dentro de la estructura de la estatua.

Los agentes que realizaron el operativo aseguraron que el cateo sirvió para esclarecer algunos puntos de la investigación y llevarla adelante.

VEINTITRÉS

Miércoles 11 de septiembre, 1985

11:11 h

A Evangelina de Franco le gusta llevar la ropa de su marido a la tintorería. Mentira, no le gusta, debe hacerlo. Podría mandar al chofer con alguna de las muchachas de servicio, pero Humberto Franco, su marido y dueño del Diario de Allende, no permite que nadie más se encargue de su ropa, tiene esa manía de encontrar arrugas y defectos donde nadie más los ve. La ropa colgada en su armario debe estar ordenada por colores, y con un dedo de separación entre gancho y gancho. Los trajes dentro de fundas, debidamente marcadas. Las corbatas, las camisas, los calcetines, por tono, del más oscuro al más claro, lo mismo que sus zapatos. Cuando construyeron esa casa el arquitecto tuvo que hacer planos especiales para el vestidor del matrimonio y el carpintero repitió su trabajo hasta que Franco lo aprobó.

Evangelina ha exhibido en algunas ocasiones un cardenal, como llama su madre a los moretones, por no ordenar las cosas como le gustan a su marido. Le exige llevar las uñas perfectas, sin despostillar, además del peinado y el maquillaje impecables. Viajan una o dos veces al año a Europa o Estados Unidos de compras, de shopping, para hacerse de los modelos que marcarán la tendencia y que en un lugar como San Miguel son motivo de chismorreo entre la sociedad con la que a Franco le gusta codearse.

Más de una vez le ha dicho a su hermana, su confidente, que quiere divorciarse. Él le ha sido infiel decenas de ocasiones, otra razón para el chismorreo entre la gente del lugar.

Hubo un tiempo en que esos comentarios la llenaban de cólera, furia que la hacía levantarse por la mañana y la presionaba para lucir perfecta, que los años no se le notaran, aunque no pudiera competir con las jovencitas a las que prefería su esposo.

Luego el enojo dio paso a la vergüenza oscura, impenetrable, ofuscación por permitir que las cosas llegaran a un punto inaguantable y que ella sostiene con la determinación de un Atlas.

La peor vergüenza es la que siente consigo y ante los ojos de su única hija, Beatriz; le cuesta mirarla y explicarle la clase de mujer en la que debe convertirse, una muy distinta a ella: mejor, llena de amor propio, que no sea sumisa, temerosa, mansa, estúpida; le cuesta reprenderla. «¿Con qué cara?», se dice. «¿Con qué cara te atreves a regañarla?».

El divorcio no es opción, lo sabe, pertenece a esa generación donde las mujeres separadas no tienen cabida en la sociedad, son mal vistas y poco aceptadas. Ella misma las ha segregado. Su marido se lo prohíbe: «No puedes salir con Fulanita o Menganita porque es divorciada, ni puedes invitarla a la casa». Su única hija no puede tener amigos de padres divorciados porque tienen otros valores, le dice.

«Mejor cornuda que divorciada, a las pendejas nos aceptan en la sociedad mejor que a las valientes», le dijo hace unos días a su hermana.

Humberto Franco tiene días con el peor humor que jamás le ha conocido. Ella, imprudente, en vez de mimetizarse con el ambiente y caminar como si flotara se ha empeñado en preguntarle: «¿Qué pasa?». «¿Qué sucede?». «¿Qué ha pasado?». «¿Qué sucedió?». La misma pregunta en todas las formas verbales que conoce. Él no responde, ignora la pregunta o emite algún sonido gutural como única respuesta.

Franco ha pasado más tiempo de lo usual en casa, refundido en su despacho, rodeado de los compendios del periódico de todos los años desde su fundación; los guarda porque su padre lo hizo, son parte de la herencia que recibió, además de las utilidades de las gaseras que le depositan sus hermanos cada mes.

El despacho es una habitación con olor al tabaco de su puro, lugar prohibido para los demás; su mujer debe supervisar la limpieza, acompañar a la empleada doméstica el tiempo que le tome limpiarlo.

Ayer se distrajo porque fue por su hija al colegio; desde el asesinato de sus compañeras, la niña no ha dejado de sentirse enferma, mareada, ansiosa.

—Voy por la niña, terminas con mucho cuidado, no muevas nada, aspiras y te sales, instruyó a la sirvienta en un tono parecido a una amenaza.

La empleada, torpe y nerviosa por estar sola en ese lugar sagrado, estiró el cable de la aspiradora y tiró la licorera de cristal cortado que reposaba en una mesa junto al sillón donde su patrón acostumbra sentarse.

Franco sorprendió a la muchacha afanada en limpiar la alfombra.

—¿Qué hiciste? ¿Dónde está la señora?

La sirvienta no pudo articular palabra, perdió el color, tiró los vidrios que había juntado y rompió en llanto.

En ese instante llegó Evangelina de Franco con su hija detrás de ella.

—¿Qué te dije? —la recibió él con un grito.

La sirvienta aprovechó para escapar a la cocina.

—¿Qué pasó? —preguntó mientras colgaba su bolsa en el perchero junto a la puerta.

—¿Cómo que qué pasó? ¿Cómo debe hacerse la limpieza en mi despacho? —preguntó halándola del brazo.

—Tuve que… la niña…

Trató de explicarle, pero él la aventó sobre los vidrios que acababa de dejar caer la empleada, quien al día siguiente se iría de la casa llevándose todas sus cosas y todos los billetes que traía su patrona en la bolsa que dejó en el perchero.

Evangelina de Franco no sintió cuando se cortó las manos y manchó de sangre el tapete que apestaba a coñac caro.

—Limpia el tiradero que dejó la puta de tu sirvienta.

—Humberto, no te pongas así. Tuve que ir por la niña —trató de explicar la mujer desde el suelo, sin emitir queja alguna por el dolor en las manos.

No pudo agregar más porque Franco la empujó, ella cayó hecha un ovillo y luego su esposo la pateó en el estómago; Evangelina se llevó las manos al vientre y terminó en postura fetal a los pies de su marido.

—¡Papá! —le gritó su hija desde la puerta—. ¡Déjala!

Humberto Franco se detuvo y se dio cuenta de que la quería matar. Arremeter contra esa mujer que se quejaba con la blusa manchada de rojo. Él jamás podría haber matado a Leticia Almeida, amiga de su hija, quien ya se había arrodillado junto a su madre para ayudarla a levantarse. Pero sí podría matar a su mujer, de ese tamaño era su odio. Regurgitó desde su estómago un líquido ácido y amargo.

—Puta estúpida —escupió antes de salir y dar un portazo.

 

 

Ahora Evangelina Franco se observa las manos, el barniz perfecto, rojo, las vendas blancas con las que cubrió sus heridas. Su hija la acompañó al hospital. No fue necesario suturarla, tela adhesiva y gasas cubrieron las cortadas. Tenía una costilla lastimada, pero sin sangrado interno. El médico que la atendió sugirió que debía pasar la noche internada para monitorearla; ella no quiso, debía volver a casa. Pidió que le vendaran las manos, le pareció que gasas y tela adhesiva no serían suficientes para provocar algún tipo de remordimiento en Humberto. Le vendaron el abdomen y le ordenaron guardar reposo absoluto, por lo menos un par de días.

 

 

Dopada con analgésicos, además del Prozac, casi no siente el dolor de la costilla, solo una molestia que la obliga a mantenerse más erguida. Entrega la ropa a la dependienta, esta la revisa y le devuelve a Evangelina el contenido de los bolsillos del pantalón de su marido; ella no pudo revisarlos a causa del vendaje: Unas monedas y una fotografía. Extrae la cartera de su bolsa y se da cuenta de que está vacía.

—Estoy segura de que traía dinero —dice sorprendida.

—No se preocupe, me paga cuando recoja la ropa.

Evangelina regresa a su automóvil, un Le Baron blanco, demasiado grande y estorboso para las calles de San Miguel; ahí la espera Juventino, el chofer, quien ha recibido algunas mentadas de madre por estacionarse frente a la tintorería invadiendo un carril de la angosta calle empedrada.

—Tenía dinero, ¿qué habré hecho? —se pregunta en voz alta.

—Dígame, señora, no alcancé a escucharla.

—Nada, Juve, nada, hablo sola.

Distraída da la vuelta a la fotografía instantánea que le entregó la dependienta.

Su mente detiene la búsqueda del recuerdo inexistente del gasto del dinero.

Acerca la foto a sus ojos. Entrecierra los párpados para enfocar la vista, no ha comprado los lentes de vista cansada que le recetó el oculista, pero alcanza a ver a Humberto con el pantalón desbrochado (el mismo que acaba de entregar en la tintorería), la camisa abierta, el rostro con esa expresión boba que ya le conoce cuando está borracho. Junto a él está Miguel Pereda, el nuevo amigo de su marido, con los pantalones abajo, el pecho asoma por la apertura de la camisa azul claro y una sonrisa estúpida. En medio de los dos, con los ojos casi cerrados, Claudia Cosío. Es ella. No reconoce el lugar. Acerca y aleja de su cara la imagen para captar todos los detalles.

—Es Claudia, estoy segura —exclama en voz alta.

—Perdón, señora, no la escuché.

—Fueron ellos —afirma más alto.

—¿Quiénes?

—Mi marido y su amigo, estuvieron con ellas.

Evangelina Franco se lleva una mano vendada a los labios, los ojos muy abiertos. Siente una punzada donde la pateó su marido el día anterior. Mueve un poco el cuerpo para aliviar la molestia. No siente dolor al ver la fotografía, tampoco miedo. No se siente la víctima como en cada ocasión cuando lo descubría en alguna infidelidad.

Cierra los ojos para examinar con más atención en su interior y lo que encuentra es una sensación parecida al día en que parió a su hija, o cuando ganó el concurso de declamación en primaria, como cuando les gana la partida de canasta a sus amigas y procura no demostrar su emoción, no falta quien salga con «afortunada en el juego, desafortunada en el amor», y ella finge un ataque de risa, porque todas saben que es desafortunada en el amor.

Durante años ha comprado un billete de lotería cada mes, con la esperanza de ganarla para irse con su hija, abandonar a su marido y a las amigas que se burlan de ella.

Mira de nuevo la fotografía, observa la odiosa y absurda expresión de su marido.

Tiene el boleto ganador en la mano.

Acaba de ganar la lotería.

El premio mayor.

—Juve, llévame a casa de mi hermana.

Décimo tercer fragmento

Si pudiera centrifugar algunos recuerdos los exprimiría hasta dejar la memoria seca. Otros los conservaría en naftalina y les quitaría el polvo de vez en cuando. Conservaría el recuerdo de mi madre muerta, de su cuerpo en el piso. Sus ojos saltones, desorbitados. El rostro congestionado y con ligero color violáceo, que casi no se notaba en su piel morena.

Julián estaba de pie junto a ella, junto a su cuerpo. La mirada de mi madre se había quedado prendada en el rostro de su hijo. Si existiese un modo de examinar los ojos de los muertos y descubrir la última imagen que vieron, en la oscuridad de sus pupilas estaría mi hermano.

Lo hizo de noche, teníamos una semana de haber vuelto a la casa número 9 de la Cerrada de Salamanca.

 

 

Habíamos salido de la vecindad de un modo tan dócil que me sorprendo al recordarlo, quizá porque sabíamos que nuestro lugar no era en el cuarto de Isabel, que habíamos comenzado a perderlo todo el día en que le conté a Ramón que conocía a una mujer que mataba niños.

Carlos Conde y Felícitas Sánchez se habían presentado en la vecindad unos días después de que los liberaran; estábamos mi hermano y yo con Jesús y su abuela. Eugenia Flores, se había llevado a Isabel a convalecer a su casa. La madre de Isabel se esforzaba por mantener a flote un barco que se hundía por culpa de dos polizones. Seguí a mis padres sin chistar cuando fueron a buscarnos, estaba agotado, drenado, mientras los vecinos nos observaban salir, mirándonos de soslayo, murmurando por lo bajo. ¡Asesina!, gritó la señora Ramírez, con dos de sus hijos abrazados a su falda, mi madre quiso responder algo, pero mi padre le aprisionó un brazo y ella lo siguió sin dejar de mirar a la señora Ramírez, quien no pudo sostenerle la vista. El murmullo creció, apuramos el paso y no me atreví a voltear atrás, dejamos ahí la última esperanza de no convertirnos en quienes somos.

 

 

Julián la miraba con el rostro empapado en sudor, goterones salados le escurrían por el cuello, la frente y las mejillas. Jadeaba como si tuviera un ataque de asma.

¿Julián?

La había sorprendido sentada en la mesa de la cocina concentrada en redactar un par de cartas al abogado que la había sacado de prisión y que tenía la intención de quitarle el local.

Mi hermano había bajado la escalera en silencio, se situó detrás de ella y la golpeó en la nuca con un tubo. Felícitas cayó al piso semiconsciente, trató de decir algo cuando Julián dejó caer dentro de su boca abierta un chorro de nembutal, que mi madre guardaba en el cuarto donde atendía a las mujeres. Tragó el veneno obligada por su hijo, que le clausuró los labios con una mano. Ella convulsionaba en el suelo y escupía espumarajos entre los dedos de mi hermano, pateó una silla por los movimientos convulsos de su cuerpo.

Julián se había montado sobre de ella; era flaco y alto, algún gen travieso lo convirtió en un gigante al lado nuestro. Empujó la rodilla contra el esternón de su madre. Yo entré a la cocina en ese instante y la vi resistirse y escupir como un perro rabioso. Julián se percató de mi presencia y me miró por un instante antes de apretar más la mano izquierda sobre la boca y la nariz de mi madre, su mano derecha sobre la izquierda para empujarla contra el piso.

La furia de Julián la obligó a quedarse inmóvil.

Dejó de luchar.

No cerró los ojos ni dejó de mirar a su hijo mientras se moría.

Yo no hice nada. Me quedé frente a los dos, impávido.

Sorprendido. Eufórico.

Después de un rato le destapó la boca.

Se levantó empapado en sudor, jadeaba.

Di un paso al frente, luego otro.

La miré a ella y luego a él limpiarse la frente con el antebrazo.

La dejamos tirada en el piso con el frasco de nembutal a un lado.

Nos fuimos a nuestra recámara, nos desvestimos y nos metimos en la cama sin hacer ruido. No dijimos nada. Permanecí algún tiempo con los ojos abiertos; atisbaba en la negrura del cuarto pendiente de la respiración de Julián, que se fue aquietando hasta que él se quedó dormido. El ritmo tranquilo de la inhalación y exhalación de mi hermano me arrulló hasta la inconsciencia y dormí profundo el resto de la noche.

Cuando bajamos a la cocina al día siguiente, mi padre estaba acuclillado frente a su mujer con un espejo pequeño en la mano. Ya lo comprobé. Está muerta, dijo sin mirarnos con la voz temblorosa, luego suspiró largo. Terminó sentado en el piso junto a la que fue su mujer. Nunca sabré qué sentía por ella, pero en su rostro se podía leer algo parecido a la derrota de la tristeza por la pérdida de un ser querido. Jamás dimensioné el odio de Julián hacia mi madre, un odio que se incubó y creció a la sombra de su silencio permanente, alimentado por los maltratos diarios, el dolor, el trauma, el rencor, quizá ni siquiera él conocía el espacio que ocupaba en su cuerpo. Sin embargo, nada me sorprendió tanto como mi propia indiferencia, mi falta de sentimientos, estoy seguro de haber sentido algo muy parecido al odio por mis padres, pero esa mañana, después de haber visto a Julián asesinarla la noche anterior, yo estaba vacío por dentro.

Hay que llevarla a su cama, dijo Julián, el piso está muy frío. La levantamos entre los tres.

La noticia que escribió Ramón, para concluir con la historia de la Ogresa de la colonia Roma, decía que se había suicidado con nembutal.

 

 

LA FAMOSA «DESCUARTIZADORA», FELÍCITAS SÁNCHEZ, ATENACEADA POR LOS REMORDIMIENTOS, SE CIDÓ

La mujer que evitó el nacimiento de muchos seres humanos, y que arrojaba a los embriones humanos a las coladeras, no pudo soportar la carga que pesaba sobre su conciencia, y se privó de la vida.

¡La esperaban los angelitos a los que no dejó nacer!… Habían rodeado su cama, aleteaban alegres, visiblemente alegres, porque nacer no es cosa satisfactoria, ya que la vida es de lágrimas y amarguras, de sinsabores y dolores.

Ayer las autoridades la encontraron muerta, tendida en su lecho; boca arriba, con su rostro mofletudo un tanto pálido; con sus ojos saltones un tanto hundidos. Se despidió del mundo dejando dos cartas visiblemente nerviosas.

En veinticinco años de ejercer su profesión, Felícitas Sánchez, mejor conocida como la Descuartizadora, evitó miles de nacimientos, aconsejó el control de natalidad sin tener en cuenta que México está casi despoblado; mató muchos niños y los sepultó clandestinamente.

La Prensa. México, D. F., martes 17 de junio de 1941

 

 

La policía nos hizo algunas preguntas, no las suficientes para esclarecer la causa de la muerte, a leguas se notaba que no les interesaba investigar más.

Julián y yo no volvimos a hablar de lo sucedido, tampoco le pusimos nombre, parricidio, demasiado sofisticado. Las pocas veces que he hablado sobre la muerte de mi madre digo que se suicidó, así, sin mayor explicación.

VEINTICUATRO

Miércoles 11 de septiembre, 1985

16:40 h

Elena estaciona el automóvil frente a la presa. Le gusta ese lugar donde la naturaleza aclara sus pensamientos. Antes de salir se encargó de algunos pendientes: salidas de clientes, una tubería rota en una de las habitaciones que mandó componer, supervisar la limpieza y la instalación del bufete de mediodía. Ayer, luego de la visita de los judiciales, se había acostado temprano sin ánimo para leer la carpeta que le entregó Lucina.

Hoy por la tarde, cuando ya no pudo más con la ansiedad, se subió a su coche y se dirigió a la presa.

Le gusta ese sitio desde niña, su lugar para pensar, soltar, perderse.

Le hubiera gustado dedicarse a la ornitología, sin más preocupación que observar a las aves que viven ahí. Frente a ella, sobre el agua, alcanza a ver flotar a Maximiliano. Maximiliano es un pelícano blanco americano, hace algunos años se lastimó un ala y se quedó a vivir en esa agua turbia plagada de lubinas y carpas.

Llegó con la migración de principios de noviembre de cada año; los pelícanos blancos vuelan desde Estados Unidos y Canadá para pasar el invierno en tierras más calientes, las parvadas llegan en su mayoría a los estados de Michoacán y Jalisco, pero unos pocos se quedan en este lugar.

Con las ventanillas abajo siente el aire fresco.

Recuerda el día que llevó a Ignacio a ese lugar por primera vez y le mostró al pelícano:

—Lo descubrí en mayo, cuando todos los demás ya habían migrado. Todos menos Maximiliano —le explicó, sentados sobre el cofre del automóvil frente a la presa.

—¿Maximiliano? —preguntó Ignacio, divertido.

Elena sonrió, con esa sonrisa amplia, franca, que le ilumina el rostro y achina sus ojos restándole años, dándole un aspecto casi infantil.

—Tuve un perro cuando tenía cinco años: Maximiliano. Vivió muy poco, se tragó una purga que mi abuelo había hecho para las vacas. Mi perro murió de una diarrea que no pudieron controlarle. Cuando encontré al pelícano, recordé ese nombre y lo bauticé así.

Elena quiso sonreír de nuevo, pero acabó con los hombros encogidos y los labios fruncidos. Regresó la vista al agua y al ave, Ignacio miraba en la misma dirección. Una barca se atravesó entre ellos y el pelícano, lo que provocó su vuelo.

—Creo que me sentiré triste y decepcionada el día que sea su tiempo de migrar… Como el tuyo —le dijo a Ignacio y recargó la cabeza sobre su hombro—. También tienes un tiempo de migrar, deberías quedarte aquí como Maximiliano, para siempre.

Ignacio tomó la cara de Elena entre sus manos, la atrajo hacia él y la besó en los labios, un beso corto.

—Quizá algún día —le susurró al oído y la abrazó con fuerza.

 

 

Un golpe en el auto la trae de vuelta al momento presente, arrancándola de la ensoñación del pasado: el pelícano ha aterrizado sobre el cofre y la observa con la cabeza de lado. Elena salta en el asiento, pero se recompone al darse cuenta de la presencia del ave.

—Vas a abollar el coche.

El ave se acerca más al parabrisas, mueve la cabeza a un lado y a otro.

—¿Buscas a Ignacio? No está. Ya no va a estar nunca más. Migró al otro mundo. Al infierno, debe de estar en el infierno por mentiroso.

Elena no puede evitar una carcajada repentina, inesperada. Ríe porque su cuerpo lo necesita, por soltar la presión de esos días, ríe porque se siente muy ridícula hablando con un pelícano.

—Me estoy volviendo loca —dice en voz alta.

Las mejillas se le empapan de lágrimas repentinas y el coche se mece arrítmico. El pelícano abre la boca como si fuese a reír también, a decir algo, a despedirse antes de desplegar las alas y alejarse. Elena agita una mano para decirle adiós. Se limpia el rostro, se mira en el espejo, se recarga en el respaldo. Toma la carpeta, acaricia la tapa y comienza a leer:

Érase una vez una mujer a quien La Prensa llamó la Mujer Hiena. Descuartizadora de Pequeñuelos. Bruja. Destazadora de Niños. La Ogresa de la Colonia Roma. Trituradora de Angelitos. Monstruo.

Julián y yo la llamábamos madre.

Su nombre era Felícitas Sánchez Aguillón.

Tu abuela.

No estoy seguro de los motivos que me llevan a contarte la historia de mi madre. Nuestra historia. Nadie puede recordar la totalidad de su vida, solo fragmentos: caprichos del cerebro que esporádicamente nos envían un montón de neuronas engañosas e incapaces de recordar una escena completa, solo pedazos de la obra que por fuerza tuvimos que interpretar.

VEINTICINCO

Miércoles 11 de septiembre, 1985

16:33 h

Evangelina de Franco atraviesa la entrada de su casa, se dirige apurada a su recámara.

—¿Mamá? —escucha a su hija.

—Ahora salgo —dice y cierra la puerta con llave.

Entra a su vestidor y se encierra. Saca la fotografía de su bolsa y da vueltas sobre su propio eje como un planeta desorbitado sin saber dónde esconderla. Luego la regresa a su bolsa que oculta detrás de una torre de suéteres en una de las repisas. Piensa en las ocasiones en que su marido ha metido mano entre sus cosas, esculcándolas, dándole como razón que tiene derecho a hacerlo porque él paga por ellas.

Nerviosa, se sienta en el banco que tiene junto al espejo de cuerpo completo a retomar el ritmo de su respiración. Con cuidado se retira el vendaje de las manos, ya no necesita hacer sentir mal a Humberto y obligarlo a disculparse. Ya no volverá a tocarla nunca más. Se lava las manos, con cuidado de no mojar las gasas, apenas las puntas de los dedos. Huele su blusa y decide cambiarse, apesta a sudor y a nervios.

Con cuidado por el dolor en la costilla se la cambia por una camisa blanca con una línea de flores sobre la costura de los botones. Abre la botella de perfume Opium y sobre los dedos índice y medio coloca unas gotas que esparce detrás de las orejas, luego en las muñecas, y cuando siente que puede disimular, no solo el olor, sino también su turbación, se dirige al comedor con Beatriz.

—Siento el retraso —le dice y luego se enfrascan en una conversación sobre el colegio. La muchacha está más amable y atenta de lo acostumbrado, no puede dejar de mirar las gasas en las manos de su madre, y tampoco pasa por alto sus gestos de dolor al cambiar de postura.

—¿Te duele mucho?

—No… bueno… algo. No volverá a tocarme.

—Mamá… —Le toma una mano—. Déjalo, terminará por matarte. Vámonos juntas.

Beatriz no comprende por qué no puede dejarlo, detesta sus respuestas: «Porque no puedo», «porque no es tan fácil», «porque vivimos en una sociedad», «por ti», «porque necesitas una familia». «Porque no tendríamos de qué vivir». Espera una respuesta parecida cuando su madre anuncia:

—Ya se va a acabar.

—¿Qué se va a acabar?

—Todo, ya verás. Tranquila —declara y la besa en el dorso de la mano.

—¿Qué vas a hacer?

—Necesito que hoy te vayas a casa de tu tía y te quedes a dormir allá. Yo las alcanzaré mañana cuando regreses de la escuela. Necesito hablar con tu padre.

—Volverá a lastimarte, no quiero dejarte sola.

—No te preocupes, te prometo que no dejaré que me toque. Ya no.

—No, mamá, no puedo irme a casa de mi tía y dejarte.

Evangelina se acerca a su hija, la abraza largo, la besa en la cabeza y aspira el aroma de su cabello, ese olor que la reconforta, que la reconecta con su maternidad. La mira a los ojos y le dice:

—Te juro que todo va a estar bien.

Una hora después Evangelina se acomoda en el asiento trasero de su automóvil Le Baron. No sabe qué va a decir, ni cómo, pero debe hacerlo. Mónica Almeida ha sido su amiga desde la primaria. Es de las pocas amistades que conserva.

El día que enterraron a Leticia, ella trató de estar cerca de su amiga. Desde ese día la ha procurado y le habla casi a diario por teléfono.

Lo que va a decirle terminará con la amistad, lo sabe. Es inevitable.

Suspira largo, sostiene por un momento el aire y exhala pensando que debe hacerlo por las razones correctas, porque Mónica es su amiga y Leticia era como otra hija en casa. Se obliga a pensar en la Leticia niña, no en la muchacha que estaba con su marido en quién sabe dónde. Se da cuenta de que no puede odiarla.

—Estoy segura de que el cabrón de Humberto la convenció, tal vez la secuestró y la forzó a hacer algo que ella no quería — dice en voz baja.

Se lleva las manos a la cabeza y siente el peso de lo que va a hacer: contarle a la familia Almeida que Leticia estaba con Humberto y su amigo, y que tal vez ellos las mataron.

 

 

—Debo mostrarte algo —le había dicho a su hermana en cuanto llegó a su casa—. No están ni tu marido ni los niños, ¿verdad?

Su hermana negó con la cabeza.

—¿Qué te pasó? —preguntó alarmada por el vendaje.

—Nada, nada, ahora no es importante. —Evangelina la llevó de la mano hasta el baño de visitas y cerró la puerta con llave—. No quiero que me escuche nadie —le dijo. Ahí sacó la fotografía de su bolsa.

—¿Qué es esto?

—Mira bien —la apremió Evangelina.

Su hermana se esforzó en aclarar la vista.

—Es Humberto —exclamó señalándolo con un dedo.

Evangelina asintió con la urgencia de que su hermana comprendiera.

—Ella es Claudia Cosío —le señaló.

—¿Claudia Cosío?

—La muchacha que asesinaron, amiga de nuestras hijas.

—No puede ser.

—Sí, sí, es ella. Ese otro es el tal Pereda del Ministerio Público. La foto la tomaron el día que las mataron, Humberto traía puesto ese pantalón.

—¿Crees que ellos las…?

—No lo sé. Estoy temblando desde que me encontré la fotografía en su pantalón —dijo y extendió una mano temblorosa para demostrarlo.

—¿En su pantalón?

—Sí, lo llevé a la tintorería y la encontré. ¿Lo puedes creer? El idiota la dejó ahí.

—¿Qué vas a hacer?

—¿Qué hacemos?

—¿Ir a la policía?

—¿A la policía? ¿No te acabo de decir que el amiguito de mi marido es el mero mero del Ministerio Público? Además, Humberto tiene relaciones por todos lados.

Evangelina se sentó sobre la tapa del escusado.

—Ayer tuve que recoger a la niña temprano en la escuela y dejé a la muchacha sola en el despacho de Humberto, la tonta rompió la licorera. Cuando llegué, Humberto me aventó contra los vidrios y luego me pateó —explicó con las manos vendadas en alto.

En silencio la hermana observó los vendajes y acarició las manos de Evangelina.

—Tu marido es un pendejo. Vamos con tu amigo.

—¿Con quién?

—Con el dueño del Observador de Allende y le decimos que publique la foto y así todo el mundo se entera de que estuvieron con ellas —propuso la hermana con la punta de la fotografía recargada en el labio inferior.

—La vas a ensuciar —la recriminó Evangelina arrancándole la instantánea.

—Vamos al periódico.

—No sé, no creo que sea buena idea.

—Dices que con la policía no.

Evangelina suspiró largo, levantó los hombros y dijo:

—Está bien, vamos.

 

 

El coche se detiene y ella sale de sus reflexiones como si saliera del agua, están frente a casa de la familia Almeida.

Extrae un espejito de su bolsa, un labial y se retoca el color, como si con la boca perfecta se disminuyera el efecto de lo que va a decir.

Carraspea un poco y sale del vehículo con lentitud.

Toca el timbre y espera que Mónica esté en casa. Debió llamar antes, fue la prisa por decir lo que debe decir. Siente en el cuerpo la electricidad de la adrenalina, una corriente eléctrica recorriéndola desde la cabeza hasta los pies. Lleva la nariz a su axila derecha y aspira con una mueca.

—Soy Evangelina Franco —responde a la voz que pregunta por el intercomunicador—. Evangelina Montero —se corrige pensando que ya no quiere usar el nombre de su marido—. Vengo a ver a la señora.

Después de un silencio vuelve a escuchar la misma voz:

—La señora no está, no sabemos a qué hora vuelve.

Mónica Almeida se lo había dicho muchas veces por teléfono: «No quiero ver a nadie. No quiero vestirme, ni salir de la cama. Nada».

A punto de darse por vencida y volver a su automóvil, la muchacha de servicio abre la puerta y la invita a pasar.

Décimo cuarto fragmento

La escogió al azar de la lista de mujeres del cuaderno de mi madre, única herencia que a él le importaba. Su nombre era Estela García. Mi madre fue muy meticulosa al hacer una especie de fichas médicas con los datos de cada paciente y el procedimiento realizado. Tal vez fue la costumbre adquirida en la clínica de la Huasteca, o el modo en que el médico que la instruyó le enseñó a hacerlo. O quizá intuía que esos datos serían un salvoconducto, un salvavidas por si algún día llegara a necesitarlo, y así fue.

A la muerte de mi madre nos quedamos en esa casa con mi padre. No lo discutimos, no hubo consenso. Yo continué con mi trabajo en el periódico, Julián a veces estaba en la miscelánea La Quebrada o en lugares que ignoro. Desconozco a qué se dedicó mi padre tras la muerte de mi madre; fue siempre el ayudante de su mujer, un hombre tullido en la fuerza de voluntad, en el ánimo por hacer algo más de lo que hizo en la petrolera, antes de que su brazo derecho no le permitiera obtener un buen empleo, brazo que se deformó más con el tiempo, como un ala rota que no le permitió volar lejos de mi madre y lo dejó varado con ella, induciéndola a hacer lo que hacía, porque ella era su fuente de recursos.

Los tres éramos compañeros de casa, nada más. Cada quien se encargaba de lo suyo y mi padre nos cobraba parte de la renta. A veces coincidíamos en algún espacio. El inquilino constante era el silencio, un silencio que se expandía o contraía como un latido, una presencia.

Hasta el día en que Julián fracturó el silencio con una palabra: Acompáñame.

La noche del 5 de junio de 1944, tres años después de la muerte de mi madre, despegaron de Inglaterra tres divisiones aerotransportadas con más de veinte mil paracaidistas. Volaron en mil doscientos aviones Douglas C-47 Dakota, rumbo a Normandía, la guerra estaba por terminar. Entonces yo ya escribía pequeñas notas en el periódico. Después de haber dejado el puesto de office boy, trabajé en la formación del diario y con los linotipistas, y después tuve la oportunidad de ser reportero de guardia y cubrir lo que sería mi especialidad: notas policiacas, rojas.

Era el amanecer del Día D, el cielo comenzaba a vestirse, era una mañana fresca. Julián y yo nos ocultamos en un portón enfrente de una casa en la colonia Polanco y alrededor de las seis salió un hombre, media hora después una mujer. Julián me hizo una seña y la seguimos, caminó un par de cuadras. Llevaba unos tacones altos de aguja y un vestido blanco con flores moradas. El cabello recogido, perfecto. Era guapa, elegante, con estilo, como decía mi padre. Dobló una esquina y se subió a un Chevrolet negro, lo hizo deprisa, el conductor no se bajó del coche para abrirle la portezuela, alcanzamos a ver su sombrero. En cuanto la mujer cerró la puerta el vehículo arrancó.

¿Quién es?

Hasta ese momento hablé, tan acostumbrado estaba al silencio de mi hermano que ni siquiera se me había ocurrido preguntarle para qué seguíamos a esa mujer. Había sacado algunas conjeturas en el camino, incluso pensé que estaría enamorado de ella. Nada más lejano a la verdad.

Estela García, respondió y no agregó más. Volvimos a casa sin hablar.

A las diez de la noche Julián se presentó en el periódico: Ven conmigo.

Alegué que debía estar al pendiente por si había alguna noticia.

Ven conmigo, ordenó.

Fuimos a casa, al cuarto donde mi madre atendía a sus pacientes.

¿Qué hacemos aquí?

Mi hermano abrió la puerta, encendió la luz y vi a una mujer en postura fetal debajo de la mesa donde trabajaba mi madre. Amarrada de pies y manos y con un trapo en la boca.

El cuarto apestaba a encerrado, a podrido, lo habíamos dejado cerrado desde la muerte de mi madre.

¿Qué hiciste?

Julián se acuclilló con mucho trabajo, su pierna inútil no le permitía moverse con agilidad. La arrastró para sacarla de ahí, ella se revolvía, trataba de defenderse y reptaba de nuevo debajo de la mesa, como si ahí estuviera a salvo. Pude oler su sudor nervioso, ácido, se había orinado encima. El maquillaje de los ojos emborronaba su rostro de negro. Deshecho el peinado perfecto que traía en la mañana. Gritos silenciosos, alaridos atrapados en las fibras de la tela que la amordazaba.

Me acuclillé despacio. En un movimiento reflejo destapé su boca.

¡Por favor, por favor!

Era un animal asustado, acorralado. Levantaba un poco la cabeza y luego la dejaba caer contra el suelo.

¡Por favor! ¡No podía tenerlo! Ya se lo expliqué.

Gritaba. Suplicaba en voz alta. Gemía en voz baja.

Mi hermano, molesto, volvió a taparle la boca. Ella se resistió, pero él la cogió por el cabello y la estrelló contra el piso. La mujer dejó de resistirse.

¡No la toques!, gritó Julián cuando acerqué de nuevo una mano a ella, no sé si para acariciarla, soltarla, limpiarle la cara o solo tocarla. Era terrible y era bello. Di un paso atrás.

Es una de ellas, sentenció. Julián se erigía en verdugo, en juez.

No fue necesario explicar, era una de las mujeres que atendió mi madre, quizá lo suyo fue un aborto, tal vez tuvo un hijo y lo dejó. Quise preguntarle cuál había sido su pecado, pero no encontré las palabras porque no importaba. Era «una de esas mujeres que nos daban de comer», como las llamaba mi padre. Hay que estar agradecidos con estas putas viejas, dijo un día en que se juntaron tres o cuatro, en lo que pomposamente mi madre llamaba sala de espera. No sé si mi padre me lo dijo a mí, a él mismo o a nadie. No comprendí la totalidad de sus palabras en ese momento, pero hicieron nido en algún recoveco de mi cerebro, extendiéndose como un virus. Una infección que al término de su incubación mostró los primeros síntomas: transformó el modo en cómo veía a quienes mi madre llamaba clientas, pacientes, convirtiéndolas en las únicas culpables de que Felícitas se dedicara a hacer abortos y a matar niños. Culpables de que tuviéramos que enterrarlos, tirarlos por el caño, en terrenos baldíos, en botes de basura. Jamás imaginé que la infección afectaría a Julián al punto de convertirlo en una anomalía, que los genes malditos de mi madre despertarían en él.

Ayúdame a sostenerla.

Negué con la cabeza.

No podía separar la vista de la mujer, estaba como hipnotizado.

La pateó en el estómago y la dejó sin aire. La mujer tosió, sin poder recuperar el aliento. La acomodó boca arriba y posó una rodilla sobre el pecho de Estela García, del mismo modo que hizo con mi madre, luego colocó las manos sobre el cuello y apretó y apretó.

La observé luchar por su vida, tratar de quitarlo de encima, las muñecas y los tobillos le sangraban. El cuerpo se agitaba convulso por la falta de oxígeno. Mientras mi cuerpo permanecía quieto, reconocía a la muerte y atestiguaba su llegada. Yo tampoco respiraba, sostuve el aire por no sé cuántos minutos, inmóvil, paralizado frente a mi hermano.

Ahora que relato su muerte y trato de describir todos los detalles pienso que quizá todavía continúe muriéndose. Tal vez los muertos se mueren de verdad hasta que todas las personas que los recuerdan desaparecen. Morirse es un continuum.

No sé cuándo dejó de respirar por completo. Julián gritó algo que no comprendí, yo permanecí quieto, convertido en un asesino pasivo. Cómplice.

Se levantó del piso, se limpió el sudor con el antebrazo y encendió un cigarro. Alargó la cajetilla hasta mí y fumamos, sin hablar. Luego, de una de las repisas, tomó un objeto inesperado: un zapato de tacón de aguja de mi madre, lo reconocí de inmediato, negro, casi nuevo porque los usaba poco y cuando lo hacía terminaba con los pies ampollados, los guardaba en su caja como si fuesen un tesoro. Julián lo levantó y lo clavó justo a la mitad de la frente de Estela, como si fuese un tercer ojo. Modificó el zapato con un tacón de metal, él mismo lo arregló con las habilidades adquiridas durante el tiempo que trabajó con el zapatero. Esa sería su marca.

Más tarde, de madrugada, cuando creímos que no habría testigos, la llevamos en el coche de mi padre al Bosque de Chapultepec. Julián lo tenía planeado desde no sé cuánto tiempo. Le había limpiado la cara, arreglado un poco el cabello. La dejamos recargada en un árbol, con las piernas abiertas, las manos sobre el vientre, Julián había llevado una almohada que acomodó debajo del vestido, de modo que de lejos parecía embarazada a punto de parir. La dejó en la misma postura en la que apareció mi madre en una de las fotografías del periódico.

Aquí tienes tu nota roja, dijo y se marchó.

Regresé a la redacción, le dije a uno de los fotógrafos que me acompañara porque había recibido información sobre el cuerpo de una mujer que se encontró en el Bosque de Chapultepec, a la policía le expliqué que había llegado una llamada anónima a la redacción y fue todo.

La nota apareció en primera plana. Mi primera plana. Escribí sobre el descubrimiento del cadáver, las hipótesis de la policía, el aviso a la familia y la identificación del cuerpo. El principal sospechoso era el marido, luego de que la empleada doméstica declarara que la señora tenía un amante. La casi certeza de un crimen pasional. Las especulaciones de los detectives encargados del caso sobre la extraña postura del cadáver. Un juego de ping pong entre el marido y el amante. Durante varios días escribí para llevar la historia lejos de nosotros, de Julián y de mí. Era casi divertido.

Dos años antes Ramón había cubierto la historia de Gregorio Cárdenas, Goyo, que ultrajó y asesinó a cuatro mujeres y las sepultó en su casa de Tacuba. En una de las entrevistas a la policía le pregunté si podría tratarse de un imitador de Cárdenas, algún admirador. La policía no lo descartó, no lo afirmó, pero a mí me sirvió para desviar más la historia.

Comencé a pensar en mi actuación frente a los asesinatos de Julián. Concluí que lo que sentía era fascinación. Tan hijo de mi madre como mi hermano, otra anomalía. Más parecido a mi padre que participaba sin matar y se aprovechaba de lo que su mujer hacía. Me pregunto si los remordimientos lo asaltaban por la noche quitándole el sueño, si vivía en un estado de ansiedad constante, una alarma imposible de apagar, debatiéndose entre confesar todo y liberar la conciencia, perder la libertad y estar dispuesto a pasar años en la cárcel.

¿Qué tanto disfrutó con las muertes? ¿Las padeció o se sintió fascinado ante la transformación de un ser humano en cadáver? ¿Se sentiría poderoso al tener la decisión sobre la vida o la muerte de alguien?

Cuando la nota comenzó a perder importancia, a perderse entre otros crímenes que sucedían todos los días, deseé —esa es la palabra correcta—, que mi hermano volviera a matar.

Y entonces Clara. Clarita. Clara detrás de un escritorio me sonreía. A mí. Me gustan tus notas. Me gusta cómo escribes. Y de pronto su rostro, su cabello, sus gestos. El cine, su mano, sus labios. Roce. Besos. Caricias. Excitación. Erección. El parque. La cafetería. La calle. Su cuarto. El juego amoroso. Besos. Caricias. Excitación. Erección. Besos. Saliva. Pene. Testículos. Humedad. Besos. Vulva. Vagina. Manos. Lengua. Clítoris. Pezones. Introducción. Movimientos rítmicos. Sudor. Besos. Jadeo. Quejido. Orgasmo. Clímax. Eyaculación. Flujo. Derrame. Semen. Espermatozoides. Espasmo. Relajación. Suspiro. Besos.

El mayor triunfo de un ser humano es que alguien te espere a la entrada de un cine o en una cafetería, en un parque, entre las sábanas. Yo, sin saberlo, en su cama me desnudaba de la soledad, me quitaba el manto, el sobretodo que guardaba el frío dentro de mi cuerpo. Clara había llegado de Guanajuato a la capital en busca de trabajo dos años atrás, rentaba un cuarto en el centro y soñaba con una familia. Sin darme cuenta me contagió de sus sueños y anhelé una vida cálida como su piel, mullida como su pelo púbico, sin sobresaltos, aburrida. Corriente.

Y mientras, Julián escogía a una segunda mujer, tres meses después de la primera. Buscó su domicilio y la siguió por algunos días. Clase media baja, mesera en el Café de Tacuba. La vigiló, la vio uniformada llevar platos, vasos, cubiertos de mesa en mesa, como en una danza. Pensó que era bonita. Le gustó su figura menuda, más delgada que las otras meseras, bajita. Sonreía. Mantenía la sonrisa en los labios casi todo el día, incluso cuando en sus descansos salía a la calle y se fumaba un cigarro. Como si estuviese enamorada, en una ensoñación perenne. No salía con nadie.

Durante tres días seguidos se presentó en el café y ordenó lo mismo. Se aseguró de que siempre lo atendiera ella. El cuarto día esperó a que le preguntara: ¿Lo de siempre?

¿Cómo puedes aprenderte lo que piden las personas?

Julián notó su sonrojo. Ella retomó y volvió a preguntarle si quería lo de siempre.

Lo de siempre es venir a verte.

Ella mudó la sonrisa y trató de recomponer la escena, no salirse de su papel de mesera. Julián comió lo de siempre, se fumó un cigarro, dos, pagó y salió olvidando el sombrero.

Ella salió detrás: ¡Señor!, lo llamó un par de veces.

Julián se tomó su tiempo antes de voltear, como si tuviese la escena muy ensayada, cronometrada: Mi sombrero, gracias. Lo dejo olvidado todo el tiempo, es un milagro que siga conmigo. Muchas gracias, señorita…

Pilar, me llamo Pilar Ruiz.

Después le dijo que quería invitarla a comer, a cenar, a tomar un café. Ella respondió que no podía salir con los clientes y él le dijo que ya no volvería a comer ahí y dejaría de ser un cliente.

Al día siguiente la invitó a tomar un helado, a pasear por el Centro Histórico. Dos días salió con ella. Al tercero la llevó a la casa en la Cerrada de Salamanca número 9. Ella se negó a entrar.

¿Qué pasa?

Aquí…

La metió a la fuerza como a Estela García y luego la durmió con cloroformo.

Despertó en la misma mesa donde la había atendido la partera. Tardó unos minutos en darse cuenta de dónde estaba, en recapitular las últimas horas, los últimos acontecimientos. Estaba sola, el foco desnudo que colgaba del techo iluminaba el sitio donde había parido un hijo.

Julián dejó una nota en el periódico, yo estaba de guardia. De nuevo abandonó el cuerpo en el Bosque de Chapultepec, cerca del lago. Me tomó tiempo encontrarla. La misma postura. Estrangulación manual. Recargada contra un árbol, el agujero en la frente. El rostro tumefacto y de color rojo violáceo, los ojos hemorrágicos. Hice una llamada anónima a la policía y volví a fingir que en el periódico habían dado aviso.

No tengo nada que ver, le repetí al detective José Acosta Suárez, cuando me interrogó. Sabía quién era yo, mi relación con la mujer que él había aprehendido años atrás, mi madre, la Descuartizadora de Angelitos. Insinuó que yo podría ser el asesino. Me interrogaron y amenazaron con utilizar métodos más efectivos para encontrar la verdad.

Escribí la historia e insinué que la policía trataba de incriminarme porque no tenían idea de quién podía ser el asesino de las Santas, como las bauticé después de escuchar a alguien en la redacción decir que por la postura parecían estar dando a luz y que las mujeres que mueren dando a luz son santas y van al cielo.

 

 

La segunda mujer, encontrada en la misma postura, como si hubiese muerto dando a luz, como una santa, respondía en vida al nombre de Pilar Ruiz. Tenía veinticinco años, un metro cincuenta de estatura, de complexión delgada, y toda la vida por delante.

 

 

Años después escribí un libro que titulé del mismo modo: Las Santas.

Mi hermano comenzaba a desarrollar una rutina, mataba y luego se desaparecía por unos días. Dos o tres, como para apaciguar a la bestia que lo había dominado. Dr. Jekyll y Mr. Hyde.

Una noche, cuando me tomaba una taza de café y fumaba un cigarro al regresar de la redacción después de una noche de guardia, Julián volvió a casa. Se sentó frente a mí, tomó la cajetilla de cigarros y encendió uno. Yo lo observaba sin hablar.

Tienes novia. Es bonita.

No respondí, no afirmé. Sentí miedo, algo parecido a lo que sentía de niño. Terror de que le hiciera algo.

¿La quieres?

Julián se terminó el cigarro, y yo me hice consciente del cansancio que sentía, estaba agotado, llevaba tres días sin dormir, había estado a la espera de mi hermano menor.

Observé su ropa sucia, el cabello grasiento, apelmazado, las manos mugrosas, las uñas negras. ¿Dónde había estado?

Desde que Ramón bautizó a mi madre como la Ogresa, yo comencé a tener una fascinación enferma por los monstruos y sus historias. Años después publicaría en la Editorial Novaro una colección de libros sobre monstruosidades y demonios. En todas las historias plasmaría la misma sensación de terror que me invadió esa mañana frente a Julián. Él era el monstruo que mataba y yo el que lo contaba. Ninguno de los dos estaba interesado en dar caza al animal y acabar con la matanza, monstruos de la misma especie.

¿La quieres?

No lo sé. Los monstruos no sabemos querer, respondí. Admito que me aterraba la idea de imaginarla muerta, asesinada por mi hermano. ¿Sentía miedo por ella o por volver a sentirme solo?

Pilar Ruiz era bonita, dijo Julián después de encender otro tabaco. Si no hubiese sido una de esas mujeres, tal vez me habría gustado. No gritó, ni se resistió a la muerte. Tenía el corazón débil, como de pájaro. Le hablé del hijo que abandonó con nuestra madre y cómo había muerto. Lloró por él y dijo que esperaba que la eternidad le alcanzara para que él la perdonara.

Se terminó el cigarro y casi pude notar un gesto de decepción en su rostro. Lo poco que hablaba contrastaba con la narración pormenorizada, escrupulosa, que hacía de los asesinatos. Fumaba un cigarro tras otro hasta vaciarse de detalles.

Me voy a dormir, dijo cuando apagó el último cigarro.

Durmió por dos días seguidos.

VEINTISÉIS

Miércoles 11 de septiembre, 1985

19:17 h

Elena llegó al mundo de forma intempestiva. Soledad, su madre, tenía diecinueve años, ella era la fuerza y su hermana gemela, Consuelo, la inteligencia, por lo menos así las describía su padre. De tanto repetirlo los cuerpos de las hermanas se amoldaron a esas palabras y Soledad se hizo un poco más gruesa, corría más rápido, montaba la bicicleta y los caballos de un modo casi masculino.

Hasta que conoció al padre de sus hijos, quien trastocó su rudeza. Toda la familia se sorprendió con sus modos femeninos un tanto exagerados, pero que convencieron a su futuro marido de que podría convertirse en una señora y cumplir con los cánones del buen comportamiento. El amor anestesió la fuerza, tanto que cuando el embarazo llegó a término, Soledad no soportó el dolor de las contracciones ni la apertura de la pelvis, y después de dar a luz —a una niña que lloró desde el momento de su nacimiento y no dejó de hacerlo hasta casi seis meses después—, se desangró y le sobrevino una infección. Estuvo una semana sostenida por una hebra de aliento y un delirio constante. A Elena le consiguieron una madre sustituta entre las esposas de los trabajadores, una mujer que la alimentaba de la misma leche que a su hijo. Consuelo quedó a cargo de la recién nacida, quien demandaba demasiada atención. Catorce años tardó su madre en volver a embarazarse, y cuando nació Alberto ya no tuvo ojos más que para su hijo enfermo. Elena, en plena adolescencia, se sintió desplazada, abandonada y, sobre todo, traicionada, casi del mismo modo en que se siente ahora.

Elena regresa de la presa al caer la noche con la carpeta de Ignacio debajo del brazo, se encuentra a Consuelo en la puerta de entrada.

—Voy al hospital a ver a José María —le dice su tía. Elena no responde, pasa de largo.

—Elena, ¿dónde estuviste toda la tarde?

—Por ahí.

Consuelo la detiene del brazo:

—Elena, entiendo que han pasado muy pocos días desde la muerte de Ignacio. Entiendo que estás de duelo, pero yo no puedo atender a tu mamá, el hotel y a José María.

—Sí, sí, tía, te prometo que voy a poner más atención al hotel. Necesito unos días más, solo eso, debo resolver algunas cosas de Ignacio y en cuanto termine atenderé este lugar como siempre. Solo unos días.

—¿Estás bien?

—Estoy bien, triste, enojada, lo normal.

Consuelo le acaricia una mejilla a su sobrina; cuando era una recién nacida, le gustaba rozar sus mejillas con un dedo, paseando la yema del dedo por su cara para tranquilizarla, hacerla dormir, calmar su llanto.

—Lo sé, lo sé, ya pasará, el tiempo acomodará las cosas, ya lo verás.

—Hay cosas que no creo que se puedan acomodar.

—¿Cómo?

—No me hagas caso, ya te contaré después. Dale mi cariño a José María.

—¿Debo preocuparme por ti también?

—No, tía, no, estoy bien, de verdad.

Elena le besa la frente a Consuelo y se encamina a su oficina, desde ahí llama a Lucina por teléfono.

—¿Puedes venir al hotel?

—¿Ahora?

—Acabo de leer la carpeta.

—Termino una cita. Ojalá no se presente ningún parto de urgencia.

—Hay una persona que la busca, señora —anuncia una de las empleadas y detrás de ella aparece un hombre.

—¿Esteban?

—Disculpa que me presente así.

—Iba a llamarte. Lucina viene en camino, necesitaba verlos para hablar de la carpeta de Ignacio. Siéntate.

Esteban se sienta en la silla frente a Elena, ella tiene la carpeta de Ignacio sobre el escritorio.

—¿Ignacio era Manuel?

—No lo sé, parecen apuntes de una novela como las que acostumbraba escribir.

—Que dejó a medias. —Elena mueve la cabeza hacia un lado y otro, como si negara, con los ojos vueltos hacia arriba—. ¿Cómo podemos saber si es verdad? Habla de sus hijos, de su matrimonio, de Lucina. ¿Y lo demás? ¿Los asesinatos? ¿Crees que él pudo matar a…?

—¿Leticia y Claudia? Según el examen que alcancé a hacer a los cuerpos es poco probable, aunque no tuve tiempo de terminar y no quiero aventurar conclusiones. Además, estuve investigando con el padre de Leticia Almeida. Ayer nos vimos con una amiga de su hija y nos dijo que Leticia salía con un hombre mayor. No pudimos obtener suficiente información porque estaba muy nerviosa.

—¿Saliste con el padre de Leticia?

—Me buscó cuando aparecieron las fotografías, quise contárselo a ti y a Lucina, pero con lo de la carpeta de Ignacio no hubo oportunidad.

—¿Crees que ese hombre mayor es… era Ignacio?

—No lo creo.

—Pero leíste lo que escribió.

—Sí, él escribió que su hermano era un asesino.

—Y él su cómplice.

—Elena, no podemos dar por sentado todo lo que escribió en la carpeta, era un escritor de ficción, todo puede ser mentira.

—¿Para qué se la daría a Lucina si no fuera verdad?

—Tal vez es el manuscrito de su última novela y se lo dio para que no se perdiera.

—Quiero pensar que se trata de una novela. De verdad. De no ser así significaría que estuve tres años con un asesino. ¿Te imaginas? No puedo creerlo. ¿Cómo no lo vi? O por lo menos lo sospeché. Imagina que él sea el asesino, ¿qué va a pasar con el hotel? Con mi vida, con la vida de mi familia. No quiero pensar en todo lo que dirá la gente.

—Tranquila, Elena, tranquila. No es momento para flagelarse. Tranquila.

Un par de golpes en la puerta los interrumpen.

—Adelante —dice Elena. Lucina abre la puerta despacio.

—La recepcionista me dijo que estaban aquí.

Saluda a ambos, deteniéndose un poco más con Esteban.

—¿Estás mejor? —le pregunta él, mirándola a los ojos, sin darle oportunidad de desviar la vista.

—Sí, mejor —responde afirmando con la cabeza.

Ayer, después de que salieron de la cafetería, cuando Lucina les entregó las carpetas, Esteban la alcanzó y caminaron juntos, ella gritaba a media calle que debió escuchar a su madre, que era una idiota, una estúpida por haberle creído a Ignacio.

—Carajo, Esteban, era un cabrón, un asesino —gritaba sin control.

El forense quiso calmarla, pero él toca a los muertos, no a los vivos, los vivos lo intimidan.

—Y encima no era mi madre —repetía Lucina—. Isabel no era mi madre.

Esteban la escuchaba sin comprender.

—Era mentira, Esteban, mentira. —Lucina hablaba en voz alta, tanto que los transeúntes volteaban a verlos, hasta que Esteban la detuvo por el brazo, la miró por unos segundos en silencio, levantó los brazos casi de forma mecánica y la envolvió en un abrazo.

—Hablé con mi hermano… Jesús, el hijo de Isabel, y me confirmó parte de lo que dice la carpeta —dice Lucina, dejándose caer en una silla en la oficina de Elena—. Mi madre… Isabel, le prohibió decirme la verdad, por eso se separó de nosotras, él no quiso continuar a salto de mata. Fue mi culpa.

—No fue tu culpa, fue una decisión que Isabel tomó —afirma Elena.

—Debemos investigar qué es verdad y qué mentira de lo que dice la carpeta. Hay más cosas que debo contarles. —Esteban extrae un paquete de Viceroy del bolsillo de su camisa y Elena toma uno.

—Pensé que no fumabas. —Esteban enciende un cerillo y se lo acerca.

—Lo había dejado hace casi cinco años, entre las cosas que dejé para embarazarme. ¿Verdad? —Señala a Lucina, que se encoge de hombros—. Este es el momento de retomarlo. —Aspira el humo, sintiéndose un poco mareada y al mismo tiempo arrastrada a esa sensación casi olvidada de la primera calada.

Esteban comienza a hablar entre volutas de humo saliéndole de la boca, como si fueran subtítulos en un idioma desconocido:

—El padre de Leticia y yo preguntamos por los lugares donde acostumbraba asistir su hija, hablamos con sus amigos.

—Espera, espera, ¿fuiste con quién? ¿Por qué? Más despacio —interrumpe Lucina.

—Lo siento… Te explicaré lo mismo que ya le he contado a Elena: cuando me informaron de mi baja salí del edificio y me encontré con el señor Almeida, el padre de Leticia, en el estacionamiento. Me atacó y me acusó de haber entregado las fotografías de su hija y su amiga, tuve que convencerlo de lo contrario. Le hablé de mi suspensión y mis sospechas de que no investigarán los asesinatos.

—¿Cómo? —pregunta Lucina—. ¿No se investiga?

—Desde el principio me impidieron terminar con las necropsias y supervisaron la redacción de los informes.

—Vinieron por mí para interrogarme y me mostraron un fólder lleno de papeles; creo que sí hay una investigación, pero enfocada en Ignacio y José María, porque iban juntos en el coche de Ignacio, donde se encontraron las fotos —agrega Elena.

—Trataron de amedrentarte —asegura Esteban.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque conozco el sistema, porque llevo muchos años en él. ¿Qué te preguntaron?

—Querían saber qué había hecho Ignacio esa noche. Sentí que me obligaban a dar una declaración en su contra y decir que yo me había emborrachado y lo había perdido de vista.

—Utilizan un fólder lleno de papeles para amenazar, asegurando que tienen pruebas, una de sus muchas tácticas, la más inocua.

—¿Descubrieron algo Almeida y tú? —pregunta Elena, sentada al borde de la silla, con la sensación de que está a punto de desbarrancarse.

—Buscamos a las amigas de las dos, hicimos las preguntas que nadie había hecho. Lo planeamos sobre la marcha. Pasé por él y le expliqué la alta probabilidad de que las autoridades apostaran a lo de siempre: la desmemoria y la necesidad de las personas de regresar a la rutina, olvidarse de tragedias y asesinatos. Somos un país al que no le gusta rascar en la herida, diseccionarla, esperamos a que se haga una costra y cuidamos de no levantarla, aunque sepamos que debajo se pudre la piel…

—¿Y qué más hicieron? —lo apura Elena.

—Lo siento… me dejé llevar. Luego fuimos a casa del exnovio de su hija, el primero de la lista del señor Almeida. El muchacho nos recibió de mala gana, mientras la madre nos invitaba un café y buscaba las palabras correctas para decir cuánto lo sentía. El muchacho aseguró que terminaron porque ella lo engañaba con alguien que le compraba regalos caros. Almeida no sabía nada.

—Pobre hombre.

—El muchacho sospechaba de un hombre mayor, nadie de su edad podría hacerle obsequios tan caros. Nos proporcionó otros nombres, teléfonos y direcciones de amigos.

—¿Crees que ese hombre mayor es el asesino? —pregunta Elena.

—No lo sé.

—Honestamente, lo que yo necesito es encontrar la verdad sobre mí. Es terrible lo que digo, pero por ahora no me interesa saber quién las mató, ni investigarlo —replica Lucina—. Me interesa saber quién era el hombre que decía ser mi padre. Manuel o Ignacio.

—Te entiendo —afirma Esteban.

—Recuerdo el día en que apareció Ignacio en mi consultorio. «Eres ginecóloga», me dijo después de sentarse. «Te pareces a tu madre». Yo negué con la cabeza y le dije que me confundía con alguien más. «Yo soy tu padre», dijo sin más.

Lucina se levanta de la silla y camina hacia el ventanal que da a un patio interior, se tapa los ojos con la mano izquierda sobre la boca y suspira largo. Elena y Esteban la observan sin atreverse a hablar, Lucina cruza los brazos sobre el pecho y continúa:

—Le pedí retirarse. «Tu madre puede corroborar que soy tu padre», aseguró. Pero Isabel ya había muerto. Volví a insistirle en que saliera del consultorio, incluso pensé llamar a mi marido. «Espera, por favor, tengo años buscándote», suplicó. Me contó que había contratado a varios investigadores y que en ocasiones estuvieron a punto de dar con nosotras, pero en el último momento desaparecíamos. Isabel debía tener un sexto sentido muy afinado para saber cuándo se acercaba. Permíteme convencerte de que soy tu padre, insistió. Las palabras de mi madre se repetían en mi cerebro una y otra vez: «Tu padre quiere matarte, tu padre quiere matarte». Acepté verlo de nuevo, aunque debajo del escritorio me temblaban las rodillas. Pudo más la curiosidad. Lo veía aterrada en lugares públicos llenos de gente, cerca de la puerta. Sin darme cuenta bajé la guardia, lo dejé entrar en mi vida. Qué tonta. He pensado en buscar a Julián en la cárcel, es el único que puede decirnos la verdad, aunque no sé si quiera hablar conmigo, mucho menos contarme algo. Debo intentarlo.

—Tengo conocidos en la Procuraduría General a los que puedo recurrir para organizar una cita.

—Sí, Esteban, por favor, necesito saber la verdad.

—Te acompañaré, Lucy, te lo prometo. —Esteban apoya con torpeza una mano sobre el hombro de Lucina.

—Lo que más me asombró al leer el manuscrito —interrumpe Elena— es la falta de sentimientos.

—¿Cómo? —Esteban se separa de Lucina y regresa a su silla.

—Sí, ¿no lo notaron? —Elena no les da tiempo de responder y continúa—: Ignacio era una suerte de espectador en todos los hechos que cuenta, un observador que presenciaba los actos más atroces sin sentir nada, sin conmoverse, sin asustarse, sin salir corriendo, sin evitarlos o detenerlos.

—Yo también lo noté y por eso pensé también que quizá me había dejado el manuscrito de una novela.

—Necesito mostrarles algo más —dice Elena—. Acompáñenme a mi habitación.

Esteban y Lucina salen detrás de ella, caminan por el borde de la alberca y una pareja los mira con curiosidad.

—¿Cómo pude haber estado con él sin darme cuenta de nada? Qué ciega y qué estúpida. —Elena mueve la cabeza de un lado a otro mientras camina.

—Era encantador —opina Esteban.

—Encantador, sí, esa es la palabra —afirma Lucina—. El primer día que nos vimos me obligué a escucharlo. Observé sus modales, su manera de vestir, su comportamiento, su cabello cano peinado hacia atrás, su gazné tan pasado de moda, pero que le sentaba tan bien. Sus manos grandes, masculinas y al mismo tiempo femeninas de tan cuidadas. Llegué a pensar que era homosexual de tan cuidado, luego entendí que era control, no se permitía ni un cabello despeinado.

—Ignacio me tenía prohibido hurgar en sus cosas, dejaba cerrada su habitación y no permitía que hicieran la limpieza hasta su regreso, con él presente. Todas estas cosas estaban en su cuarto, me ordenó sacarlas el día que murió, no quería que las encontraran sus hijos.

Dentro de su habitación, Elena abre una caja. Esteban y Lucina se acercan. La hija del escritor se lleva una mano a la boca apagando un grito. Esteban se acuclilla despacio, estira una mano y toma un zapato de mujer de los varios que hay en el interior.

—¿Por qué tendría…? ¿Por qué guardaría…? ¿Serán los zapatos de las mujeres que asesinaba su hermano o quizá él…? — Elena interrumpe la pregunta y se cubre media cara con ambas manos.

—No lo sé. —Esteban levanta un zapato frente a su rostro y luego lo regresa a la caja—. Pienso en trofeos, quizá recordatorios, talismanes, fetiches. No quiero adelantar conclusiones ni dejarme llevar por lo que veo.

Esteban hace una pausa para sostener la riada de pensamientos que inundan su cabeza, toma otro zapato y dice:

—Creo que ya sé con qué marcaron a una de las jóvenes: con su propio zapato. Un golpe en la frente. Como lo hacía Julián. Tacones de aguja de dos milímetros… He estado pensando en una pistola, una Kolibri.

—¿Kolibri?

—Sí, pequeña como un colibrí. Ignacio me regaló una. Se fabricaron muy pocas. Debo confesarles que después de leer el manuscrito de Ignacio pensé que él podría haberlas matado, sobre todo por el orificio de Claudia Cosío en la frente, tan parecido a lo descrito en una de sus novelas. Creo que se lo hicieron con su propio zapato, debemos encontrar el par, como en La Cenicienta, para dar con el asesino.

—Esta caja convierte a Ignacio en el posible asesino —concluye Lucina—. ¡Dios mío!

Esteban devuelve el calzado a su lugar y cierra la caja:

—Me voy a llevar la caja, Elena. Por ahora las dos detengan el pensamiento. No vamos a adivinar ni a sacar conclusiones apresuradas, vamos a investigar.

VEINTISIETE

Jueves 12 de septiembre, 1985

10:00 h

La cuenca del río Laja comenzó a ser poblada en el año 200 d. C. por comunidades agrícolas que dejaron testimonios en piezas de cerámica halladas en la región. Cerca de la cuenca, fray Juan de San Miguel fundó la primera capilla en honor a san Miguel Arcángel, patrono del fraile, de ahí el nombre que adquirió la ciudad. La capilla se encuentra en la comunidad de San Miguel el Viejo, donde vive Adolfo Martínez. Adolfo se dedica a limpiar la antigua capilla unos días y otros a pescar carpas y lubinas de la presa.

Todos los días se levanta antes del amanecer y sale tras alimentar a sus animales: siete gallinas, un gallo, una vaca, un puerco y su caballo. Hombre de escaso hablar, lo poco que verbaliza se lo dice a su caballo. Con su mujer se comunica casi nada, monosílabos y sonidos, un lenguaje limitado, pero suficiente para entenderse. Viven en una casa de piedra y adobe, ramas, paja, ventanas sin vidrios, pisos de tierra, igual a todas las demás que componen el poblado pedregoso y polvoso, donde los días son largos y los habitantes son parientes en su mayoría. Adolfo conoce el nombre de todos sus vecinos, pero jamás los saluda al cruzarse con ellos, apenas un movimiento de cabeza desde lo alto de su caballo, un toque a la punta del sombrero y es todo.

Hoy viene a galope dando manotazos a su montura. Sin poner mucha atención al camino, pierde el sombrero al rozar una rama de mezquite.

No sabe a quién dirigirse. Su compadre (uno de tantos) se le atraviesa de pronto:

—Una muerta —le dice casi sin aire. Esas dos palabras son las únicas que le ha dirigido en lo que va del año. Adolfo se baja del caballo tan rápido como sus casi setenta años se lo permiten—. Una muerta —repite.

 

 

Apenas se levanta la bruma, los patos y las garzas dibujan ondas en la superficie del agua donde se recrea el amanecer. Cuando Adolfo sale a pescar, le parece que la barca navega por el cielo y los peces vuelan entre las nubes. Por la mañana acercaba su barca a la orilla cuando la encontró boca abajo en el fango atorada con un tronco.

En la presa han muerto niños, viejos, mujeres, hombres, engullidos por el fondo lleno de ramas hambrientas como intestinos.

Los ojos azules de la mujer se decoloraron con el agua, o así le pareció, le recordaron a los de su abuelo ciego, una mirada muerta que lo persiguió desde niño, como el ojo del viejo en el cuento de Poe.

La volteó bocarriba y el cadáver arrojó tierra y agua, un vómito negro, pastoso. Tenía las manos cerradas en puños. La blusa, antes blanca, se había pintado de un color incierto entre café y verde, y las flores rojas en la línea de los botones sobresalían como lotos. El cabello parecía una medusa castaña.

 

 

La noticia no tarda en extenderse y la gente acude a la orilla de la presa, justo donde desemboca el cauce del río Laja, que no se distingue por la cantidad de agua que hoy contiene la laguna. La impresión no le permitió a Adolfo reconocer a la mujer, pero no tardó alguien más en hacerlo y el nombre de Evangelina llegó hasta la casa de la familia Montero. La insistencia de los golpes en la puerta de la recámara, donde todavía duermen los señores Montero, obliga al esposo a levantarse y a abrir a una de las muchachas de servicio con la cara sudorosa y colorada por ir a la carrera desde la presa, a unos cinco kilómetros de ahí. Con la boca tan seca que las palabras se le adhieren al paladar, la muchacha trata de explicar lo que al padre de Evangelina le cuesta comprender: que debe ir a la presa porque encontraron a su hija ahogada.

Deprisa se calza unos zapatos cafés y sale con la camisa a rayas de la pijama. Cuando llega al lugar, no pueden detenerlo y a sus casi ochenta años empuja al oficial que intenta impedirle el paso y se abalanza sobre el cuerpo de su hija. Arrodillado junto a ella, la levanta del lodo y sin dejar de llamarla por su nombre la abraza contra su pecho, en una escena muy parecida a una piedad renacentista.

—Señor… —tratan de interpelarlo los agentes—. No puede estar aquí. —Él los ignora, no puede escuchar más que su propia voz repitiendo el nombre de Evangelina. Tampoco escucha los gritos de su hijo que salió detrás de él.

Los agentes insisten en separar al padre de la hija para hacer su trabajo. El hijo dice a los hombres que él razonará con su padre, pero pierde todos los argumentos al encontrarse con los ojos ahogados de su hermana y cae de rodillas junto a ellos.

Los gritos de la hermana de Evangelina distraen la atención:

—¡Fue Franco, fue Franco! —grita a su padre, a su hermano, a Miguel Pereda que acaba de presentarse en el lugar. Se ha quedado clavada en el lodo, no se atreve a acercarse más, no quiere ver a su hermana—. Él la golpeaba. Él la mató.

En un reflejo, el mismo impulso que sentía el hermano cuando sus hermanas eran pequeñas y debía defenderlas, se levanta para correr a buscar a su cuñado en su casa, pero los agentes lo detienen y no le permiten avanzar y le prohibirán el acceso durante toda la mañana.

A las diez de la mañana el cuerpo de Evangelina viaja rumbo al anfiteatro con la familia Montero detrás de la ambulancia.

 

 

Miguel Pereda increpa al dueño del Diario de Allende, encerrados en el despacho de este, quien da un trago a la botella de Bacardí que trae en la mano. Sobre la alfombra hay regadas más botellas de distintas bebidas, libros, hojas, plumas, portarretratos, pisapapeles, vidrios y objetos que no se sabe a ciencia cierta qué eran, cada uno descansaba en su lugar específico antes de ser víctima del embate de ira que descargó Humberto Franco contra todo.

—Humberto, escúchame, tienes que explicarme qué sucedió. Qué le hiciste a tu mujer.

Franco, escondido detrás de la botella, observa a Pereda con los ojos inyectados de alcohol, odio y sangre.

—¿Sabes qué hizo la pendeja?

Miguel Pereda niega con la cabeza.

—Le llevó la fotografía a Antonio Gómez. La pinche vieja malparida le llevó la fotografía.

—¿Qué fotografía? ¿De qué hablas?

—De la foto que nos tomó la escuincla esa noche. ¿No te acuerdas?

—No.

Franco se lleva la mano a la frente con desesperación, da otro trago a la botella. Pereda se acerca y le arranca el Bacardí de las manos.

—Te necesito sobrio para lo que sigue, vas a tener que declarar.

—¿Declarar? No… no voy a declarar na-da. Na-da —dice hipando—. La fotografía me la regresó Gómez, no la va a publicar. Mira, aquí la tengo.

Franco camina en zigzag sobre las cosas en el suelo, los objetos crujen bajo sus pies, trata de alcanzar el escritorio, pero tropieza y cae al suelo de rodillas, golpeándose la cabeza con la esquina del mueble.

—¡Ay, cabrón! —alcanza a gritar. La herida sangra de inmediato. Se lleva las dos manos a la frente—. ¡Chingada madre! —Se levanta despacio con la ayuda de Pereda, quien se pierde entre la corpulenta figura del otro. Con pasos inseguros se dirige al baño, se mira el corte en la frente y cuando está a punto de dar un golpe al espejo Pereda lo detiene por detrás:

—Ya, cálmate —le ordena. Toma la toalla y la empapa para limpiarle la herida—. No será suficiente, tal vez tengan que suturarte.

Humberto Franco vuelve a mirarse en el espejo, se agacha sobre el lavabo y se echa agua en la cara. Gruesos goterones de sangre caen sobre la cerámica blanca diluyéndose con el agua.

—¡Putísima madre! —dice secándose.

Miguel Pereda se acerca al escritorio, pisa los objetos repartidos por la alfombra; hay poco espacio para caminar. Escucha el quejido de un vidrio quebrarse bajo la suela de su zapato, no sabe que se trata del portarretratos con la foto del padre de Franco con un ejemplar del periódico entre las manos. El propio Humberto la tomó a los doce años y la dejó enmarcada sobre su buró para sentir la compañía de un padre ausente.

Miguel Pereda toma del escritorio una copia fotostática a colores que descansa junto a un cenicero repleto de colillas.

—¿De dónde salió esto? —pregunta con los ojos abiertos de par en par. Observa su cara de borracho en la imagen. «Qué cara de imbécil tengo», piensa. Mira a Claudia Cosío y algo que no había sentido en mucho tiempo se espabila dentro de él, algo parecido a la compasión, pero es solo un destello que desaparece pronto dando paso al miedo.

Franco sale del baño con la camisa empapada de sangre y agua y con la toalla sobre la herida. Se siente más despejado. Esquiva el tiradero hasta dejarse caer en un loveseat de piel café, que de milagro ha salido indemne de la hecatombe de horas antes.

—La tomó Leticia ese día.

—¿Cuándo? No lo recuerdo.

—La tomó después de que llegamos al motel.

—¿Por qué la tenía tu mujer?

—Por pendejo. La olvidé dentro del pantalón. La recordé cuando me entregó la copia Gómez, mi mujer tenía la original.

—¿Por qué mierda se la entregó tu mujer a Gómez?

—Por cabrona, porque creyó que él la publicaría. Le dijo que tenía la noticia del año. Hace tiempo Gómez y yo tuvimos un desacuerdo y nuestra relación se limitaba a ser competencia, aunque nunca llegó a ser un adversario. Ayer por la noche se apareció con la copia y me la entregó porque no quiere problemas ni conmigo ni contigo.

Franco no le cuenta a Pereda que la principal diferencia entre Gómez y él era que Evangelina, antes de ser su novia, salió en un par de ocasiones con Antonio Gómez. Pueblo chico, infierno grande. Cuando este abrió su periódico, Franco dijo, burlón, que quería imitarlo. Antonio Gómez intentó que El Observador de Allende fuera el contrapeso del Diario de Allende, tendencioso y a favor de la política. Sin embargo, entendió pronto que debía hacer alianzas y quiso ganarse también el favor del gobierno, tanto que el propio Franco lo llamó lambiscón.

—¿Qué pasó con tu mujer?

Franco suspira, levanta los hombros y decide cuál parte de la escena de la noche anterior no debe contarle, aunque la realidad es que no ha podido recordarla toda, armar el rompecabezas. No le dirá a Pereda que cuando ella entró en la casa él la esperaba junto a la puerta. La atrapó del brazo y se la llevó a la fuerza a su despacho, donde alcanzó a ver por la ventana las luces de las pocas casas a la orilla de la presa reflejadas en el agua. Tampoco le contará que la arrojó al piso. «¿Qué querías hacer con esa fotografía?», le gritaba. Ella le suplicaba que no la golpeara. Jamás se imaginó que Gómez la traicionaría, se sentía como una niña pequeña atrapada en una falta grave, muy grave. «No, Beto, mira…», quiso explicarle sin encontrar las palabras para calmarlo. «¿Dónde tienes la original? ¡Entrégamela!».

Franco tampoco dirá que la azotó contra una de las mesas laterales del sillón café.

—Mi mujer salió ayer de la casa cuando vio que yo tenía la copia y no ha regresado —dice Franco, mientras aprieta la toalla contra la herida que no deja de sangrar.

—¿Y la original?

—No lo sé. Hasta que aparezca Evangelina lo sabremos.

—Está muerta. ¿No lo sabes? Un hombre la encontró en la mañana a la orilla de la presa, a menos de un kilómetro de aquí.

—¿Qué?

—Humberto…, no quieras verme la cara de pendejo. Dime la verdad. ¿Qué pasó?

—Te estoy diciendo la verdad. Tuvimos una discusión muy fuerte y salió de aquí.

—¿Estás seguro?

—Mierda, Miguel, estoy seguro.

Miguel Pereda observa a Franco de arriba abajo, el agente está a punto de derrumbarse, los últimos acontecimientos pueden arruinar su carrera.

—Creemos que fue un accidente. Tropezó en la oscuridad y se golpeó contra una piedra en la cabeza, cayó boca abajo y el lodo le impidió respirar. Se llevaron el cadáver a la morgue, pero todavía no contamos con un forense aprobado por el procurador. Se está complicando todo, Humberto.

Franco casi puede escuchar los gritos de su mujer. Como si recordara la escena de una película vista mucho tiempo atrás, su memoria proyecta a su mujer que corría delante de él. La oscuridad le impedía verla con claridad, una sombra asustada que gritaba y se tropezaba hasta que él le dio alcance. Le puso las manos en el cuello y la zarandeaba mientras el aire soplaba sobre la superficie del agua.

—Vamos. Debo llevarte a declarar —dice Miguel Pereda, toma por el antebrazo al hombretón que se deja conducir, mientras en el cerebro de Franco se repite el momento en que empujó a Evangelina y escuchó el sonido del cráneo al romperse contra una piedra.

La puerta se abre de golpe.

—¡Señor! —grita una de las empleadas domésticas. Detrás de ella un hombre extrae una pistola de la bolsa de su chamarra y apunta a Franco y luego a Pereda. La muchacha corre fuera de la habitación al ver el arma, el hombre cierra la puerta.

Humberto Franco da un paso largo hacia él:

—¿Qué chingados…?

—¡Quieto! —ordena el hombre, nervioso, con los ojos rojos, inflamados.

Miguel Pereda detiene por un brazo a Franco:

—Tranquilo. —Se dirige al intruso con las manos en alto—. Tranquilo.

—¿Ricardo? —pregunta Franco al reconocer a Ricardo Almeida.

—¿Quién fue? ¿Quién mató a mi hija? —Ricardo Almeida apunta a uno y a otro—. ¿Quién? —La voz se le deshace en hilachos.

—Tranquilo —repite Miguel Pereda.

—Ricardo… No… Ninguno de nosotros.

—¡Estuviste con ella esa noche! ¡Estuviste con ella!

—Sí, estuve con Leticia. No lo niego… Mira, Ricardo. No sé cómo… tu hija…

—¡Cállate, cabrón! No se te ocurra hablar mal de mi hija. ¡Cállate!

Franco se lleva la mano a la herida de la cabeza que ha vuelto a sangrar, un diminuto río rojo le escurre hasta el ojo derecho.

Almeida levanta la pistola:

—Si no me van a decir quién la mató, tendré que matarlos a los dos.

—Nosotros no la matamos. No sabemos quién lo hizo —trata de explicar Miguel Pereda sin bajar las manos.

—Ustedes se las llevaron.

 

 

Ayer por la noche Evangelina de Franco atravesó la puerta de casa de los Almeida como tantas otras veces. No era la misma Evangelina; era un animal herido, rabioso, con ánimo de morder, de esparcir la infección. No quería hablar, reparar o quizá disculparse por las acciones de su marido. No. La Evangelina que atravesó la puerta quería inocular su odio. Mónica Almeida, vestida con la pijama que se había convertido en su uniforme desde la muerte de su hija, la recibió con una bata que se echó encima, más por costumbre que por estar presentable:

—Eva, nada más por ser tú, pero no tengo ganas de ver a nadie.

—Moni…

—Eva, te confieso que no quise ser grosera contigo, porque has sido muy amable estos días.

—Moni, necesito hablarte de la muerte de Lety. No sé cómo hacerlo… Debo mostrarte algo.

Mónica Almeida la vio sacar la instantánea de su bolsa, mirarla por un momento y luego, como en cámara lenta, entregársela. Mónica tomó la foto y la observó, sacó sus lentes de una de las bolsas de la bata. La imagen se aclaró, reconoció al marido de su amiga y a Claudia Cosío. No supo quién era el otro hombre. Miró la fotografía por unos minutos tan largos que a Evangelina de Franco le parecieron horas. El tiempo se detuvo para las dos, el tiempo tal cual lo conocían. Mónica Almeida habitaba un tiempo sin tiempo desde la muerte de su hija. Sintió una sacudida parecida a una descarga eléctrica recorrer su espalda hasta su cerebelo, presionar los dos hemisferios y helar su corazón. Tuvo que acercarse a una de las sillas del recibidor y se dejó caer, el mueble crujió con el peso de todo lo que Mónica Almeida comprendió: su hija había tomado la foto con la cámara Polaroid que le regaló su padre.

Evangelina no supo qué decir, qué hacer. Se había dirigido a casa de los Almeida llena de odio, enojo, frustración, con ganas de vengarse, con una punzada en la costilla y dolor en donde la había golpeado su marido.

—¡Ricardo! ¡Ricardo! —gritó Mónica desde la silla donde se había desplomado.

Almeida bajó la escalera a toda prisa.

—¿Qué pasa? —Vio a su mujer exánime, no se detuvo a saludar a Evangelina, quien se había echado dos pasos atrás y abrazaba su bolsa con fuerza, como si fuese un salvavidas para evitar ahogarse en la tormenta que había provocado.

Mónica entregó la Polaroid a Ricardo Almeida.

—Estaba con ellos —explicó Mónica ante el silencio de su esposo.

Él se acercó a Evangelina y la tomó por el brazo:

—¿Sabes qué sucedió?

Ella negó con la cabeza. En algún momento pidió permiso para sentarse, entre una y otra de las preguntas que le hacía el padre de Leticia. Les explicó lo mismo que a Antonio Gómez. Su hermana la había acompañado a ver a Gómez y llevó la conversación con el director del periódico. «Debes ir a ver a los Almeida, Eva», le dijo, «ellos deben saber la verdad antes de que salga en las noticias». Los Almeida discutieron si debían llamar o no a los padres de Claudia Cosío. Evangelina se disculpó:

—Debo volver a mi casa.

Si se hubiera quedado los habría escuchado decidir sobre lo que debían hacer.

Habría escuchado a Mario Cosío, ese hombre que no le gustaba porque maltrataba a su mujer y se veía retratada en ella, insistir en que no podrían enfrentarse contra los judiciales o los ministeriales. Empecinarse en dejar las cosas como estaban, porque nada cambiaría la muerte de sus hijas.

Habría escuchado, también, a Martha Cosío llamarle cobarde a su marido por primera vez desde que se conocieron.

Habría visto a Ricardo Almeida interponerse entre los dos, pero sobre todo a Martha Cosío encarar a su esposo con un dedo índice: «No, Mario, ya no me vas a pegar».

Tampoco vio a Mario Cosío salir con un portazo, ni a las mujeres abrazarse.

Si hubiese atestiguado toda esa escena, ahora no estaría muerta.

Convinieron en que lo mejor sería buscar el consejo de un abogado, tratar de llegar con un juez, con el procurador. Hicieron un recuento de sus amistades influyentes en el gobierno, una lista de quienes imaginaban menos corruptos. Ricardo Almeida afirmaba, negaba, opinaba, pero en su mente cobraba fuerza una imagen: su revólver Smith & Wesson .38 especial, con el que acostumbraba ir al campo de tiro una o dos veces al mes.

Salió por la mañana y prometió regresar para acudir con el abogado.

Se dirigió a casa de Humberto Franco y se encontró con todo el jaleo derivado de la muerte de Evangelina. Permaneció en su vehículo hasta que se marcharon todos y se quedaron Franco y Pereda solos.

 

 

—¡No, Ricardo! —grita Mónica Almeida al abrir de golpe la puerta del despacho de Franco.

«El único modo de quedarme tranquilo será cuando esos cabrones estén presos o muertos», le había dicho en la madrugada, al meterse a la cama para intentar dormir un rato. No lo consiguieron. Luego de esperarlo toda la mañana, Mónica Almeida buscó el arma donde la guardaba y al no encontrarla adivinó sus intenciones y corrió a buscarlo a casa de los Franco.

Humberto Franco se lanza en ese instante sobre Almeida.

El padre de Leticia tira del gatillo.

La escena se congela por un segundo antes de que Franco caiga al piso y su cuerpo y las cosas debajo de él restallen y se quiebren.

Décimo quinto fragmento

A la muerte de mi madre el aspecto de mi padre se volvió catastrófico. Pasaba el tiempo y la barba crecía salvaje, sin poda o guía. Una conjunción de pelos que no acababan de formar una comunidad: había espacios tupidos, medio tupidos y vacíos. Como si no quisieran tocarse unos con otros, igual que nosotros: tres asesinos dentro del mismo espacio, pero sin relación alguna. Tres pelos de la barba de mi padre que nunca alcanzaron a tocarse, solo se dividían los gastos del sitio que ocupaban.

Dejó de utilizar trajes. Para mi madre los zapatos eran su más preciada posesión, y para mi padre, sus trajes que mandaba hacer a la medida. Ella era la principal proveedora del dinero que él se gastaba en sombreros, sacos, pantalones, camisas, corbatas; era un asistente con estilo, un vendedor de niños con clase.

Pienso que debería de existir una clasificación para los tipos de cómplices dependiendo del asesino.

Existe el cómplice y el coautor. Coautor es el que realiza un delito en conjunto, colabora consciente y voluntariamente, aporta una parte esencial en la realización del plan durante la fase ejecutiva.

Cómplice es una persona que participa o está asociada a un delito, sin haber sido autora directa del mismo.

Mi padre era coautor y cómplice. Le corresponde la creación de la Ogresa. El cerebro detrás de la operación. Más que asistente, guiaba a mi madre: él era quien decidía.

La especialidad de mi padre era la venta de niños. Quizá por eso le gustaba vestir de traje, como un vendedor de enciclopedias o aspiradoras a domicilio: Traigo lo último en niños para el hogar.

Sin mi madre su vida perdió sentido, muerto el perro se acabó la rabia, la complicidad y la mercancía para la venta.

Un día traspasó La Quebrada y desapareció. Dejó sus trajes colgados en el armario y no regresó a casa. Muchas veces dormía fuera de casa, por lo que no me di cuenta de su ausencia hasta una semana después. Le pregunté a Julián por él y obtuve un levantamiento de hombros por respuesta.

Revisé la recámara de mis padres, terreno poco conocido, una semana después. Traspasé esa habitación prohibida como si cometiera un delito más grave que asesinar mujeres. Dentro del armario continuaba la ropa de mi madre con su olor, al percibirlo debí contenerme para no escapar de ahí. La memoria olfativa de mi madre originó una revolución en mi interior. Di un salto hacia atrás y terminé en el piso, sin aire. Desde el suelo observé las prendas colgadas en ganchos, suspendidas en un tiempo inexistente. Fibras textiles del pasado que se aferraban al presente. Anacronismos que arranqué de las perchas y arrojé uno sobre otro, y formé una montaña hecha con las capas geológicas de la existencia de mi madre. Vestigios que hacían referencia a todas las etapas de mi vida. Recuerdos que me provocaban vértigo.

Hice con la ropa de mi madre lo mismo que con los restos de los niños: los tiré dentro de bolsas de plástico a los baldíos y los botes de basura lejanos a casa. Despojos que quería lejos, muy lejos. Quizá los encontró alguien, un pordiosero o un pepenador y hoy la ropa de la Ogresa la viste alguien que ha mezclado el olor de mi madre con el suyo e ignora que entre el tejido late, escondida, la maldad de Felícitas, del mismo modo que late entre mis genes.

Tiré ropa, bolsas, zapatos, desnudé la habitación de la presencia de mi madre que se resistía a abandonar la casa, solo dejé las cosas de mi padre, por si regresaba.

La desaparición de mi padre mantuvo el revoloteo de un pensamiento entre mis neuronas: quizá no se había largado, tal vez mi hermano lo había desaparecido. No lo supe entonces, no lo sé ahora, lo ignoraré siempre. No se lo pregunté porque, confieso, en el fondo deseaba que lo hubiese hecho. Con el tiempo saqué también su ropa y sus pertenencias.

Hace algunos años escribí una novela corta que se vendió muy bien y se ha reeditado varias veces, donde exorcicé una imagen recurrente, obsesiva: fantaseaba con encontrarme a alguien vistiendo la ropa de alguno de mis padres. Se me convirtió en manía observar con atención a los indigentes. La novela contaba la vida de un hombre que un día cualquiera se encuentra con una mujer que trae puesto un vestido que perteneció a su madre, y que él había donado a una institución de caridad. El personaje seguía a la mujer hasta una casa en una colonia de clase media, no muy alejada del lugar donde él vivía. Después se presentaba con ella y al paso de los días entablaban una relación amistosa. Se enteró de que la mujer trabajaba en el sitio donde él había dejado la ropa de su madre. Quienes laboraban en la institución acostumbraban quedarse con las donaciones en mejor estado. La primera y única vez que hicieron el amor, él le pidió ponerse el vestido que fue de su madre. La abrazó, la besó, la estrujó y rastreó desesperado el efluvio de su progenitora. Cuando creyó descubrirlo tuvo una erección tan turgente, tan dolorosa, tan erecta, que al penetrarla ella gritó traspasada. La embistió aferrado a la tela del vestido, que terminó por romperse al tiempo que él se vaciaba llamándola en pleno frenesí: mamá.

VEINTIOCHO

Viernes 13 de septiembre, 1985

11:45 h

La marcha está por comenzar. Arrancará a las doce en punto del Jardín Principal. El cielo amaneció nublado, cerrado como el ánimo de quienes se congregan. Todos vestidos de blanco. La convocatoria fue de Tierry Smith, vecina de la familia Cosío, la voz se corrió desde las siete de la mañana invitando a marchar ese mismo día para mostrar el descontento con las autoridades, que parecían no hacer lo necesario para resolver el asesinato de Leticia Almeida y Claudia Cosío.

 

 

A las cinco de la mañana Martha de Cosío había salido de casa de los Almeida; la noche anterior, después de hablar de la fotografía y lo que harían, no la dejaron salir tan tarde y le prepararon el sofá-cama del cuarto de visitas. Regresó a su hogar, temerosa de encontrarse con su esposo. No había nadie. Martha entró en ese espacio donde ha vivido los últimos veinte años de su vida con la sensación de ser la primera vez que lo hacía. Observaba los pisos, los muros, los cuadros que ella misma colgó, y que alguna vez le parecieron bonitos, como ajenos, como si pertenecieran a alguien con un gusto distinto al suyo. Notaba el olor, que antes ni siquiera percibía, y no le gustó. Extranjera en su propia casa.

Pasó una mano por la encimera de la cocina llena de platos, vasos y cubiertos abandonados por sus hijos y su marido, sucia, pegajosa. Desde la muerte de Claudia dejó de interesarse por lo que sucedía. Lavaba trastes y hacía la limpieza como autómata, inteligencia artificial programada para el quehacer del hogar, rutina terapéutica para no pensar.

Caminó hasta su habitación como si no conociera el camino. Se metió a la regadera. El agua arrastró sus lágrimas y bautizó a esa mujer que se desprendía de las células muertas que resbalaban hasta el pequeño remolino debajo de sus pies. Se vistió y pensó en tender la cama y recoger un poco; sin embargo, en vez de eso tomó la fotografía que le había entregado Mónica Almeida, donde aparecía su hija. Se dio cuenta de que era la última foto de Claudia y se llevó la imagen al pecho, como para protegerla de esos dos monstruos. La corroyó el ácido de la culpa por haberle permitido salir. Ella gestionaba los permisos, y aunque quería librarla de los pecados, también debía alejarla de ese padre violento. Quería tenerla en casa y al mismo tiempo expulsarla para protegerla. «No hay ni habrá penitencia suficiente para exonerarme», pensó.

Miró la imagen de la Virgen que la observaba desde una repisa donde tenía un altar, sobre un reclinatorio donde todos los días se hincaba a rezarle a ese dios que había permitido que dos demonios abusaran de su hija y la mataran. De un manotazo tiró todo. La figura de pasta de María se decapitó al estrellarse contra las baldosas de barro. Cristos crucificados terminaron esparcidos por el suelo, lo mismo que rosarios y medallas: añicos de veinte años de matrimonio.

Tal y como lo habían hablado Mónica Almeida y ella, a las seis y media de la mañana se presentó en casa de su vecina: Tierry Smith, esposa de un teniente coronel, veterano de la guerra de Vietnam, y que tenía algunos años de haber llegado a San Miguel. Le contó lo sucedido y le dijo que nadie en la ciudad se atrevería a enfrentarse a Franco o al Ministerio Público. Tierry le respondió que ningún mexicano se atrevería, pero que los estadounidenses no tenían miedo y no podían permitir atrocidades así en el lugar que habían escogido para vivir.

Rápida como el fuego en una mecha se corrió la voz y para media mañana ya se había organizado una marcha encabezada por las decenas de estadounidenses dispuestos a devolver la paz y la tranquilidad a esa ciudad. Sacaron copias de la fotografía y la repartieron. El rostro de Claudia Cosío, con los ojos casi cerrados a punto de resbalarse por la cama del motel, se convirtió en el estandarte.

 

 

La primera gota de lluvia cae al momento de caminar rumbo al Palacio Municipal. El cielo encapotado da unos paseíllos para azuzar a la multitud que no se amedrenta; por el contrario, es más firme su andar sobre los adoquines resbaladizos.

 

 

Con pasos cortos, ansiosos, Miguel Pereda camina de un lado a otro en la oficina del presidente municipal, hacia donde se dirige la marcha; ahí se encuentran reunidos el licenciado Bernabé Castillo, juez penal, el procurador de justicia del estado de Guanajuato, el presidente municipal y Miguel Pereda.

—No nos recibiste cuando fuimos a verte —repite por tercera vez. Bernabé Castillo observa la lluvia por la ventana con la esperanza de que arrecie y deshaga la manifestación que avanza hacia esa oficina.

—No quería ver a Franco, no soporto a ese prepotente.

—Las cosas se complicaron. Tratamos de contener lo de los asesinatos, ya habíamos encontrado un culpable. Se salió de control por culpa del pendejo de Franco.

—Miguel, cabrón, debes renunciar o te suspenderemos, no hay de otra —dice el procurador.

—Si yo caigo, caemos todos, Franco, el juez Castillo, tú.

—No me amenaces, pendejo. En esa fotografía aparecen solo ustedes dos. Se están alborotando los estadounidenses y no lo vamos a permitir ni el gobernador ni yo. Renuncia por las buenas. Después ya veremos, tal vez puedas regresar.

—¿Y Franco?

—Miguel, preocúpate por ti. Los dos se han convertido en los principales sospechosos del asesinato, y Franco, además, es el presunto homicida de su mujer —interviene el presidente municipal.

—Lo de la mujer de Franco es otra cosa, yo les aseguro que no matamos a esas pendejas malparidas.

—No tienes credibilidad para asegurar nada —afirma el licenciado Castillo.

—Por lo pronto reinstalamos a Del Valle, él se hará cargo de la autopsia de Evangelina Montero. Espero tu renuncia. Será mejor para ti. Puedes alegar que te vas porque eres inocente y no quieres interferir en la investigación y estás dispuesto a cooperar. No sabemos qué pasará después de la marcha. —El procurador se pasa una mano por el rostro y cierra los ojos por un momento, exasperado.

 

 

La marcha avanza despacio. Sobre las personas que caminan y quienes observan llueven gotas y palabras: Homicidio. Impunidad. Asesinos.

Pancartas en español e inglés suben y bajan en manos de sus portadores.

Los ecos rebotan contra las paredes del Hospital General, donde Esteban del Valle se adentra en los secretos que esconde el cadáver de Evangelina Montero. Observa el rostro limpio, sin lodo.

—¿Qué sucedió? —le pregunta. Jamás podrá reconstruir la escena completa, no podrá arrancársela al cuerpo de esa mujer hermosa hasta en la muerte.

Sin haber estado in situ, tratará de adivinar cómo murió desnucada. Se imaginará el momento de la caída y el golpe en la raíz del cerebelo. No podrá poner en el informe que ella salió de su casa en la noche. Corría. Escapaba de Humberto como un animal asustado. El miedo no la dejaba pensar, puro instinto de supervivencia. Después de que Franco la empujara y su cráneo se rompiera como una nuez, rodó hasta el agua y quedó boca abajo.

Todo eso no lo escribirá Del Valle en su informe; sin embargo, dirá que tenía otros golpes más viejos, costillas lesionadas, golpes internos. Su imaginación proyectará en su mente a Humberto Franco golpeándola.

—Era un cabrón, ¿verdad? —le pregunta, limpiando el costado del cuerpo con una gasa.

 

 

La lluvia amaina vencida ante la resistencia de la marcha. Convertida en un chipi chipi, acompaña a hombres y mujeres por las estrechas calles.

Algunos gritan y otros avanzan en silencio. Un silencio coral que resuena en las paredes, las tejas y los tejidos corporales. En las calles y banquetas. Un Triángulo de las Bermudas que se traga lo que encuentra a su paso.

Virginia Aldama avanza con el paraguas cerrado en la mano. Hoy muy temprano, Leopoldo López se había presentado en la funeraria para avisarles de la marcha —desde los asesinatos los dueños de ambas funerarias han reanudado su amistad—. Virginia camina sola, su marido no quiso asistir, tuvieron una discusión porque ella le repitió que trabajar con muertos lo ha hecho insensible.

—Una muchacha asesinada no es un muerto cualquiera, como los que llegan a la funeraria —le dijo y obtuvo como respuesta un levantamiento de ceja.

Se pasa una mano por el cabello mojado en un vano esfuerzo por componer lo irreparable. Se siente muy cercana a Leticia Almeida, como si descubrirla en la intimidad de su muerte la hubiese convertido casi en su pariente.

La oleada de blanco pasa frente a las oficinas del Diario de Allende, se detiene un momento y los gritos de cobarde, asesino, abusador, violador retumban en la redacción, donde minutos antes debatían el director editorial y los reporteros, incluido Leonardo Álvarez, sobre publicar o no una esquela para Evangelina de Franco, o si debían o no cubrir la marcha. Leonardo Álvarez cierra las ventanas para dejar la gritería afuera.

 

 

A tres pisos sobre la morgue, Humberto Franco, ahora viudo, pide a una enfermera más analgésicos. Afuera está un policía; oficialmente Franco está en calidad de presunto homicida, pero su abogado ya se encargó de que la palabra oficialmente no se repita, y después de entregar un sobre con dinero sabe que el guardia es de utilería. Su hija ha permanecido a su lado porque él la obligó a quedarse ahí, había ordenado a su chofer que no le permitiese salir de la habitación.

—Papá, dime qué pasó con mamá. ¿Es verdad que tú la mataste?

—Ya tienes boleto de avión, saldrás en la noche. Hay que partir lo antes posible. Te trasladaremos en helicóptero al D. F. Ya está todo listo para dejar el hospital, te recibirá el especialista en Houston —interrumpe el abogado de Franco.

—¿Houston? ¿Vas a Houston? No te puedes ir. Papá, respóndeme. ¿Mataste a mamá?

—Aquí quieren amputarme la pierna y encerrarme por un delito que no cometí. Te irás conmigo.

—Yo no iré contigo a ningún lado. Me tienes aquí a la fuerza. Además, hay que enterrar…

—Tu tía y tus abuelos se encargarán del entierro.

—¡No! Yo no me puedo ir. ¡No me quiero ir! ¡Estás loco! —La voz se le convierte en llanto.

La noche anterior en casa de su tía se había emborrachado con su prima en la recámara. Robaron una botella de tequila del mueble del comedor, porque la prima le dijo que debía olvidarse de sus papás y sus pleitos, ella no tenía que pagar los platos rotos ni ser la cuidadora de su madre. Entre argumento y argumento brindaron con tragos directos a la boca de la botella, despertaron la risa y aletargaron la conciencia. Un litro de tequila les alcanzó para dormir hasta tarde. Su tía no quiso despertarla cuando les avisaron de la muerte de Evangelina; le avisó a media mañana, cuando Esteban del Valle le dijo que le tomaría tiempo terminar con su hermana.

—Tu madre murió —le dijo a su sobrina sentada en la orilla de la cama de su hija, donde las primas sobrevivían a la resaca. Quiso detenerse, no decir más, pero la frustración y el enojo pudieron más—: Creo que tu padre la mató. —Al decirlo sintió como si las cuerdas vocales se enredaran en un nudo gordiano, hiperventiló y debió recostarse por un instante, mientras su hija abrazaba a su prima.

 

 

—No pueden permanecer tantas personas aquí —ordena una enfermera en la habitación de Franco.

—Humberto, si te vas, no podemos asegurar que se salve tu pierna, puedes tener septicemia y gangrena en los tejidos —insiste un médico.

—No importa, no puedo quedarme.

Teme por su pierna y por lo que se le viene encima. Por más que intenta pensar en algo más, no puede borrar de su mente el sonido del cráneo de su mujer al reventar contra la piedra.

En ese momento centenas de personas marchan hacia el Palacio Municipal, y la fotografía que tomó Leticia Almeida circula y se esparce como una epidemia.

 

 

Tres pisos abajo, la hermana de Evangelina espera afuera de la morgue. Culpó a su cuñado, le gritó y lo llamó asesino hasta que el personal del hospital la mandó callar. Desde que se instaló en la misma silla donde días atrás Mónica Almeida esperaba el cuerpo de su hija, se cubrió la nariz con un pañuelo al que rocía con perfume constantemente. No ha llorado por su hermana, no quiere hacerlo, necesita que el enojo, la frustración, el coraje y el deseo de venganza contra Humberto Franco no se diluyan con las lágrimas.

 

 

Los caminantes pasan frente a la Posada Alberto. Algunos huéspedes se detienen en el portón para verlos pasar.

What happened? —pregunta una niña a su padre.

Consuelo le responde detrás de ellos:

Somebody murdered two girls few days ago. They are marching to force the government and find the guilty.

Consuelo observa en actitud reverencial el paso de la columna. Reconoce a la mayoría, que la saluda con un movimiento de mano o una inclinación de cabeza.

—Chelo, vente con nosotros —le dice una mujer que sale de la formación.

—No puedo, tenemos mucho trabajo.

—Esto es más importante. No vas a tener trabajo si los turistas dejan de venir por la inseguridad.

—Lo sé, pero no puedo salir —contesta terminante. Da media vuelta y sale en busca de Elena. Pregunta a uno de los empleados por su sobrina: «Salió hace rato», obtiene como respuesta, y piensa que deberá contratar otra enfermera para su hermana en lo que su sobrina recobra la cordura y se avoca al hotel.

 

 

A unos metros de la habitación de Humberto Franco, Elena Galván observa la respiración intranquila de José María y su gesto contraído.

—Josema —le dice bajito. Se siente un tanto ridícula hablándole a alguien que claramente no la escucha, aunque todos digan que sí y que está comprobado que la gente en coma oye todo lo que se le dice—. Tienes que despertar y explicarme el accidente con Ignacio. ¿Por qué iban juntos? Acabo de saber que Ignacio no es Ignacio sino Manuel. Se cambió el nombre y es hijo de una asesina de niños. Hermano de un hombre que está en la cárcel por asesinar a cuatro mujeres, incluida su madre. No podría leerte lo que escribió, es de una frialdad bestial. No sé si puedes oírme, quizá te digo cosas que no debería. Tenía una caja con zapatos de mujer. Ah, y una hija, por eso vino a San Miguel y por ella se quedó. Estuve tres años en una relación con un desconocido, bueno, en realidad año y medio. Ya no sé si estoy de luto por su muerte, triste, enojada, azorada o cómo.

Elena suspira largo y expulsa fuera todas las palabras que no ha dicho a José María, todas sus dudas conscientes e inconscientes, el cansancio que se le acumula en el alma y en el cuerpo. Le acaricia la frente y lo besa entre las cejas.

—Vendré pronto —dice y sale de la habitación.

Ya fuera se encamina a las escaleras.

—Yo no iré contigo. —Escucha y se gira para encontrarse de frente con Beatriz Franco y su padre, este último en una camilla empujada por su empleado y un enfermero:

—No te estoy preguntando, escuincla pendeja.

—Intenta detenerme.

—Sebastián, detenla —ordena a su empleado.

—No, Humberto. Deja a tu hija, ya tenemos todo en el coche, debemos salir ahora mismo. Debemos irnos antes de que te lo impidan.

Beatriz Franco pasa junto a Elena como exhalación, ella alcanza a escuchar el sonido de sus botas contra los escalones, mientras los hombres desaparecen al cerrarse las puertas del elevador.

 

 

Tímido, con ganas de participar en lo que sucede, el sol se asoma por detrás de una nube casi tan blanca como la ropa de algunos de los marchistas. Están a poco más de un kilómetro de su objetivo.

Insegura, Lucina se une a la multitud. Una de sus pacientes la palmea en la espalda y la felicita por estar ahí.

—No podía faltar —dice Lucina—. Leticia Almeida era mi paciente.

—Hizo bien en venir, doctora, necesitamos que esos imbéciles del gobierno se dejen de pendejadas y detengan a los culpables —interviene el esposo de la mujer, vestido de mezclilla con una camiseta blanca.

 

 

—No deben verte aquí —ordena el procurador a Miguel Pereda—. Los gringos y su marcha están por llegar y no quiero que nos vean juntos. Debes renunciar a tu cargo, Miguel, es por un bien mayor.

—Lo voy a pensar —dice al tomar su chamarra.

—Es una orden.

Miguel Pereda abre la puerta del despacho. Los gritos de la marcha comienzan a escucharse.

—Una cosa más, Pereda —lo detiene el licenciado Castillo—. Suelta a Ricardo Almeida, no tenemos nada en su contra. El disparo fue culpa de Franco, lo sabes.

—Iba dispuesto a matarnos.

—No lo hizo. Una lástima. Suéltalo de inmediato.

El presidente municipal se asoma por la ventana, se arregla el nudo de la corbata y se sacude los hombros del traje. A lo lejos alcanza a ver un arcoíris y debajo aparecen las primeras personas de blanco.

VEINTINUEVE

Viernes 13 de septiembre, 1985

21:00 h

Consuelo se desviste despacio, sentada sobre una silla se retira los calcetines oscuros. Desde el accidente de José María se mudó a la recámara de su hermana para no dejarla sola. La sabe inquieta, siente su angustia por no saber nada de su marido. Tienen esa conexión desde el vientre materno.

Soledad sigue con la mirada el ir y venir de su hermana al baño, al armario, a la cómoda. Consuelo se viste con una pijama idéntica a la de su gemela, a ella todavía le gusta vestirse igual, aunque sea solo para dormir. Deja el ambiente impregnado del olor a vainilla de su crema corporal.

—Tenemos lleno el hotel —dice acercándose a Soledad con el frasco de crema en las manos, se unta un poco en las palmas y luego la frota en los brazos de su hermana—. Para que tu piel se conserve hidratada y huelas bien, no solo a cama. —La voltea de un lado y de otro—. Una ricura, ¿verdad?

Le acomoda la ropa, las sábanas, las almohadas, le acerca un vaso de agua con un popote y la endereza un poco.

—Hoy se rompió una tubería, no te imaginas el caos, comenzó a inundarse la habitación siete y el plomero se tardó en llegar, con eso de la manifes… Ah, claro, no sabes…

Consuelo dobla la ropa y la guarda en el armario para alejarse de su hermana y del tema que estuvo a punto de soltar. No le ha contado nada de los asesinatos de las jóvenes ni del accidente de José María. Se concentra en los ganchos de ropa y comienza a contarlos en su mente, estrategia que sigue desde niña cuando no quiere que su hermana se meta en su pensamiento, está segura de que puede leerlo y para esconderlo desvía la atención en algo más, como los ganchos. Así, si su hermana lograra entrar en su cabeza, solo encontraría números y no todos los secretos que ha tenido que ocultarle.

En más de una ocasión se ha acercado a ella con una almohada entre las manos, decidida a dejar caer su peso sobre la cara de Soledad, quedarse así hasta que la respiración se extinga, terminar con esa vida que no es vida. Ha pasado por todos los estados al ver así a Soledad: enojo, rabia, frustración, tristeza, negación, compasión, lástima.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco… cuenta y pasa los ganchos del armario, ya sabe que son cincuenta y tres, pero se concentra como si no lo supiera. Seis, siete, ocho, nueve…

«¿Josema?», escucha de pronto y asoma la cara fuera del armario:

—¿Te estás metiendo en mi cabeza? —pregunta a su hermana. Hace tanto que no escucha la voz de Soledad, rasposa como la suya, con las cuerdas vocales inflamadas por el exceso de nicotina, casi dos cajetillas diarias. Dejó de fumar días después de que regresaron a Soledad a su casa, convertida en mueble, como la llama a escondidas: mi hermana el mueble.

Se fumó un último cigarro y dijo en voz alta que lo dejaba, que no le sabían igual sin Soledad. «Comenzamos a fumar juntas y juntas lo dejaremos», aseguró y lo apagó frente su hermana.

«Josema», escucha de nuevo.

—¿Chole? ¿Dijiste algo?

Despacio se acerca y la ve con la boca abierta, como para decir algo que no acaba de escapar de su boca. Consuelo le limpia la saliva y enfoca la vista como para traspasar el cráneo. Desde el accidente vascular de Soledad perdió la conexión, explica a veces a quien quiera escucharla, y luego trae a cuento el día de su primera menstruación para reiterar que tenían una conexión. Estaban las dos en la misma cama dormidas, iban en cuarto de primaria, no había modo de convencerlas de cambiar a camas individuales. Fue Consuelo la primera que se despertó al sentir la humedad entre las piernas. Adormilada se levantó al baño y avanzó por el pasillo sin prender la luz, se sentó en el escusado sin poder abrir los ojos, al buscar el papel para limpiarse vio la sangre en su pantaleta y en el escusado. A punto estaba de gritar cuando Soledad la alcanzó. «Me voy a morir», le dijo. «Tengo sangre en las piernas y hay sangre en el colchón». «Soy yo», aseguró Consuelo, «a mí se me rompió algo, mira mis calzones. Las dos nos vamos a morir». Alertada por el llanto de sus hijas, la madre entró al baño y las encontró abrazadas. «Nos vamos a morir», dijeron. La madre de las gemelas buscó una caja escondida entre las toallas, la abrió y les entregó una toallita blanca, doblada en tres, a cada una. «Nos pasa a todas las mujeres, ya dejaron de ser niñas y van a sangrar cada mes». Al día siguiente la madre mandó cambiar la cama matrimonial por dos individuales. «Ya no son niñas», dormirán como adultas.

 

 

Consuelo tiene la cara muy cerca a la de su hermana, alcanza a oler su aliento rancio.

—¿Chole? —Con cuidado le cierra la boca, con un pañuelo vuelve a limpiarle la saliva, le acaricia las mejillas, ya no son idénticas, Soledad parece haber envejecido diez años.

Acomoda a su hermana de lado, se desliza dentro de las sábanas y aprieta su cuerpo contra el de ella. Aunque la madre las separó ellas amanecían juntas en la cama de una o de otra. Consuelo le pasa un brazo por encima.

—Pronto volverá José María, te lo prometo —le susurra al oído abrazándola fuerte.

Décimo sexto fragmento

Mis hijos pasaron por aquí. Pasaron es la palabra que mejor define lo que sucede entre nosotros: pasamos por la vida del otro, no nos quedamos. Cuando ya no soportan más el remordimiento de no tener una relación con su padre, vienen para liberar su alma de la presión de la culpa. Hay que ir a ver al viejo, se dirán. Aparecen sin avisar, saben que casi siempre estoy en casa. Apenas traspasan la puerta se sienten incómodos, mal, con ganas de salir de aquí a toda prisa. Ellos no lo saben, pero los fantasmas de los niños muertos se les pegan al cuerpo, se les suben a la espalda y les hablan al oído.

¿Por qué te gusta esta casa?, me preguntan.

Porque aquí crecí, les respondo. Acompaño a los niños muertos, debería responderles, como el diálogo de una película de horror.

Andrés se acercó a mi escritorio y pasó las hojas de este manuscrito sin poner un ápice de atención, más por un movimiento mecánico, automático, aprendido en la infancia cuando me preguntaba: ¿Qué escribes? Yo le respondía con frialdad: Un libro. No se conformaba, pasaba la mano por el montón de papeles mecanografiados.

¿Y me va a gustar?, preguntaba.

No sé, pero si no te vas, no le va a gustar a nadie, le respondía con un manotazo y se alejaba a llorar con su madre, quien me reclamaba por asustarlo.

Andrés miró las hojas sin esperar una respuesta, su condicionamiento le dictó que debía alejarse. Yo quise explicarle que escribía una especie de autobiografía, pero antes de abrir la boca él declaró: No importa. No lo leeré.

Ninguno lee mis libros, no me quita el sueño que no lo hagan, en realidad jamás he esperado que los lean. Nunca he escrito para ellos. Algunos colegas escriben para sus amigos, su familia, para que los quieran y no los dejen de querer. Cuando me preguntan por qué escribo novela policiaca, respondo que la novela policiaca me escogió a mí.

Creí que sería periodista toda mi vida. No, miento, no creía nada, no vislumbraba un futuro. Era periodista y punto.

En 1946 Ramón me presentó con el hombre que cambiaría mi futuro, que me daría un futuro: Antonio Helú. Helú era hijo de inmigrantes libaneses y entonces acababa de fundar una revista dedicada a la narrativa policiaca mexicana: Selecciones Policiacas y de Misterio. Ramón era entonces el editor en jefe y yo continuaba con mis notas policiacas, algunos reportajes y entrevistas.

Antonio necesita plumas para su revista. ¿Por qué no le escribes algo?, me preguntó.

Tardé semanas en escribir mi primer cuento que rechazó, pero alabó mi potencial y se autonombró tutor para introducirme en la novela policiaca. Guio mis lecturas: Poe, Doyle, Agatha Christie, Raymond Chandler, Hammett. Amor a primera vista desde la página uno hasta hoy. Al tercer intento me publicó un cuento en Selecciones Policiacas y de Misterio. Luego me invitó a su recién fundado Club de la Calle Morgue, donde coincidí con otros escritores del género, hice amistades y soñé en convertirme en uno de ellos.

Con el tiempo escribiría algunos capítulos de Las Aventuras de Chucho Cárdenas, cuyo personaje era un reportero que trabajaba en un periódico idéntico a La Prensa; me convertí en parte de un colectivo de escritores fantasma ocultos detrás de un seudónimo. Comencé a escribir teatro, cine.

Entre guiones, cuentos, reportajes y encargos, escribí mi primera novela basada en los asesinatos de las Santas, que jamás se resolvieron. En el libro resucité al detective José Acosta, quien se encargó de la detención de mi hermano y fue partícipe en el caso de la Descuartizadora de Angelitos, mi madre. De todos los policías que había conocido hasta entonces, Acosta era el antipolicía, era un tipo honesto y con un alto sentido ético y moral. Cuando investigaba a mi madre su trato fue respetuoso y empático en todo momento. Acosta murió justo cuando comenzaba a escribir el libro, me robé su nombre, su físico, sus modos y lo convertí en el personaje principal de mis novelas.

 

 

A Graciela, mi exmujer, la conocí también por Helú en una tardeada a la que me invitó. Mis padres son españoles, me dijo Graciela durante la conversación. Los míos creo que potosinos, no estoy muy seguro, respondí y por alguna razón esa respuesta le pareció simpática. Al año de conocernos nos casamos.

Andrés y Antonio son adoptados. A Graciela le informé que no podía tener hijos días después de la boda. Se lo dije sin explicarle mi vasectomía de algunos años atrás, quería detener al gen maldito de mi madre. Esa operación es, quizá, el único acto moral que he hecho.

Decidimos adoptar.

Mis dos hijos se casaron con buenas mujeres, como las llama mi exesposa, aburridas las llamo yo.

 

 

¿Los niños?, les pregunto a Andrés y a Antonio por mis nietos, mero formulismo. Bien, responden casi en coro, con la vista fija en el reloj.

Después de casi media hora, durante la cual apuraron un vaso de Coca-Cola y escuchamos el tintineo de los hielos, único sonido claro de nuestra inexistente conversación, se fueron. Son tan diferentes a ti, Lucina, sangre de mi sangre.

Los nombres de mis hijos los eligió mi mujer, exmujer, olvidar el ex cambia por completo los tiempos y me devuelve al pasado, cuando éramos una familia: el padre, la madre y los dos hijos que importamos de España. Cuando mi suegro se enteró de mi imposibilidad para darle descendencia, contactó a unas monjas en Madrid. Todavía recuerdo el nombre de quien nos entregó a los niños: sor María Gómez Valbuena, monja traficante de niños, como mis padres, pero ella contaba con la bendición de la Iglesia y un hábito donde esconder sus delitos.

Queremos nietos blancos, parecidos a nosotros, fue la explicación del padre de Graciela, cuando le pregunté para qué ir a España si aquí era muy sencillo hacerse de un hijo (yo lo sabía muy bien). Nosotros somos españoles, puntualizó, y era evidente que en ese nosotros no estaba incluida mi piel morena. Al final mi esterilidad resultó una bendición para mi suegro, así su blanca familia mantendría el color y la raza.

Sor Cigüeña nos entregó dos recién nacidos, después de una estancia de cuatro meses en Madrid, suficientes para acallar las dudas sobre la maternidad de Graciela; yo les seguí el cuento e inventé una gran historia sobre su embarazo. No son hermanos, la madre no es la misma. Se los mostraron a mi suegro para que escogiera, él había pagado por ellos —el sueldo de un periodista y escritor en ciernes no podría haber cubierto el precio de dos hijos europeos—. No supo cuál escoger y compró los dos. Los rescatamos del franquismo y les cambiamos la vida, aseguró el orgulloso abuelo.

Nunca hablamos con nadie sobre la adopción o la compra. Mi ex consultó con algunos psicólogos si debíamos decirles la verdad a nuestros hijos, pero mi suegro lo prohibió y el tema se dio por zanjado. Andrés, Antonio, Graciela y yo, una familia de cuatro desconocidos, donde el moreno en el arroz con el tiempo se restaría de la ecuación.

Cuando mis hijos vienen a esta casa donde mis padres vendieron a muchos niños, pienso que quizá su compra fue como una restauración del orden universal.

TREINTA

Sábado 14 de septiembre, 1985

18:00 h

Leopoldo López se acerca a uno de los hermanos de Evangelina Montero con un arreglo de flores que coloca al pie del féretro. Los hermanos Montero, cinco hombres, hacen guardia alrededor de la caja.

—No sé qué esperan para encerrar a esos cabrones de Franco y Pereda —repite la hermana de Evangelina a quien se acerque a darle el pésame.

—Dicen que Franco huyó a Estados Unidos —se cuchichea por lo bajo entre los presentes, nadie se atreve a preguntarlo a la familia.

Beatriz, la hija de Evangelina, permanece apartada de todos, cerca del ataúd. No permite a nadie acercársele, en un susurro pide perdón a su madre por no haberla defendido de su padre.

Horas antes del velorio, Franco volaba a Houston dormido con la cantidad de analgésicos que ingirió para soportar el viaje. Lo trasladaron al hospital en cuanto salieron del aeropuerto y mientras velaban a su mujer a él le operaban la rodilla. Cuando despertó de la anestesia buscó su pantorrilla, ahí estaba. Volvió a quedarse dormido con una sonrisa en los labios.

 

 

Esteban las había buscado muy temprano, les dijo que debía verlas con urgencia, en donde nadie pudiera escucharlos, ningún lugar público, tampoco en el hotel; acordaron verse en el consultorio en cuanto Lucina terminara sus citas.

—Creo que el asesino es Julián, el hermano de Ignacio —dice al dejar su portafolios en el piso, sentándose despacio, más por obedecer a Lucina que señaló las dos sillas, él quisiera estar de pie, desde hace días que no puede estar calmado.

—¿Cómo? —pregunta Elena. No le gusta el consultorio de Lucina, había propuesto que se vieran en otro lado. «Mejor en tu casa», le había dicho a Esteban, pero Lucina argumentó que para ella era más sencillo verlos ahí, después de su consulta. «¿Cuántas veces estuvo ahí?», se pregunta Elena. «¿Cinco? ¿Seis?». Todas a la espera de recibir la noticia de un embarazo, después de la quinta o sexta buscó otras opciones fuera de la ciudad—. El consultorio de las malas noticias —se le escapa a Elena en voz alta.

—¿Qué? —pregunta Lucina.

—Así llamaba a tu consultorio cada vez que venía: el consultorio de las malas noticias —aclara.

—Elena, ¿podemos concentrarnos en lo que venimos a hablar? —pide Lucina—. Esteban continúa —ordena. Elena la arremeda mentalmente. «¿Podemos concentrarnos?», repite y al hacerlo mueve los hombros y la boca en silencio.

Esteban las mira a las dos en silencio y después de unos segundos retoma:

—Un colega trabaja con la Procuraduría Federal y le pedí que investigara en el penal de Santa Martha Acatitla sobre el preso Julián Conde Sánchez y me informó que Julián ya no está en la cárcel. Salió. Cumplió su sentencia.

—Mi hermano Jesús me dijo que él recordaba el día en que Julián me dejó con Isabel y le pidió llevarme lejos para salvarme la vida, porque Manuel iba a matarme.

—¿Julián? ¿Julián te llevó con Isabel? ¿Ignacio quería matarte? —interrumpe Elena.

—Se lo pregunté dos veces a Jesús: «¿Estás seguro de que fue Julián?». Me lo aseguró dos veces. Jesús me culpa de todas las desgracias de su familia. Isabel lo dejó con la señora Flores cuando tenía catorce años para que tuviera una vida estable con una educación. Isabel y él se vieron poco, nunca pudo perdonarle el abandono a su madre.

—Julián ya no está en la cárcel. Salió. Cumplió su sentencia —interrumpe Esteban.

Lucina se deja caer sobre el respaldo de su silla.

—¿Salió? ¿Cuándo? —pregunta Lucina con los ojos muy abiertos.

—Hace casi dos meses.

—¿Por eso crees que él es el asesino?

—¿Quién más? Elena, en las fotografías que dejaron debajo de tu puerta estaba escrito Búscame. Me contaste que Ignacio salió a buscar a alguien, él sabía que Julián las había matado, del mismo modo que a las otras mujeres.

—Entonces, ¿crees que Julián está aquí? ¿En la ciudad?

—No lo sé, Lucy, no lo sé.

—Si fuera cierto lo que escribió mi… Ignacio… Manuel… Ya no sé ni cómo llamarlo. Si Julián quería matarme, entonces… quizá quiera matarnos a mí y a mi hijo. —Lucina se levanta de la silla—. Necesito ir por mi hijo, irme de aquí. No sé a dónde. No tengo más familia. No puedo volver a la vida de antes. De aquí para allá. Huyendo. ¡No puedo!

—Tranquila, Lucy, tranquila. —Esteban se acerca a Lucina y la toma por los hombros—. No estás sola, yo estoy contigo —le dice y luego la atrae contra su cuerpo.

—Mi familia tiene una casa en la Sierra Gorda, tal vez quieras irte allá por unos días —interviene Elena.

—No es justo volver a lo mismo, que mi hijo viva como yo.

—Debo hablar de mis sospechas al procurador y al juez, hoy por la mañana se recibió la renuncia de Miguel Pereda. Al parecer lo tienen detenido, interrogándolo, o por lo menos eso dicen para apaciguar los ánimos que se levantaron con lo de la manifestación y la fotografía. Quizá si se mudaran tu hijo y tú conmigo estaríamos todos más tranquilos.

Lucina no responde. Vuelve a sentirse como cuando era niña: desprotegida, asustada, vulnerable.

—Tenía veinte años cuando mi madre murió. Me sentí completamente perdida sin ella. Al final me quedé en la universidad y trabajé de lo que podía. En aquel tiempo me ayudaba mi hermano, pensó que sería lo que a su madre le hubiese gustado. Conocí a mi marido en Guanajuato y nos mudamos aquí ya casados. Me olvidé un poco del miedo, pensaba que él podía salvarme. Nunca le conté nada de mi vida antes de conocerlo, en eso me parezco a mi padre, también puedo inventar mentiras, para él solo soy una huérfana sin más familia que mi hermano, con quien no tengo una relación.

—Ahora mismo voy a hablar a la oficina del procurador. Debo contarle todo lo que hasta ahora sabemos —afirma Esteban.

—¿Sabes algo de los zapatos? —pregunta Elena.

—No, todavía no he podido trabajar en ellos. Quizá son de las víctimas de Julián.

—Pero en el manuscrito solo habla de tres mujeres muertas y había nueve zapatos impares.

—Lo sé, debo mandar a hacerles pruebas a un laboratorio, aquí no tenemos nada con qué trabajar.

—Mientras, ¿qué hacemos con Julián? Ni siquiera sabemos cómo es.

—Sí lo sabemos, Lucy, aquí tengo una imagen que me enviaron por fax desde el penal.

Esteban saca un fólder de su portafolios y deja sobre el escritorio una hoja con la cara de un muchacho.

—¿Es reciente? —pregunta Elena.

—Me dijeron que sí, parece muy joven.

Lucina afirma con la cabeza y examina el rostro en la hoja:

—No tiene pinta de asesino, ¿verdad?

—No. —Elena trata de encontrar algo de la cara de Ignacio en el hombre de cabello oscuro, corto, cejas pobladas y ojos pequeños, labios anchos y pómulos marcados—. No se parece nada a Ignacio.

—¿Estás seguro de que se trata de Julián?

—Sí, Lucy, me mandaron toda la ficha técnica —dice y extrae otro fólder con hojas—. Habla de la muerte de Clara, como ya sabíamos por la carpeta. Lo encerraron por el homicidio de Clara.

—Dios santo…

—Debo darme prisa para buscar al procurador, no quisiera tratar con los ministeriales de aquí, prefiero ir al estado y hablarles de mis sospechas. Las mantendré informadas. ¿Lucy, estarás bien? Puedes venir conmigo si quieres.

Lucina lo piensa por unos segundos:

—¿Podemos pasar por mi hijo al colegio? Te esperaremos en el coche todo el tiempo mientras tú hablas con quien tengas que hablar. ¿Está bien?

—Sí, sí, muy bien.

En la calle Elena los observa caminar hacia el coche de Esteban y no puede evitar mirar hacia uno y otro lado en busca de un rostro parecido al que acaba de mostrarles el forense.

TREINTA Y UNO

Domingo 15 de septiembre, 1985

8:10 h

La noticia no aparece en el Diario de Allende, desde que Humberto Franco voló a Houston la edición ha desaparecido. Los anunciantes cancelaron sus contratos un día después de la manifestación donde la fotografía de Miguel Pereda, Humberto Franco y Claudia Cosío tuvo mayor circulación que el propio periódico. El Observador de Allende publica la nota, junto con las imágenes que antes se negara a divulgar Antonio Gómez, dueño del diario: «Detienen al ex ministerio público Miguel Pereda Aguilar», dice el encabezado.

En el cuerpo de la noticia se explica que se desconoce el paradero de Humberto Franco y que las autoridades concluyeron que el arma de Ricardo Almeida se disparó al ser atacado por Franco. Cuenta que a Evangelina Montero la golpearon antes de caer «accidentalmente» (fueron intencionales las comillas), y se partiera la cabeza contra una piedra. Incluyeron las palabras de la hermana de la difunta, quien repetía que Humberto Franco violentó física y psicológicamente durante años a Evangelina. La nota habla de Miguel Pereda, detenido por sospechas de violación y pederastia. De manera velada deja caer la duda sobre su posible culpabilidad en el asesinato.

El propietario del diario redactó la noticia. Jamás había dedicado tanta concentración ni cuidado a la elaboración de un artículo. Escribió un poco sobre el entierro de Evangelina, consciente de que la mayoría de los lectores estaría al tanto de la relación que existió entre él y la ahora occisa, como la llamó para poder separarse del sentimiento de culpa que lo obligaba a confesar que la fotografía llegó primero a su escritorio y él no quiso publicarla. Necesitó llamarla occisa para no despertar los celos de su esposa, quien sabe que Evangelina fue la mujer más importante en la vida de Antonio Gómez. En la sección de sociales aparece una foto casi del tamaño de la página de quien fuera esposa de Franco, y en dos páginas se habla de su labor al frente de una institución de asistencia privada fundada por la familia Montero, dedicada a abrir ludotecas en las comunidades más pobres.

El encono de Antonio Gómez en contra de Humberto Franco al momento de redactar la nota no se compara con el que sienten los hermanos de Humberto, administradores del negocio familiar. Los hermanos Franco cerraron filas y no hablan del tema con nadie al exterior, limitándose a hacerlo entre ellos. Suspendieron el depósito mensual a su hermano como presión para obligarlo a regresar a México y enfrentar a las autoridades.

 

 

Por la mañana El Observador de Allende es lanzado a la cochera de casa de los Almeida por un repartidor en bicicleta atento en aumentar su precisión en el lanzamiento.

El perro de los Almeida, como todos los días, trae en el hocico la edición y empapa de baba la fotografía de la portada. Dentro de la casa, en la cocina, Mónica Almeida escucha la noticia en el programa Hoy Mismo por el canal dos. Guillermo Ochoa habla de un caso que tiene consternada a la sociedad sanmiguelense, donde no han podido esclarecer dos homicidios que cada vez se complican más. Hace referencia a los asesinatos del libro de Ignacio Suárez y que en un principio se trató de enfocar la atención en el finado escritor, quien aún figura entre la lista de sospechosos. Apunta a la obligación de las autoridades para señalar culpables en una ciudad donde el turismo estadounidense es parte fundamental de su ingreso y por ello la noticia ha tenido eco en diarios muy importantes de Estados Unidos.

Mónica Almeida no dice nada, da un sorbo a su taza de café para poder tragar las palabras que escucha, digerirlas con cafeína para que no le hagan tanto daño, siente el líquido caer en el vacío que se extiende dentro de ella, y que a veces cree que acabará por desaparecerla.

Ayer acudieron a declarar una vez más. Escucharon al procurador decirles que su hija y su amiga se habían buscado la muerte por andar con señores casados. Criminalización de la víctima, les dijo el abogado que contrataron cuando Ricardo Almeida estuvo detenido por haber disparado a Franco. En este país se ha convertido en costumbre criminalizar a las víctimas. El fiscal, además, argumentó que Ricardo debería estar detenido por intento de homicidio, pero lo soltaron por la tensión que se ha generado en el ambiente; sin embargo, en cualquier momento podrían guardarlo de nuevo, por eso lo mejor para ellos es tener paciencia y no presionar en la resolución del caso. Cuando salieron de la oficina se encontraron con los Cosío, quienes aguardaban turno para entrar a la misma oficina.

Martha Cosío y Mónica Almeida se dieron un abrazo largo. Mario Cosío le estrechó la mano Ricardo y Mónica solo le dedicó un movimiento de cabeza. Mario ya no vive en su casa, Martha le empacó sus cosas y cuando terminó llamó por teléfono a la dueña del jardín de niños donde trabajaba antes de casarse para solicitarle empleo. El cuarto de Claudia Cosío permanece cerrado como un mausoleo. Martha se detiene todos los días ante la puerta y alarga una mano hasta rozar la manija sin estar segura de lo que quiere hacer. No sabe si entrar y guardar sus cosas o recostarse en la cama a oler su almohada, quizá mirar sus fotografías o abrir la ventana y permitir que el aire circule. No quiere meter todo en cajas, porque tampoco sabe qué haría con las cajas. ¿Regalarlas? ¿Tirarlas? ¿Guardarlas? Así que deja el cuarto como está.

Martha se levantó temprano y recogió El Observador de Allende que descansaba junto a la puerta principal y pensó en la habilidad del repartidor para lanzarlo. Ahora lo lee de pie junto al fregadero. Piensa en llamar a Mónica Almeida y preguntarle si ha visto el periódico, pero se arrepiente porque la plática podría desviarse hacia su marido. Todavía no quiere hablar de ese tema con nadie. Hoy no lo quiere en casa, pero sabe que podría cambiar de opinión y quedar en ridículo si ahora dice que ya le empacó sus cosas y luego lo acepta de regreso. Mira la fotografía que conoce muy bien, el rostro alcoholizado de su hija y la cara de estúpidos de los hombres que la flanquean, con los ojos empapados comienza a leer.

 

 

Leonardo Álvarez, reportero del Diario de Allende, lee la nota de El Observador de Allende sentado en una cafetería. Debajo del periódico hay un fólder amarillo con varias copias de su curriculum vitae, piensa repartirlo después de terminar su café, dejará la primera copia al gerente de la cafetería.

 

 

Con El Observador de Allende bajo el brazo, el procurador de justicia del estado de Guanajuato se adentra en una improvisada sala de juntas en el Ministerio Público. Ahí lo esperan Esteban del Valle, y el juez penal, el licenciado Castillo, una reunión convocada por el propio Del Valle:

—¿Ya leyeron las conclusiones que lanza el dueño de este periodicucho? —pregunta.

—Y ya apareció en las noticias nacionales, debemos dar respuestas —agrega el alcalde al estrechar la mano al fiscal.

—Señores —comienza a decir Esteban. Se aclara un poco la garganta. Está nervioso. Ensayó durante la noche lo que quiere decir para no equivocarse, no salirse del rumbo preestablecido por él y Lucina. Retoma para que la conversación no tome otros derroteros—. No quise incluir en esta junta a los agentes que han estado a cargo del caso porque, como saben, desde el principio todo estuvo manipulado por Miguel Pereda. Entre él y Franco quisieron conducir la investigación hasta un callejón sin salida, donde el único culpable fuera Ignacio Suárez y no salieran a relucir sus andanzas con las jóvenes asesinadas.

—Hay una carpeta de investigación vigente —replica el procurador—. Ayer estuve en el interrogatorio a Pereda. Muchos saben que es parte de mi gente y que el cabrón obtuvo el cargo por mí. Hijo de su puta madre. De lo único que podemos acusarlo es de no mantener la verga dentro de los calzones.

—Hablamos de menores de edad —aclara Esteban.

—Unas putas menores de edad.

—No estamos aquí para inculparlas a ellas, sino para encontrar soluciones, y parece que Del Valle ha encontrado algo —interrumpe el juez, luego levanta una ceja al forense para darle pie a retomar el rumbo.

—Se han enfocado tanto en evitar que Franco y Pereda sean señalados como presuntos culpables de asesinato que redujeron su campo a Ignacio Suárez.

—Te estás repitiendo, Del Valle. También estamos al tanto de tu amistad con el escritor. —El procurador se levanta de la silla de plástico, se endereza el saco y al hacerlo su ropa despide un aroma a loción Stefano y tabaco.

La puerta roba de nuevo la atención a los presentes y aparece la secretaria de Miguel Pereda. El propio Pereda la había contratado después de una serie de entrevistas, la escogió por «la vista», le explicó después, porque a él le gustaba tener una «buena vista» desde su escritorio. A ella no le gustó el comentario, pero se abstuvo de decir nada porque necesitaba el empleo; sin embargo, procuraba vestirse de acuerdo a lo que a Pereda le gustaba. Desde la suspensión de su jefe, la secretaria lleva la falda más larga y se presenta a trabajar sin saber qué hacer, se sienta en su escritorio a la espera de sus nuevas obligaciones o su despido. Nadie le pidió café, pero ella quiso hacerse presente por si se define su futuro.

—Buenos días —saluda sin saber qué más decir. Los tres hombres se distraen con la interrupción y en silencio observan a la mujer depositar una taza en el lugar de cada uno—. Aquí les dejo crema y azúcar.

—Gracias —dice Esteban, ansioso por continuar. La secretaria sale y deja tras de sí una cauda de perfume que obliga a Esteban a llevarse una mano a la nariz, puede soportar el olor de un cadáver, pero ciertos aromas le producen alergia. La mujer cierra la puerta con la bandeja en la mano y se dirige a su escritorio, se deja caer en la silla con la sensación de haber firmado su renuncia cuando la mirada del licenciado Castillo sobre su escote le provocó un ligero temblor que hizo tintinear la taza y derramar un poco de líquido.

—Sí, Ignacio Suárez era mi amigo —retoma Esteban para recobrar la atención de los dos hombres. El aroma a café acompaña sus palabras—. Parte de la supuesta investigación se centró en los crímenes de un libro suyo, basado en una historia de sus días como reportero de la nota roja. Apodaron como las Santas a las mujeres que aparecieron asesinadas, nunca se supo quién fue el homicida. Ignacio sospechaba de un hombre al que detuvieron por el asesinato de una compañera de trabajo en La Prensa.

—¿Quién es esa persona? Ya deja los preámbulos innecesarios y vamos al grano —exige impaciente el procurador, ignorante del esfuerzo de Esteban por no hablar de la carpeta de Ignacio, de su verdadera relación con Julián y el parentesco con Lucina.

—Un reo que acaba de concluir su sentencia en Santa Martha Acatitla. Ignacio cubrió la nota, escuchó sus declaraciones y tuvo oportunidad de entrevistarlo en Lecumberri; este se pavoneó con Suárez de haber cometido otros crímenes que la policía no había descubierto.

—¿Suárez te contó todo eso? —pregunta impaciente el licenciado Castillo.

—Sí, me lo dijo hace unos años.

—Del Valle, espero que sea verdad y no un intento por salvar a su amigo.

—Ya no hay nada de qué salvarlo, Ignacio está muerto. Sin embargo, Julián Conde Sánchez anda por ahí.

Esteban les mostró la información que había recibido del penal, los dos hombres se concentran en las páginas.

—Aquí solo se habla del asesinato de una mujer —señala el procurador.

—Ignacio lo entrevistó y le confesó los demás crímenes.

—¿Por qué el escritor no lo dijo a la policía?

—Julián no volvió a repetir la confesión y las autoridades prefirieron dar el asunto por zanjado, fuera o no el asesino de las demás mujeres, ya estaba encerrado. Por eso Ignacio lo escribió y en la novela sí se descubre quién las mató y el culpable es muy parecido al hombre que entrevistó en la cárcel y que hoy está fuera.

—No podemos sostener una investigación basada en el argumento de una novela —puntualizó el procurador, dando un manotazo a la mesa, tan fuerte que saltaron las tazas de café.

—Miguel Pereda y Humberto Franco inculparon a Ignacio Suárez por el argumento de una novela. No veo por qué ahora pierda relevancia. Además, estaríamos buscando a un exconvicto.

—No tengo tiempo para perder en conjeturas de telenovela. Pensé que esta junta sería algo serio.

El procurador sale de la habitación con pasos largos, deja la puerta abierta y desde su lugar la secretaria de Miguel Pereda alcanza a observar la expresión desencajada de Esteban del Valle y el licenciado Castillo. Esteban se da cuenta de la mirada de la secretaria:

—Buscaré el modo de informarme sobre Julián Conde — dice Castillo. El forense afirma despacio y después de estrechar la mano del juez sale del lugar.

Décimo séptimo fragmento

Hoy por la mañana me tomé una aspirina caduca, vi la fecha al devolver la caja a su lugar. Corrí al baño y me metí el dedo a la garganta, creo que alcancé a devolverla toda. Una de mis obsesiones es el modo en el que voy a morir, ser testigo de la muerte me obliga a pensar en la propia. No es una condición particular, al parecer (digo «al parecer» porque quizá algún día la ciencia demuestre lo contrario) los humanos somos la única especie preocupada por el futuro y la muerte.

Me extraña haber encontrado aspirinas caducas, cuando otra de mis obsesiones es la fecha de caducidad, de expiración.

La soledad de los seis meses que paso en el Distrito Federal me obliga a pensar en esos temas, tal vez debería mudarme con Elena.

He imaginado muchas veces que muero aquí y mi cuerpo lo encuentran días después, hediondo, agusanado. Señal de que no logré lo que ya he dicho antes: que alguien se encargue de mis restos. La preocupación me la contagió Lupita, la prostituta de la vecindad. Continuamos viéndonos después de que salimos de casa de Isabel, ella se convirtió en la única persona con la que podía hablar sobre mis padres con total libertad, ni siquiera con Ramón porque más que una conversación era una entrevista.

La busqué a los seis meses de la muerte de mi madre, esperé hasta verla salir de la vecindad, nunca más tuve el valor de presentarme ahí.

¿Qué haces aquí, chamaco?, preguntó al pasar junto a mí.

Esperándote.

¿Y pa’ qué soy buena?

Para hablar.

Durante el día Lupita se encargaba de hacer mandados, comprar su comida, dormir, visitar a un par de «compañeras de profesión», como ella las llamaba, a quienes las golpearon tanto unos clientes que terminaron inválidas y vivían de la caridad. Lupita dejó de trabajar en el burdel cuando comenzaron a cerrarse por ley. Mantuvo un cuarto en la vecindad porque ahí vivía su madre y cuando esta murió y los burdeles comenzaron a cerrarse ella se decidió por la prostitución callejera. Por un tiempo anduvo de fichera en una casa de citas que simulaba ser un salón, luego la matrona con la que vivió durante años montó un restaurante como fachada del prostíbulo y la llamaba cuando tenía clientes. Tuve mi época, me contó una vez, cuando trabajé en un burdel de lujo y ganaba hasta setenta y cinco pesos por cliente. Lupita pagaba una cuota fija a los policías para que la dejaran trabajar, pagaba a los dueños de los hoteles un porcentaje, pagaba su renta y le quedaba el dinero suficiente para vivir al día, hasta que un día la detuvieron. La prostitución callejera implicaba una competencia desleal que acabó llevándola a la estación de policía y la multa fue cubierta por un padrote, que se la cobró al triple.

 

 

¿Cómo te va sin tu madre, chamaco? Aunque no lo creas, la extrañamos entre las compañeras. Nos ayudó a varias con los embarazos. Solo se le murió una.

¿Una?

Todas conocíamos el riesgo, tu madre no era ningún doctor. Los doctores no ayudan con eso, cobran las perlas de la Virgen y tampoco aseguran que quedemos bien o vivas.

A Lupita le interesaba que le hicieran un buen funeral, con una tumba decente, así la llamaba, ahorró dinero para eso. Una tumba decente, chamaco, repetía en nuestros encuentros.

Sería un lugar común confesar que perdí la virginidad con ella, prefiero decir que así firmé el contrato donde me comprometí a atender su funeral.

Julián la asesinó el 12 de diciembre. La fecha de caducidad que tanto preocupaba a Lupita expiraba un martes. El día de su santo en que acudía a la Villa a rezar a la Virgen de Guadalupe. Tres meses después de la muerte de Pilar Ruiz.

Julián apareció un día con la medalla de San Ramón Nonato, patrono de las embarazadas y los niños no nacidos, que colgaba del cuello de Lupita, y a quien ella encomendaba todos los días el alma de los dos hijos que no bautizó. A ti te los encomiendo, decía y le daba un beso a la medalla, que hoy cuelga en mi pecho.

Julián llevaba días sin regresar a casa, yo trabajaba con la mitad del cerebro pendiente de mi hermano y la otra mitad concentrado en pequeñas notas policiacas que escribía, crímenes pasionales, robos. A veces hacía referencia a los asesinatos de «las Santas», para que no perdiera el interés, seguro de que en cualquier momento Julián asesinaría de nuevo.

¿Mataste a Lupita, cabrón? ¿Por qué?

No respondió, dejó la medalla sobre la sábana, era de madrugada. Me despertó con un zarandeo y cuando abrí los ojos la cadena colgaba frente a mí.

Me le fui encima, lo tiré al piso, lo iba golpear cuando él levantó una mano y dijo: ¿Quieres saber dónde está?

Detuve el golpe.

Recargada en el muro de una funeraria en la colonia Doctores. Si te apuras serás el primero en encontrarla.

Me dio las señas precisas y no me fue difícil dar con ella.

Llamé a la policía y les informé anónimamente del asesinato. Me presenté después de que llegaran, comenzaban a acostumbrarse a mi presencia.

Ya te estabas tardando, morboso, me dijeron. Es mucha casualidad que siempre vengas tú.

No vengo, me mandan.

La había dejado del mismo modo que a las otras dos: sentada en la misma postura, idéntica a la foto de mi madre en la cárcel.

No pude controlar el estómago, fue la primera vez que vomité por un asesinato de Julián.

¿Qué pasó? ¿Todavía no tienes la tripa curtida?

Me dieron palmadas en la espalda, se rieron de mí.

Ahorcamiento mecánico, como las otras, explicaba uno. Era una prostituta, dijo otro, pero estos no eran sus rumbos, trabajaba más al centro.

La misma herida en la frente, le falta un zapato, enumeraba alguien más.

¿Y los zapatos?, le pregunté a Julián cuando volvió a la casa, igual que en las ocasiones anteriores se perdió unos días fuera. Se encogió de hombros y durmió tres días seguidos.

Le pedí a una mujer, amiga de Lupita, otra prostituta, que reclamara su cuerpo y buscara en el cuarto de la vecindad el dinero para su entierro. Estoy seguro de que se quedó con una parte, además se llevó su ropa, zapatos, bisutería. A mí me van a servir más que a ella.

Completé lo que faltaba para el velorio y el entierro, compré una caja y escribí un epitafio para su lápida. Presencié el entierro de lejos, no quería que me viera la gente de la vecindad. Pagué un sacerdote para que bendijera su camino al cielo de las prostitutas y su muerte me alcanzó para escribir tres notas, lanzar especulaciones, traer a cuenta a las muertas anteriores, hablar de asesinos seriales.

TREINTA Y DOS

Domingo 18 de septiembre, 1985

8:00 h

Elena dobla despacio un pantalón sin estar muy segura de si debe guardarlo o no en la maleta. Lo pensó un día entero y ayer por la noche decidió ir a México para buscar respuestas sobre Ignacio. Se los había dicho ayer a Esteban y a Lucina:

—Iré a la casa de la Roma, yo nunca la conocí —explicó—. Ignacio y yo nos veíamos en un departamento que tenía en Polanco, hasta que leí el manuscrito supe de la existencia de ese lugar, encontré unas llaves que deben ser de ahí. También hallé un directorio de Ignacio con los números de algunas personas, entre ellas Ramón García Alcaraz, su amigo. Estuve toda la tarde decidiéndome a llamarlo, lo haré mañana. Si hay alguien que puede contarnos algo es él.

—Quizá vaya contigo —dijo Lucina—. Me parece increíble que yo me dedique a lo mismo que Felícitas, he traído niños al mundo y también he hecho algunos abortos. No me considero una asesina ni tampoco a mis pacientes. Una mujer puede tener muchas razones para abortar. Es muy fácil juzgar a las mujeres que se someten a un aborto, pero nadie, nadie sabe lo que está dentro del corazón de esas mujeres.

—No lo sé, me he esforzado tanto en tener un hijo…

—Si lo que dice Ignacio es cierto, su madre además asesinaba bebés. Tú no eres una asesina —dijo Esteban.

—No he podido dejar de pensar en lo que escribió sobre el gen maldito.

—¿Matarías a alguien? ¿Te crees capaz de matar a alguien? —preguntó Elena.

—No, no lo creo, no sé.

—No eres como la familia de Felícitas, no te atormentes, tienes otros defectos. —Elena sonríe de lado sin mirar a Lucina.

—Creo que iré contigo a México.

 

 

Elena cierra la maleta y luego la vuelve a abrir con la vista fija en su armario. Se siente nerviosa por conocer a Ramón, aunque le pareció una persona muy cálida por teléfono.

Ayer por la tarde, cuando por fin se decidió a llamar al amigo de Ignacio, nadie atendió, pensó que quizá no sería el número. Media hora después, una larga media hora, volvió a intentarlo.

—¿Ramón? —preguntó después de escucharlo.

—Sí, soy yo —respondió una voz ronca, varonil. Elena imaginó a un adolescente, no a un hombre de casi setenta años.

—Soy Elena. Elena Galván, la… —No supo cómo presentarse, fue él quien terminó la frase

—La novia de Ignacio.

—Sí —dijo ella—. La novia de Ignacio.

Ramón le contó que quiso acercársele el día del entierro de Ignacio, pero que no encontró el momento adecuado y lo tuvieron acaparado algunos reporteros, conocidos del medio, y cuando por fin se liberó ella ya se había ido. Ella le habló de la carpeta, le leyó algunos pasajes y convinieron en que lo mejor sería verse en persona. Colgaron comprometidos a verse al día siguiente por la tarde en casa de Ramón.

 

 

Hoy por la mañana, muy temprano, fue al hospital para ver a José María. Durante casi media hora estuvo hablándole de sus miedos, del hotel, de su madre. Elena navegaba entre las buenas y las malas noticias. Todavía le cuesta creer que su madre y su padrastro permanezcan en el mismo estado de desconexión de la vida. Es la historia romántica más cursi del mundo, le dijo a Josema.

Es absolutamente ridículo que los dos permanezcan como dormidos.

—¿Qué esperan? ¿Qué aprendamos telepatía?

El bip de una de las máquinas a las que está conectado José María le respondió.

—¿Qué debo hacer? ¿Debo ir a ver a Ramón? Necesito conocer la verdad sobre Ignacio.

Apenas pronunció el nombre del escritor, el corazón de José María se aceleró, lo mismo que su respiración justo cuando llegaban Consuelo y una enfermera.

—¿Qué pasó? ¿Qué hiciste? —preguntó Consuelo abandonando su bolso sobre la silla. La enfermera revisó la máquina, el suero. Consuelo le acarició el cabello canoso, crespo. La enfermera inyectó algunos mililitros de la solución que lo mantenía dormido y en segundos las pulsaciones bajaron de ritmo, lo mismo que la respiración.

—Nada, no hice nada —respondía Elena con los ojos muy abiertos y el corazón más acelerado que el de su padrastro.

Una vez estabilizado, Elena se despidió de Consuelo y salió a la carrera. Bajó las escaleras, atravesó el estacionamiento, y cuando llegó al coche dio se cuenta de que había dejado las llaves en la habitación. A la carrera subió la escalera. La enfermera había dejado la puerta abierta y, justo al atravesar el umbral, Elena alcanzó a ver a su tía besar en la boca al esposo de su madre.

—Te extraño tanto. —Le escuchó decir.

Se detuvo en seco. Consuelo no se dio cuenta de su presencia, acariciaba las heridas de la cabeza de su cuñado, la inflamación cedía en el rostro de José María. El ojo derecho variaba su coloración, verde, morada, roja. Lo mismo que el rostro tapizado de costras que sanaban y se caían.

En silencio Elena desanduvo sus pasos. Salió para volver a entrar:

—¡Consuelo! —dijo para alertar a su tía—. Olvidé mis llaves. Ya me voy.

Consuelo dio un salto cuando la escuchó, soltó la mano de José María que acariciaba.

—Me vas a matar del susto —alcanzó a decir a su sobrina antes de que saliera a la carrera.

Al llegar al hotel fue al cuarto de su madre y la encontró sentada en el sillón frente a la ventana.

—Buenos días —la saludó la enfermera que le daba de desayunar.

Elena no respondió, se hincó frente a su madre y se recostó en su regazo con la respiración y el pulso a tope. Levantó la cabeza, miró a su madre a los ojos, quiso que ella la mirara también, la viera como antes, como cuando era niña.

—Ay, mami —le dijo y le besó las manos. Luego se levantó y se fue a atender los pendientes del hotel; evitó hablar con Consuelo, primero resolvería lo de Ignacio y luego pensaría en su tía.

 

 

Elena devuelve un vestido al armario. Hace rato que comenzó a llover y piensa que quizá en la capital haga más frío. Descuelga un pantalón, una blusa, toma un suéter negro de una repisa y duda en guardarlo en la maleta, no quiere que Ramón se imagine que viste de negro por guardar luto a Ignacio. Se da cuenta de cómo ha querido autoengañarse desde la muerte del escritor para no llevar el luto, porque más que triste está enojada, molesta, cansada de todo el tema.

—Por eso debo ver a Ramón —dice en voz alta—, para tener paz. Necesito paz.

—¿Elena?

Un par de toques en la puerta acompañan su nombre.

—Soy Lucina.

Elena abre la puerta y se encuentra a Lucina enfundada en su bata blanca.

—¿Qué pasó? —pregunta Elena y la invita a pasar.

—Voy a ir contigo. Tengo un parto, pero te alcanzaré más tarde.

—Perfecto. Tengo una reservación en el hotel Gillow, podemos encontrarnos ahí.

—Me desperté pensando en el destino, me pregunté si somos dueños de nuestro destino o es solo un invento. Llegué a la conclusión de que no somos dueños de nada, ni arquitectos de nada. Nos determinan demasiadas cosas: la genética, las circunstancias, la salud, la economía, la política, la naturaleza, la química. Pensé que no puedo elegir quiénes fueron mis padres, ni los rasgos que heredé de ellos, ni las circunstancias por las que terminé en esta ciudad, pero tal vez puedo conocer de dónde vengo y reconocer quién soy.

—Tienes razón, vamos a descubrir quién eres y quién era tu padre.

—¿Qué crees que iba a escribir en la página que dejó inconclusa?

—«Esto es una novela» —dice Elena y dibuja con los dedos unas comillas. Ambas ríen, sorprendidas, aliviadas.

Se despiden y Elena termina con la maleta. Sale del cuarto y en el pasillo se cruza con Consuelo.

—¿Adónde vas?

—A México.

—¿A México? ¿A qué?

—A arreglar un asunto, nos vemos en unos días.

—Niña, hay mucho trabajo en el hotel.

Elena no responde, acelera el paso y las palabras de Consuelo rebotan contra su espalda.

Décimo octavo fragmento

Soy dos personas.

Tengo dos nombres, uno inventado por mí y otro por mis padres.

Soy el escritor y el hijo de la Ogresa.

El padre de Lucina y el falso padre de Andrés y Antonio.

El periodista de la nota roja y el hermano de un asesino.

Me he preguntado muchas veces cuál es la máscara. ¿Un asesino disfrazado de escritor o viceversa? ¿Quién es la persona y quién el personaje?

El significado de persona, derivado del latín personare, que quiere decir: «Sonar a través de». En griego προπόστον significa «máscara». Los actores se cubrían la cara con una máscara que tenía una especie de bocina para que el volumen de la voz aumentara.

Las personas suenan a través de sus personajes y máscaras. El sujeto existe al interpretar un papel autoimpuesto.

Soy dos personajes, uno que habita en la Ciudad de México y otro que vive en provincia, en un hotel. Mantener todo el año rentada una habitación hace que mi presencia sea más real. En los hoteles los huéspedes se olvidan en un cambiar de sábanas y toallas, presencias que se esfuman al soplarles.

Soy el huésped de la habitación número 8.

El día que se cerró la puerta de Lecumberri detrás de Julián decidí que cambiaría de nombre. Ya no tendría que ver ni con la Ogresa ni con el asesino de las Santas. Me sustituiría por otra persona.

Al comenzar a escribir cuentos para Selecciones Policiacas y de Misterio, tres años después de que encerraran a Julián, me inventé un seudónimo: Ignacio Suárez Cervantes.

Parecería que cambiarse el nombre es un acontecimiento que toma mucho tiempo, así lo creía, me tomó dos años decidirme.

Conocí a un grupo de falsificadores de documentos que tenían su taller en la calle de Santo Domingo, cubrí la nota de su detención. Estuvieron pocos meses guardados y con ellos hice mi cambio de nombre.

Ignacio era el nombre que Clara quería para nuestro hijo. Suárez como el doble apellido de Clara. Cervantes como el autor del Quijote, un buen augurio para convertirme en escritor. Así decidí mi nombre nuevo, una tontería.

Me acostumbré fácil a él. Me sentía cómodo al pronunciarlo. El sonido de las palabras en mi boca me gustaba.

Ramón insistía en llamarme Manuel, pero en el periódico se adaptaron pronto, la rotación de personal facilitó que los nuevos me llamaran Ignacio.

Al director le sorprendió. Apenas te estás haciendo de una reputación dentro del periodismo. La gente ya no sabrá quién eres, insistió.

Usted lo sabe, le respondí, con eso tengo.

El cambio coincidió con una nota que escribí sobre la reasignación de sexo en un soldado estadounidense, así me sentía con mi nombre nuevo, reasignación de identidad.

Cuando Julián mató a Lupita, me llené de odio hacia mi hermano. Me refugié en Clara, en el cuarto donde ella vivía. A Clara le gustaba hablar, me contaba estampas de su vida antes de conocernos que siempre comenzaba con me acuerdo y luego deshilvanaba alguna anécdota que yo escuchaba atento, envidiando su infancia, apropiándome de la imagen que me ayudaba a calmar la ansiedad en mi cabeza.

Me acuerdo de la primera vez que me sostuve en una bicicleta, era de un primo. A las mujeres en mi pueblo no las dejaban andar en bici.

Me acuerdo de cuando perdí el dinero para el mandado y mi padre me persiguió con el cinturón y no me alcanzó, descubrí que podía correr muy rápido.

Me acuerdo

Busqué a Isabel, quería disculparme, presentarle a Clara, compartir con ella esa desconocida alegría de estar con alguien. Nos recibió en la vecindad, en el mismo cuarto, al principio temerosa pero luego abrazó a Clara y después a mí. Es como otro hijo, le explicó y me acarició a mejilla.

Clara y yo celebramos Navidad juntos. Ella quería ir a casa de sus padres para que conociera a su familia. Yo me negué y su padre también. No puedes traer a ningún hombre si no estás casada.

Cenamos en la mesa de su cuarto, tuve que pagar un poco más de lo que ya le daba a la vieja que le arrendaba la habitación. Aquí no se admiten hombres, me había advertido la primera vez que me vio, luego estiró la mano y aceptó veinte pesos. Le subió el alquiler a Clara. No valen lo mismo un inquilino que dos.

Cenamos pollo, intercambiamos regalos, ella feliz y yo con una máscara sonriente sobre mi rostro, debajo la incertidumbre y la preocupación por Julián, la espera angustiosa, la rabia. Pensé que pasarían tres meses para que volviera a buscar una víctima.

Después de Navidad escribí un par de notas más sobre Lupita, entonces no había pensado en cambiar de nombre sino en resaltar el mío, y los asesinatos de Julián me ayudaban a lustrarlo.

El mismo día que Clara me informó del embarazo un tranvía atropelló a un niño. Terminaba diciembre y yo había caído en un estado de ansiedad constante a la espera del siguiente asesinato. Mi hermano llevaba casi un mes sin volver a casa. Acudimos el reportero gráfico y yo a cubrir el atropellamiento. El niño tenía tres años y se había escapado de la mano de su madre cuando atravesaban la avenida. Ella traía a una bebé en brazos y no pudo hacer nada cuando su primogénito se soltó y corrió por la calle.

Los curiosos surgen como por generación espontánea. Acuden a presenciar la muerte. Los griegos del siglo primero decían: «Terrible es la muerte, pero causa aún más espanto el miedo a morir». La muerte y los niños no deben mezclarse. Son contrarios, antagónicos, antónimos.

La madre del niño muerto lloraba de rodillas con la única hija que le quedaba entre los brazos. Alguien trataba de levantarla del suelo, pero ella no lo permitía. El fotógrafo presionaba junto a mí el obturador de su cámara, enfocaba y luego disparaba con la mente puesta en el ángulo, la luz, la nota del día siguiente, no se fijaba en la tristeza. Los curiosos miraban a la cámara con descaro, sonreían al gráfico como si estuviesen en una reunión entre amigos.

Tengo una noticia que darte, me dijo Clara en la redacción, donde nos guardábamos de que nadie se enterara de lo nuestro, no era bien visto por el director que sus empleados se enrollaran en romances. Esperamos para hablar hasta que estuvimos en su cuarto.

Tendré que mudarme contigo, quizá conseguir un departamento para los dos, dijo.

¿Mudarnos?

Estoy embarazada.

Hoy atropellaron a un niño, le respondí. Se le escapó a la madre. Los niños son frágiles. Yo no puedo tener hijos.

Es tu hijo.

Yo no puedo tener hijos, repetí.

Créeme, es tu hijo, no he tenido relaciones con nadie más. Es tu hijo.

Salí sin decir más, sin azotar la puerta, ninguna escena melodramática. Salí asustado, con el miedo metido en mis células. Un miedo irracional, aunque en realidad era la parte más racional de mi cerebro la que me gritaba que no debía traer al mundo a un ser humano con la herencia maldita de mi familia, de mi madre, de mi hermano, de mi padre y quién sabe de cuántos más en nuestro árbol genealógico.

Lucina, hija, si hubiese conocido el futuro en ese momento, si hubiera sabido en quién te convertirías, en la maravillosa persona que eres, jamás le habría dicho que abortara. Comprendí los miedos de las mujeres que fueron con mi madre, quizá alguna de ellas imaginaba, como yo, que en su sangre flotaba la maldad a la espera de reproducirse como un cáncer, el mal encapsulado en una célula.

Tenía veintiún años. Quería a tu madre y me aferraba a ella como a una boya para no ahogarme.

 

 

Clara está embarazada, le dije a Ramón, fumábamos afuera de las oficinas del periódico. Yo no puedo tener un hijo, podría parecerse a mi familia.

Él sabía de lo que hablaba, aunque no lo hubiésemos dicho en voz alta. La vida es un volado, dijo. Depende, creo, de cómo lo eduques, el ambiente donde crezca. ¿Qué hubiera pasado si el doctor Frankenstein hubiese amado a su creación?

 

 

Lucina, hija, le pedí a Clara que abortara. Me respondió que jamás lo haría, aunque tuviera que cuidar a su hijo sola, que ya vería cómo se las arreglaba. Estaba tan acostumbrado a ver a las mujeres deshacerse de sus hijos, que su respuesta me obligó a sentir un respeto distinto por ella. Conocí la otra cara de la moneda.

Rentamos un cuarto en el centro, de nuevo en una vecindad en la calle de Mesones.

Julián no regresó a la casa de la Roma, no quise llevar a Clara a vivir ahí, contagiarle el dolor y la muerte que se respiraban en ese lugar. Me llevé mis pocas pertenencias, dejé las de Julián y lo que quedaba de mi padre y todo lo que había en el cuarto de los partos. Después de un tiempo la casera sacó todo. La casa jamás volvió a habitarse, se contaban historias de brujería, de mujeres y niños muertos. Decían que se escuchaban llantos y gritos por las noches y que las luces se encendían solas.

Ramón se dio tiempo para escribir una nota sobre la casa embrujada de la Cerrada de Salamanca. Se quedó abandonada hasta que la compré. Abandonada es un decir, fue refugio de vagabundos a los que poco interesaban las historias de terror mientras tuvieran un sitio donde dormir.

Julián desapareció por nueve meses. Lo busqué en los lugares que frecuentaba, caminé muchas calles buscándolo en los ojos de los pordioseros, vagabundos, en los muchachos que se le parecían.

Cuando el embarazo de Clara fue más evidente, la despidieron. No podemos confiar en una mujer embarazada, le dijeron.

Sin su sueldo dependimos solo del mío, eso me dio la sensación de convertirme en adulto. Hasta ese momento había navegado conforme a las circunstancias que se me presentaban. Nueve meses y sería padre. Todo eso cambió la perspectiva de mi persona, pasaría de hijo de la Ogresa a padre de familia.

 

 

El 6 de agosto de 1945, veinte minutos después de que la bomba atómica Little Boy fuera lanzada sobre Hiroshima por el Enola Gay y matara a más de ciento sesenta mil personas, tú llegaste al mundo, Lucina, y en el universo tu llanto se mezcló con el de los habitantes de esa ciudad en Japón.

Cuando Clara comenzó con las contracciones, la llevé al Hospital Juárez. Fuiste prematura. La única visita que tuvimos fue de Isabel. Ella me ayudó a pagar lo que cobraron en el hospital, se autonombró tu abuela y te cargó antes que yo. Me recordabas a los bebés que pasaron por mi casa, temblaba al tenerte entre mis brazos, imposible explicar con palabras la reacción de mi cuerpo. Miedo, terror por todo lo que pudiera pasarte.

Isabel te colocó en mis brazos como si yo fuese un niño pequeño al que muestran un bebé por primera vez. Cárgala, me decía, no le va a pasar nada.

Eras tan pequeña, tan frágil.

Clara te miraba y te cargaba como si toda su vida hubiese esperado ese momento. Tenerte entre sus brazos era el resumen de su existencia.

 

 

La mañana del 9 de agosto de 1945 el Bockscar dejó caer una segunda bomba sobre Nagasaki, la llamaron Fat Man, en referencia a Churchill. Ese día regresamos al cuarto en la vecindad, Clara y tú se acostaron en la cama y no tardaron en quedarse dormidas, yo salí a la redacción. Trabajé con la cabeza puesta en ustedes, con tu olor pegado a la nariz. Olías tan bien, tan a ti.

Cuando volví, Julián resoplaba al lado de la cama y tú llorabas junto a tu madre muerta.

Ignoro si Clara dormía cuando él entró. Peleó con él, estoy seguro de que por defenderte, mi hermano tenía una mordida en la mano y arañazos en la cara.

Abrí la puerta y desde ahí vi toda la habitación, la estufa, la mesa, dos sillas y la cama. Todo estaba revuelto. Permanecí unos segundos, quizá un minuto o dos en el umbral, intentaba descifrar la escena, traducir las imágenes a un lenguaje que entendiera mi cerebro.

Cerré despacio, caminé hasta la cama con la vista fija en tu madre y luego en ti.

Julián tenía sangre en el rostro, en la ropa, en las manos.

Clara desparramada entre las almohadas y las sábanas en una postura que me hizo pensar que estaría incómoda. Me hice consciente de la sangre, de sus ojos desorbitados, de su cuello rasguñado, lastimado.

Tú llorabas con un llanto felino.

Me abalancé sobre mi hermano.

Desconozco el orden exacto de los acontecimientos, el momento a momento. En un minuto estábamos en el suelo, golpeándonos. En otro minuto llegó un vecino, o varios, había dejado la puerta sin seguro, del mismo modo que la dejé al irme a la redacción, por eso mi hermano entró sin dificultad.

Te voy a matar, le gritaba.

Alguien quiso separarnos, Julián se soltaba y se lanzaba contra mí.

Llegó la policía. Uno de los radiopatrulleros quiso detenerlo, pero mi hermano lo empujó, corrió escaleras abajo y desapareció en la avenida.

En alguno de todos esos momentos inconexos entró Isabel, quiso gritar, pero se llevó la mano a la boca y se acuclilló junto a mí.

¿Qué pasó?

Alargó la mano para tocarme, se arrepintió y llegó hasta ti, Lucina. Volví a hacerme consciente de tu llanto.

Ya, ya, mi nena.

Isabel te mecía y trataba de calmarte.

Llévatela. Por favor. Llévatela. Escóndela de mí y de Julián. No volveré a verla para que él no las encuentre. Te lo suplico. Llévatela.

 

 

Alcancé a escuchar la sirena de la ambulancia al mismo tiempo que Isabel te envolvía con una cobija y se escabullía entre los vecinos arremolinados a la entrada del cuarto.

Esa fue la última vez que te vi, Lucina, hija, hasta que logré encontrarte más de treinta años después.

A Julián lo apresaron una semana después, lo acusaron de asesinar a Clara Suárez Suárez, pero nunca lo relacionaron con las otras mujeres. Lo encerraron en Lecumberri acusado de un único asesinato.

A los supervivientes de Hiroshima y Nagasaki se les conoció como hibakusha, persona bombardeada.

Yo soy un hibakusha.

He escrito estas páginas con la mente puesta en ti, Lucina, porque creo

TREINTA Y TRES

Miércoles 18 de septiembre, 1985

13:08 h

Elena escucha los pasos que anteceden a la apertura de la puerta con el número 10.

—Elena.

Ella afirma con la cabeza. No sabe cómo llamar al hombre que alarga una mano tibia que envuelve la suya fría y sudorosa. Subió indecisa las escaleras con la intención de regresar por donde había venido y manejar de vuelta a San Miguel. Su cuerpo se debatía entre conocer la verdad sobre Ignacio y olvidar todo el asunto. Guardarle luto, obviar la carpeta que lleva bajo el brazo, pensar que se trataba del manuscrito de otra novela, pura ficción.

—Pasa, pasa —dice Ramón, la toma del antebrazo e impide cualquier intento de fuga—. Perdona el tiradero —se disculpa y levanta los periódicos de la mesa de centro de la sala. Los lleva a la cocina y desde ahí le pregunta a Elena si quiere algo de tomar.

—Nada, gracias.

—Te llevo un vaso de agua y una cerveza, debes tener sed, el camino hasta aquí es largo. Debería servirte un café caliente, estás helada. Te relajarás con la cerveza. ¿Prefieres algo más fuerte? ¿Whisky? ¿Ron? ¿Coñac? ¿Una copa de vino? Tengo de todo, aunque la verdad es que siempre he sido un hombre de cerveza.

Elena no alcanza a decir ni sí ni no, él regresa con las bebidas en una bandeja, coloca portavasos en la mesa y sobre ellos los vasos y las botellas de cerveza.

—¿Puedo…?

—Está ahí en el fondo —interrumpe y señala el camino—. Conozco a las mujeres, viví con tres, mi esposa apenas se bajaba del coche, después de la carretera, y lo primero que buscaba era un baño, lo mismo que mis hijas.

—Gracias —dice y duda en dejar su bolsa y la carpeta sobre uno de los sillones.

Se lava las manos y se moja la cara.

Tranquila, se dice a sí misma. Tranquila.

Se acomoda el cabello y sale un poco más controlada.

Ramón la espera en un sillón con la carpeta de Ignacio sobre las piernas y la nariz metida entre sus páginas. En cuanto ella se acerca él la cierra y la devuelve al sitio donde estaba.

—No importa, señor.

—Ramón, dime Ramón.

Ella afirma con la cabeza y se sienta frente a él, toma la cerveza y le da un sorbo pequeño y luego un trago largo.

—Me parece que te conozco desde hace tanto tiempo, Manuel hablaba mucho de ti.

Ramón se da cuenta del gesto desconcertado de Elena:

—Ignacio —corrige—. Nunca pude llamarlo Ignacio.

—A mí, en cambio, nunca me habló de usted… de ti. Casi no hablaba de su vida aquí en la capital y lo poco que dijo fueron mentiras.

—Yo tampoco conozco toda la verdad.

—Vine a verlo porque necesito respuestas.

—Lo sé, trataré de darte algunas. Para mí también fue una sorpresa que me contaras lo que dice ahí.

Elena vuelve a dar un trago a la cerveza. Pasea la vista por el departamento, observa las fotografías que cuelgan de una de las paredes, se pone de pie y se acerca.

—¿Ella es…? —Señala a una mujer de tez muy blanca, cabello castaño y grandes ojos claros, que resalta entre las demás fotografías por su tamaño y su disposición al centro.

—Es mi mujer, Mercedes. Murió hace casi tres años.

—Lo siento.

—No lo sientas, no es tu culpa. Un maldito cáncer de pulmón.

Ramón levanta los hombros, Elena regresa la vista a las imágenes, donde aparece él junto a distintas celebridades de la farándula y la política mexicana e internacional. Frente a ella está Ramón con el presidente Cárdenas. En las más antiguas, cuando era un muchacho, aparece con Arturo de Córdoba, Pedro Infante, Joaquín Pardavé.

—A todos ellos los entrevisté, algunos se hicieron amigos míos.

Se levanta y se acerca a ella despacio.

—Estas son mis favoritas. —Apunta con los ojos a las fotografías de María Félix y Natalie Wood—. Hermosas. Pero mi tesoro son ellas dos. —Señala varias imágenes donde aparece con unas niñas, luego unas adolescentes y después mujeres—. Mis hijas, Esperanza y Rosario.

Elena se acerca para verlas mejor:

—Son guapas.

—Por fortuna salieron a la madre.

Elena sonríe, ya se siente más tranquila y con ánimo para hablar de lo que tiene que hablar.

—Es muy extraño estar aquí, eres como un personaje salido de un libro.

—¿Decepcionada?

—¿Cómo?

—Siempre son mejores los personajes en nuestra imaginación que en la película o en la vida real, ¿no te parece?

Elena sonríe.

—Eres mejor en la vida real.

—Espero no sea coqueteo, mis canas merecen respeto. — Vuelve a guiñar un ojo y ríe con la misma risa que imaginó Elena al leer el manuscrito de Ignacio—. Tú también eres mejor en persona.

—Háblame de Ignacio o de Manuel, quizá deba escuchar sobre Manuel para entender a Ignacio.

Los dos vuelven a sentarse, uno frente al otro.

—Creo que voy a abrir una botella de vino y traer algo más sustancioso, la conversación irá para largo.

Ramón se levanta y se dirige de nuevo a la cocina, Elena duda por un momento y luego va detrás de él.

—¿Puedo ayudar?

—No, lo tengo todo listo.

Elena pasea la vista por la cocina.

—Sé qué piensas.

—¿Qué?

—Que es una casa muy ordenada para un hombre que vive solo.

Elena abre mucho los ojos al verse sorprendida en el pensamiento.

—Ignacio no escribió que leyeras la mente.

Ramón vuelve a reír con la carcajada que Ignacio describió como de pájaro, Elena se contagia y piensa que todo él parece un pájaro.

—En primer lugar, mi esposa me dejó una ayudanta maravillosa. En segundo lugar, que debería ser el primero, mi mujer murió por los muchos cigarros que fumé frente a ella, lo menos que puedo hacer es mantener su casa como a ella le hubiera gustado.

Ramón le entrega a Elena una copa de vino, toma con una mano un plato con viandas, queso, jamón serrano, aceitunas, y señala el camino de regreso a la sala:

—Regresemos al sillón, estaremos más cómodos que en la cocina.

Antes de sentarse, Ramón levanta su copa.

—Por Manuel —dice.

—Por un desconocido —brinda ella.

Chocan sus copas, dan un trago y permanecen en silencio fundidos en el recuerdo de Ignacio/Manuel.

—Lo extraño, ¿sabes? En los últimos tiempos habíamos vuelto a acercarnos. Mi mujer no lo quería, alegaba que tenía una energía muy densa. Yo nunca he entendido de energías, Mercedes era susceptible a ellas. Eso o que se impresionó mucho cuando Julián mató a Clara y declaró que no quería al hermano de un asesino cerca de sus hijas. Después de su muerte Manuel y yo recuperamos nuestra amistad. Yo soy el único amigo que tenía.

—Ya no sé qué pensar. Estoy cansada de darle vueltas y vueltas; quizá debería dejarlo estar, tal vez ni siquiera debí venir.

—Tranquila, tranquila.

Ramón toma de la mano a Elena.

—La medalla de Ignacio —señala su cuello.

—No he podido quitármela, ni siquiera ahora que descubrí que pertenecía a una mujer asesinada. Debería arrancármela. Arrojarla lejos.

—Elena, Elena, no pienses en eso. Calma.

Elena suspira, el aire se le atora un poco en la garganta que quiere cerrarse. Da un sorbo al vino, suspira de nuevo y cuando siente que las palabras pueden fluir retoma:

—Háblame de Ignacio, del Manuel que tú conociste. ¿Crees que él pudo asesinar a las jóvenes en San Miguel?

—No, no creo. Te hablaré de Manuel y después te diré lo que pienso. ¿Está bien?

Elena asiente despacio, toma su copa de vino y le da un trago.

—Tengo demasiadas bebidas —dice al dejar su copa junto a la cerveza y al vaso con agua.

—Será una tarde larga, las necesitarás.

Ramón duda por unos minutos, observa a Elena, ella permanece quieta, con las piernas cruzadas. Él acerca un cenicero y saca una cajetilla de la bolsa de su camisa y le ofrece uno, ella lo acepta.

—Hace mucho que no fumo un Kent.

Él le acerca un encendedor.

—Yo no fumo otra marca. Dejé de fumar cuando enfermó mi mujer, demasiado tarde. Fumador pasivo le llaman. —Ramón se levanta y abre una de las ventanas para que circule el aire—. Mercedes decía que fue muy pasiva con mi vicio. Ignacio se definía a sí mismo como un asesino pasivo. La pasividad es una forma de vida, quizá la única forma de pasar por ella. Yo sospechaba que Julián era el asesino de las Santas, como las llamó Manuel. Sin embargo, reprimía ese pensamiento, no quería dudar de lo que él afirmaba en sus notas. Hasta que sucedió lo de Clara y Julián fue a la cárcel. No publicamos nada sobre su muerte ni dejamos que otro diario lo hiciera. Dejamos a Manuel vivir su pena sin el agobio de la prensa, pese a que él se dedicaba a hacer un espectáculo de la pena ajena. Al final nuestra pasividad ante las cosas es lo que nos define como personas, no nuestras acciones. Quizá la pasividad no es una inacción, sino una acción concreta y deliberada.

—Ahora entiendo por qué Ignacio te describió como filósofo.

—No, no soy ningún filósofo, solo me gusta explicar la vida con palabras que dulcifiquen la experiencia y nos hagan creer que vale la pena estar aquí.

Elena termina el cigarro, lo apaga en el cenicero y piensa en su propia pasividad.

—Yo también había dejado el cigarro hasta que sucedió lo de Ignacio, es mejor enfrentar la tristeza acompañada.

—Valiente compañía.

—Es mejor que nada.

—Otro asesino.

—Al parecer me gustan los asesinos.

Elena sonríe de lado, esconde detrás de la oreja un mechón de cabello que ha escapado de su coleta y da un trago a su vaso de agua.

—¿Entonces? ¿Me hablarás de Ignacio? ¿Es verdad todo lo que dice en el manuscrito?

Ramón toma la carpeta y comienza a pasar las hojas.

—¿Sabes que Manuel escribía sus libros y sus notas a mano? No utilizaba la máquina de escribir hasta estar seguro de todas las palabras que teclearía. Jamás borraba. Copiaba de su cuaderno, donde tampoco tachaba, usaba paréntesis, cambiaba de página. Conociste su letra diminuta, parecía estar en clave de lo pequeña que era. No entiendo cómo podía leerla. Yo tuve que utilizar una lupa en las contadas ocasiones que me permitió ver sus apuntes. Era muy celoso con sus escritos. Ahora lo comprendo, había mucho de él que no quería que se supiera.

—Lo sé, nunca pude leer sus libretas hasta que murió. Son obsesivas.

—Meticuloso en todo. Como su madre.

—¿Era tan mala como cuenta Ignacio?

—No lo sé. Yo conocí a una mujer en la cárcel que más que miedo daba lástima. Era una partera y una espantacigüeñas. Nunca vi a Manuel y a Julián vaciar cubetas con restos de bebés, enterrarlos o tirarlos por ahí. Tampoco puedo afirmar que su madre haya matado a un bebé o cortado a otro, todo eso me lo contó él. Había restos de uno o más fetos en el drenaje, los vi con mis propios ojos y fue todo, nada fuera de lo normal para alguien que se dedicaba a esos oficios que la sociedad juzga tan duro. La entrevisté y estuve presente cuando declaró.

—La convertiste en un espectáculo —interrumpe Elena y toma un nuevo cigarro.

—Era mi trabajo. Manuel me contó la historia perfecta para el periódico, quizá la inventó en su mayor parte. No lo sé.

Ramón acerca de nueva cuenta el encendedor.

Elena se levanta y se asoma por la ventana, alcanza a ver un parque donde juegan unos niños a la pelota.

—El aborto es un crimen —dice al exhalar el humo por la ventana.

—No, tengo mis dudas. Tantos años en la nota roja en convivencia con delincuentes me dio otra perspectiva. Muchos de esos delincuentes son el producto de una violación o son hijos de madres y padres que nunca debieron serlo. Hijos de mujeres que viven en la miseria, maltratadas, violentadas en todos los aspectos. Alcohólicas y drogadictas que echan al mundo niños a quienes nadie quiere.

—Eso es solo un pretexto.

—No, no es un pretexto. Julián y Manuel pensaban como tú y se levantaron en guerra contra esas mujeres. Cuando me hablaste del manuscrito, recordé una de las teorías de Jack el Destripador.

—No he venido a hablar de teorías sobre asesinos, quiero que me hables de Ignacio.

—Precisamente hablo de él. Escucha: Jack el Destripador vivía en una de las zonas más pobres de Londres, en el East End. Ahí las mujeres se vendían por dos peniques, lo necesario para no morir de hambre. Atendían a sus clientes en callejones oscuros. Como se sabe, Jack asesinaba a ese tipo de mujeres, prostitutas desdentadas, miserables, cuyo pecado era mercar con lo único que tenían para sostener a sus hijos.

—Muy conmovedor, pero aún no veo la relación con Ignacio.

—Espera, espera, ya llego. Algunos estudiosos dicen que las mataba por hacerle un bien a la sociedad y librarla de esas mujeres, un tipo de asesino al que se le ha categorizado como «misionero», nombre paradójico. Aunque en realidad los misioneros trataban de asesinar un tipo de religión que consideraban un mal para el mundo, mataban las viejas creencias para imponer la religión católica.

—De nuevo filosofando.

—Lo siento, lo siento. Otra teoría dice que no era asesino sino asesina, una mujer partera que se dedicaba también a hacer abortos. ¿No es increíble la similitud? Esa mujer las mataba por haber abortado a sus hijos. No era Jack, sino Jill, así la llamaron. Existen más teorías, unas más interesantes y creíbles que otras. De algún modo, si lo escrito por Manuel es cierto, Julián es un asesino misionero.

—¿Por qué Ignacio nunca delató a su hermano? Si lo hubiese hecho la historia sería distinta, quizá él continuaría con Clara y yo jamás lo hubiera conocido, todos seríamos felices —dice sarcástica—. Creo que tenía la misma sangre fría que su hermano.

—No lo sé. Sí tenía el carácter necesario para guardar distancia entre los crímenes que narraba y su persona. Lo cierto es que estar tan en contacto con la muerte te hace distinto a los demás. Los reporteros de la nota roja estamos muy cerca de la maldad del ser humano, convivimos con ella todos los días. Hay una expresión que dice: «El que lucha con monstruos debería evitar convertirse en uno de ellos en el proceso; cuando miras al abismo, él también mira dentro de ti».

—¿Eso qué significa?

—Durante el tiempo que llevo en el periódico he conocido muchos reporteros que no soportan convivir con la oscuridad del ser humano. Para otros es como una droga presenciar y narrar esos hechos. La sangre es una adicción. Manuel, además, tenía el don de encadenar las palabras de forma estética. Él, como casi todos los autores de novela policiaca, buscaba encontrar la verdad, resolver los crímenes que la justicia no resolvía en el día a día, en la vida real. Los reporteros de la nota roja se enfrentan a la corrupción y a la impunidad, conocemos de primera mano los tejes y manejes de la justicia en el país, por eso la ficción.

—¿Ignacio era de los que buscaban la justicia?

—Antes hubiese pensado que sí.

—¿Antes?

—Antes de conocer sus memorias.

Ramón se levanta, sacude las cenizas que han caído fuera del cenicero y limpia un poco la mesa con su servilleta. Llena de nuevo su copa de vino y se detiene junto a la ventana.

—Está a punto de atardecer.

—¿Quieres que me vaya?

Ramón ignora la pregunta de Elena, permanece un momento en silencio con la mirada en las personas que caminan por el parque, da un trago a su copa y dice:

—El atardecer dura mucho más que el amanecer, es una metáfora de la vida a la que no hemos puesto la atención suficiente. Poco dura el amanecer de nuestra vida, el resto es un largo atardecer. Mi vida está en el cenit del crepúsculo, a punto de caer la noche y justo ahora me ha llegado este manuscrito que no me dejará dormir en paz. Manuel desde el otro mundo me vuelve a hacer pasar apuros, como cuando éramos jóvenes. Él vivió el amanecer de su vida en la oscuridad, quizá nunca salió el sol para él. Un atardecer continuo, en el mejor de los casos. Vivió rodeado de la maldad más oscura del ser humano, como la del fondo del mar, donde habitan esas criaturas que parecen salidas de una película de horror y a las que creemos ciegas. Son ciegas a nuestra luz, ellas ven lo que hay en el abismo, cosas que para nosotros están vetadas. El contacto con la maldad les dio a Manuel y a Julián otra visión. Criaturas de la oscuridad que trataron de vivir en la luz.

—La verdad es otra.

—¿Otra?

—La verdad de por qué Ignacio no denunció a su hermano tú la sabes.

—Sí, lo sé, por la misma razón que yo conté la historia de la Ogresa y muchas otras, por ambición.

—Sí.

—Ignacio quería convertirse en un gran reportero —afirma Ramón.

—Quizá por salir de la pobreza, encontrar un modo de vida —agrega ella.

—Hay muchas razones para justificar la ambición.

—Tal vez no deberíamos enrollarnos en esa discusión, hay algo más importante: Julián salió libre.

—¿Cuándo? ¿Cómo lo sabes? —pregunta Ramón.

—Lo investigó Esteban del Valle.

—El forense.

—Sí, él cree que Julián asesinó a las jóvenes en San Miguel. Después de leer la carpeta de Ignacio y saber que salió de la cárcel, dice que casi podría asegurarlo —explica Elena.

—Es el mismo modo en que asesinaron a las Santas hace tantos años. Pero no podemos asegurar que haya sido él. ¿Sabes que después de que encerraron a Julián hubo más asesinatos? Nunca los investigaron, casi todas fueron mujeres invisibles, de las que no le importan a la justicia. Prostitutas, pobres.

—¿Sabes cuántas más?

—Quizá seis.

—¿En total asesinarían a unas nueve?

—Puede ser. ¿Por qué?

—Encontré una caja con zapatos de mujer, nueve. Ninguno tenía par —le cuenta Elena.

—No recuerdo si todas las mujeres aparecieron descalzas o solo con un zapato —dice Ramón—. Puedo revisar la hemeroteca.

—El día de los asesinatos nos dejaron unas fotografías con los cuerpos y en una de ellas estaba escrito: «Búscame».

—¿Búscame?

—Ignacio salió vuelto loco y no volví a saber de él hasta que lo vi en la morgue.

—¿Crees que Julián las haya matado?

—No lo sé. El caso no se ha resuelto porque las muchachas salieron con uno de los hombres más influyentes de San Miguel y el jefe de la Agencia Ministerial.

—¿Ya comunicó Esteban sus sospechas sobre Julián al fiscal? —pregunta Ramón.

—Iba a hacerlo, en un rato me comunicaré con él. Mañana iré a la casa de la colonia Roma. Quiero conocer cómo vivía Ignacio. Aunque tal vez sus hijos ya la vaciaron.

—Quisiera ir contigo, pero mañana no puedo, tengo un par de citas imposibles de cancelar.

—Necesito ir sola, después podemos ir juntos si quieres. — Elena se levanta, toma su bolsa—. Mañana nos comunicamos temprano. Te dejaré la carpeta para que puedas leerla hoy mismo.

TREINTA Y CUATRO

Jueves 19 de septiembre, 1985

10:47 h

Un ladrido la despierta.

Abre de golpe los párpados.

Intenta jalar aire, llenar sus pulmones.

Un ataque de tos la hace consciente del dolor en el pecho.

—¿Elena?

Cuando deja de toser intenta responder, pero su voz no aparece y su lugar lo ocupa un sollozo. La garganta se le cierra, quiere inhalar por la boca, los labios le arden, la lengua.

—Elena, despierta. No te duermas.

—Lucy…

 

 

Lucina había llegado a las siete y cuarto de la noche al hotel Gillow, Elena la esperaba en la recepción. A las seis de la tarde había comenzado a dar vueltas por la habitación. Encendió el televisor y escuchó la entrada de la telenovela que se transmitía a esa hora, echó un vistazo a la pantalla y se quedó de pie frente a ella hasta el primer bloque de comerciales. Luego se asomó a la ventana, desde ahí podía ver la calle de Isabel la Católica, llena de bullicio, de coches que pitaban, vendedores ambulantes y peatones, tan diferente a la calle donde se encuentra ubicada la Posada Alberto en San Miguel.

—Yo podría haber vivido en esta ciudad, contigo —pensó en voz alta—. Me hubiera gustado vivir aquí, quizá me mude un día de estos, abandone el hotel, a mi madre, a mi tía y su amorío con mi padrastro. Tal vez deba perderme entre la gente, ser anónima.

El televisor interrumpió su monólogo-diálogo con el más allá, regresó la atención a la pantalla y la apagó. Fue al baño, se sentó en el escusado, era la quinta vez que orinaba en una hora.

—Son los nervios —dijo. Se lavó las manos, se arregló un poco el cabello y se pintó la boca. Abrió la puerta, echó la llave de la habitación en su bolsa y bajó a la recepción. Pensó que debía tomar una copa de lo que fuera para calmar la ansiedad que sentía hasta en el cuero cabelludo. Cuando llegó Lucina iba por la segunda cuba, el tercer platito de cacahuates y había ido al baño tres veces más.

—¿Por qué tardaste tanto?

—Un parto no es algo que se tenga cronometrado, no es el proceso de una fábrica. Además, es la primera vez que manejo sola hasta acá desde que me divorcié, mi exmarido no me dejaba hacerlo y para dar con el hotel tuve que preguntar tres veces.

—Bueno, ya estás aquí. Subamos a dejar tu maleta. Pensaba esperarte diez minutos más, estoy muy ansiosa.

En el taxi dieron la dirección al conductor, ninguna quiso llevarse el auto y manejar en una ciudad que no conocían.

—Ojalá nos dé tiempo de dar una vuelta por la calle de Mesones, para ver dónde vivía Isabel, a lo mejor todavía hay algún vecino que la recuerde.

—No venimos de turismo —arremetió Elena.

—¿Cuánto tiempo crees que estaremos en casa de Ignacio?

—No lo sé, el que sea necesario.

—Podrías ser menos agresiva conmigo.

—No soy agresiva.

—Mira el tono con que me hablas.

—¿Cómo?

Lucina la ignoró, Elena puso los ojos en blanco, movió la cabeza con exasperación, encogió los hombros y miró por la ventana.

—Podemos ir mañana a buscar la vecindad. Total, estamos hospedadas en el centro —concedió sin dejar de mirar hacia afuera.

Miró de reojo a Lucina, quien también se concentraba en su ventana. Elena regresó la vista al cristal y se encontró con su reflejo. «Ella no tuvo la culpa», le dijo mentalmente a su fantasma que flotaba entre las luces de los coches.

—Creo que él se quedó en San Miguel por ti, no por mí. Escribió esa carpeta para ti. No es culpa tuya. Tampoco que no pudiera embarazarme —declaró Elena sorprendida por lo que acababa de decir.

—No seas dramática, Elena, no sabemos por qué se quedó, no sabemos en realidad quién era ese hombre que decía ser mi padre. Hubiera querido conocer la fórmula para que concibieras. Lo siento.

Elena le dio un par de palmaditas en el muslo. Suspiró y se hizo consciente del aromatizante a pino que colgaba del espejo retrovisor, junto con dos rosarios, uno blanco imitación perlas y otro de cuentas de madera. En el tablero, dando la espalda al tráfico y con las manos en rezo, una pequeña figura de la Virgen de Guadalupe se bamboleaba al ritmo de la canción de Juan Gabriel que escupía la radio.

—¿Qué crees que encontremos en la casa? —preguntó Lucina.

—No lo sé.

—¿Qué esperas encontrar?

—Quizá nada, los hijos ya deben haberla saqueado.

—Quisiera conocer a mis hermanos.

—En estricto sentido no son tus hermanos. Son hijos de alguna española que quiso darlos en adopción.

—A lo mejor un día de estos me animo a buscarlos.

—¿Para qué?

—Tal vez quiera que ellos sepan que tienen una… no… Carajo. Tienes razón, para qué.

—Estuve con Ramón, el amigo de Ignacio, hace un rato.

—¿Y?

—Es un tipazo. Ignacio se quedó corto al hablar de él. Es un hombre muy cálido, amable, con una vibra maravillosa. Me confirmó casi todo: que Julián es el hermano. Que él conoció a Ignacio cuando se llamaba Manuel. Que Julián mató a Clara, pero desconocía tu existencia y quiere conocerte. Me dio copias de todas las notas de La Prensa que escribió sobre la Ogresa… Tu abuelita —dijo Elena con un guiño.

—Ja-ja, muy chistosa.

Elena le dio un codazo ligero:

—También me dio copias de los artículos de Ignacio sobre los asesinatos de Julián.

—Podemos ir mañana a verlo, antes del paseo por las vecindades del centro.

—Tal vez.

—Elena, estoy nerviosa.

—Yo también, Lucy.

El taxi se detuvo frente a la casa número 9 de la Cerrada de Salamanca.

 

 

Lucina alarga un brazo en la oscuridad:

—Elena, Elena. Contesta. ¿Cómo estás?

Elena carraspea para arrancar de su garganta esa masa hecha de saliva y tierra.

—No lo sé. Me duele todo el cuerpo. No veo nada. ¡No puedo respirar! ¡No puedo respirar!

—Tranquila, Elena, tranquila. Trata de mantener la calma. No vuelvas a dormirte.

—¿Cuánto tiempo ha pasado?

Una débil luz azul del reloj de Lucina ilumina la oscuridad.

—Lucina, te veo, estira una mano.

Las dos mujeres alargan una mano y alcanzan a rozarse los dedos.

—Llevamos aquí casi cuatro horas desde que tembló. Te desmayaste.

 

 

Habían descendido del taxi sin dejar de mirar el portón negro. Hacía tiempo que el local de abajo había desaparecido y en su lugar estaba una cochera, la casa pintada de blanco con los barrotes y los marcos de las ventanas en negro. Desde el balcón del edificio vecino un perro ladraba asomado entre la herrería. Se miraron una a la otra, Elena buscó el llavero dentro de su bolso. Las llaves tintinearon en su mano.

—¿Cuál será?

—La de la misma marca que la chapa —señaló Lucina.

Elena buscó una que coincidiera. Temblaba.

—Tengo miedo.

El perro ladraba más fuerte.

Una mujer cargada con bolsas pasó junto a ellas sin dejar de mirarlas. Un hombre salió a callar al perro, le dio un par de latigazos con la correa.

—¡Cállate! —le gritó y reparó en Elena y Lucina—. ¿A quién buscan?

La mujer de las bolsas se detuvo y dio media vuelta para escuchar la respuesta. El perro se quejaba en una esquina. A Elena le costó meter la llave, el temblor en sus manos había aumentado.

—Señoritas, disculpen —insistió el hombre.

La cerradura replicó con un clic, giró la mano y la puerta se abrió. Entraron a la carrera. Abrieron con mayor facilidad la puerta de la entrada, que no tenía el cerrojo echado, solo el seguro de la manija, ambas se recargaron en la puerta con la respiración agitada.

A tientas buscaron un interruptor. Tropezaron con algo, Lucina estuvo a punto de caer, Elena encendió la luz. Había libros y objetos desperdigados por el suelo.

—¿Nos vamos? —preguntó Lucina sin atreverse a dar un paso.

—Los hijos de Ignacio ya estuvieron aquí —dijo Elena—. Dejaron la habitación del hotel en el mismo estado.

Se atrevieron a caminar, trataban de esquivar los objetos, aunque a veces escuchaban un crujido bajo sus pies. Conforme encendían las luces la casa mostraba su falta de muebles, apenas un sillón, una mesa de madera con el barniz descascarillado.

Avanzaban sin hablar. Lucina paseó los dedos por la superficie polvosa e irregular de la mesa. Ambas con el corazón desatado, respiraban por la boca.

Encontraron en la cocina trastes sucios y restos de comida por aquí y por allá.

—Tal vez entró alguien a robar —aventuró Lucina. Cada paso les costaba más trabajo, el miedo les agarrotaba los músculos. Elena no respondió, sentía que si abría la boca se le escaparía el poco valor que le quedaba.

—¿Subimos? —preguntó Lucina frente a la escalera. Las dos miraron los escalones y pasearon la vista de arriba abajo.

—Subimos.

Lo hicieron despacio, levantaban cada pierna como si les representara un gran esfuerzo. Se encontraron ante las puertas de las dos recámaras. La primera a la que entraron tenía una cama individual, el colchón manchado, el clóset vacío, no había más mobiliario, ningún adorno, las paredes desnudas.

La segunda habitación era el estudio donde escribía Ignacio, por lo menos eso creyeron. Los libreros parecían saqueados y su contenido esparcido por el piso. Restos de figuras de los monstruos y demonios que el escritor coleccionaba.

Elena había preguntado a Ramón si Ignacio practicaba un culto satánico. Ramón rio de buena gana. «Eso fue culpa mía, le respondió. Para atraer más lectores yo escribí que Felícitas tenía una calavera con velas negras porque practicaba misas negras. Años después Manuel dedicó varios números a un reportaje sobre monstruos y demonios, dijo que lo escribía por mí, porque yo había afirmado que en su casa se practicaban misas negras y que lo menos que podía hacer un adorador del demonio era hablar de él. Sin embargo, Manuel no creía ni en Dios ni en el diablo», concluyó.

 

 

Lucina se arrastra a tientas entre el espacio que hay frente a ella hasta alcanzar a Elena. Quedaron protegidas bajo la mesa de acero y una trabe del edificio que cayó sobre la casa. Elena está boca arriba, casi sentada, tiene el pie derecho atrapado debajo de una losa.

—Creo que ya estoy junto a ti, no quiero moverme mucho, podría ocasionar un derrumbe. Casi no puedo respirar —dice Lucina y estira una mano para revisar a Elena con el tacto.

—Estoy bien, doctora, creo que solo es la pierna y el dolor en el pecho.

La tos vuelve a interrumpirla, tan fuerte que los espasmos arrastran el vómito. No puede ver la sustancia amarga que echa fuera.

Un quejido más allá las obliga a guardar silencio.

—¿Elena?

—Ssshhh.

 

 

Un golpe seco en la nuca la había derribado al salir de la habitación de Ignacio, Elena cayó de bruces entre los objetos tirados en el suelo.

Lucina tardó en reaccionar. Con la vista siguió la caída de Elena que al precipitarse desvelaba una figura detrás de ella. Lucina se encontró con la mirada de Julián.

—Hola, sobrina —le dijo.

Quiso correr, pero tropezó y cayó junto a Elena. Julián la pateó en la cara.

La primera en recobrar el sentido fue Elena. Abrió los párpados despacio, estaba recostada de lado, la mejilla sobre el piso. Barrió el suelo con la vista hasta donde la mirada se extravió en la oscuridad. Una punzada en la base de la nuca la hizo llevar una mano a ese lugar sin mover la cara. Quiso enderezarse, pero parecía que su cabeza estuviese pegada al piso. Apoyó con más fuerza las manos, estaba mareada, débil. Escuchó un quejido, casi un susurro junto a ella. El cuarto estaba alumbrado por la luz del patio exterior y que se colaba en forma del rectángulo de la ventana. Lucina estaba a menos de un metro. Boca abajo. Un brazo debajo del cuerpo como una muñeca de trapo.

Elena se arrastró hasta ella. Con una mano temblorosa quiso moverla. La sacudió por un hombro y Lucina emitió un gemido débil. La sacudió de nuevo. La hija de Ignacio abrió los ojos, desorientada. En la postura que se encontraba lo único que alcanzaba a ver era el pantalón negro de Elena. Intentó incorporarse, Elena la ayudó. Temblaba. Espasmos irregulares sacudían su cuerpo.

Un rostro sobresaltó su memoria reciente:

—Julián —pronunció con la boca pastosa, los labios hinchados por el puntapié recibido, la boca con un sabor metálico, salado. Escupió, saliva y sangre que dibujaron una mancha amorfa en el piso.

—Ya despertaron.

La voz fue como un latigazo en la espalda. De entre las sombras emergió una figura que tomó consistencia y color.

El hombre era delgado, alto, con el cabello casi rapado, vestía un pantalón negro y una camisa azul claro que Elena reconoció, ropa de Ignacio.

—No imaginé verlas aquí —dijo acercándose. Las dos se arrastraron hasta replegarse contra la pared, una junto a la otra—. Pónganse cómodas, aquí vamos a estar un rato.

Se acercó a Lucina, la tomó por la barbilla con la mano izquierda, la derecha detrás de la espalda. Le levantó la cara hacia la luz.

—Te pareces a Clara.

Ella quiso levantarse, manotear. Julián le apuntó con una pistola que traía en la otra mano:

—Quédate tranquila. Vamos a platicar. Tendrán preguntas.

Julián arrastró una silla hasta donde entraba la luz de afuera.

—Conozco las mentiras que les contó Manuel, a veces iba al penal a leerme lo que escribía para su hija. Y a entregarme los zapatos de mujer que coleccionaba, llegué a tener casi una decena de zapatos sin par.

Lucina apretó con fuerza la mano de Elena.

—Manuel decía que yo era su lector fantasma, en quien pensaba. Con una chingada, cuánto lo odiaba. Planeé por años todo lo que le haría al salir de la cárcel, pero el cabrón se muere antes de hacerle algo. Por mi culpa, debo admitirlo. Pendejo.

El cuarto era un espacio pequeño, claustrofóbico.

Elena paseó la vista por la habitación, sus ojos se acostumbraban a la oscuridad. Las paredes desnudas, como en el resto de la casa. Recordó la descripción de Ignacio de esa habitación que imaginó debía ser donde Felícitas atendía los partos. Ahora el espacio estaba habitado solo por una mesa quirúrgica de acero. Como las de la morgue, reflexionó al verla. Pensó en Esteban, deseó que su pensamiento llegara hasta él y fuera a buscarlas, el forense había prometido alcanzarlas en la capital. Se llevó la mano a la nuca, los latidos de su corazón se concentraban en la herida.

—Déjame revisarte —dijo Lucina al verla.

—Estoy bien.

—No tiene caso que la revises, pronto no importará ni el golpe ni nada.

Las mujeres comprendieron la amenaza de muerte y se tomaron de las manos.

TREINTA Y CINCO

Jueves 19 de septiembre, 1985

11:36 h

Un silencio turbio llena la oscuridad. Sostienen la respiración, los pensamientos se detienen a la espera de otro sonido.

—¿Julián?

Escuchan un goteo, crujidos que no pueden descifrar, los escombros derrumbándose. Un ladrido. Primero bajito, y luego más alto.

—¡Ayuda!

—¡Aquí!

—¡Auxilio!

Gritan al perro. Gritan a la vida que hay afuera, no saben cuántos metros sobre de ellas. La vida dentro de ellas en su tenacidad por continuar, el impulso que trataba de medir el padre de Esteban les exige gritar.

—¡Aquí estamos!

—¡Auxilio!

Se callan a la espera de otro ladrido, pero poco a poco vuelve a asentarse el silencio sepulcral.

Lágrimas calientes se abren camino entre el polvo y la sangre que han convertido el rostro de ambas en una máscara irreconocible.

—Vamos a morir —dice Lucina dejándose llevar por el miedo.

—No, Lucy, no. Isabel no te cuidó todos esos años para que te mueras en casa de la Ogresa. Sería ridículo.

Una carcajada escapa por los labios de Lucina, su cuerpo se sacude, deja salir la presión, danzan los músculos de la laringe y el sistema respiratorio. Elena se contagia y la risa le provoca un dolor en el pecho.

—Tal vez no lo creas —dice Elena con la respiración agitada—, pero Ignacio me hacía reír mucho. Increíble. Me gustaba porque me hacía reír. Quizá por eso no me di cuenta de su verdadera naturaleza y mi madre estaría…

—No te hagas eso, Elena. No comencemos a culparnos.

Los ladridos vuelven a escucharse.

—¡Auxilio!

—¡Aquí! ¡Aquí hay alguien! —escuchan el grito de un hombre.

—¡Aquí! ¡Aquí estamos!

—¡Ayúdenme! —reverbera la voz de Julián en la oscuridad.

 

 

—Vamos a aclarar las mentiras —dijo Julián, cruzó las piernas, una sobre la otra en un gesto casi femenino—. Manuel era muy bueno contándolas, el muy cabrón. Su vida fue una mentira, nunca supo que no era hijo de mis padres. A Manuel lo dejó una mujer. Mi padre me contó que pasaban los días y nadie lo compraba, tenía dos años, yo acababa de nacer y él me entretenía, mis padres pensaron que sería bueno que se quedara con nosotros.

—¿No era hijo de Felícitas? —preguntó Lucina, a punto de ponerse de pie.

—No. El muy pendejo no tenía la genética de la que tanto hablaba. El muy cabrón dejó de ir a la cárcel durante años, llegué a pensar que quizá se habría muerto, pero un día, cuando publicó su primera novela me mandaron llamar porque un tal Ignacio Suárez me buscaba. «¿Por qué mataste a Clara?». Fue lo primero que me dijo. Se había guardado la pregunta durante años, hasta que se convirtió en otra persona se atrevió a preguntar. «Porque no merecías ser feliz», le respondí. Le pude haber respondido cualquier cosa. La maté porque lo odiaba, porque quería hacerle daño. Me entregó un ejemplar de su novela donde contaba los asesinatos que él mismo cometió. Me repitió su nombre nuevo. Yo me reí. «Qué nombre más pendejo», le dije.

—Fuiste tú —lo interrumpió Elena—. Tú eres el asesino.

—Mi hermano hizo una gran «labor de convencimiento». — Remarcó las comillas con los dedos—. Fue él, yo ni siquiera estuve presente.

—¿Y a Felícitas? ¿La mataste? —preguntó Lucina.

—¿Dijo que también yo la había matado?

—Es muy fácil culpar a un muerto que no puede defenderse. —Elena se dio cuenta de que repetía la misma frase que a los ministeriales.

—También es fácil culpar a un hombre preso.

Julián suspiró largo, movió la cabeza de un lado a otro y sin soltar el arma se asomó por la ventana. Está muy oscuro aquí. Encendió la luz y el acero de la mesa quirúrgica brilló bajo las luces. La desnudez de la habitación se hizo más evidente, así como la inflamación en el rostro de Lucina y la sangre seca en la ropa de Elena.

—¿Qué vas a hacer con nosotras? —preguntó Lucina sin soltar la mano de Elena, las palabras que tanto le había repetido Isabel cobraban significado y consistencia.

—Manuel asesinó a las mujeres de las que habló en el libro y en el periódico. Yo maté a Clara, esa es la única confesión que tengo por hacer y ya pagué por ello.

—Y querías matarme a mí —aseguró Lucina.

—¿A ti? No, no, no quería matarte a ti. Yo no soy asesino de niños.

—Eres el asesino de unas jovencitas, casi niñas —intervino Elena.

Julián se acercó a Elena y colocó el cañón de la pistola debajo de su barbilla y le levantó la cara. Sus ojos se encontraron, ella desvió la mirada, la vista al abismo le produjo vértigo. Él la forzó a mirarlo de nuevo.

—Fue un regalo para mi hermano.

—¿Matar dos niñas inocentes fue un regalo? —preguntó Elena desafiándolo con los ojos.

—«Daños colaterales» los llamó mi hermano en uno de sus libros.

Elena sacudió la cabeza, Julián no la dejó escapar del cañón apoyado en el hueco de su mandíbula. La miró con fiereza y caminó hacia atrás. Se asomó por la ventana de nuevo, la noche en franca retirada. Estaba por amanecer. Afuera se escuchaba un coro de ladridos.

 

 

Una losa de concreto se vence y produce un nuevo derrumbe, debajo de la mesa escuchan las piedras golpear contra el acero.

—¡Auxilio!

—¡Estamos aquí!

Gritan desesperadas, pero nadie responde y la oscuridad se hace más densa cada vez.

—Ayúdenme, por favor.

La voz de Julián rebota entre los escombros. El corazón de las dos mujeres se tropieza y la sangre alcanza en un segundo el punto de congelación.

—Estoy atrapado.

Lucina suspira aliviada, el monstruo no puede alcanzarlas.

 

 

Después de escuchar cómo mató a Leticia Almeida y Claudia Cosío tuvieron la certeza de que las mataría. No lo sabían, pero el infierno estaba por abrirse y las palabras de Julián eran solo la antesala.

—Hace casi dos años Manuel me visitó en el penal por última vez. Sus visitas siempre fueron inesperadas —retomó Julián y regresó a su lugar en la silla. Volvió a cruzar las piernas, movía mucho las manos, la pistola bailaba en la mano derecha—. Me visitaba para dejarme sus libros, recortes de los artículos que publicaba, copias de sus guiones y los zapatos. Yo los leía porque no tenía otra cosa que hacer y, confieso, algunos me gustaron. El pendejo era muy bueno para escribir. En una de esas visitas me habló de ti. —Apuntó a Elena con la pistola—. Pensé que me lo contaba para hacerme enojar, envidiar su libertad, el sexo con mujeres. No me interesaba.

—A mí tampoco me interesa tu conversación.

—Ya viene la parte interesante, Elena, no seas impaciente. Manuel… Ignacio para ti, tuvo un enfrentamiento con tu madre. Ella entró en su habitación y se encontró con unas hojas escritas a máquina, recortes de periódico, fotografías.

El corazón de Elena apuró el paso. Ella había tratado de evitar durante los tres años que estuvieron juntos que Ignacio se diera cuenta de que no le gustaba a su madre. Imposible ocultarlo. Soledad se encargó de hacerlo patente y quiso largarlo del hotel muchas veces, pero Elena se lo impidió siempre.

—En esas páginas que encontró tu madre, Manuel contaba su historia, la mía, la de nuestra familia. Estaban junto con los recortes de las notas sobre mi madre y los asesinatos de las mujeres que atendió mi madre. Mi hermano la vio salir de su habitación y luego se encontró con el desorden que había dejado. La acorraló en el patio de lavado, un lugar parecido a donde mi madre ahogó una gata frente a él, según pude comprobar cuando estuve en tu hotel. La golpeó en la cara, la tomó por la nuca y le hundió la cabeza en la tina donde remojaba la ropa. Debiste haber escuchado lo explícito que fue al contarlo, los detalles para otros insignificantes él los resaltaba: el chapoteo del agua, la lucha de tu madre por sacar la cabeza, los pájaros que volaron asustados, el sonido de una podadora a la distancia, su esfuerzo por mantenerse callado y no alertar a nadie de lo que pasaba, la voz áspera del jardinero: «¿Señora Soledad?».

—¿Qué dices?

—Manuel quiso matar a tu madre, pero lo interrumpieron.

—Estás loco. No te creo.

—Lo mismo dijo tu padrastro cuando se lo conté hace unos días y, en el preciso instante en que se lo contaba, el destino se encargó de que Manuel estacionara su coche frente al hotel. El esposo de tu madre lo enfrentó, discutieron. No pude acercarme, no quería que Manuel me viera. «¿Julián? ¿Julián está aquí?», preguntaba Manuel, pero el hombre no le daba tregua. Mi hermano tomó por el brazo a tu padrastro, lo subió al coche y arrancaron. No comprendo a dónde lo quería llevar o si lo que pretendía era escapar de mí, quizá fue eso y en su huida se estrellaron.

—¿Estuviste en el hotel?

—Estuve muchas veces.

Elena se levantó del piso como eyectada por un resorte y se abalanzó sobre Julián.

—¡Eres un mentiroso! —gritó en el momento justo en que su reloj, y todos los relojes de los habitantes de la capital, marcaron las siete de la mañana con diecinueve minutos y cuarenta y dos segundos. El amanecer había acompañado las palabras de Julián como un telón que acababa de levantarse.

El suelo comenzó a vibrar. Los primeros segundos Elena no se dio cuenta de lo que Lucina gritó: «¡Está temblando!».

Julián empujó a Elena tan fuerte que la devolvió al piso.

Un crujido lo distrajo del impulso de golpearla de nuevo. Las paredes y el techo atronaban. Los vidrios estallaron. Julián había cerrado la puerta con llave, le costó encontrarla dentro del bolsillo de su pantalón y embonarla en la chapa. Abrió al tiempo que un estruendo, un rugido llenó el espacio acústico y al salir de la habitación el edificio de junto se desplomó sobre sus cimientos y sobre la casa que una vez fue la clínica de maternidad de Felícitas Sánchez.

—¡Elena! —gritó Lucina bajo la mesa de metal para jalarla con ella, pero Elena no alcanzó a meterse debajo antes de que el edificio se desplomara por completo.

 

 

Siete de la mañana.

¡Ah, Chihuahua!

Siete de la mañana, diecinueve minutos, cuarenta y dos segundos, tiempo del centro de México.

Sigue temblando un poquitito, pero vamos a tomarlo con una gran tranquilidad. Vamos a esperar un segundo para poder hablar…

 

 

La imagen se fue a negro y la conductora de televisión Lourdes Guerrero no pudo continuar en su noticiario matutino. Ramón veía el noticiario Hoy mismo cuando comenzó a temblar, al principio pensó que era un mareo, pero de inmediato se dio cuenta de que su edificio se movía al compás que la tierra marcaba. Ritmo que derrumbó más de trescientos edificios en ese instante.

 

 

Esteban conducía por la carretera 57 en dirección a la capital del país. Entraba por el Estado de México cuando encendió la radio. Elena y Lucina se habían comprometido a llamarle para informarle cómo iban las cosas, casi no pudo dormir a la espera de la llamada que nunca llegó, y a las seis de la mañana ya había tomado carretera. Eran pasadas las ocho de la mañana, un alterado reportero hablaba de un terremoto. Cambió de estación y en la XEW comenzó a escuchar a Jacobo Zabludovsky narrar desde el teléfono de su automóvil las escenas que veía: «Varios pisos del hotel Continental cayeron. Es necesario pedir al público que no salga para no impedir el trabajo de la policía y los cuerpos de rescate. No se alcanza a ver por las grandes nubes de polvo y humo». Esteban escuchó hablar de los edificios caídos, el Hotel Regis, el edificio Nuevo León, el Conalep, el edificio de la Marina, Televisa. Lo rebasaban patrullas, ambulancias, la ciudad se llenaba del ulular de cientos de sirenas.

Por la noche había intentado comunicarse con Lucina y Elena, conocía el nombre del hotel y la habitación donde se hospedaban. No pudo localizarlas y dejó un mensaje con la mujer de la recepción para que se comunicaran con él en cuanto llegaran. A las seis de la mañana ya estaba en la carretera.

El tránsito colapsaba y los edificios caían en una acción que a los habitantes de la capital les parecía interminable.

 

 

Elena intenta mover la pierna derecha, el derrumbe liberó la presión y logra sacar el pie con un dolor insoportable.

—¡Mi pie!

—¿Qué pasa?

—Lo saqué, pero me duele muchísimo.

—No te muevas, podrías causar otro derrumbe. Tranquila, Elena, estoy segura de que nos sacarán de aquí.

—Lucy, ya no escucho nada allá afuera.

—Espera, no pierdas la fe.

Un perro vuelve a ladrar sobre sus cabezas. Ellas no los ven, pero los vecinos y decenas de voluntarios, de un recién conformado ejército, remueven los escombros del edificio convertido en montículo.

—¡Aquí!

—¡Auxilio!

Las personas afuera parecen hormigas sobre un hormiguero gigante, cargan piedras, muebles, restos de los lugares donde la cotidianidad transcurría.

—¡Aquí hay alguien!

Son las diez de la mañana.

—¡Ayúdenme! —grita Julián y hace temblar el corazón de Elena y Lucina.

Moronas de tierra, yeso, cemento, vidrios, se deslizan como pequeñas cascadas con cada piedra que se remueve afuera.

—¡Aquí! ¡Aquí! —grita Lucina.

A la luz y al oxígeno les toma veinte minutos colarse entre los huecos que se abren entre los escombros.

—Despacio, con cuidado.

—Vamos a salir de aquí —dice Lucina, conmovida por el oxígeno que vuelve a respirar y la luz que conquista a la oscuridad.

A Elena la sorprende una arcada que la obliga a voltearse de lado, el dolor en su abdomen ha subido de intensidad.

—Elena, ¿estás bien?

—Me duele.

—Resiste.

El rostro de un muchacho se asoma por el boquete recién abierto.

—¡Sáquennos! ¡Por favor! —suplica Lucina.

—Sí, los vamos a sacar, aguanten. ¿Cuántos son? ¿Están bien?

—Sí, sí, estamos bien. Somos dos —responde Elena.

—¡Estoy aquí! —grita Julián al tiempo que el muchacho saca la cabeza y dice a alguien más afuera—: Hay dos mujeres atrapadas, nos separa de ellas una gran losa corrida, quizá pueda pasar por debajo o por encima de ella.

La luz se cuela por el agujero e ilumina el espacio, los tres se encuentran más juntos de lo que imaginaban las mujeres, la pierna de Julián toca un costado del cuerpo de Elena, tiene un pedazo de losa encima.

—Vamos a hacer el hoyo más grande —vuelve a aparecer el muchacho—, por ahora vamos a pasarles oxígeno.

Una manguera delgada comienza a bajar por el agujero y se escucha el siseo del paso del gas. Lucina, despacio, se desliza por debajo de la mesa.

—¿Lucina? ¿Qué haces?

Lucina no responde, repta entre los escombros, las piedras filosas como cuchillos cortan sus brazos, los restos de varilla y metal se le clavan en todo el cuerpo. No se detiene. Se queja al sentir las heridas en su cuerpo; sin embargo, no deja de avanzar hasta alcanzar a Julián. El haz de luz que se cuela no es suficiente para iluminar el sitio.

—¿Qué haces? —la interpela Julián, que trata de patearla, pero las piedras sobre de él no se lo permiten; sin embargo, provoca un derrumbe que salpica de polvo y piedras el rostro de Lucina y del propio Julián. Lucina se limpia la cara con el antebrazo, siente los ojos llenos de arena. Alarga una mano y se arrastra sobre la losa que cubre a Julián, casi no cabe entre la losa y los escombros sobre de ella.

—¡Qué haces! —vuelve a gritar Julián e intenta sacudir su cuerpo atrapado, con una mano empuja la cabeza de Lucina para quitársela de encima. Con la mano izquierda Lucina forcejea con Julián y con la derecha toma una piedra grande de entre los escombros y trata de golpearlo. La lucha entre ambos provoca que caiga más cascajo.

—¡Lucina! ¡Lucina! —grita Elena y trata de arrastrarse hasta ella para ayudarla, pero la pierna fracturada no le permite hacerlo con agilidad.

—¡Ya! ¡Quieta! —exclama Julián y manotea para alcanzar el rostro de la hija de su hermano. Elena logra estirar el brazo hasta alcanzar a Julián inmovilizándole el brazo por un instante, al tiempo que Lucina le asesta un golpe en la cabeza y luego presiona la losa sobre Julián y el hijo de la Ogresa emite un quejido largo.

Como si se hubiera reventado una burbuja dentro de la que estuvieron sumergidas, las dos mujeres se hacen de pronto conscientes de las voces de las personas que sobre los restos del edificio se afanan en abrir un boquete más grande. El movimiento de fuera provoca que caigan piedras dentro, sobre de ellas y sobre Julián, inconsciente.

Poco a poco el agujero se ensancha y vuelve a aparecer el muchacho que las alumbra con una linterna:

—¿Creen que puedan salir?

—Sí, sí —responde Lucina.

El muchacho se desliza por un espacio entre una trabe, que no alcanzaban a ver por la oscuridad, pero que las protegió de no morir aplastadas, lo mismo que la mesa de acero, cubierta de bloques de cemento.

Otro rostro surge por el boquete, la luz lastima los ojos de las dos mujeres que tienen la cara surcada por lágrimas revueltas con la tierra.

—¡Lucina! ¡Elena!

—¡Esteban! —grita Lucina al tiempo que desliza su cuerpo hacia la salida ayudada por el muchacho.

Elena tiene la mitad del cuerpo debajo de la mesa quirúrgica y la otra mitad fuera, un gran trozo de escombro, con parte del mármol de lo que fue el piso de un departamento, quedó atorado entre la trabe y unas varillas protegiéndola, un milagro.

Esteban recibe a Lucina, la abraza con fuerza y de inmediato se vuelven para recibir a Elena. Entre el muchacho, no mayor de dieciocho años y un hombre de cincuenta, logran mover los ladrillos y liberar a Elena, quien se arrastra despacio. El hombre la ayuda a abrirse camino hacia la boca del hormiguero, donde al sacar la cabeza la multitud congregada rompe en aplausos.

—¿Hay alguien más allá abajo? —les pregunta un bombero. No alcanzan a responder porque de pronto, bajo sus pies el suelo se colapsa.

—¡Derrumbe! —grita alguien y el reguero de hombres y mujeres se apresura a bajar de la montaña de escombros antes de que el apetito voraz de la tierra los engulla.

Alcanzan a llegar a la calle antes de que piedras, cemento, ladrillos, mármol, arena, muebles, fotografías, libros, fierro, restos de la vida de los habitantes del edificio sean arrastrados por la gravedad.

—¿Había alguien más con ustedes? —pregunta de nuevo el bombero.

—No —responde Elena.

—Nadie más —reitera Lucina.

—Les haremos una revisión —dice el bombero que señala el camino y le pasa un brazo a Elena para ayudarla a caminar.

Escuchan un ladrido detrás de ellos y Elena y Lucina se giran para encontrarse con el perro que les ladraba desde el balcón del edificio que quedó reducido a nada. Les mueve la cola y se acerca a lamer la mano de Elena, ella sonríe y con un gesto de dolor se agacha un poco a acariciarle la cabeza.

—¡Max! ¡Max! —grita un hombre al perro—. Deja en paz a la señorita.

El perro vuelve con su dueño y ellas lo miran alejarse; sin dejar de sonreír Elena repite: Max.

Agradecimientos

Durante el proceso de escritura tuve un desajuste químico que me llevó a un desorden de ansiedad y depresión, por lo que quiero agradecer desde el corazón a quienes me ayudaron a salir de ese lugar oscuro:

A Luis y a mis hijos, Ana, Luisga, Montse y Juanpa, gracias por su amor, su cariño, su paciencia infinita y sus abrazos largos, nutricios y silenciosos que me contenían y me contienen. Gracias por ser mi refugio y mi ancla. Los amo y aprendo de cada uno.

Puri, gracias por llevarme a caminar, por escucharme, ojalá todas las personas tengan en su vida una amiga Purificación que les permita, como tu nombre, purificar su alma.

Mis compañeras de taller, mi tribu, que no quisieron dejarme e insistieron en que debía darles clases, gracias por mantenerme a flote.

A mis amigas, a todas y cada una, llenan mi alma, me arropan con su cariño, permanecen, comprendo lo difícil que debe haber sido estar a mi lado en esos tiempos oscuros, gracias por su incondicional presencia.

Mis tíos, mis primos, mi familia, los quiero tanto, gracias a todos los Llaca por estar pendientes y presentes todos los días.

Gracias a los Anaya por hacerme sentir como una hija, una hermana; gracias por tantos años de cariño.

A mis hermanos, Mario, gracias por escribirme y llamarme casi todos los días, gracias por estar y por leerme, aunque termines a empujones. Martha, gracias por capitanear la enfermedad de mi madre.

Gracias a Pablo Sada, Alicia Ortiz, Enrique y Sabine Asencio, Pachy Cambiaso, Carlos Galindo, todos sus comentarios fueron invaluables para la escritura de esta novela, gracias por la paciencia que han tenido para responder a mis preguntas interminables.

Lili Blum, gracias por escucharme y alentarme, sobre todo gracias por tu amistad.

Gretel, gracias por la traducción de las primeras páginas y por todo tu cariño.

Vero Flores, gracias por el camino que hicimos juntas, gracias por todo lo aprendido.

A Sergio, Pot, gracias por ser mi lector desde que éramos adolescentes, por tantos años de amistad y las porras de siempre.

Imanol Caneyada, gracias por los consejos, las lecturas, la compañía, tus mensajes me ayudaron a terminar.

Gracias a David Martínez, mi editor, por la pasión a tu trabajo y toda tu paciencia, fue una experiencia maravillosa trabajar juntos.

Carmina Rufrancos y Gabriel Sandoval, gracias por embarcarse conmigo en otro proyecto.

Anna Soler-Pont, mi agente, gracias por la paciencia, gracias por escucharme con tanta generosidad cada vez que nos hemos visto, gracias por llevar esta novela a buen puerto, gracias por la confianza y tu amistad. Seguimos.

Gracias a María Cardona y a todo el equipo de Pontas por acompañarme con tanta amabilidad y profesionalismo, son una casa maravillosa.

Gracias a mis padres, viven en cada una de mis palabras.

En el proceso largo que ha tenido este libro llegó a nuestra familia un nuevo integrante, Luis César. Gracias, Ana Pau y César, por hacerme abuela, gracias por ese bebé que nos llena de luz y felicidad todos los días, los amo.

Gracias a mi marido, Luis, gracias por estos treinta años, por la familia que hemos formado y la vida juntos, gracias por tu espíritu aventurero que me confronta y me lleva a lugares que no imaginaba. Te amo.