FÜHRERBUNKER, BERLÍN
22 DE ABRIL DE 1945
Adolf Hitler lleva ya un mes sin ver la luz del día. Atrincherado en el Führerbunker, ordenó a sus tropas que luchen hasta el último hombre. El Ejército Rojo —con 2.5 millones de soldados, 6 250 vehículos blindados y 7 500 aviones— lanzó un ataque sobre Berlín. La capital del Tercer Reich está rodeada.
Algunos de sus colaboradores más cercanos dejaron el búnker subterráneo para tratar de huir de Berlín, pero, este día en particular, Hitler está acompañado de sus más fieles seguidores: el ministro de propaganda Joseph Goebbels y su esposa Magda.
El búnker está prácticamente aislado del mundo exterior y sobre el lugar se cierne una sensación apocalíptica. Solo una de las líneas telefónicas sigue funcionando. Fluyen enormes cantidades de alcohol para ahogar los pensamientos sobre lo que está por venir. Solo Hitler sigue creyendo en la victoria final. Está moviendo divisiones inexistentes sobre un mapa cuando uno de sus generales entra a su habitación.
—Mein Führer, el contraataque en el norte de Berlín ha fallado. Los rusos han tomado Eberswalde.
En realidad, Eberswalde, un pequeño pueblo a unos 50 kilómetros al noreste de Berlín, no sería capturado por los rusos sino hasta cuatro días después, el 26 de abril. Pero para Hitler este reporte —resultado de un malentendido— fue la gota que derramó el vaso. Encendido por uno de sus legendarios arranques de ira, arremete contra sus generales.
—¡Me traicionaron! Se terminó. La guerra está perdida. El único camino que queda es el suicidio.
Setenta años después, Eberswalde volvería a ser objeto de los titulares en todo el mundo debido a su relación con uno de los secretos mejor guardados de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría.