CAPÍTULO 3

Vivi

Vivi ajustó las correas de su mochila e hizo una discreta mueca de dolor al sentir que la orilla de un libro de pasta dura se le enterraba en la espalda. Una vez que atravesó el portón de hierro, soltó la maleta más grande y estiró los dedos acalambrados. La estación de autobuses estaba a menos de kilómetro y medio de Westerly, pero había tardado casi una hora en arrastrar sus pertenencias desde allá y ahora le ardían las manos. Aun así, al inhalar el aire inesperadamente perfumado, el chispazo de emoción reemplazó la fatiga. ¡Lo había logrado! Después de dieciocho agotadoras horas —o más bien de dieciocho agotadores años—, por fin estaba sola y tenía la libertad para tomar sus propias decisiones y empezar su vida de verdad.

Se detuvo para revisar el mapa en su teléfono y luego miró el recuadro de césped que se extendía ante sus ojos. A lo lejos había un edificio de piedra cubierto de hiedra; de las ventanas del segundo piso colgaba una pancarta que decía BIENVENIDA, NUEVA GENERACIÓN. «Ya casi llego», pensó y retomó su camino sin prestar atención al dolor de hombros. Sin embargo, al ver la multitud de estudiantes acompañados de sus padres, sintió un ligero retortijón. Estaba bastante acostumbrada a enfrentar situaciones nuevas. Después de haber estado en cuatro primarias, dos secundarias y tres bachilleratos, llevaba casi toda la vida siendo «la niña nueva».

Pero esta vez era distinto. Pasaría cuatro años enteros en Westerly, que era más de lo que había pasado en cualquier otro lugar. No sería la niña rara por defecto, sino que podía ser quien quisiera ser.

Solo necesitaba descifrar quién quería ser.

Arrastró las maletas hasta la mesa de registro, donde un grupo de voluntarios distribuía paquetes de orientación.

—¡Bienvenida! —trinó una chica pelirroja y pálida que se acercó a Vivi—. ¿Cómo te apellidas?

—Devereaux —contestó Vivi mientras observaba la impecable blusa rosa de la chica y su perfecto delineado de ojos. Por lo regular, Vivi consideraba que ese tipo de elegancia era un don inusual, algo digno de admiración (aunque no necesariamente de envidia), como la capacidad de tocarse la nariz con la punta de la lengua o caminar de manos. Pero, al echar un vistazo a su alrededor, se dio cuenta de que ese nivel de arreglo personal era la norma y no la excepción. Nunca había visto tantas manos con manicura o camisas color pastel. Por primera vez se preguntó si acaso su mamá tendría razón, que tal vez no era la escuela indicada para ella.

—Devereaux —repitió la pelirroja mientras pasaba las hojas de la gruesa libreta que tenía enfrente—. Tu habitación es la trescientos cinco de Simmons Hall. Es aquel edificio de allá. Aquí está tu carpeta de orientación… y tu credencial. También funciona como llave, así que no la pierdas.

—Gracias. —Vivi le tendió la mano para tomar la carpeta, pero la chica no la soltó. Estaba paralizada, mirando algo por encima del hombro de Vivi.

Al voltear, se dio cuenta de que el resto de la gente también estaba mirando en esa dirección. El ambiente se había electrizado un poco, como si fuera a iniciar una tormenta. Vivi siguió la mirada de los demás. Tres chicas venían cruzando el césped terso y verde. A pesar de la distancia, se notaba a leguas que no eran de primer año. Era en parte por como estaban vestidas; la chica negra de en medio traía un vestido primaveral color menta con una vaporosa falda plisada que rodeaba sus piernas largas, como de bailarina. Sus amigas, blancas y rubias, traían faldas a cuadros casi idénticas y el tipo de blusas de seda color crema que, hasta ese día, Vivi solo había visto en películas donde salían mujeres ricas. Aunque hubieran traído jeans raídos, esas tres chicas habrían atraído todas las miradas. Avanzaban con una seguridad hipnotizante, como si confiaran en su derecho de ir adonde quisieran, a la velocidad que quisieran. No temían ocupar su lugar en el mundo. Para alguien como Vivi, que había pasado la vida entera intentando encajar, ver mujeres que se sentían tan cómodas de sobresalir era embriagador.

Vio a las tres chicas acercarse al edificio de ladrillos rojos, donde la multitud de estudiantes esperaba para entrar. Tan pronto llegaron a su destino, la multitud se abrió; todo mundo se hizo a un lado para dejarlas pasar, sin chistar.

—Son de Kappa —dijo la pelirroja al percibir la duda en la mirada curiosa de Vivi—. Una de las sororidades del campus. Todo mundo las llama Ravens. No sé por qué. Tal vez porque son misteriosas y enigmáticas.

—Perdón —dijo Vivi, sonrojada y avergonzada de haber sido tan obvia.

—Está bien. Todo mundo reacciona igual. Si quieres verlas en acción, ve a su fiesta de reclutamiento esta noche. Raramente actúan como cuando buscan nuevas candidatas. —Se encogió de hombros e intentó fingir desinterés, aunque su mirada reflejaba un deseo inconfundible—. Deberías ir, aunque sea para ver su casa por dentro. Es el único día del año en el que dejan entrar a chicas que no son de Kappa y es un lugar espectacular.

—Tal vez vaya —contestó Vivi, emocionada en secreto de que alguien pensara que era el tipo de chica que pudiera evaluar si una fiesta era buena o no. En los tres bachilleratos en los que estuvo nunca la invitaron a una fiesta. No estaba segura de que la fiesta de reclutamiento de las Kappa fuera la mejor forma de iniciar su vida universitaria, pero ¿y si lo era? Tal vez eso era lo que a la Vivi universitaria le gustaría.

—Muy bien. Pues, ¡bienvenida a Westerly!

Vivi inhaló profundo y recurrió a lo poquísimo que le quedaba de fuerza para subir sus maletas por tres escalones de piedra y jalarlas hasta la puerta de madera que estaba fija para que siempre se quedara abierta. Empezó a subir una escalinata angosta, jalando tras de sí las maletas con torpeza. Esperaba ser capaz de llegar al segundo piso antes de tomar un descanso, pero tras unos cuantos escalones sus brazos se rindieron.

—¡Mierda! —susurró mientras sus maletas se resbalaban y caían en el rellano con un golpe seco.

—¿Necesitas ayuda?

Al voltear, Vivi vio en el rellano a un chico de cabello oscuro y rizado que la miraba con una sonrisa traviesa. Quiso decirle que lo tenía todo bajo control, pero se dio cuenta de lo ridículo que sonaría, puesto que él tenía frente a sí las maletas que se le acababan de caer.

—Sí, gracias, si no te molesta.

—Para nada. Aunque me molestara, lo haría. —El chico alargaba las sílabas con un ligero acento sureño. Alzó ambas maletas al mismo tiempo y subió las escaleras sin detenerse cuando pasó junto a Vivi.

—Supongo que eso de los modales sureños no es un mito —dijo ella, pero de inmediato se arrepintió de haber dicho algo tan cursi.

—Bueno, esto no es cuestión de modales —contestó el chico, ligeramente sin aliento—. Es un tema de seguridad pública. Podrías haber matado a alguien.

Vivi sintió el calor de sus mejillas sonrojadas.

—Si quieres llevo una —dijo mientras corría para alcanzarlo.

Llegaron al segundo piso, pero el chico no soltó las maletas.

—Lo siento mucho —dijo él en tono alegre—. Mi deber caballeresco y mi entusiasmo por la seguridad pública hacen que sea físicamente imposible para mí asentar estas maletas hasta que estén fuera de la zona de peligro. ¿Cuál es tu número de habitación?

—Trescientos cinco. Pero en serio no tienes que hacerlo. Puedo llevarlas lo que resta del camino.

—Ni lo sueñes —contestó él. Vivi lo siguió, con el estómago hecho un nudo de culpa y emoción. Nunca un chico le había cargado sus cosas. Cuando llegaron al tercer piso, él giró a la derecha y, con un gemido, asentó las maletas frente a una puerta—. Listo. Habitación trescientos cinco.

—Muchas gracias —dijo Vivi y se sintió más cohibida que antes. ¿Se esperaba que le preguntara su nombre? ¿O lo que estaba estudiando? ¿Cómo hacía amigos la gente normal?

—Es un placer —contestó él con una sonrisa y, por un instante, Vivi no pudo concentrarse en otra cosa que no fuera el hoyuelo que se le había formado al chico en la mejilla izquierda. Pero, antes de que pudiera pensar en una respuesta, el chico se dio media vuelta y volvió hacia las escaleras—. ¡Trata de no matar a nadie! —exclamó por encima del hombro y se esfumó al adentrarse en el cubo de las escaleras.

—No prometo nada. —Intentó decirlo en un tono juguetón y sexy, pero no tuvo caso. Él ya se había ido.

Abrió la puerta del cuarto, temerosa de conocer a su compañera de habitación, pero el cuarto estaba vacío. Solo había dos camas individuales, dos escritorios de madera y un espejo de cuerpo completo en la puerta de un armario. Comparado con otras habitaciones, era agradable: espaciosa, luminosa y fresca. Todo lo contrario al apartamento asfixiante y diminuto de Reno.

Arrastró una de las maletas hasta la cama y la abrió, mientras pensaba en si su compañera de habitación llegaría pronto y cuál sería el protocolo para elegir cama. Antes de empezar a sacar sus cosas de la maleta, una ventana se abrió de golpe y dejó entrar una ráfaga perfumada de aire tibio que lanzó por los aires los papeles que estaban en la carpeta de orientación. Qué extraño, pues la ventana estaba bien cerrada cuando Vivi entró a la habitación.

Recogió las hojas con un suspiro y recordó que, si había una diferencia significativa de temperatura entre el aire de la habitación y el aire del exterior, eso podía generar la presión necesaria para abrir la ventana con fuerza. Era uno de los múltiples fenómenos que Vivi había memorizado con los años para explicarse las cosas extrañas que solían ocurrir a su alrededor.

En ese momento vio la carta de tarot que estaba asentada en la cabecera de su colchón desnudo, como si alguien la hubiera puesto ahí con mucho cuidado.

Era la carta de la Muerte que su madre le había dado.

El esqueleto le sonreía con su quijada horripilante y, por un instante, a Vivi le pareció ver un resplandor rojo en su mirada. Se estremeció a pesar de saber que era una ilusión óptica. «Te lo dije. Westerly no es un lugar seguro para gente como tú», le susurró la voz de Daphne al oído.

En el pasillo se azotó una puerta y por la ventana entró el sonido de risas provenientes de la explanada. Vivi meneó la cabeza para salir del ensimismamiento. Por fin había logrado estar un día sin su madre y ya estaba buscando señales del universo. Daphne se habría enorgullecido de ella, o casi.

Resopló con desdén, metió la carta de la Muerte en el cajón de su escritorio y lo cerró de golpe. Vivi no necesitaba señales. No necesitaba magia. No necesitaba escuchar la voz de su madre. Lo único que necesitaba era llevar una vida normal en la universidad.

Y empezaría por asistir a aquella fiesta.