—Vivian —Daphne Devereaux estaba de pie en el umbral de la puerta del cuarto de su hija, con el rostro retorcido por la angustia exagerada. A pesar del implacable calor de Reno, traía puesta una bata negra que llegaba al suelo, adornada con borlas doradas, y una pañoleta de terciopelo que le tapaba la rebelde cabellera oscura—. No puedes ir. Tuve una premonición.
Vivi miró con desdén a su madre, contuvo un suspiro y siguió empacando. Esa misma tarde se iría a la Universidad Westerly, en Savannah, y estaba intentando empacar su vida entera en dos maletas y una mochila. Por fortuna, llevaba toda una vida practicando. Cada vez que Daphne Devereaux tenía una «premonición», se mudaban a la mañana siguiente, y al carajo el pago de la renta y la mayoría de sus pertenencias. «Es sano empezar de cero, Chicharito», le dijo Daphne alguna vez. En ese entonces, Vivi tenía ocho años y le suplicaba que regresaran por su hipopótamo de peluche, Philip. «No querrás traer contigo esas malas energías».
—Déjame adivinar —dijo Vivi mientras embutía unos libros en su mochila. Daphne también se mudaría, dejaría Reno por Louisville, y Vivi dudaba que su madre tuviera el cuidado de empacar su biblioteca—: viste una fuerza oscura y poderosa que viene hacia mí.
—No estarás segura en ese… lugar.
Vivi cerró los ojos e inhaló profundo, con la esperanza de que eso la tranquilizara. Desde hacía meses su madre era incapaz de enunciar la palabra universidad.
—Se llama Westerly. No es una grosería.
Era todo lo contrario. Westerly era la salvación de Vivi. Le sorprendió recibir una beca completa para estudiar ahí, ya que la consideraba muy por encima de sus posibilidades. Vivi siempre había sido buena estudiante, pero había estado en tres bachilleratos —en dos de ellos había entrado a mitad del año escolar—, por lo que su historial académico mostraba tantas «I» de incompleto como «A» de aprobado.
Daphne, sin embargo, se opuso con firmeza desde el principio. «Vas a odiar Westerly», le dijo en su momento con una convicción inesperada. «Yo jamás pondría un pie ahí».
Eso fue lo que finalmente convenció a Vivi. Si su madre detestaba tanto ese lugar, debía ser perfecto para que empezara una nueva vida.
Mientras Daphne la veía desde la puerta con rostro afligido, Vivi miró el calendario de Westerly que había clavado a la pared amarillenta; era la única decoración que se había animado a poner en esta ocasión. De todos los lugares en los que habían vivido durante esos años, este departamento era el que menos le gustaba: dos habitaciones con paredes recubiertas de estuco y estaba arriba de un local de empeños, en Reno, donde todo apestaba a cigarrillo y desesperación, como casi cualquier otro lugar en el polvoso estado de Nevada. Las fotos brillantes del calendario, como odas a los edificios cubiertos de hiedra y los cedros musgosos, se habían convertido en su haz de esperanza. Le recordaban que había algo mejor, un futuro que podría construir lejos de su madre y sus presagios malignos.
Pero entonces vio que su madre tenía lágrimas en los ojos y su frustración cedió un poquito. Si bien Daphne era una actriz consumada —lo cual era indispensable si tu subsistencia dependía de sacarles dinero a desconocidos—, jamás había sido capaz de fingir el llanto.
Vivi dejó de empacar y cruzó la habitación apretujada hasta llegar a su madre.
—Estaré bien, mamá —dijo Vivi—. Y el tiempo pasará volando. Para cuando te des cuenta, ya será Día de Acción de Gracias.
Su madre inhaló profundo y le tendió el brazo pálido. Vivi tenía el mismo color de piel que su madre, lo que significaba que se quemaba tras quince minutos de estar bajo el sol desértico.
—Mira la carta que te saqué.
Era una carta del tarot. Daphne se ganaba la vida «leyendo la fortuna» de personas desesperadas e infelices que la buscaban y pagaban cantidades sustanciales a cambio de que les dijeran lo que querían oír: «Sí, tu marido bueno para nada encontrará trabajo pronto; no, tu padre ausente no te odia… de hecho, también está intentando localizarte…».
Cuando Vivi era niña, le encantaba ver cómo su hermosa madre deslumbraba a la clientela con su elegancia y sabiduría. Sin embargo, conforme fue creciendo, empezó a sentirse incómoda cuando se dio cuenta de que su madre se aprovechaba del dolor ajeno. No soportaba ver que engañara a la gente, pero no podía hacer nada al respecto. Las lecturas de Daphne eran su principal fuente de ingresos y la única forma de pagar la renta de esos basureros que tenían por hogar, y comprar comestibles de la sección de ofertas.
Pero ya no. Vivi había encontrado una escapatoria. Podía empezar desde cero, lejos de la conducta impulsiva de su madre. Como esos arranques que las habían desarraigado por completo una y otra vez con base en las injustificadas «premoniciones» de Daphne.
—Déjame adivinar —dijo Vivi y alzó una ceja al ver la carta de tarot que sostenía su madre—, ¿la Muerte?
La expresión de Daphne se tornó taciturna y su voz, que solía ser melódica, ahora era tajante y fría.
—Vivi, ya sé que no crees en el tarot, pero por una vez en tu vida hazme caso.
Vivi tomó la carta y la volteó. Tal y como esperaba, un esqueleto que sostenía una guadaña la miró desde el rectángulo de cartón. Sus ojos eran cuencas vacías y la curva de su boca parecía una sonrisa burlona. Las manos y los pies descarnados se alzaban sobre el terreno limoso, mientras el sol se ocultaba a lo lejos, envuelto por un cielo rojo como la sangre. Vivi sintió un extraño estremecimiento causado por el vértigo, como si estuviera en la orilla de un profundo precipicio, mirando la inmensidad vacua, en vez de estar parada en su habitación, donde el único paisaje era el letrero amarillo neón que anunciaba COMPRAMOS ORO al otro lado de la calle.
—Te lo dije, Westerly no es un lugar seguro, sobre todo para gente como tú —susurró su madre—. Tienes la capacidad de ver más allá del velo y eso te hace vulnerable a las fuerzas de la oscuridad.
—¿Más allá del velo? —repitió Vivi con voz cansada—. Pensé que ya no hablarías de esas locuras. —Durante toda su infancia, Daphne había intentado convencerla de que se interesara en el tarot, las sesiones espiritistas y los cristales, bajo el argumento de que Vivi tenía «poderes especiales» que solo hacía falta liberar. Incluso le había enseñado a hacer lecturas sencillas para sus clientes, a quienes les maravillaba ver a una niñita entrando en comunión con los espíritus. Sin embargo, con el tiempo, Vivi se dio cuenta de que no tenía poder alguno y de que tan solo era un peón más en el tablero de juego de su madre.
—Ya sabes que no controlo qué carta sale. Sería una tontería que ignoraras una advertencia así.
Afuera se escuchó la bocina de un auto, seguido de insultos y gritos. Vivi suspiró y meneó la cabeza.
—Pero también me enseñaste que la Muerte es símbolo de transformación. —Vivi intentó devolverle la carta a su madre, pero Daphne se mantuvo firme, con los brazos en los costados—. Obviamente se refiere a eso. La universidad es un nuevo comienzo.
Se acabarían las repentinas mudanzas de medianoche a ciudades desconocidas; Vivi dejaría de desarraigarse cada vez que estuviera a punto de hacer amistades de verdad. Durante los próximos cuatro años podría reinventarse y convertirse en una universitaria común y corriente. Haría amigas, tendría vida social y quizá incluso se inscribiría a actividades extracurriculares… o al menos averiguaría qué tipo de cosas le gustaban. Se habían mudado tantas veces que no había tenido tiempo de descubrir para qué era buena. Tuvo que dejar las clases de flauta a los tres meses y abandonar el equipo de softbol a media temporada, además de que había dejado truncos tantos cursos de francés que lo único que había aprendido a decir bien era Bonjour, je m’apelle Vivian. Je suis nouvelle.
Daphne meneó la cabeza.
—Durante la lectura, el Diez de Espadas y la Torre acompañaron a la Muerte. Traición y violencia repentina, Vivian. Tengo la horrible sensación de que…
Vivi se dio por vencida, metió la carta a la maleta y luego se estiró para tomar a Daphne de las manos.
—Es un cambio muy grande para las dos. Y entiendo que estés intranquila. Pero basta con que me digas que me vas a extrañar, como lo haría cualquier otra mamá, en lugar de convertirlo en una señal del mundo de los espíritus.
Daphne le estrujó las manos con fuerza.
—Sé que no puedo decidir por ti…
—Entonces, por favor, ya no lo intentes. —Vivi entrelazó sus dedos con los de su mamá, como acostumbraba hacer cuando era niña—. No quiero que pasemos nuestro último día juntas peleando.
Daphne bajó los hombros, como si por fin entendiera que iba a perder la batalla.
—Prométeme que tendrás mucho cuidado. Recuerda que no todo es lo que aparenta. Hasta las cosas que parecen buenas pueden ser peligrosas.
—¿Estás insinuando que en el fondo soy maligna?
Su madre la miró con tristeza.
—Solo sé astuta, Viv.
—Eso siempre. —Esbozó una sonrisa tan soberbia que Daphne puso cara de fastidio.
—¿De dónde saliste tan egocéntrica? —preguntó, pero igual se acercó a abrazarla.
—Es tu culpa por decirme tantas veces «eres mágica y puedes hacer cualquier cosa» —contestó Vivi una vez que soltó a Daphne para terminar de cerrar la maleta—. Te prometo que tendré cuidado.
Y eso haría. Sabía que en la universidad podían pasarle cosas malas, porque en todos lados podían pasar cosas malas. Pero Daphne se engañaba si creía que una tonta lectura del tarot indicaba algo. La magia no existía.
O al menos eso creía Vivi.