7

Fuimos a entregar la camioneta junto con las bolsas de despojos a la bodega. Tuvimos que esperar más de una hora a que los del turno de noche llegaran de cenar, firmaran y pudieran meter los desechos al incinerador. Ese incinerador se la pasaba día y noche rugiendo como un dragón, sacando humo como la pipa de un indio cheroqui, pero uno prefería oír su rumor vigoroso y percibir ese olor revulsivo a grasa que no oír nada, pues, si estaba quieto, significaba que aún no lo ponían en marcha y te entretendrían las horas antes de firmar de recibido lo que trajeras en la camioneta.

Fuimos a la oficina y encontramos a Sandoval detrás del escritorio; su barriga aprisionada contra el borde parecía pedir a gritos la liberación. Hizo una seña para que cerráramos la puerta, y entonces comenzó su perorata.

—Están en un lío gordo…

No pude evitar mirar otra vez su barriga, la pobrecilla se había partido en dos por el borde del escritorio.

—Tú, Efrén, tienes sesenta y dos años, estás a dos de jubilarte, pero te vas a quedar sin nada por ratero. Y tú, Aurelio, aunque tengas treinta y nueve, no es tan fácil encontrar trabajo. ¿Sabes qué es el outsourcing?

No me sonó a ninguna novela y negué.

—Significa que te contratan de su perra y, cuando cierras las piernas, lo único que te da el cliente es un desinflamatorio...

—¿Qué falta del departamento? —preguntó Efrén secamente.

—Un Rolex.

—¿Qué es eso? —interrogué.

—¡No finjas demencia! —El Gordo golpeó el escritorio—. ¡Sabes bien que se trata de un reloj muy caro, carísimo! ¡Y que tú y el puto negro se lo chingaron!

Efrén se levantó a punto de írsele encima.

—Atrévete, cabrón. Ya tienes una pata en la cárcel, pon la otra.

—¿Cárcel? ¿Qué cárcel? ¿Qué pendejo dejaría un reloj caro, carísimo, ahí cuando van a entrar desconocidos? ¿No revisaste bien la lista? ¿No les advertiste a los familiares que se llevaran las cosas de valor?

—Muy cierto —respaldé a Efrén.

Sandoval esbozó una sonrisa y espetó:

—No, cabrones, a mí no me van a meter en sus enjuagues. —Abrió un cajón, sacó la orden, la puso frente a nosotros y señaló—: La leyenda de toda la vida, muchachos: «Todo aquello propio de una casa queda bajo nuestra responsabilidad…». ¿De quiénes son estas firmas? Me parece que de ustedes. Sí, definitivamente suyas, la de Aurelio Comemierda y la de Efrén Culoprieto…

—¿Propio de una casa? —repitió Efrén—. ¿Un Rolex es propio de una casa? Carajo, ¡habérmelo dicho! Voy a buscar el mío ahora que llegue, porque no lo he visto. ¿Hay uno en tu casa, Aurelio?

—Definitivamente no, amigo.

—Háganse los chistosos, par de pendejos, pero el hijo del muerto y su abogado se darán sus mañas para que la frase «propio de una casa» incluya el Rolex.

—Eso está por verse —gruñó Efrén.

—Nada de por verse, porque además se robaron otras cosas que sí estaban en la lista, lo cual hará que lo del reloj termine siendo evidente.

Efrén y yo nos miramos desconcertados. En mi caso, lo fingí.

Sandoval volteó el documento y leyó:

—Dos jabones neutros, un pinche libro y un baumanómetro.

—¿Qué es eso?

—Deja de hacerte pendejo, Aurelio.

—En serio no lo sé.

—Muy bien —bufó Sandoval—, de una vez les digo que va a venir la poli a interrogarlos. No van a ser ni la mitad de amables que yo. Ahora, váyanse a chingar a su puta madre y hagan un acto de conciencia. Si quieren confesar, los estaré esperando, pero solo un día, no más. Luego yo, como Pilatos, me lavo manos. —Y palmeó una contra la otra.

Entonces Efrén intentó la vía diplomática.

—Sandoval, nos conoces, tenemos expedientes limpios. Ya lo dijiste, estoy a punto de jubilarme. ¿Por qué iba a arriesgar la pensión? He limpiado casas de políticos y narcos, ahí tuve la oportunidad de robar mucho más que un Rolex. ¿Lo hice? ¡No, carajo…! Un reloj no vale mi pensión, ¿o sí?

—Rolex Daytona edición especial, tres millones de pesos —sentenció el Gordo.

Efrén dejó caer la mandíbula.

—¿Tres millones, dijiste?

—Hazte el idiota como el retrasado de Aurelio.

—¡Soy inocente, lo juro! —exclamó Efrén.

—Pepe el Toro es inocente —bromeó Sandoval—. Largo de aquí y piensen bien las cosas. Si regresan lo que se robaron, le diré a Raúl Orihuela que los despedí; luego podrán regresar. Esa es mi oferta de amigo, la toman o la dejan.

Salimos a la calle, buscando que el aire de la noche nos refrescara y aclarara las ideas.

—No te preocupes, Efrén. Como bien le dijiste, nadie deja algo tan caro en una casa cuando van extraños a limpiarla. Y si las cosas estuvieran tan graves, ¿por qué no estaba ya ahí la policía interrogándonos?

Un ruido me hizo voltear, Efrén se había quedado diez pasos atrás, vomitando fuerte contra una pared. Lo dejé hasta que se talló la boca y se pasó las manos temblorosas por el pelo.

—Me siento mal, amigo. Muy mal.

—¿Quieres que llame una ambulancia?

—No mames… —dijo con un hilo de voz.

—¿Te llevo a la farmacia?

—Tampoco.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Callarte, primero que nada; no decir pendejadas, después. No te dije que me está dando un infarto. Tampoco es cosa de tomar una aspirina… Tengo un ataque de pánico. Ese Gordo culero hasta lo que no come le hace daño, no soporta que esté por jubilarme. Quiere verme arruinado… ¿Y sabes por qué?

No estuve seguro de responder a eso y me quedé callado.

—Una vez Amanda fue a buscarme, no sabes cómo la miraba ese cerdo…

—Efrén, no creo que todos se estén acostando con ella.

—¿Y quién dijo eso, idiota? ¡No me chingues! ¡Yo hablo de envidia! ¡De que le purga que mi esposa sea una mujer bonita y de que ya casi me jubilo! ¿Recoger tripas? ¡Sí, señor, cómo no! Qué más da, llegas a tu casa y todo que hay ahí lo compraste con el sudor de tu frente, tu mujer está contenta. ¡Vale la pena! Pero ya los últimos años miras el calendario y te dan ganas de tachar los días como un preso que quiere terminar de cumplir su sentencia… Me las ingenié, Aurelio. Ahorré ciento veinte mil pesos para darme un gran viaje con mi mujer, y regresar y saber que no importa si me gasté ese dinero porque mi pensión va a llegar mes con mes, mes con mes… ¡El puto Gordo quiere quitarme esa ilusión! —Rompió a llorar.

Nos quedamos callados; yo, mirando pasar los coches. De noche se ven peor que de día, o quizá de otro modo. De día circulan con rabia, robando el asfalto, pegando mentadas de madre y claxonazos, y cualquiera está a punto de bajarse de ellos y matarse a golpes. De noche, cuando no hay tránsito, se deslizan suaves y con sus luces rojas, como si llevaran cansancio y tristeza.

—Vete ya, Aurelio.

—¿Seguro, Efrén?

—Seguro.

Llegué a casa, me hice un sándwich de atún (ya se sabe) y me senté a leer. El Principito le pide al narrador que le dibuje un cordero y, como este no sabe, solo dibuja un cuadrito y dice que es una caja y que el cordero está ahí adentro. Uno piensa que el Principito le va a decir: «¿Tú crees que soy pendejo?», pero se da por satisfecho, con lo cual queda claro el mensaje: aparte de que los niños son imprevisibles, la imaginación vale más que la realidad.

Comencé a cabecear de sueño. Un Rolex, ¿quién lo robaría? Y el bauma no sé qué. Y jabones… Quizá se trataba de un autorrobo muerto. Seguro que se trataba de un error, como cuando una prima de mi madre (Ana, la que murió de esclerosis lateral amiotrófica) acusó a la chica del quehacer de haberle robado un collar de perlas, y días después la tía lo encontró debajo de la cama.