Las ruedas del todoterreno se hundieron en un charco de lodo y agua al detenerse frente a una casa de madera a las orillas de Sandweg. El sargento le hizo una seña al soldado Jack y este bajó del vehículo con Müller. Lo llevó frente a la puerta y le quitó el cerrojo.
—Aquí te quedas, boche. Y cuidado con propasarte con nuestra chica…
Lo empujó al interior, cerró y atrancó de nuevo la puerta. Müller descubrió a una mujer frente a la mesa, de falda larga y abrigo de pana, que le devolvió una mirada recelosa y escupió tres palabras que parecían en una lengua eslava. Müller tomó una silla y la llevó junto a la ventana, lejos de la mujer. El pecho se le estrujó al sentarse y sentir el cómodo respaldo, la altura adecuada que le permitía flexionar las piernas, descansar los muslos y tocar el suelo con los pies. Era como si la silla fuera un artefacto novedoso y único, uno de los más nobles inventos de la humanidad. No consiguió recordar la última vez que su asiento no fuera un montículo de tierra. Dirigió la vista más allá de la ventana y distinguió al sargento y al soldado Jack recargados en el todoterreno, fumando otra vez sus Chesterfield. Detrás de ellos, el viento recostaba los acianos de tallos largos y flores azules. Aquellas flores eran tan alemanas como el Rin: azules e intensas, indudablemente fuertes; Müller recordaba haberlas visto erguidas dignamente en incontables ocasiones, incluso cuando se anunciaba el otoño, y apagarse aún bellas en el invierno. «Flores de invierno», las llamaba en intimidad, pues si bien no florecían durante la época, su imagen le perduraba en el corazón.
Ellos podían pisotear sus flores de invierno, despreciarlas, hacer lo que les placiera; podían incluso adueñarse del país entero, pero nunca lo comprenderían, pensó Müller. Se llevó una mano a los ojos y apretó sus lágrimas ácidas, que se le revolvían furiosas al mirar a los soldados, pero emotivas al sentir la comodidad de la silla. Entonces notó la cercanía de la mujer.
—Está bien —dijo ella en alemán, y le mostró una bolsa con tres tomates pequeños—, toma uno. No me pidas más. Pagué por ellos, son míos. Solo pido que te lo comas y te calles. Y no llores, eres un soldado. No puedes llorar, no debes. Puedes hacer cualquier cosa, menos llorar, ¿entiendes? ¿Te queda claro?
Müller contempló aquellos tomates de buen color, como si fueran los primeros que veía en su vida.
—No lo pienses tanto, toma uno y cómelo ya o te lo van a quitar. A mí no. Yo pagué por ellos, pero a ti te lo van a quitar y me harás pensar que no debí darte nada. Estás en los huesos, soldado. Vas a morir si no comes. ¿Te han dicho que estás en los huesos? No miento. Lo estás.
Müller tomó uno de los tomates, el más pequeño; le acarició la piel y la sintió tan tersa como la mejilla de un bebé, que pensó si no sería mejor arrullarlo. Finalmente, se lo llevó despacio a la boca y lo mordió, frenando el deseo de engullirlo por completo.
—¿Es tu primera vez, soldado?
—¿Mi primera vez?
—Que te llevan para interrogarte.
—Si eso va a pasar, sí, es mi primera vez.
—¿De dónde vienes? ¿Gotha, Kripp, Heidesheim, Rheinberg? Conozco todos esos campos como la palma de mi mano.
—Primero estuve en Gotha, ahora en Kripp.
—Entonces debes conocer a Derek.
—¿Derek?
—Derek controla Gotha. Es prisionero, pero lo controla. ¿Lo conoces?
Müller meneó la cabeza.
—¡Entonces es mentira, no has estado en Gotha!
—Hay demasiada gente en Gotha, no recuerdo a ningún Derek, y Derek me importa una mierda.
—Es cierto, no hay ningún Derek —sonrió la mujer—. Solo lo decía por decir…
Müller relamió la acidez postrera del tomate y se quedó callado, de nuevo mirando por la ventana. El oficial y el soldado Jack reían, parecían animados.
—Si consigues que te muevan a Rheinberg, la cosa va bien, soldado. Ahí están dando una lata de sopa para dos personas. Y eso es mucho. Esos americanos tienen las bodegas llenas, pero, si te matan de hambre, no tienen que gastar balas, así que se van despacio con la comida. ¿Entiendes? ¿Cómo te llamas?
—Müller.
—¿Tu nombre de pila?
—Brune.
—Katia Jacov.
—¿Serbia?
—Polaca.
La observó discretamente. Le pareció una flor marchita que, definitivamente, alguna vez había sido muy bella.
—Voy a sobrevivir, no lo dudes —repuso Katia al sentir su mirada—. Me han interrogado tres veces ya. La primera fue la peor; me hicieron mierda, pero aprendí la lección. Los estadounidenses quieren respuestas claras. ¿Estabas con los nazis? ¿Conociste algún alto mando? ¿Oíste algo importante? Sí o no. Una pausa que hagas y te conviertes en sospechoso. Mi situación mejoró porque supe responder correctamente y me acosté con algunos. Al principio fui idiota y follaba con cualquiera, hasta que supe discernir: no obtienes lo mismo de un soldado que de un sargento o un coronel.
—¿Cuál es la diferencia?
—¿Has perdido la razón? ¿Cómo que cuál es la diferencia? Va desde una barra de chocolate hasta la posibilidad de ser libre.
—¿Posibilidad?
—Sí, posibilidad. Sigo viva, ¿no? Eso significa que he elegido bien. No me extrañaría que tú te conformes con el chocolate. —La mujer examinó con cuidado a Müller y sonrió—. De pronto te imaginé con falda, y creo que ni siquiera te ofrecerían el chocolate... —Se echó a reír—. ¿Qué me dices de ti, Brune? ¿Qué tienes para ofrecerles?
—Nada, no sé…
—No serás espía de ellos, ¿cierto?
—¿Cómo?
—Escucha bien esto: yo te di un tomate. Te lo di aunque bien pude dejarte con hambre. Sabes que eso es verdad, que no miento, ¿cierto?
—Cierto.
—Pues ahora voy a pedirte algo a cambio. Es una sola cosa y quiero que la cumplas. Si por cualquier motivo te preguntan si me conoces de algún sitio que no sea este, di que no. ¿Oíste?
—Eso es cierto, no te conozco.
—Cállate y escucha, soldado llorón, no me estás entendiendo, no lo tomes a la ligera. Solo diles que no, sin vacilar, con firmeza. Diles: «No, no conozco a esa mujer, de nada». No digas: «No conozco a Katya Jacov», porque si dices mi nombre es como si me conocieras. Pueden buscar mil formas de hacerte decir que me conoces de algo. No caigas en la trampa. Solo tienes que decirlo como te lo estoy diciendo yo: «No, no la conozco de nada». ¿Te quedó claro?
Él asintió.
—Dime que te quedó claro.
—Me quedó claro, pero no veo por qué me lo preguntarían.
—¿Peleaste contra ellos y no los conoces? No entiendo cómo puedes ir a una guerra sin conocer a tu enemigo. Son astutos. Parecen ingenuos, pero no tiene un pelo de eso. ¿Te has preguntado por qué estás ahora aquí conmigo? ¿Crees que solo se les ocurrió?
—No lo sé.
—Ya lo veo, no sabes nada. ¿Estás enfermo, Brune?
—¿Cómo?
—Sífilis, tuberculosis…
—No.
—¿Ladillas?
—Tampoco.
—Si lo estás, díselos. No, no, no, espera. —La mujer se rascó la cabeza, confundida—. No lo digas si no te lo preguntan, pero si mientes lo sabrán, te harán un examen médico. ¿Eres homosexual?
—No.
—Mejor, porque los odian. Y a los negros también. Aunque veas algunos negros entre ellos, no los quieren; esos negros son sus negros, pero, si fueras negro de aquí, no te iría bien.
—¿Negro alemán, quieres decir?
Al oír eso, la mujer abrió los ojos, sorprendida por sus propias palabras, y rompió a reír. Müller no pudo evitar seguirla en la risa. Podían sentir —y saber que el otro sentía lo mismo— que los huesos de las costillas se les encajaban.
Terminaron tapándose las bocas para que la risa no escapara más allá de las paredes. De pronto escucharon pasos. La polaca se buscó rápidamente en el abrigo. Sacó un alfiler, se picó un dedo y una gota de sangre se le dibujó en la yema. Con ella les dio rubor a sus pálidas mejillas. Guardó el alfiler y la bolsa con los dos tomates restantes adentro del abrigo.
El soldado Jack quitó el cerrojo y asomó la cara.
—¿Qué hay aquí? —Los miró—. ¿Se han hecho amigos? No tendría nada de malo… Es hora de irnos, parejita.