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Quizá fui cínico, pero las palabras que pasaron por mi cabeza al contemplar ese raro ejemplar del Principito fueron: «Aurelio, hiciste una buena adquisición». En casa de Efrén tuve que ir tres veces al baño a sacarme el libro de la ropa y limpiarlo con papel higiénico, pues el sudor puede ser corrosivo. Una vez en mi departamento, pude prepararme el sándwich de atún y tumbarme en el sofá. De nuevo, al acariciar aquellas hojas amarillentas, sentí que palpaba algo ya tocado y leído por alguien más. Esa no sería la primea vez que leería El Principito, pero la lectura se volvería nueva porque con el tiempo uno se da cuenta de que leer dos veces una misma cosa no es exactamente lo mismo.

Para comenzar, Exupéry pide perdón por dedicarle El Principito a un adulto y no a los niños…

Esta persona grande vive en Francia, donde tiene hambre y frío. Tiene verdadera necesidad de consuelo.

De pronto, paré de leer, pensando que había tomado el libro no de una de esas librerías de Donceles, sino de la casa del tipo que se pegó un tiro. Eso merecía respeto, ¿cierto? Decidí leer un solo capítulo al día. A mi pesar, lo guardé y fui a acostarme con La última galopada entre las manos. Pero algo no marchaba bien. Esos personajes que habían atrapado mi atención, Mannito el mexicano, Baldwin y su esposa Maggie, y desde luego el extraño Samuel Jones, perdieron sentido, y no por su culpa; seguían siendo los mismos. Era más bien que los ojos se me iban al cajón donde había guardado lo que de verdad quería leer.

Apagué la luz y mandé todo al demonio.

Por la mañana desperté con esa emoción estridente de los niños que recuerdan que tienen un nuevo juguete.

Sonó el teléfono. Era el Gordo Sandoval.

—Aurelio, tengo aquí al señor Orihuela, el dueño del departamento que limpiaron en la Anzures tú y el negro. Faltan algunas cosas ahí…

—¿Cosas?

—Sí, cosas…

—¿Qué cosas?

—Te lo diré cuando vengas, pero esto es grave, muy grave. Gravísimo.

—Voy para allá.

—Ahora no. El señor Orihuela lleva prisa, pero estás avisado. En cualquier momento te digo que vengas y vienes volando, díselo también al negro.

—¿No ha hablado con él?

—Si te estoy diciendo que se lo digas tú, ¿tú qué piensas? —rebufó y colgó.

En trece años de servicio jamás me había robado nada. Bueno, solo aquella Biblia de la habitación del hotel Sol, donde encontraron muerto a un fulano al que una prostituta le había dado una sobredosis de gotas oftálmicas. Y en otra ocasión, un imán de los que se pegan en los refrigeradores. Sin embargo, luego me di cuenta de que estaba hablando de robar cosas de alguien que murió violentamente y dejé de hacerlo. Diré a mi favor que El Principito fue distinto, llamémoslo amor a primera vista.

Esa noche, Efrén y yo hablamos al respecto.

—¿Sabes qué hizo el Gordo de mierda? Le pidió a Amanda que me hiciera confesar… ¿Y sabes qué hizo ella? ¿Lo sabes?

Lo que sabía es que yo sostenía una bolsa en la cual Efrén echaba paladas de tripas y que de tan nervioso no lo hacía bien, así que lo húmedo y sanguinolento me rozaba los dedos.

—¡Me dijo que si robé algo lo devuelva! ¡Toda mi vida tratándola como reina y cree que soy un puto ladrón! ¡No es justo! ¡Di algo! ¡Expláyate!

—Tienes razón, no es justo…

—¡Claro que no!

—¿Te dijo Sandoval qué cosas faltan?

—¡No! ¡Ya te dije que habló con Amanda!

—¿Por qué no habló contigo?

—Aurelio, tienes la maldita costumbre de preguntar cosas secundarias. Es como si te digo que en el mercado venden manzanas y tú preguntas de qué árbol. Terminas por desquiciarlo a uno… No estaba en mi casa, ¿okey? ¿También quieres saber dónde estaba o con mi respuesta tienes suficiente?

—Tengo suficiente —dije apabullado.

—El Gordo no le dijo más —añadió en un tono preocupado.

—Bueno, ya nos enteraremos.

Abrió los ojos redondos con mi respuesta.

—¿Ya nos enteraremos? ¿No te preocupa?

—Eso es lo que quiere, preocuparnos; por eso no dice qué cosas, para que perdamos los nervios y terminemos como Raskólnikov.

—¿Qué mierdas?

Crimen y castigo, Raskólnikov es un estudiante que vive en la miseria, decide robar y matar a una avara prestamista. Los remordimientos lo atormentan y termina por confesar su crimen.

Me miró unos segundos, silencioso, y de pronto la emprendió a patadas contra una silla hasta que terminó pujando de rabia. Yo miré alrededor: sangre en los peluches, sangre en el reguilete encima de una cuna, sangre en el cobertor con dibujos de caricaturas. Sangre casi imposible de limpiar. No podría arreglármelas solo. Efrén pareció comprenderlo, respiró hondo y volvió a la realidad.

—Acabemos con esto, Aurelio. Tráete la Solución Final...

Fui al salón y cargué con el bidón de líquido color violeta al que llamábamos así, la Solución Final: una mezcla de ácidos que sacaba las manchas de sangre que daba gusto. Al parecer, lo había inventado una asesina de apellido Luengo, que hospedaba viejos en su casa y, una vez que se apropiaba de sus ahorros, los descuartizaba con una sierra eléctrica.

—¿Qué hacemos primero? —me preguntó Efrén, aún con voz desvalida, cuando regresé.

—Comencemos por lo pesado —opiné.

Arrancamos la alfombra, la cortamos con cúter, enrollamos los trozos y los atamos bien firmes. Partimos a hachazos la cuna y, junto con los juguetes, la metimos en varias bolsas de basura.

—Lo voy a matar al cabrón…

—¿A Sandoval?

—¡A Blas! —aclaró. No supe qué contestarle—. ¿Tú serías capaz de hacerlo si te lo encargo?

—Se necesita sangre fría para eso —repuse—, y no me refiero a la novela…

—Míranos, Aurelio, mira alrededor. Para que estemos aquí haciendo esto se requiere que tengamos sangre fría y que estemos un poco… —Meneó un dedo junto a su sien—. ¿Sabes disparar un arma?

Sonó el teléfono y me libré de darle una respuesta. Era Victorio preguntando si habíamos terminado. Victorio era mejor supervisor, no como el Gordo Sandoval; nunca le ponía pegas a nada. Le pedimos un par de horas más y aceptó.

Es difícil saber la razón, pero, a pesar de lo bien que dejes un escenario del crimen muerto, te queda la sensación de que ya nunca volverá a ser el mismo. No lo sé, es algo que se queda en el ambiente por muy limpio que esté.

Más tarde, Victorio entró silbando por la puerta y, sin revisar demasiado, estampó su firma en la orden. Luego fue a la cocina, abrió la alacena, echó un vistazo y sacó un frasco de café soluble y galletas. Puso agua a hervir y, cuando se percató de que lo observábamos, dibujó una sonrisa y dijo que luego limpiaría eso y pondría las cosas en su lugar y nadie se daría cuenta.

Sirvió tres tazas de café, dejó la caja de galletas al centro y nos sentamos a la mesa.

—¿Les conté que a mi hijo ya le salió su primer diente? —Sacó de su cartera la foto de un bebé sentadito en una cuna—. ¡Miren!

Efrén achicó la mirada para verlo bien, esbozó una ligera sonrisa y me pasó la foto. Definitivamente parecía un diente, aunque también podía ser un destello de luz. El niño se parecía a Victorio, no cabía duda.

—¿Tienen hijos, colegas?

—Mi mujer y yo no tuvimos esa bendición —declaró Efrén.

—¿Y tú, Aurelio?

—Aurelio ni siquiera tiene mujer —respondió Efrén por mí—. ¿No ves que es un tipo raro?

—¿Rarito? —interrogó Victorio, dejando caer una mano.

—No creo. —Efrén le siguió la broma—. ¿O sí, Aurelio? ¿Te gusta leer a cuatro patas?

Se echaron a reír hasta que les salieron lágrimas vivas de los ojos.

—Los niños son la sal del mundo. —Suspiró Victorio mirando la foto y la guardó de nuevo en la cartera—. Como dicen: «Todos traen su torta bajo el brazo». Hay que tener muchos antes de que ya nadie quiera y todos los hombres se conviertan en jotos.

—Como Aurelio —señaló Efrén y se echaron a reír otra vez a mis costillas.

Terminamos el café y las galletas, y cuidamos que todo quedara en su sitio.

—Leí que en veinticinco años la cuarta parte de la población va a nacer con enfermedades desconocidas —les dije cuando íbamos hacia la puerta—, y que es posible que para evitar epidemias tengan que ejecutarlos.

Se me quedaron viendo muy serios.