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—¡Aquí hay otro!

Comenzaba otro día en Kripp. Entre dos soldados recogían a un hombre de piel amarillenta y tieso como una tabla, uno por los pies, otro por las manos; lo llevarían al sur, donde apilaban a los muertos no para darles una privacidad postrera, sino para contabilizarlo y taparlo.

—¡Müller! ¡Brune Müller! —exclamó un sargento.

Aquel abrió los ojos y recordó que la helada nocturna solo le había permitido chamuscar las orillas del libro, lo cual le pareció bueno, aunque desesperante. Ese libro seguiría siendo la única prueba de haber conocido al falso Jacques Cazotte, y de aquello se desprendían otros hechos, como que la derrota no era un mero sueño.

—¡Müller! ¿Quién es Müller?

Müller se irguió e intentó quitarse la mierda del uniforme, pringándosela en otras partes.

—¡No hagas eso, boche, qué asco! ¡Sígueme ya!

El sargento caminó apartando a empujones a quien se movía despacio o tenía los ojos puestos en el cielo deslucido, como a la espera de un milagro o del juicio final. Müller iba detrás intentando seguirle el paso, aunque evitó ir a la par para no buscarse problemas. Luego de muchos metros, se detuvieron frente a un portón de tablones unidos con alambres. El sargento le mostró un pase al soldado; este lo miró brevemente, se lo devolvió y les permitió salir. Afuera los esperaba un todoterreno. El sargento aguardó a que Müller trepara a la parte trasera y luego fue a ocupar el asiento del copiloto, junto al soldado que puso en marcha el vehículo.

Dejaron Kripp atrás. A Müller ni siquiera le pasó por la cabeza saltar y huir hasta el apretujado bosque de abetos; le hubiera sido imposible, no solo por la falta de fuerza, sino porque, en realidad, no quedaba sitio donde esconderse. Esto lo había comprendido semanas atrás, cuando tuvo noticias de que el Führer había salido de su búnker a la que probablemente fue su última aparición en público, para saludar y animar a sus tropas emergentes: un puñado de niños con uniformes guangos y armas que apenas sabrían disparar. La imagen de un Adolf Hitler envejecido, acabado por los nervios, con una mano temblorosa escondida en la espalda y una ira desgastada, fue el aviso definitivo del final de toda esperanza. La noticia viajó desde Berlín hasta el Gotha, esquivando muertos y heridos, hasta llegar a los oídos de Müller y sus compañeros refugiados en el sótano de un edificio en la calle Schützenhallee, donde las horas transcurrían tan lentas que los soldados se daban tiempo para charlar y hasta reír de cosas intrascendentes. Müller se mantenía apartado, mirando el libro, prestando atención a ciertas palabras del español que hacía mucho no pronunciaba.

Por las mañanas, el sargento Junker los hacía salir a inspeccionar las calles. La gente de los alrededores no los vitoreaba como en otros tiempos; en vez de ello, se escondía para espiarlos desde las luceras de los edificios, contemplándolos ya no como a un escuadrón de muchachos vigorosos de la Wehrmacht, sino como a un puñado de fantasmas en pena, desvencijados y sucios. Más valía no estar cerca cuando los sorprendiera una ráfaga de metralla del enemigo. Igual que perros callejeros, se acostumbraron a hurgar entre los escombros para recuperar algo de valor, armas y municiones, según Junker. Sin embargo, aquello solo era una forma menos oprobiosa de reconocer que en realidad buscaban raciones K, que de vez en cuando los aviones enemigos arrojaban a la población civil para granjeársela.

El último día no hubo batalla de por medio, tampoco hubo alguien que decidiera quitarse la vida, ni para eso quedó fuerza cuando un batallón de norteamericanos les exigió rendirse. A los pocos minutos salieron del edificio con los brazos en alto, curiosos de ver de cerca a sus enemigos, quienes se limitaron a empujarlos hacia el cauce de los vencidos, repleto de civiles y hasta de algunos perros que se añadían por hambre. No faltó el estadounidense que, orgulloso, señaló la bandera estadounidense en su casco al verlos pasar. Poco después, en el camino que llevaría a Müller al primer campo en Gotha, las imágenes pasaron a ser las de aliados franceses, ingleses y norteamericanos —los rusos tomaban Berlín acorralando a Hitler en su búnker—. Los aliados apretujaban a los vencidos como pastores a las ovejas. Entonces Müller acabó de entender que Alemania entera se había convertido en una cárcel. El bosque, visto ahora desde el todoterreno, no era sino una parte más de esa prisión.

Se detuvieron en una ladera del Rin. El oficial le ordenó a Müller que bajara del vehículo y fuera más allá de los árboles, donde encontraría ropa limpia. Este obedeció, dio unos pasos y se detuvo a llenarse los pulmones con el olor fresco de la resina de los abetos, agitados por el viento.

—¡Ve ya, boche! ¡No viniste a pasear!

Cruzó más allá de los pinos y descubrió una zanja de cadáveres. Ahí estaba Otto, de infantería, con un tiro en la frente. Y Ernst, quien hasta en los peores momentos contaba chistes; ahora mismo, su rictus parecía reír a mandíbula batiente. También estaba aquel niño de casaca enorme de las ss; había muerto con una mueca de miedo y furia. Müller seleccionó a alguien de su misma complexión, 1.84 m, delgado, lo despojó de sus pantalones, se quitó los suyos. Estuvo a punto de vestir a aquel con su ropa, pero comprendió que el respeto era innecesario. Se quitó la camisa y se puso la de un civil, debajo de la cual guardó el libro; finalmente se enfundó en un abrigo, previniendo que, si regresaba a Kripp, la noche sería más fría que si el demonio lanzara cuchilladas.

Volvió frente al sargento y el soldado, que fumaban a un lado del todoterreno. Ambos lo contemplaron con una curiosidad que a Müller le recordó esas situaciones en las que alguien sale del probador y, de pie frente a su acompañante, espera por una opinión sobre la ropa que quiere comprar.

—Mira el color de su cara, Jack. ¿Qué piensas?

—Que parece un muerto viviente, sargento, no podemos presentarlo así…

El sargento sacó una barra de chocolate y se la arrojó a Müller. Le pegó en el pecho. Müller se agachó a recogerla y la devoró con todo y papel. El soldado Jack le largó su cantimplora y le advirtió que bebiera despacio.

Un dolor agudo le apuñaló el estómago. El sargento y el soldado retrocedieron como si aquel espantajo se hubiera convertido en un arma humana al vomitar un chorro de bilis y tubérculos.

—¡La gran puta! ¡Mueve el culo y ve a cambiarte! ¡Y procura encontrar algo de tu talla, esos pantalones te quedan rabones y el abrigo es de mujer! ¿Qué demonios pasa contigo, boche?