3

Efrén insistió en contarme la bronca con su mujer y yo bostecé. Sus ojos resentidos me dijeron: «Llevamos años haciendo un trabajo de mierda, que tal vez ni tres cuartas partes de la humanidad serían capaces de hacer, ¿y tú bostezas cuando te cuento algo que me está partiendo en dos, Aurelio?».

No me quedó otra que prestarle atención. Así que siguió hablando y hablando de su hermano Blas y de Amanda, y de que tenían un amorío. Su voz se oía más sombría que los truenos que retumbaban en el cielo mientras íbamos a vuelta de rueda por las calles y el limpiaparabrisas de la camioneta barría inútilmente la lluvia tenaz.

—Me dan ganas de matarlo, pero es mi hermano. En qué cabeza cabe…

—¿En la de Caín?

—¿Qué Caín?

—Caín y Abel.

—Caín y Abel no existieron. Es un invento.

—¿Por qué iban a inventar algo así?

—Porque había que encontrar la forma de quitarles lo salvaje a las gentes de ese tiempo, ¿no has leído cómo eran? Fornicaban cada siete segundos, mataban solo porque los mirabas, comían hasta sus propios vómitos con tal de no dejar nada en el plato. El único remedio fue decirles que Dios estaba que trinaba de furia porque un hermano mató al otro.

—¿Con una quijada de burro?

—Sí, señor, con una quijada de burro.

—¿De dónde la sacó? ¿Por qué había una quijada de burro a la mano, Efrén? ¿Por qué no una piedra o un palo?

Me miró con desesperación y espetó:

—Sucedió en un desierto, ¿de acuerdo? Por todas partes había burros muertos.

—¿De verdad?

—Claro que sí. Además, en el fondo es mentira, no sucedió; es una invención. Tú que lees tantas novelas deberías saber que los escritores te doran la píldora para que les creas el cuento; además, el tema no era ese. El tema es que Blas se acuesta con mi mujer, y según Dios y yo debería morir, pero no puedo matarlo con mis propias manos. A veces pienso que debería contratar a un asesino, aunque igual me descubren porque no hay crimen perfecto…

—El Crimen perfecto, de Frederick Knott. Un hombre contrata a un sicario para que mate a su esposa, pero inesperadamente la esposa mata al sicario y se convierte en sospechosa. Ya nadie piensa en el marido.

—¿Sabes algo, Aurelio? Eres lo que los loqueros llaman un disfuncional. ¡Al carajo tus putas novelas! Te estoy contando algo serio y tú me sales con una pendejada de ese tamaño. ¿Qué tienes en la cabeza? ¿Mierda?

No dije más. Me miró de reojo, quizá pensando que me sentía ofendido, pero yo más bien prestaba atención al tránsito. Caos total en la ciudad, como en esas novelas desesperantes que no acaban de tener un buen final, como los Obsesivos días circulares de Sainz. Llegaríamos tarde, el Gordo Sandoval lo tomaría de pretexto para descontarnos horas; no sería la primera vez que nos pellizcaba dinero, había agarrado esa costumbre.

—¿Qué piensas, Aurelio?

¿Pensar? Lo único que quería era llegar al sitio indicado, cumplir la faena diligentemente, regresar a casa a eso de las diez y leer La última galopada de Thomas Edison, mientras comía un sándwich de atún; era lo que comía casi todo el tiempo, agarré esa costumbre porque era fácil abrir una lata para mí y otra para Gato. En fin, que esa era mi única pretensión y acaso a ratos mirar un trozo de ciudad por la ventana, hasta que me ganara el sueño. No era mucho pedir, ¿cierto?

—Suéltalo ya, ¿qué piensas?

—Es tu vida, colega.

—¡Dilo ya, con un carajo!

Me acorraló, así que lo dije:

—Opino que tu mujer te engaña porque eres tacaño.

—¿Cómo?

—Siempre me has dicho que Blas carga mucho dinero, quizá no le escatima a tu esposa buenos restaurantes y hoteles, donde la lleva a pegar gritos de placer. A las mujeres les gusta ese tipo de cosas. A cualquiera, en realidad. Una buena cena, cocteles, conversación divertida y a coger que da gusto... Oye, mira —señalé feliz—, ¡se despejó el tránsito!

Escuché su silencio, el ruido del motor de la camioneta y el de la lluvia repiqueteando en la carrocería. Frente a nosotros se veían los fanales de un auto, y a los lados, otros más. La gente cruzaba apresuradamente. Gente extraña que tenía su propia vida. Gente que me importaba un bledo. Yo siempre pensaba ese tipo de cosas, que el mundo entero me importaba un bledo. Aunque luego me decía: «Oye, Aurelio, esas personas valen poco para ti, pero tienen sentimientos, ¿sabes? Quizás hasta sean seres humanos estupendos, incluso ángeles disfrazados de gente».

Y entonces me sentía vacío.

El celular vibró en el asiento. Respondí. Era el Gordo Sandoval, preguntando dónde carajos andábamos.

—Ya cerca —respondí.

—¿Dónde es ya cerca?

—Colonia Anzures.

—¿Qué calle?

—Cerca del edificio.

—¡Si no los veo en veinte minutos les canceló el puto servicio! ¿Oíste? Díselo también al pinche negro.

—Vamos para allá.

Bajé el teléfono.

—¿De qué te quieres encargar hoy, colega? —le pregunté a Efrén, que me miraba fijamente—. ¿Tú dormitorios, yo baño y cocina, y al final los dos el salón?

—Me quiero encargar de esto —replicó acremente—, y quiero que lo escuches muy pero que muy bien, Aurelio. No vuelvas a dirigirme la palabra en tu puta vida. Eres el peor amigo que conozco. No soy tacaño, soy ahorrador. ¿Te queda claro?

Detuve la camioneta. Bajó, lo escuché sacar el equipo. Fui por lo mío: overol, tapabocas, guantes, pero la aspiradora pesaba lo suyo y debíamos cargarla entre los dos. El orgullo lo hizo llevársela él solo hasta el edificio.

—Tráete lo demás —ordenó.

—De acuerdo, Efrén.

—¡Te dije que no volvieras a dirigirme la palabra, mierda! —bufó.

Subí detrás de él, oyéndolo hacer esfuerzos al cargar la máquina, pero yo calladito; él lo había pedido.

Lo mejor era que ningún vecino se asomara y se inquietara al vernos ahí, así que apenas di unos golpecitos a la puerta, para cerciorarme de que se tratara del 703 y no del 307 o algo así y la persona se llevara una sorpresa desagradable con dos tipos cubiertos hasta las narices. El Gordo Sandoval asomó sus belfos, nos miró inquisitivo y nos dejó entrar y cerró sin hacer ruido. Miramos alrededor, el lugar se veía limpio; Sandoval le dio la orden de trabajo a Efrén:

—Voy a comer un caldo de gallina aquí abajo; cuando terminen, me marcan, no antes; tienen una hora.

Se marchó muy a su estilo, pomposamente.

Efrén revisó la orden de trabajo y dijo:

—Fue en el despacho, pero también hay que limpiar el baño; ocúpate de lo primero y no digas nada, ni siquiera un ya entendí. ¿Oíste, Aurelio?

Necesitaba saber si solo había que limpiar o si sería necesario desechar objetos. Luego yo mismo podía echarle un vistazo a la orden, así que di la vuelta y busqué el despacho. Detrás del escritorio y de un sillón se marcaba el mojón de sangre y sesos en la pared. Lo demás parecía limpio. Sobre el escritorio había una estatua de la justicia ciega con su balanza y, más allá, un estante con libros. Miré detrás del sillón, esperando que la alfombra estuviera seca; si no, sería doble trabajo. Una alfombra sucia es la muerte; da igual si se trata de arrancarla o de quitar las manchas, lleva su tiempo. Odio las alfombras. Entiendo que nadie piense que luego pueden estar mojadas de sangre, pero con saber que pueden llenarse de una población de ácaros más numerosa que los habitantes de la Tierra debería bastar. Carajo, no, no estaba seca, pero al menos tenía pocas gotas de sangre, así que adiviné que la orden decía solo limpiar. Abrí el bidón, vertí jabón en la cubeta y puse manos a la obra comenzando por el sillón (por fortuna no era de tela sino de piel), luego la pared. La masa encefálica estaba seca, así que la recogí con la espátula y la eché en la bolsa de plástico. Lo siguiente sería esperar a que el líquido jabonoso hiciera su magia.

Regresé al baño, ahí seguía Efrén, raspa que te raspa la tina con el cepillo de cerdas de metal.

—Imbécil —se quejó—, o te matas de una forma o te matas de otra. Doble trabajo.

Había huellas de sangre, las últimas más borrosas. La víctima intentó cortarse las venas en la tina, no supo cómo hacerlo, salió de ahí, fue al despacho y se metió un tiro. No debió haber mucha agua en la tina, pues de lo contrario las manchas rojas formarían horizontes bordeando el interior.

—¿Qué quieres? —me preguntó Efrén secamente.

Le mostré la cubeta vacía, salió de la bañera y me dejó agarrar agua. Ninguno era jefe del otro, pero no quise entrar en reproches. Después de todo, me esperaba La última galopada; la había dejado casi al inicio y me preguntaba por qué razón aquel jinete fantasmal, con aspecto de piel roja, vendría a perturbar la paz de Brake Baldwin.

Salí del baño, me detuve en el salón y revisé la orden.

Áreas: estudio y baño.

Faena: alfombra, muebles, tina, paredes.

Observaciones generales: limpiar solo despojos.

Situación: suicidio por arma de fuego.

Nunca ponían más detalles, como el nombre de la persona o los hechos. A sitios así les llamábamos «escenarios del crimen muerto» porque la policía no los consideraba de utilidad; los peritos ya habían recogido lo valioso, huellas y todo eso, así que lo que a uno le tocaba era cuidarse de no pescar una infección. Cuando comienzas con un trabajo como ese, al principio te da curiosidad y sientes tristeza, pero con el tiempo te acostumbras tanto como cuando miras masacres por televisión. Entonces, si quieres saber la forma en que murió alguien, no es porque te importe, sino porque según la forma de morir es el modo de limpiar; ojalá eso lo entendiera el Gordo Sandoval cuando te manda a la batalla. El reporte suele decir asesinato, suicidio, accidente. Si hubo armas, también se menciona para que concibas hasta dónde pudo correr la sangre o el despojo; a nadie le gusta encontrar una sorpresita detrás de un mueble; ese nadie puede ser el familiar o un nuevo inquilino.

La espuma rojiza ya estaba seca. Mojé el cepillo y comencé a tallar, mojar, tallar, hasta que no quedó rastro de sangre. Fui por la aspiradora y la pasé por la alfombra. Por último, rocié aromatizante en una franela y empecé a restregarla en cada objeto: los brazos del sillón, la justicia ciega, el escritorio, siempre revisando que no hubiera una gota de sangre escondida por ahí.

Descubrí que al occiso le gustaban las enciclopedias. Había una de medicina y otra de derecho. Además de libros de autoayuda que no parecían haberle servido de gran cosa. A cada uno le pasé la franela como si fueran las teclas de un piano. Me detuve en un destello dorado; se trataba de un libro metido con el lomo hacia el fondo y el canto hacia afuera. Lo saqué y descubrí que se trataba nada menos que del célebre libro El Principito del inmortal Antoine de Saint-Exupéry.

Me senté en una esquina del escritorio a echarle un vistazo. «Qué belleza tenías por aquí, amiguito», dije en voz alta. Las tapas azules eran muy suaves al tacto, la frontal tenía la imagen del personajito, con su capa delineada con hilo color plata y las botas tapizadas de diminutas piedras color bermellón. A lo lejos, como representando el espacio sideral, sobresalía un planeta amarillo limón. Abrí el libro y me llevé una sorpresa: las páginas no correspondían a las de una imprenta, sino a las de una máquina de escribir; eran amarillentas y tenían ese olor (desde luego que me acerqué el libro a la nariz) de haber sido leídas y manoseadas hace mucho tiempo. En conclusión, el ejemplar era único: se había escrito a máquina y después hecho empastar y pintar los cantos de dorado.

—¡Aurelio! —gritó Efrén.

Regresé al salón.

—No podemos trabajar así, discúlpate y llevemos la fiesta en paz.

—Claro, Efrén, me disculpo.

—¿Sinceramente?

—Sinceramente.

Asintió con la cara de un padre que ya escuchó al hijo arrepentido.

—¿Terminaste allá?

—Terminé.

—¿Nada fuera de su sitio, Aurelio?

—Nada, Efrén.

—Bien, colega, ahora vamos a dejar pasar media hora antes de hablarle al Gordo de mierda, para que no crea que lo hicimos al aventón. Mientras, le voy a marcar a Amanda para que nos prepare la cena, veremos el partido en la tele. ¿Sabes quién juega hoy?

—Ni idea, Efrén.

—Yo tampoco, pero espero que haya goles. —Dibujó una sonrisa, que en su cara de negro le hacía ver los dientes blancos y fuertes.

Poco después, el Gordo Sandoval regresó con un palillo jugándole en la boca, eructando caldo de gallina. Husmeó cada rincón como un sabueso. Revisó la orden de trabajo, estampó su firma de aprobación y nos dio permiso de largarnos al carajo.