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Brune Müller se había agenciado una caja de fósforos a cambio de una maquinilla de afeitar, que a su vez consiguió de un soldado inglés en el trueque de su esvástica de metal. La maquinilla había pasado de mano en mano por tantos prisioneros que, más que rasurar, mordía la piel. Ahora, a la medianoche, con la caja de fósforos lo único que pretendía era el calor de un consuelo fugaz. Se hizo ovillo entre los cuerpos hacinados al aire libre en aquel campo de concentración al oeste de Kripp y sacó la caja de fósforos de entre su ropa, junto con el libro que tiempo atrás le había dado el piloto francés; vino a su mente el momento preciso en el que el libro aún no pasaba de unas manos a otras y ambos lo tuvieron sujeto y se miraron a los ojos; los del francés a medio párpado, algo anfibios, cargados de emociones contradictorias, cansancio, tristeza, simpatía y un toque de furia en extinción. Hacía ya más de ocho meses de aquello, ocho meses en los que la historia dio un vuelco total, y ahora él, Brune Müller, se veía en las mismas circunstancias que el francés, peores quizá, porque al menos los franceses y los rusos y los estadounidenses y los aliados de otros países (¡Dios! ¡Eran tantos!) en aquel tiempo tenían esperanzas de salir victoriosos. En cambio, ahora, la derrota de Alemania era un hecho irrefutable. No habría una siguiente batalla, un plan B de Hitler; solo le quedaba sobrevivir en Kripp, no para ser rescatado, sino para obtener, de ser posible, el perdón, y regresar al mundo y vivir unos años más, lleno de rencor y vergüenza por la derrota.

Sus manos frías se deslizaron por las tapas del libro. Las palabras del francés cruzaron por su mente: «De alguna forma, lo que es tuyo siempre termina volviendo a tus manos…». Fueron el epílogo de aquellas charlas que sostuvieron cuando a Müller le comisionaron vigilar al prisionero mientras averiguaban quién demonios era; por lo pronto, lo llamaban Jacques Cazotte y después, cosa que aún hacía sonreír a Müller en medio de su desgracia, el falso Jacques Cazotte.

Como casi todo acontecimiento de la guerra, Cazotte se volvió medio sueño, medio irrealidad; la única prueba de haberlo conocido era ese libro no muy grande, más bien angosto y curiosamente escrito en español, un idioma que el francés apenas conocía. Un libro que también estaba por desaparecer. Müller lo colocó entre sus rodillas, raspó un fósforo y acercó la llama a las páginas. Le preocupaba el tono cerúleo de sus dedos. El frío extremo, escuchó decir a algún médico, prisionero como él, detiene la sangre, y una sangre que no circula bien es caldo de cultivo para las bacterias y el anuncio de la gangrena. Ese poquito de calor le sería de ayuda.

Acercó un segundo fósforo (el primero estaba húmedo) y una fogata de gran intensidad estalló en su recuerdo: era la quema de libros en Opernplatz en el año 33, aplaudida por universitarios como él. Se veía a sí mismo aullando animalescamente, burlándose de los mayores, a quienes aquello les parecía excesivo. «Al enemigo se le combate con las mismas armas: ideas con ideas, guerra con guerra; no ideas con guerra ni libros con fuego», sentenciaban. Días después, Müller llegó a escuchar que el número de libros quemados había sido de más de treinta mil. ¡Qué bien! ¡Al infierno con todos esos autores que, escondidos en la prestidigitación de las palabras, adulteraban el idioma alemán y sembraban conceptos tan aberrantes como el deseo infantil por la madre o el materialismo histórico, un cúmulo de absurdos cuya verdadera intención era embrutecer y degenerar a la raza alemana!

Con el vigor de sus veintitrés años, Müller trepó a una tarima en la cervecería de la Unter den Linden y gritó a voz en cuello: «¡No solo acabamos de quemar libros sino las palabras que contienen, y detrás de esas palabras a quienes las pensaron, su peste, su lepra, su tuberculosis ideológica! ¡Ya se cuidarán de no escupir más enfermedades, de no escribir más mierda!».

Con igual alegría estridente escucharía después a Joseph Goebbels, ministro de Propaganda, arengar: «El triunfo de la Revolución alemana nos ha demostrado cuál será el camino de Alemania y del futuro hombre alemán. No será un hombre de libros sino un hombre de carácter; en tal perspectiva y con tal fin queremos educarlos. Queremos educar a los jóvenes para que tengan el coraje de mirar directamente a los ojos impiadosos de la vida. Queremos educar a los jóvenes para que repudien el miedo a la muerte con el fin de conducirlos a respetar la muerte…».

El fuego abrasador de los libros en Opernplatz, el de sus propias palabras en la cervecería y las de Goebbels, se extinguió de golpe en ese Kripp pestilente, nutrido de prisioneros cuyos ruidos de agonía y temor contrapunteaban con el dulce vaivén de las cercanas aguas del Rin. Entonces las orillas del libro comenzaron a arder. Müller rompió a llorar.