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Mi gato no tenía nombre. Ni uno gracioso como Pirinola, ni inquietante como Satanás. Tampoco me pasó por la cabeza ponerle Picasso, Elvis o Buda. Él solo era eso, Gato. Uno como tantos, negro de ojos verdes. No puedo decir que hiciera cosas especiales como cuentan los dueños de otros felinos (de quienes no tengo por qué dudar); este hacía lo que cualquiera: comer, acicalarse, dormir por horas y jugar cuando se le daba la gana. Murió también, por desgracia, como muchos; algún vecino lo envenenó porque hacía escándalo en las azoteas o tal vez porque pensaba que su jodida mala suerte (la del vecino) se debía al color de Gato.

Me dejó completamente solo.

Sé que decir esto habla mal de mí. ¿Qué clase de sujeto eres si tu vida gira en torno a una mascota que ni siquiera tiene nombre? ¿Acaso no puedes ser un poquito normal, Aurelio? Cosa difícil. Provengo de una familia maldita. Le ajusta aquello de «morir por estar en el lugar equivocado, a la hora equivocada».

Algunos ejemplos. Alejo Lima, mi bisabuelo, era uno de los dos mexicanos que tuvieron camarote en el Titanic (comienzo por un ejemplo fuerte, ¿a poco no?); el otro pasajero fue don Manuel Uruchurtu, al que mi bisabuelo servía como su fiel lacayo. De don Manuel algo se puede encontrar en las hemerotecas, como que estuvo en el gabinete de Porfirio Díaz; de Alejo Lima, su nombre y su vida quedaron sepultados en las gélidas aguas del océano Atlántico aquella noche del 14 de abril de 1912.

Alejo Lima, mi abuelo, vendedor de lotería, se entera de que en el café La Bombilla está el expresidente Álvaro Obregón. «¿Qué tal que me compra el “cachito de la suerte”?», se dice entusiasta. Va con una sonrisa a flor de labios hacia su mesa que está en el jardín y de pronto… ¡Bang, bang, bang! Y más ¡bang, bang, bang…! Seis disparos a quemarropa. Un sujeto, que luego se reconocería como José de León Toral, acaba de vaciarle la pistola a Obregón tras mostrarle una caricatura que le dibujó para sacarle una sonrisa. Pero no todos los disparos dan en el blanco; si Obregón hubiera tenido esa mano derecha en lugar de un muñón, la bala no habría pasado de largo hasta impactar en una rodilla de Alejo. A quién le importa, ¿cierto? Su nombre ni siquiera ocupó un rincón en los periódicos de aquel 17 de julio de 1928. El pobre quedó rengo y tuvo que dejar de vender lotería en las calles. La buena suerte parece sonreírle porque enseguida consigue trabajo de mozo en la librería de un alemán en la calle Donceles; pero dieciséis años después, al salir de la librería, un par de agentes de la Secreta cargan con él y le dan una paliza de Dios Padre y Espíritu Santo (las razones no se saben); muere a las pocas horas, reventado por dentro.

Alejo Lima, mi padre querido, abre los ojos de madrugada y le dice a mamá: «¡Carajo, Raquel, el encendedor de mi patrón, me lo dejé en la mudanza!». (Acabábamos de cambiarnos de casa). El hombre salta de la cama y comienza a vestirse; mamá le dice que ya se lo devolverá después, pero papá tiene en alta estima a su jefe, dueño de una farmacia (tanto como su padre se la tuvo al dueño de la librería; los Lima siempre fueron de respetar al patrón, y en eso sí cambiaron las cosas: yo solo obedezco por la pura paga). «¡No tardo, Raquel!», fueron sus últimas palabras. Hay que imaginar el resto: papá entra al departamento vacío en Tlatelolco, busca el encendedor, las paredes empiezan a sacudirse y a crujir… Al igual que los nombres del bisabuelo y el abuelo, el de papá no figura en ese viejo periódico que dice: «Terremoto sepulta al país, 19 de septiembre de 1985».

Hay algo interesante escondido en los números; el bisabuelo nació en 1872 y murió en 1912, el abuelo en 1905 y colgó los tenis en el 45, y papá nace en ese año y muere en el 85. Todos rondaban los cuarenta… justo los años que estoy por cumplir.

Cierta ocasión, un tío materno, poniéndome una mano en el hombro, me dijo: «Aurelio, qué bueno que no te llamas Alejo». Su mujer opinó: «No hay que cantar victoria, los dos nombres comienzan con A».

De la familia de mi madre, los Perea, no diré demasiado; han sido tan grises como las calles y, también como las calles, todo el mundo escupe en ellos. Los pobres no son gente que goce de buena salud, la mayoría cumple aquello de «vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver». Aunque habría que hacer ajustes y decir: «Viven lento, mueren jóvenes y sus cadáveres son como los de cualquiera».

Cuando Gato murió, terminé por aficionarme a los libros. Pudo ser a cualquier cosa, menos a las mujeres y los vicios porque para eso me falta carácter. Primero intenté con el cine, luego con la televisión y después empecé a coleccionar monedas antiguas. Pero el cine hay que ir a verlo y me incomoda la gente, la televisión es estúpida y las monedas, monótonas.

Fue una tarde, haciendo limpieza, que encontré aquella caja con varios libros amarillentos y polvosos, todos con el sello del dueño de la librería: Clásicos Fenzer. No creo que mi bisabuelo se los birlara; seguro el alemán se los obsequió o él los compró con su paga. Al menos eso quiero pensar.

Esa misma tarde me zumbé Noches blancas de Dostoyevski y acabé demolido como un idiota por el amor del narrador hacia Nástenka. Entre lágrimas vivas me dije: «¡Carajo, Aurelio, encontraste una afición!». Luego me pregunté: «¿Llorar?». Y rompí a reír como un loco.

A partir de entonces creció la lista. Géneros como la ciencia ficción, terror, infantil, realismo, realismo mágico, realismo sucio, fantástico… Autores como Balzac, Unamuno, Poe, Kafka, las hermanas Brontë, Hemingway, Bukowski, Orwell, Cortázar, García Márquez, Garro, Sabato. Hasta que, como quien empieza por vinos exquisitos y termina metiéndose el alcohol del botiquín, me seguí con libritos del salvaje Oeste norteamericano, policiacos y sentimentales, comprados a precio de risa en esas librerías que aún subsisten en las calles de Donceles. Llegué más lejos: los hojeaba y los devolvía a su sitio, apilados en un estante al tres por uno o en su postura vertical en los anaqueles. ¿No quería gastar? Nada de eso. No gano las perlas de la virgen en mi extraño empleo (ya hablaremos de eso), pero tampoco tengo familia que mantener. ¿Qué fue entonces?

Descubrí que la lectura solo es una parte del placer; otra, igual de poderosa, se produce al pensar que ese libro en concreto ya ha sido visto, tocado y leído por un lector desconocido, atrapado igual que uno por esas mismas palabras. Un lector quizá diferente en raza, sexo, credo o época vivida, incluso distinto en lo que el libro pudo hacerle sentir. ¿No significa esto ser cómplice de ese desconocido? ¿No es entonces el libro un puente de páginas entre dos almas que estarán unidas por el puente y no por otra cosa?

Lo sé, suena absurdo, tanto como que Gato murió sin un nombre y que cuarenta puede ser un número fatal. No siete, ni trece, cuarenta…

Carajo, se hace tarde, tengo un servicio. «El escenario muerto del crimen espera», es el mensaje que mi colega Efrén me envía al teléfono. Así le decimos en broma al lugar del trabajo.

Me habría gustado quedarme a leer en casa. Llueve.