8

El todoterreno se detuvo frente a un edificio de cinco pisos en la calle Lange Fuhr, acotado por una bifurcación que partía la carretera en dos direcciones, una hacia Bruselas y otra hacia Berlín. Durante ese último trayecto desde Sandweg hasta ahí, Müller compartió la parte trasera del todoterreno con Katia Jacov, la polaca, quien no volvió a dirigirle la palabra; en vez de eso, se mantuvo mirando a contraviento, con una dignidad que a él le pareció admirable. Fuera de aquella casa, a la luz del día, le pareció aún más marchita, pero también más claro que debió de ser muy hermosa.

—Tú no —espetó el soldado Jack cuando, una vez que bajaron del vehículo, Katia se dispuso a subir por la estrecha escalera detrás de Müller—. Tú por allá, sweety. —Señaló una puerta detrás de la escalera.

—Siempre es arriba —objetó ella en inglés.

—Ahora es abajo.

—El coronel me espera.

—Claro, cariño, claro, pero es por allá. —El soldado Jack volvió a señalar el fondo, esta vez con más firmeza.

Ella lo observó con desconfianza; luego, por primera vez, le lanzó a Müller una mirada súbitamente frágil.

El sargento le dio un golpecito a Müller para que subiera primero, llegaron al tercer piso y aquel empujó la puerta. De nuevo hizo entrar a Müller por delante. Detrás de un escritorio había una secretaria militar que a Müller le pareció tan norteamericana como Loretta Young.

—Este es Brune Müller, lo esperan —dijo el oficial.

La secretaria miró fugazmente al prisionero, sacó un fólder de un cajón y, sin decir palabra, fue al fondo, dio unos golpecitos a una puerta y entró con el fólder. Poco después volvió a salir y dijo que Müller podía entrar. Este obedeció y el sargento se quedó en el recibidor.

Tres sujetos, ubicados en torno a una mesa larga y oval, clavaron sus miradas en Müller. Uno, a juzgar por sus insignias —barras y estrellas—, debía ser de alto rango; los otros vestían de civiles. El primero era de aspecto estadounidense; el segundo, de rasgos mexicanos, cuyo traje de color gris Oxford lucía tan impecable como su cabello de un negro casi azulado.

—Identifíquese —ordenó el militar.

—Brune Müller, grupo B de la Wehrmacht.

—¿Nacionalidad?

—Alemana.

El general lanzó una mirada perspicaz al mexicano, luego le señaló una silla a Müller.

—Soy el general Waldron. Los caballeros: Paul Kenrick, secretario de Relaciones Exteriores de los Estados Unidos, y Ramón Patrón, cónsul de la Embajada de México. ¿Siempre ha sido alemán, Müller?

—Nací en México, pero soy hijo de padres alemanes.

—¿Ambos?

—Sí, ambos.

—¿Renunció a la nacionalidad mexicana?

—Perdone, general —intervino el cónsul—, esa pregunta se la respondí antes. La renuncia a la nacionalidad mexicana de Müller no consta en la Secretaría de Relaciones Exteriores de mi país. Por lo tanto, Brune Müller sigue siendo ciudadano mexicano.

—¿Renunció o no a la nacionalidad mexicana para venir aquí y unirse a las fuerzas armadas de Adolf Hitler, soldado Müller? —insistió el general Waldron.

—Debo aclarar —respondió de nuevo Patrón pausadamente— que cualquier respuesta de mi compatriota no se debe tomar como válida. Para ustedes, él ha perdido sus garantías individuales, así que sus dichos no lo comprometen. Más aún, quisiera que le practicaran un examen médico. Por su aspecto, me parece que raya en la inanición, así que no dudo que sus argumentos no sean los de un hombre en sus cabales.

El general Waldron y el secretario Kenrick lo miraron impasibles.

—En suma, solicito que al ciudadano Müller se le trate según las cláusulas de la Segunda Convención de Ginebra.

Kenrick abrió el fólder que dejó la secretaria y leyó escuetamente:

—«Brune Müller, soldado del ejército alemán. Situación actual: fuerzas enemigas desarmadas». Esto, cónsul Patrón, significa que este hombre sigue siendo un enemigo potencial. Por lo tanto, no goza de los beneficios de Ginebra a los que usted aduce.

—De eso se trata precisamente mi encomienda —explicó el cónsul—, de que en un acto de cooperación diplomática entre nuestros países aliados —subrayó la palabra aliados— podamos corregir el estatus de ciertos prisioneros. Ya les hice llegar a ustedes una copia con sellos oficiales del pasaporte mexicano del señor Müller, cuyo nombre completo, por cierto, es Brune Jacinto Müller. Y Jacinto es un nombre bastante común en México…

—Debo recordarle, cónsul Patrón, que en Estados Unidos hay mexicanos estadounidenses que dieron sus vidas por la salvación de un mundo libre. Comprenderá que, bajo esta premisa, sería sumamente ofensivo para la memoria de esos hombres caídos desclasificar a cualquier nazi y darle derechos que no le corresponden.

—Les repito que Brune Müller es legalmente mexicano. Y, en todo caso, apelo al respeto que se debe tener hacia el vencido.

—Si esta guerra nos enseñó algo, es que los nazis merecen ser juzgados con cautela y rigor. Acaba de llegar a mis manos un ilustrativo documental filmado por ellos mismos en sus campos de concentración en Auschwitz, Banjica, Hinzert y otra treintena de lugares. Si tiene tiempo podemos verlo, para que se haga una idea de lo que estos individuos hicieron con seres humanos, sin importarles ningún convenio o tratado. En suma, veo muy difícil cambiar el estatus del soldado Müller; fue él quien lo cambió al renunciar a la nacionalidad mexicana y venir a pelear al lado de Hitler y su horda de criminales.

—Caballeros —suavizó el cónsul, mientras Müller seguía con los ojos el ping-pong de argumentos—, Roma no se hizo en un día. ¿Es posible que el señor Müller sea visto por un doctor en tanto se llega a un acuerdo? Me preocupa su aspecto.

—El soldado Müller, como todos los demás prisioneros, recibirá la atención reglamentaria —dijo Waldron y luego miró su reloj—. Por hoy eso ha sido todo. Ya programaremos otra entrevista.

—¿Me permiten hablar a solas con mi compatriota?

—Tiene cinco minutos —concluyó Waldron.

Este y Kenrick intercambiaron apretones de manos con Patrón. Müller, por supuesto, fue excluido. Aquellos salieron del despacho; un soldado entró y se quedó en posición de firmes al lado de la puerta.

El cónsul se aflojó la corbata y miró afablemente a Müller.

—Duros de pelar estos cabrones —espetó. Y al ver que Müller miraba al soldado, añadió—: No te preocupes por él, si acaso sabrá decir: «Morena bonita», «Acapulco» y «Cielito lindo».

Se metió la mano al bolsillo y sacó una cajetilla de Gitanes. La sacudió y un cigarro se asomó; se lo ofreció a Müller. El soldado, desde su lugar, negó con la cabeza.

—No lo fumará aquí —le dijo Patrón en inglés.

Entonces aquel asintió levemente.

—¿Puedo tomar dos? —interrogó Müller, llevando sus uñas largas y sucias a la cajetilla.

—¿Qué pasa con tus dedos? ¿Te pintas las uñas?

—No me circula bien la sangre. ¿Puedo otros dos más?

—Los que quieras.

—En ese caso, mejor seis. Donde voy, es como si llevara oro.

Patrón terminó por darle la cajetilla completa.

—Vine a sacarte de aquí, Müller. Es una encomienda del señor presidente.

—¿Qué presidente?

—Carajo, por lo menos apréndete su nombre. Manuel Ávila Camacho es tu presidente.

—¿Mi presidente quiere rescatarme? ¿A mí?

—Qué bonito que tengas buen humor, Müller, aunque te esté llevando la chingada. Ahora escucha bien, deja de decirles que eres alemán.

—Lo soy.

—Pues no lo digas. Y si lo dices, lo echo abajo.

—¿Qué es eso de fuerzas enemigas desarmadas?

—Eisenhower se las ingenió para que los vencidos como tú no sean considerados prisioneros de guerra, sino enemigos desarmados, lo cual quiere decir que, aunque no tengas un fusil en las manos, eres peligroso y por lo tanto te pueden meter una bala sin previo aviso; no vaya a ser que tus manos sean cuchillos y los quieras atacar con ellas… Lo sé —dijo mirándolo de pies a cabeza—, hasta una mosca te podría matar si choca contigo.

—¿Por qué el gobierno mexicano se preocupa por alguien como yo?

—No te sientas tan importante, Müller, no eres el único caso que debo resolver.

—De todos modos, no lo entiendo.

—Supongo que las has pasado putas, pero necesitas entender que, mientras aquí había una guerra, en otros lugares la vida transcurría normal… ¿Conoces Cuernavaca?

—Mi familia vivía en Chiapas. ¿Es lejos de ahí?

El cónsul se echó a reír de buena gana.

—Ni puta idea de México, ¿verdad? ¿Qué hacían tus padres?

—Eran cafetaleros.

—¿En serio? Oí decir que el hermano de la amante de Hitler, Enrique Braun, tiene una finca allá. ¿Lo conociste?

—No.

—¿A Hitler?

—Tampoco.

—¿En serio?

—Lo vi un par de veces en un discurso, no muy de cerca.

—Bueno, solo era curiosidad. Volviendo a Cuernavaca, sí, queda muy lejos de Chiapas. La vida pasa despacio y en paz por allá; hace un calor que va de lo agradable a lo infernal, pero no deja de ser un paraíso. El jardín de mi casa siempre está lleno de buganvilias. Cuando esto termine, te quedarás unos días con nosotros mientras el gobierno te busca un empleo. Cuando digo «nosotros», me refiero a mi esposa Juanita y a mí. ¿Qué hay de ti? ¿Casado?

Müller negó con la cabeza.

—¿Necesitas algo que te pueda conseguir mientras resolvemos tu caso?

—Comer, dormir, bañarme…

—Algo que sea posible… ¿Te atraparon con algo? Podemos negociar recuperarlo para que me lo lleve a México y se lo haga llegar a tu familia.

—No queda nadie allá. Según entiendo, la finca quedó abandonada o algo así… Y no tengo pertenencias —respondió Müller, sintiendo el libro que traía debajo de la ropa. Sin embargo, pensó que no era como para mencionarlo.

—¿Algo más? Ya debo irme.

—Gracias por todo, dígale lo mismo al presidente Ávila Camacho.

Patrón escupió una risotada sincera.

—¿Dije algo estúpido?

—No, Müller, solo eres un tipo divertido y conozco pocos alemanes que lo son. O tal vez tienen un humor que no entiendo… ¿Por qué te pusieron Jacinto?

—Un peón de la finca. Mis padres le tenían cariño. El abuelo Jacinto. No sé, la verdad no lo recuerdo…

Dieron unos golpecitos en la puerta.

—Resiste, compatriota, vamos a darles pelea. Tú eres mexicano, no lo olvides. —Patrón le estrechó la mano, fue hacia la puerta y, antes de salir, miró al soldado y le dio las gracias en inglés por tolerar lo de los cigarros. Aquel se mantuvo inmutable.

Cinco segundos después de que el cónsul se marchara, el sargento entró a buscar a Müller. Cruzaron de nuevo por el recibidor donde estaba la secretaria y bajaron la escalera, pero, en vez de salir a la calle, el sargento lo llevó a la parte trasera del edificio, hacia un terreno salpicado por algunos árboles medio secos y enmarañados. Ahí estaba la polaca frente al general Waldron y varios soldados, Jack era uno de ellos.

Waldron miró significativamente al sargento y este empujó a Müller para que se acercara. Entonces Müller descubrió un golpe, de un magenta reciente y encendido, en un pómulo de Katia Jacov.

—¿Conoce a esta mujer? —interrogó Waldron.

Aquella pregunta produjo un silencio instantáneo.

—No lo escuché, Müller…

Por su mente pasó lo que habían hablado en la casa de madera.

—Le hice una pregunta, Müller.

—No la conozco.

—¿Está seguro? ¿No quiere decir algo a su favor? Usted no es cualquier prisionero. ¿No quiere ayudar a su amiga?

—Ni siquiera sé su nombre.

Waldron miró al soldado Jack; este levanto una escuadra, súbitamente, a la sien de la mujer.

—¡Claro que me conoces, amigo mío! —exclamó ella, de pronto—. ¡Diles de nosotros! ¡Díselos, Brune!

Müller la miró, enmudecido.

—¿Y bien? —interrogó Waldron.

Luego de un silencio en el que Müller recordó la lección rotunda e insistente que le había dado la mujer, y aferrándose a la idea de que aquello se trataba de una especie de prueba, negó definitivamente.

Entonces, Jack tiró del gatillo y la cabeza de la polaca se sacudió. Al desplomarse, de su abrigo saltaron los tomates, que rodaron hasta los pies de Müller.