Mercedes me analiza con cierto detenimiento y sé que duda si decirme la verdad, aunque sea sin lubricación. Carraspea y se acomoda mientras maldice el tamaño de la silla plegable o la poca eficacia que tienen sus cenas de acelgas y queso fresco. Lleva sobre el pecho una cruz de Caravaca dorada que se mece con sus tetas al ritmo de su respiración pausada. Aprieta los labios finos con fuerza y el pintalabios se agrieta entre sus arrugas. Nuevamente, alguien intenta abrir sin éxito la entrada a esta tienda diminuta y algo desaliñada.
—¡Está ocupado! —grita Mercedes.
Ahoga su impotencia en un suspiro aún mayor que el anterior y me vuelve a mirar con esos ojos tristes que, tal vez, hace años chisporroteaban con vitalidad.
—Ruth, las cartas insisten en que debes encauzar tu vida. Has estado obviando tus problemas durante mucho tiempo y no te has enfrentado a ellos. Esa actitud debe parar. Me sale algo relacionado con tu familia, ¿puede ser?
—No lo sé, puede. —Nunca me gustó dar la razón a la primera de cambio. Esas cosas se ganan.
—Sí, algo con la familia hay. La pérdida de un ser querido, quizá.
Los ojos lagrimosos de Mercedes me apuntan sin demasiado éxito. Ahora quien suspira soy yo.
—¿Esto no es jugar con ventaja? —pregunto.
—¿El qué, corazón?
—Saber la vida privada de tus clientes.
—Ay, cariño, yo puedo conocer cosas que les han pasado a clientes, pero las cartas me dan respuestas precisas a tus preguntas.
—Pero todavía no te he hecho ninguna.
—Claro, corazón, porque estamos con la introducción. Dame un segundo, que sigo con esto y ahora me haces todas las que quieras.
—Pero solo tengo una —insisto.
—Pues me la haces, pero antes debes, por favor, entender lo que te quieren decir las cartas. Organiza tu vida, no puedes seguir viviendo en este caos. Necesitas una estructura, seguir hábitos más saludables, cuidarte, Ruth. Dios mío, cuidarte. Llevas una temporada que no sabes a dónde vas, ni tan siquiera quién eres. Esto es importante, el tarot te está diciendo que debes hacerte las preguntas adecuadas, y ahora es el momento. Deja todo lo que te pese; sigues cargando con la culpa, con sentimientos negativos que no te pertenecen. Te dicen que ya pasó, que los liberes por fin. Insisten con tu salud: estás castigando mucho el cuerpo. Los vicios, Ruth, salen representados por el Diablo. Y, junto con la Luna, tiene relación con una cara oculta tuya, algo que estás escondiendo a los demás. Los vicios te llevan al precipicio, Ruth, te destrozan. Ponles fin, busca ayuda. La necesitas, es el momento. En cuanto al trabajo...
—Te puedes ahorrar esa parte.
—De acuerdo, ¿no quieres escuchar las oportunidades que te van a llegar?
—No.
—Vale, cariño, pues nada. Con el dinero debes...
—Mercedes, siguiente.
—¿El amor te interesa?
El amor... ¿Me interesa? No sé si llamarlo así, creo que está por encima de una palabra construida con cuatro letras, dos consonantes y dos vocales.
—Dime. —Automáticamente, Mercedes sonríe victoriosa. Al fin.
—Hay un hombre, Ruth. Uy, cariño, está muy enamorado de ti. Lo conociste hace unos meses, varias veces. Pero...
—Quién es. Cómo puedo llegar a él.
—Eso no se lo puedo preguntar al tarot.
—¿Por qué?
—No me dará respuestas tan exactas, corazón.
—Pregúntale.
—Ruth, cariño, ándate con cuidado con...
—Pregúntale.
El calor me abrasa el pecho y la conversación nos pilla desprevenidas a las dos. Mercedes me mira con tristeza y juicio, sus ojos se apiadan de mí. No ofrecen cobijo, pero ella insiste.
—Está bien.
Baraja las cartas con inseguridad, se cae una y la guarda. Al cabo de unos segundos vuelve a retomar la misma dinámica y ritmo. Saca cuatro y las pone boca arriba sobre el mantel lila y la mesa coja.
—Lo has conocido..., en varias ocasiones.
—Sí, eso ya me lo has dicho. Qué más.
—Ruth, yo...
—Mercedes, por favor. Dime qué más.
—Si quieres encontrarlo, vuelve al pasado. Esto es lo que intenta decirte el seis de copas. Revive la historia. Ahí encontrarás la respuesta, créeme. No puedo indagar más, Ruth.
—Vale, Mercedes, ya está. Gracias.
Me levanto, cojo mi chaqueta de cuero apoyada en la silla plegable y mi bolso de flecos. Dejo el dinero encima de la mesa y, justo cuando voy a salir, Mercedes me coge de la muñeca. Pronuncia una sola frase:
—Vuelve a tu cuerpo, Ruth.
Durante unos instantes me quedo congelada, como si la gravedad me imposibilitara el movimiento, el vaivén de mis pies que me hace recorrer el espacio temporal. Me frena el aliento y se me hiela la sangre en las venas. La mano fría de Mercedes me sigue apretando con fuerza, tal vez con demasiada para su edad. Siento sus huesos agarrotados por la artritis, y los brazaletes tintinean por el meneo imprevisto. El palosanto se ha apagado y una muñeca de trapo con ojos satánicos me observa colgada en la pared. Volver a mi cuerpo. A cuál. Los restos de una mujer cuya vida ha explotado por los aires, obsesionada con un desconocido. Que todavía siente en su piel la huella de todos los seres que juraron tenerla y se encontraron con una mentira. Quién eres cuando no eres, dime. Dónde estás cuando no estás.
Siento un alivio en la muñeca y la circulación vuelve a recorrerme la carne putrefacta. Pestañeo en exceso; una de las manías que tengo cuando estoy nerviosa. Por más que intente contenerlo, el puto aleteo de los párpados me arrebata la decencia. Trago la saliva acumulada y vocalizo un adiós desvaído.
—Adiós, Ruth. Cuídate, corazón, por favor.
¿Alguna vez has revivido las cosas una y otra y otra vez hasta perder el sentido? Pues bien, aquí están los sesenta y nueve segundos que me hicieron cumplir la que ahora es mi mayor condena.
Esta es la historia de una mujer —de treinta años, joder— que habitó tres cuerpos y se olvidó de volver al suyo.