Capítulo 2
Elinor se despertó sobresaltada a la mañana siguiente. No habían sido los rayos de sol que entraban a raudales por la ventana, cosa rara para estar en febrero, los que habían hecho que se sentara de golpe, sino el sueño que había tenido.
Con él.
Con el señor St. Maur.
Nunca antes había tenido un sueño parecido y, a pesar del fresco que hacía en el dormitorio y de la corriente que parecía colarse por el marco de la ventana con la misma facilidad que el sol atravesaba el cristal, sintió que las mejillas se le incendiaban de calor.
Todo su cuerpo ardía.
Intentó respirar profundamente para calmarse, pero eso tampoco funcionó porque, en cuanto cerró los ojos, volvió a verlo todo.
La estancia misteriosa, en penumbra. El diván de brocado. Una vela sobre la repisa de la chimenea que arrojaba la suficiente luz como para que pudiera verlo mientras tiraba de ella para abrazarla.
No debería estar allí. No con él.
No abrazándola de aquella manera, recorriéndola con las manos como si ya conociera cada poro de su piel… como si supiera cómo darle vida a su cuerpo… dejándola sin respiración y con la mente en blanco.
Después casi la volvió loca cuando la besó, cuando posó los labios sobre los suyos…
Elinor abrió los ojos de repente.
Cielo santo, no debería estar reviviendo ese sueño tan escandaloso, pero no podía evitarlo.
Se llevó los dedos a los labios, como si realmente estuvieran hinchados por los besos. Sentía los pechos pesados e incluso se le habían endurecido los pezones, como si de verdad los hubiera acariciado hasta convertirlos en picos erectos.
Sintió un escalofrío y se preguntó si estaría perdiendo la cordura. Nunca antes se había sentido así. Jamás había sentido tal deseo.
Y lo peor de todo, pensó mientras miraba por la ventana, era que no podía dejar de preguntarse si el señor St. Maur era en realidad tan insensato y peligroso como parecía.
Oh, sí, Elinor, eso es exactamente lo que necesitas, se amonestó. Que el hombre inapropiado te seduzca.
Cuando Lucy Sterling había confesado la otra noche que el hombre adecuado en la cama podía ser una aventura deliciosa y apasionante, no se había sorprendido.
Se había sentido total y absolutamente celosa.
Un amante. Inspiró profundamente. Por nada del mundo había sido capaz de quitarse la idea de la cabeza.
Se tapó con las sábanas hasta la barbilla y paseó la mirada por el pequeño dormitorio, apenas amueblado, con corrientes de aire y una delgada alfombra.
¡Un amante! Lo que necesitaba era encontrar marido. Un marido serio, noble y poderoso que pudiera protegerlas a Tia y a ella. Un hombre lo suficientemente intimidatorio para que su padrastro nunca pudiera recuperar la tutela de su hermana ni obligar a la joven a meterse en un matrimonio conveniente y provechoso (provechoso para lord Lewis, claro estaba), como había hecho años atrás con ella.
Por eso precisamente había contratado al señor St. Maur. Parecía el tipo de hombre que podía descubrir cualquier escándalo y debilidad de un posible marido y asegurarse no sólo de que ella iba a conseguir todo lo que necesitaba en un esposo, sino también de que no iba a haber ninguna sorpresa desagradable, como le había ocurrido en su primer matrimonio.
Con Edward Sterling.
Se estremeció. La calidez que antes había sentido corriendo por sus venas se había convertido en hielo.
—Nunca más —murmuró, repitiendo las palabras que la habían mantenido a flote en los últimos años, desde que Edward había muerto en una casa de juegos.
Ningún hombre merecía tanto dolor y penuria.
Y, aun así, no tenía elección. Debía casarse.
Necesitas un hombre, le susurraba esa traviesa vocecilla. Un demonio peligroso como St. Maur.
—Por supuesto que no —afirmó mientras salía de la cama, aunque sabía que estaba mintiendo descaradamente.
—¿Crees que es sensato haber contratado a esa persona? No sabes nada de él —dijo Minerva, lady Standon, desde el otro lado de la mesa del desayuno—. Seguro que la tía Bedelia desaprobaría tales métodos para encontrar marido.
Elinor se removió en la silla. Oh, cielos, no se había parado a pensar lo que diría la tía Bedelia de todo aquello. Desde que la duquesa de Hollindrake había ordenado que las viudas de Standon vivieran juntas en la casa de Brook Street, Bedelia, la tía de Minerva, había tomado como misión personal verlas a las tres casadas de nuevo.
No tenía ninguna duda de que ya estaría diciendo por toda la ciudad que el clamoroso matrimonio de Lucy con el conde de Clifton había sido obra suya.
—No creo que la ayuda del señor St. Maur le sorprenda tanto a tu tía —respondió Elinor en voz baja.
Miró a su hermana, que también estaba desayunando y, aparentemente, se encontraba inmersa en la lectura de un libro, probablemente una novela francesa que Thalia, la hermana de la duquesa o su prima, lady Philippa, había dejado en la casa. Satisfecha al ver que la atención de Tia y su insaciable curiosidad se encontraban en otra parte, sacó un delgado libro del bolsillo de su vestido y lo dejó sobre la mesa.
—¿No era ella quien decía que debíamos usar todos los recursos disponibles?
Minerva abrió mucho los ojos al ver aquella obra infame de la duquesa de Hollindrake, Crónicas de un soltero, una verdadera enciclopedia de detalles sobre todos los solteros nobles y los buenos partidos del reino, un trabajo que la duquesa había tardado años en recopilar. Y que Felicity Langley había usado para conseguir un marido noble.
—¡Oh, Elinor! Dime que no has usado ese libro horrible para buscar marido.
Elinor se inclinó hacia delante.
—Lo he hecho, no lo voy a negar. Y he elaborado una lista.
Señaló con la cabeza la hoja de papel que asomaba entre las páginas.
Eso era lo que había hecho la noche anterior, leer el libro de cabo a rabo para seleccionar a todos los duques que fueran aptos, e incluso algunos marqueses. Y después de consultar las páginas de sociedad de la edición más reciente del Morning Post para ver quién estaba en la ciudad, había elaborado una lista, aunque muy corta.
¿Quién habría dicho que los duques escaseaban tanto?
—¿Puedo? —preguntó Minerva.
Elinor asintió, sacó la lista del libro y se la tendió. Contuvo la respiración. Temía lo que Minerva pudiera decir de sus elecciones, así como lo que el señor St. Maur descubriera sobre ellas.
—Me temo que no puedo decir mucho más de estos hombres, aparte de lo que hayas averiguado gracias a las Crónicas —dijo Minerva—. Yo no deseo casarme de nuevo, así que, francamente, no las he leído. —Miró de nuevo la lista y sacudió la cabeza—. Tal vez ese St. Maur pueda ser de ayuda —admitió, aunque de forma comedida—. Depende de lo respetable que sea y de si sus contactos son, tal como dice, de primera.
—Ése es el problema —confesó Elinor—. No estoy del todo segura de que sea una persona respetable. —Hizo una pausa y bajó aún más la voz—. No sé en qué estaba pensando cuando le pedí que me ayudara. Pero no pienso verme casada con otro Edward.
—Yo sí sé lo que estabas pensando —intervino la tercera mujer que estaba sentada a la mesa.
Tia levantó la vista del libro que había estado leyendo, aunque no tan atentamente como parecía.
—¿Perdón? —preguntó Elinor.
—Sé por qué contrataste al señor St. Maur.
Tia lo dijo como si fuera algo tan simple como las salchichas que había en la fuente.
Elinor sintió que un estremecimiento le recorría la espalda, como si la hubieran pillado robando pasteles o, peor aún, besando a algún granuja galante.
Como el señor St. Maur.
—Tia, querida, ¿por qué ha empleado tu hermana a ese hombre? —preguntó Minerva.
Aunque su voz era agradable y dulce, no había manera de ocultar el placer que reflejaban sus ojos.
Tia se dispuso a participar en la conversación, dejó el libro sobre la mesa y anunció antes de que Elinor pudiera detenerla:
—Porque el señor St. Maur es muy apuesto.
Elinor se ruborizó violentamente y Minerva se limpió los labios apretados con la servilleta.
Tia miró a su hermana.
—Por eso te has puesto el vestido de seda, ¿verdad? Y por eso te has pasado tanto tiempo arreglándote el pelo. Porque esta mañana te vas a reunir con él, ¿no es así?
—¡Tia! —exclamó Elinor—. ¿No tienes que estudiar? ¿En el piso de arriba?
Su hermana se sorbió la nariz, se levantó, recogió su libro y salió sigilosamente de la estancia, pero antes lanzó un último comentario:
—Es la verdad.
Minerva esperó hasta oír las pisadas de la joven dirigiéndose al piso superior.
—¿Lo es?
—¿El qué? —preguntó Elinor, fingiendo ignorancia.
—El señor St. Maur —replicó Minerva, y alargó un brazo hacia la tetera para rellenar ambas tazas—. ¿Es tan apuesto como dice Tia?
Elinor cerró los ojos.
—Me temo que sí.
Minerva se inclinó un poco más hacia delante y susurró:
—Entonces, ¿lo vas a tomar como amante?
—¡Minerva! —exclamó. Abrió mucho los ojos y sus mejillas volvieron a teñirse de rojo.
La otra lady Standon se encogió de hombros, como si la pregunta no hubiera sido tan sorprendente. Pero cuando habló, lo hizo en voz baja.
—Bueno… Debo confesar que desde que Lucy nos dijo que… que… —Entonces fue Minerva quien se ruborizó—. Oh, maldita sea, que, después de todo, no era ninguna carga.
Porque su marido, Philip Sterling, había sido tan grosero y mezquino como su hermano Edward.
—Sí, sí, lo sé —dijo Elinor, inclinándose hacia su taza—. Yo me he estado preguntando lo mismo. De hecho, anoche tuve un sueño de lo más escandaloso con el señor St. Maur.
Ya estaba, ya lo había dicho en voz alta. Incluso al pronunciar las palabras, al revelar su secreto, se estremecía, porque en su mente lo veía de nuevo acercarse a ella desde las sombras, recordaba lo que sentía cuando él la abrazaba, cuando la besaba.
¿Sería así en realidad?
Elinor tenía poca experiencia en el tema. Después de todo, había estado casada con Edward Sterling, que nunca había desperdiciado con ella su legendaria destreza en la cama.
Ni con ninguna otra mujer, por cierto. Sus preferencias habían sido otras.
Minerva se recostó en su silla.
—Entonces, debe de ser muy apuesto.
Elinor negó con la cabeza.
—No como te lo podrías imaginar. De hecho, es bastante vulgar. Llevaba una chaqueta desgastada y lucía un ojo morado.
—¿De verdad? —dijo Minerva mientras alisaba su servilleta—. ¿Cómo puede un hombre así ser tan… tan… digno?
—No lo sé. No se parece a ningún hombre de los que he conocido. —Se rió—. Ayudó a los cachorros a nacer. ¡Y en el armario, nada menos!
—¿En el armario? ¡Qué extraordinario! No creo que veas nunca al duque de Longford encerrado en un armario.
—No, decididamente, no —se mostró de acuerdo Elinor.
Recordó la sonrisa pícara del señor St. Maur cuando nació el último cachorro y cómo le habían brillado los ojos, como si fuera un pirata con la bodega del barco llena de tesoros.
—Es una pena que debas casarte con un noble —dijo Minerva. Se terminó el té y se recostó contra el respaldo—. ¿Has sabido algo de lord Lewis?
Elinor negó con la cabeza.
—Nada desde la última nota.
La desagradable exigencia de su padrastro, que le ordenaba que le entregara a Tia.
Seguramente, para casarla con algún viejo playboy, como había hecho con ella tiempo atrás. Pues no le iba a hacer lo mismo a Tia. No mientras ella siguiera viva. Aun así, mientras lord Lewis contara con la tutela de su hermana, la joven corría un gran peligro.
No siempre había sido así. Cuando Elinor había estado casada, la tutela había recaído en su marido, pero cuando lord Standon murió, había vuelto a lord Lewis. Y éste no le había prestado ninguna atención a Tia desde entonces, en los últimos cinco años. Hasta ahora, que le quedaba una semana para cumplir los quince años.
En ese momento sonó la campanilla y Elinor se puso en pie de un salto.
—Dudo que sea él —le dijo Minerva—. Es demasiado temprano para las costumbres de lord Lewis.
Elinor se quedó quieta para que se le calmaran los latidos del corazón. Sí, Minerva estaba en lo cierto. Lord Lewis nunca se levantaba antes de las dos. Aun así… ¡Maldito fuera! Por su culpa se le ponían los pelos de punta cada vez que repiqueteaba la campanilla.
—Tal vez sea tu señor St. Maur. Y llega pronto.
Minerva señaló con la cabeza hacia el reloj que había sobre la repisa de la chimenea y que estaba a punto de dar la hora.
Pensar que el señor St. Maur estaba tan cerca hizo que se le acelerara el corazón, y debió de notársele en la cara.
—Estás perfecta —susurró Minerva desde el otro lado de la mesa—. Se quedará embelesado.
—No se trata de eso —replicó Elinor justo cuando el llamador sonaba otra vez.
Al otro lado de la puerta oyeron al ama de llaves, la señora Hutchinson, quejarse de las cosas que la tenían «corriendo de un lado a otro como el chico de los recados».
Elinor se giró hacia Minerva.
—No contraté al señor St. Maur para conseguir un amante, ni siquiera un admirador. Lo hice para que investigara a estos duques y descubriera cuál es más respetable. No tengo tiempo para un amante.
—Yo no estaría tan segura —dijo Minerva a su espalda—. Según Lucy, sólo se necesita una noche.
James había hecho exactamente lo que Jack le había aconsejado que hiciera: se había puesto otra vez esa penosa chaqueta, le había dicho a Richards, que se había quedado sorprendido de la petición, que no le lustrara las botas, y había caminado, sí, caminado, hasta Brook Street.
¡Estaba siguiendo el consejo del alocado de su hermano! ¿En qué se estaba transformando su vida? Desde luego, en nada bueno, decidió, y se dio cuenta de que ir a Londres había sido su primer error.
Se detuvo en una esquina para orientarse, en más de un sentido.
Las calles londinenses se veían bastante diferentes desde las aceras atestadas que desde los cómodos y lujosos confines de su carruaje ducal.
El problema no era que no le gustara caminar. En el campo lo hacía constantemente: deambulaba por sus propiedades, disfrutaba de las vistas y los sonidos con una jauría de perros corriendo a su alrededor. Pero en la ciudad… La alta sociedad se sorprendería hasta el límite si alguien veía al duque de Parkerton vagabundeando como un mercader.
Sin embargo, se dio cuenta de que caminar tenía una clara ventaja. Le daba tiempo para pensar su discurso.
Bueno, lady Standon, me temo que ayer accedí precipitadamente a su propuesta. Tras haber revisado mis actuales obligaciones, me temo que no puedo ayudarla…
¡Oh, cielo santo, sonaba como un vulgar ciudadano pretencioso! Le echó la culpa a la chaqueta de Jack. Ese gastado trozo de tela en realidad lo estaba volviendo vulgar.
Entonces, absorto en sus pensamientos, chocó con un anciano.
—¡Caray! —rugió el hombre, se colocó el sombrero y blandió el bastón como si fuera a defenderse.
—No es necesario que se disculpe —dijo James sin pensar, porque no le gustaba que la gente lo adulara—. Estoy bien.
Que era lo que el duque de Parkerton habría dicho, pero no el ordinario señor St. Maur.
Su víctima no parecía nada impresionada.
—¡No recuerdo haber preguntado por su bienestar, jovenzuelo presuntuoso!
El hombre pasó a su lado empujándolo, James se tambaleó y cayó de la acera a la calle.
Estaba a punto de replicarle al hombre un par de cosas por sus modales cuando recordó varios puntos importantes: aquella mañana, él no era el duque de Parkerton. Y el hombre que acababa de despacharlo era lord Penwortham.
El conde era sólo un tipo arrogante, pero un chismoso de primera. Así que había sido una bendición que no lo hubiera reconocido. Oh, sí, todo White’s se habría enterado antes de la hora del té.
«Lo vi con mis propios ojos. ¡Llevaba una chaqueta raída y tenía las botas hechas jirones! Se ha vuelto loco, os lo aseguro. Aunque no es algo totalmente inesperado, ya sabéis. Después de todo, es un Tremont. Al final, todos pasan por ello.»
James bajó la cabeza un poco más aunque era innecesario, porque Penwortham ya se alejaba resoplando.
—¡Quítate de en medio! —le gritó con hostilidad un tipo que llevaba una carreta.
James volvió a saltar a la acera justo a tiempo para que no lo atropellara un montón de caballos de tiro.
—¡Tarugo! —escupió el hombre desde el pescante.
¿Tarugo? Nunca lo habían insultado de esa manera. ¡Ni que fuera un inculto rural!
Pero lo era en muchos sentidos. Por primera vez en su vida, James Tremont se sentía completamente fuera de lugar.
Dejando a un lado la noble genealogía, parecía que el hecho de caminar requería una gran dosis de habilidad. Tampoco tenía que ser demasiado despistado. Había repasado bien su plan.
Llegaría a la hora acordada, se excusaría y se marcharía. Rápidamente. Por su bien.
Para no volver a ver esos ojos del color del aciano…
Ah, ése era el problema. Sus ojos. Y ese cabello rubio…
Rememoró el momento en el que ella había entrado, con las mejillas enrojecidas por el frío y el cabello revoloteando debajo del sombrero.
No podría olvidar fácilmente aquella imagen. La había evocado durante la cena, jugando a las cartas y había sido lo primero en lo que había pensado por la mañana como si, tal y como Jack había dicho, se hubiera quedado asombrado.
¡Asombrado, ni más ni menos! Lady Standon no lo intrigaba.
Lo más mínimo.
Levantó la mirada, se dio cuenta de que había llegado a su puerta y, de repente, el corazón le dio un vuelco. ¡Ridículo! Sólo era el estrés de haber atravesado caminando Mayfair. Y por la carreta, añadió, como si el galope que sentía en el pecho necesitara otra explicación por su martilleo irregular aparte de la razón más obvia.
No era porque la dama tuviera los mechones de cabello más seductores y la sonrisa más deliciosa y tentadora del mundo.
Cuando sonreía, claro estaba.
Tenía la esperanza de que no hiciera tal cosa mientras declamaba su bien preparado discurso. Tal vez no fuera tan virtuosa como había imaginado. Quizá la visión que tenía de ella sólo fuera resultado de sus sentidos alterados.
Sí, eso era. Lady Standon no podía ser en realidad la imagen que veía en su mente. Una vez decidido aquello, subió los escalones y tiró del llamador.
Y esperó.
Y siguió esperando. Impaciente, tiró del cordón de nuevo. Y cuando tuvo que agarrarlo por tercera vez, ya sentía cierta urgencia.
Porque el duque de Parkerton nunca esperaba, y el hecho de estar ahí parado como un comerciante cualquiera no lo ayudaba a ser el señor St. Maur educado y deferente que quería ser.
Justo cuando hizo sonar la campanilla por cuarta vez (¡cuatro veces, ni más ni menos! Esa casa tan mal llevada no era una buena recomendación para una dama que quería casarse), la puerta se abrió de golpe y se encontró mirando a una ama de llaves rubicunda con un delantal sucio.
—No será uno de esos tontos admiradores, ¿verdad?
¿Tontos admiradores? Al mirar por detrás de la mujer vio los jarrones llenos de flores. ¿Lady Standon tenía admiradores?
Bastantes, por lo que parecía.
Recobró la compostura y contestó:
—No, señora.
—¡Bien! —dijo ella.
Se limpió las manos en el delantal, lo que a James le pareció bastante contraproducente teniendo en cuenta el estado de la prenda.
—Ya tiene suficientes flores como para enterrar dos veces a mi madre. Como si esto fuera un maldito funeral.
—Sí, bueno, yo no traigo flores —respondió—. En realidad, tengo una cita con lady Standon.
—Oh, tiene una cita, ¿no es así? —preguntó, inclinó la cabeza y lo observó minuciosamente.
James se enderezó. No le habían hecho un repaso semejante desde que su vieja niñera había fallecido. Nana Dunne. La única mujer que había conseguido asustarlo de verdad. Hasta ese momento.
Esa bruja parecía dispuesta a echarlo al caldero sin pensárselo dos veces.
—Lady Standon —repitió—. Tengo una cita.
Ella entornó los ojos y sonrió.
—Ah, una cita, dice usted. —Le hincó en el pecho un dedo largo y huesudo, como si le estuviera buscando la grasa—. Debe de ser el apuesto consejero.
—Bueno, no soy exactamente un consej…
Un momento. ¿Qué había dicho esa bruja? ¿Que era apuesto? ¿De verdad?
Levantó la mirada, que hasta entonces había mantenido en el dedo que se le incrustaba en el esternón. ¿Quién había dicho que era apuesto? ¿Lady Standon?
Se le tensó el pecho, y no por el miedo a que lo cortara en pedacitos, sino porque su corazón estaba otra vez latiendo de esa forma tan extraña.
Elinor pensaba que era apuesto.
No pudo evitarlo; sonrió, aunque fuera a la aterradora ama de llaves.
Y cuando ella le devolvió la sonrisa, como una de las brujas de Macbeth, salió de ese lapsus momentáneo y recordó a lo que había ido.
No le importaba si lady Standon pensaba que era apuesto o si todas las lady Standon de la casa creían que era atractivo.
Tenía que salir de esa situación antes de que se convirtiera en un descalabro.
—Muy bien —dijo el ama de llaves, y señaló el suelo del recibidor—. Espere ahí.
Soltó una carcajada y lo abandonó como si fuera un condenado en Tyburn a la espera de la horca.
—No es tan mala como parece —dijo una voz desde las escaleras.
Se giró y vio a Tia, la hermana de lady Standon, sentada en la escalera. La joven sonrió, se levantó y bajó unos cuantos escalones.
—No sabría decir —contestó—. ¿Dónde la encontró su hermana?
—No la encontró —le dijo Tia—. La heredó de la duquesa de Hollindrake. No cocina mal, y creo incluso que podría ser una buena ama de llaves algún día. Pero tenga cuidado con ella. En sus tiempos era una carterista y… —La chica hizo el gesto de beber de una botella—. Aunque ya no bebe tanto como antes. No desde que está en relaciones con el señor Mudgett. —Hizo una pausa y paseó la mirada por el recibidor—. Pero se supone que yo no sé esas cosas.
—No veo por qué no debería saberlas —contestó James.
Por el amor de Dios, ¿de verdad los sirvientes llevaban tales vidas? Por un momento pensó en sus propios empleados: Richards, Winston, Cantley, su mayordomo, y en todos los demás que le servían, y se dio cuenta de lo poco que sabía de ellos, si «estaban en relaciones» con alguien o si bebían en exceso.
Se imaginó brevemente a Cantley seduciendo al ama de llaves, la señora Oxton, y se estremeció.
Tal vez fuera mejor no saberlo.
—¿Cómo están los cachorros? —preguntó para llevar la conversación a un tema seguro.
—¡Muy bien! —exclamó ella, y bajó otro par de escalones con la mano en la barandilla.
—Excelentes noticias. ¿E Isidore?
—Está encantada con ellos, como todas nosotras. Bueno, tal vez Minerva no, pero era de esperar. —La joven descarada le sonrió—. ¿Quiere uno?
Aquello pilló a James desprevenido.
—No lo sé, yo…
—No, supongo que no —dijo Tia, malinterpretando sus dudas—. Elinor dice que tenemos que buscar para ellos buenos hogares, y supongo que usted no tiene uno.
James apretó los labios y pensó en sus residencias. En las diecisiete.
En ese momento empezó a abrirse una puerta del pasillo y Tia se puso alerta. Se llevó un dedo a los labios como si le pidiera que le guardara el secreto y subió sigilosamente hasta perderse de vista.
¡Qué diablilla! Seguramente había estado escuchando a escondidas. Miró de nuevo hacia arriba y se preguntó qué demonios habría deducido Tia de lo escuchado en sus ilícitos merodeos.
—Señor St. Maur —oyó que decía una voz desde el pasillo—. Justo a tiempo.
La musicalidad de su voz lo paralizó. Aunque en el exterior estaba a punto de helar, esas palabras le hicieron pensar en un día de primavera.
Lady Standon.
Se dio la vuelta con la esperanza de que no fuera tan hermosa como la recordaba.
Desafortunadamente, el día anterior se había equivocado.
Aquella dama no era sólo hermosa, era despampanante.
Lo único que pudo hacer fue una leve inclinación de cabeza, porque no confiaba en lo que pudiera salir de sus labios.
—Vayamos a la salita —propuso ella, y señaló la estancia más alejada en la que él se había reunido con Lucy Sterling el día anterior. Se detuvo un momento y miró hacia las escaleras con ojos entornados como si, aunque no viera a su hermana, supiera que la muchacha estaba escuchando—. Allí podremos hablar de nuestros asuntos en privado.
Él asintió dando su aprobación y siguió a lady Standon a la salita. Un lugar deplorable.
¿En qué estaba pensando la duquesa de Hollindrake al relegar a las viudas de Standon a aquella casa lamentable? La salita era un espacio casi vacío con sólo un diván, una silla y un escritorio. Por las ventanas entraban corrientes de aire y la chimenea despedía más humo que calor.
Jack había mencionado algo sobre que las tres tenían problemas. James lo veía claro con Lucy Sterling, pero no se podía imaginar qué tipo de contratiempo les podría haber ocasionado Elinor a los duques para haber merecido ese miserable destierro.
Aquella mujer parecía perfectamente dócil.
Perfectamente deliciosa. Perfecta para…
James se quedó helado. ¿En qué demonios estaba pensando? No era ningún libertino. No era un irresponsable que merodeaba por toda la ciudad en busca de lindas criaturas y adorables incógnitas para seducir.
En aquello era en lo que se diferenciaba de la mayoría de sus parientes y antepasados Tremont. Si hubiera sido el sexto duque, o incluso su hermano Jack (antes de que Miranda Mabberly lo hiciera entrar en vereda), ya habría seducido a lady Standon, le habría arrancado el vestido del cuerpo y se habría dedicado a sus labios, dulces y dispuestos.
Santo cielo, tras largos años limpiando la reputación de la familia y viviendo de acuerdo a un rígido código de honor y respetabilidad, se encontraba de pronto a punto de echarlo todo por la borda por su impetuoso deseo de probar los exquisitos y rosados labios de lady Standon.
Aunque sabía que un beso no sería suficiente.
Esa idea era la razón que necesitaba para salir de aquella situación inmediatamente, antes de que empezara a conocérsele como El Loco duque de Parkerton y Jack apareciera a ojos de la alta sociedad como el Tremont estable y respetable.
—No sé cómo decirle, señor St. Maur —estaba diciendo Elinor—, cuánto significa para mí que me ayude con este asunto tan delicado.
El corazón le hizo una pirueta en el pecho, porque lo estaba mirando como si fuera su caballero andante que había acudido a rescatarla.
Alguno de sus antepasados Tremont del Medievo habría sabido qué hacer, cómo salvarla a la vez del dragón (el duque de Hollindrake, por ejemplo) y de los inútiles que amenazaban su felicidad.
¡Maldición! Ya lo estaba haciendo otra vez. Estaba cayendo en ese ridículo sentimentalismo.
Es una completa locura, se dijo tan severamente como pudo.
Se enderezó y empezó a pronunciar su discurso, aunque a regañadientes.
—Lady Standon… —comenzó.
Pero, a la vez, ella dijo:
—Señor St. Maur…
Los dos se callaron y se sonrieron.
—Usted primero —dijo él con modestia, como sólo un caballero sabía hacerlo.
Porque aún era un caballero. Lo era.
Ella asintió, se sentó e hizo una seña con la mano hacia la silla para indicarle que hiciera lo mismo.
James habría preferido quedarse de pie para estar cerca de la puerta y poder escapar a la menor oportunidad, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Se sentó mientras le echaba una última mirada nostálgica a la puerta por encima del hombro.
—He elaborado una lista —dijo ella.
—¿Una qué?
—Una lista. De posibles maridos.
Sacó un libro fino del bolsillo de su vestido y de él extrajo una hoja de papel doblada. Se la tendió.
—Éstos son los nombres que he decidido que son los más convenientes.
James miró el papel. Futuros maridos. Un hombre que se casara con ella. Que la rescatara. Un hombre que reclamara su devoción… su amor… y su cuerpo.
Apretó los dientes.
—Sólo he incluido a los duques —continuó—. Al menos, por ahora.
¿A los duques? De repente, la habitación aburrida y apagada se iluminó un poco.
Ella interpretó mal su silencio, al igual que la renuencia a coger la lista de su mano.
—Sí, como mi hermana mencionó ayer, tengo intención de casarme bien, preferentemente con un duque.
Él abrió la boca para decir algo. Algo como «yo soy el duque más conveniente», pero sabía que un anuncio así en ese momento, teniendo en cuenta las circunstancias, no le ayudaría a granjearse su cariño.
Tampoco quería su estima. En lo más mínimo.
Además, pensaría que estaba loco. Y él mismo sabía que sería una conclusión válida.
—Bueno, he hecho una lista sólo con los candidatos ducales que se encuentran en Londres.
James asintió educadamente y cogió el papel mientras hacía mentalmente su propia lista de candidatos y, aparte de él mismo, no se le ocurría ninguno de sus coetáneos que fuera merecedor de ella. A menos que Elinor aspirara a uno de los duques reales.
Lo que sería una verdadera locura.
Y eso haría que ella fuera la esposa perfecta para ti.
James tosió. ¿De dónde demonios había salido esa idea? Él no estaba buscando esposa. En absoluto.
Mientras desdoblaba el papel pensó en lo que debería hacer a continuación.
Vamos, necio, confiésale quién eres, declárale tu devoción eterna, llévatela y ve directo al grano.
Durante un momento, estuvo a punto de dejarse llevar por su impetuosidad y hacer precisamente eso.
Hasta que desdoblo el papel y leyó los nombres escritos con esmero.