Capítulo 1
Es una locura absoluta.
Eso habría afirmado Elinor, lady Standon, si alguien le hubiera dicho que en una hora se enamoraría de un hombre.
De uno normal y corriente, además.
Con la clase de amor a primera vista que los poetas, los románticos y otros tontos soñadores aclamaban en poemas arrebatados y frases floridas.
Les habría dicho que era imposible. Y, por supuesto, habría tenido razón.
Porque una no se podía enamorar en un instante.
Ocurría mucho más rápido.
Y ahí estaba, en el recibidor de la casa de Brook Street, donde una semana atrás la duquesa de Hollindrake le había ordenado, a ella y a las otras dos viudas nobles de Standon, que establecieran su residencia… y no podía dar crédito a sus ojos… ni detener ese extraño revoloteo que sentía en el corazón.
¿Ahí? ¿En ese momento? ¿Y de él?
Era de lo más incomprensible.
El hecho de enamorarse solía suceder en un baile elegante, en el ambiente enrarecido de Almack’s, o en una fiesta con invitados distinguidos, y no entre unas paredes cuyo papel se estaba despegando, en su nueva residencia que no disponía de mobiliario de alta calidad.
Y, desde luego, no luciendo su segundo mejor vestido.
Elinor intentó que se tranquilizara su corazón tembloroso, porque si esa ráfaga de fuego que sentía en su interior quería decir que se estaba enamorando, no era nada elegante. Como tampoco lo era el hombre que estaba frente a ella.
Aquel completo desconocido era, hablando con total honestidad, el tipo más apuesto que había visto nunca. Seguramente, un hombre tan tentadoramente atractivo no podía ser un caballero.
Con esas facciones que parecían esculpidas, el cabello negro como el carbón y, santo cielo, esa altura tan impresionante… Bueno, prácticamente la dejaba sin respiración.
En ese preciso momento él la vio e inclinó ligeramente la cabeza.
Elinor se estremeció, y no era porque se hubiera olvidado de cerrar la puerta ni porque aquel hombre pareciera carecer de buenas maneras.
No, era porque recordó lo que Lucy había dicho la otra noche:
«El hombre adecuado puede hacer que las noches de una dama sean divinas».
Por Dios santo, esa idea era muy fácil de aceptar estando frente a aquel tipo de aspecto tan desenfadado.
Di algo, se dijo mientras lo miraba a hurtadillas. Nunca sabrás quién es si no abres la boca.
Cuando intentaba hacerlo, cuando se estaba obligando a hacer las presentaciones, su hermana pequeña Tia apareció bajando las escaleras precipitadamente, toda agitada y con un enorme delantal que le cubría el vestido.
—Oh, Elinor, gracias al cielo que estás aquí —se apresuró a decir la joven—. Isidore está teniendo a sus cachorros y me temo que le está costando. ¡No sé qué hacer!
¿Cachorros? ¿En un momento como aquél?
—Yo tampoco —admitió Elinor—. ¡Oh, pobre Isidore!
Las dos miraron al desconocido que había en el recibidor.
De repente a Elinor se le ocurrió que podía ser el consejero que Lucy le había pedido al duque de Hollindrake que enviara. Pero ese tipo parecía bastante descuidado con esa espantosa chaqueta y, ¡Dios santo!, ¿eso era un ojo morado? ¿Cómo no lo había visto antes?
¡Sólo Lucy Sterling podía terminar con un consejero que iba por todo Londres dando puñetazos!
Pero cuando lo miró de nuevo se preguntó si el otro tipo habría salido mal parado. Teniendo en cuenta lo alto que éste era y lo ancha que tenía la espalda, parecía demasiado imponente como para no poder manejarse adecuadamente.
¿Te imaginas esos brazos rodeándote? ¿Que te aprisione contra ese duro pecho y te…?
Esas locas ideas que nada tenían que ver con la realidad sacaron a Elinor de su ensoñación.
—Señor, ¿tiene experiencia con perros? —consiguió preguntar.
—¿Perdón? —respondió él de manera bastante arrogante.
Bueno, no tenía por qué ser tan altanero, pensó ella. Al fin y al cabo, era poco más que un administrador. Y tampoco debería mirarla de esa forma.
De una forma que la hacía estremecerse de la cabeza a los pies e imaginar todo tipo de cosas escandalosas: que la apretujaba contra una puerta cerrada con llave…, que sus labios le cubrían la boca…
—Isidore —le recordó Tia.
Oh, sí, Isidore y los cachorros. Elinor volvió a salir de su ensueño y se metió de lleno en aquel asunto.
—Perros, señor. ¿Tiene experiencia con perros?
—Sí, por supuesto —respondió con esa arrogancia que lo caracterizaba.
Ella se calló y esperó a que, como habría hecho sir Galahad, acudiera presuroso en su ayuda. ¿Es que no la había oído? ¿Iba a obligarla a pedírselo?
Parecía que sí. Ya se había dado cuenta por cómo la había saludado, inclinando levemente la cabeza, de que no tenía modales.
—¿Le importaría ayudarnos? —le preguntó—. Es la primera camada de Isidore, una de mis mejores galgas.
—Será un placer, señora —afirmó, y asintió con la cabeza.
Cuando él levantó la vista y sus miradas se encontraron, a Elinor se le olvidó respirar. ¡Qué ojos! Azules. De un azul profundo e intenso.
La miraba como si estuviera a punto de devorarla y Elinor se estremeció, a la vez que el rubor le cubría las mejillas.
Santo cielo, ¿qué le ocurría? Sólo porque Lucy se hubiera vuelto a enamorar del conde de Clifton y él le correspondiera, no significaba que ella, Elinor Sterling, lady Standon, pudiera caer en esos cuentos de hadas.
No iba a hacerlo.
Desde luego, no con un consejero o un hombre de negocios o lo que aquel tipo fuera.
No cuando ya tengo mis propios problemas, pensó, y en ese momento Tia subió corriendo las escaleras.
Sí, sí, tenía sus propios problemas, y uno de ellos era encontrar marido. Se estremeció levemente. No deseaba iniciar otro matrimonio, pero ¿qué otra cosa podía hacer?
Su padrastro seguiría teniendo la tutela de Tia a menos que ella se casara. Y que se casara bien.
Tenía que unirse a un duque. No podía conformarse con menos.
Echó una mirada por encima del hombro al hombre que estaba justo detrás de ella y se tragó el suspiro que amenazaba con salir desde lo más profundo de su pecho.
Si encontraba un marido que se pareciera a aquel tipo, incluso podría valerle un marqués.
Sobre todo si era tan atractivo. Y tan alto. Y…
Se tropezó con los escalones torcidos y se agarró a la barandilla a la vez que él, desde atrás, le aferraba el codo con firmeza para ayudarla a estabilizarse.
De una manera deliciosa. Sintió que una corriente de calor la recorría, dejando una estela de asombro. Se preguntó si se estaba volviendo loca.
—Gracias —murmuró, y continuó subiendo.
—No las merece —respondió él con una voz profunda y sonora que la hizo sentir escalofríos.
Oh, por el amor de Dios, debía tener más cuidado. Inspiró profundamente y se recordó cuál era su lugar en la sociedad. Su posición. Y la de él.
La distancia que los separaba.
Ya habían llegado al piso superior y allí, frente a ellos, estaba el armario de la ropa blanca, abierto, con Isidore dentro.
—¡Oh, cielos! ¡Es increíble! —exclamó al ver que ya habían nacido tres cachorros y que otro estaba a punto de llegar.
Tia había conseguido poner a la mamá encima de un montón de sábanas y había enrollado una manta alrededor para que todos estuvieran calentitos.
Elinor no pudo evitar estremecerse al pensar en lo que diría Minerva, la primera lady Standon, cuando descubriera que se había usado su mejor ropa de hilo en el parto de Isidore. No, mejor dicho, estaba preocupada por el aprieto en el que se encontraba. Y no se refería a los cachorros. Porque, cuando el desconocido y ella se arrodillaron para evaluar la situación, su falda le rozó el muslo y ambos se miraron.
Al igual que había ocurrido en el recibidor, cuando lo vio por primera vez, algo destelló entre los dos. Un calor íntimo que iba más allá de posiciones sociales y respetabilidad. Elinor estuvo a punto de ponerse en pie de un salto, pero algo la mantuvo en la misma postura.
Una curiosidad completamente irresistible.
—Permítame echar un vistazo —dijo él, y a ella le pareció tranquilizador y competente.
Alargó un brazo para colocar mejor a la perra, le habló suave y amablemente y el animal le dedicó una mirada de adoración. Aproximadamente un minuto después, nació otro cachorro.
—Ah, y todavía queda uno —afirmó el hombre.
—¿Otro? —exclamó Elinor.
Podrían comprar otras sábanas, pero suponía que Minerva no estaría nada contenta al ver que la casa estaba llena de cachorros. Se levantó y, al dar un paso atrás, se tropezó con Tia.
—¿Quién es éste? —susurró su hermana como sólo podía hacerlo una joven de catorce años: lo suficientemente alto como para que todos la oyeran.
—El consejero de Lucy —le respondió Elinor con algo más de discreción.
Mientras lo observaba ayudar a Isidore, se quedó impresionada por su amabilidad y porte. Tal vez no fuera un caballero, pero tenía un inequívoco sentido del honor.
Un rasgo que ella quería, no, necesitaba en un marido.
—¿Suele llevar a menudo los asuntos del duque? —le preguntó. Se le estaba ocurriendo una curiosa idea.
—¿Que si hago qué para el duque? —respondió con un tartamudeo, totalmente atónito.
—Sus asuntos —repitió Elinor—. Supongo que usted es el caballero que nos ha enviado Hollindrake para solucionar los problemas de Lucy.
Tras una pausa interminable, el hombre asintió lentamente.
—Pues… sí. Sí, lo soy.
—¡Excelente! —Aquello era exactamente lo que necesitaba: el hombre adecuado para encontrar al hombre apropiado—. ¿Tiene usted contactos entre la alta sociedad?
—Algunos —replicó, e inclinó la cabeza.
Elinor asintió.
—¿Podría ayudarme con una cuestión? —Bajó la voz—. Con discreción, por supuesto.
—Sería un honor servirla, pero no sé a quién estoy ayudando.
Elinor tomó aire y estaba a punto de presentarse de manera apropiada y digna cuando, desafortunadamente, Tia se le adelantó.
—Es mi hermana, Elinor, lady Standon. Al menos, por ahora —afirmó Tia sonriendo—. Hasta que se case con su duque.
—Vuelve a explicarme qué ocurrió exactamente —le pidió lord John Tremont al duque de Parkerton una hora después.
Para ser absolutamente francos, Jack aún no se había convencido de que, en sólo unas horas, su hermano, que de costumbre era serio y convencional (es decir, mortalmente aburrido), no hubiera sucumbido a la legendaria locura de los Tremont.
—Fui a la casa de Brook Street, como prometí…
Por supuesto que lo había hecho. Parkerton había dado su palabra y, como era un hombre de honor, no podría haber hecho menos.
Pero ¿qué demonios le había ocurrido desde que había estado en White’s hasta aquel momento?
—Y después, ¿qué? —lo animó Jack.
Estaba junto a la repisa de la chimenea, profusamente tallada, que le daba su triste fama al Gran Salón. Por supuesto, todas las habitaciones en la casa de Londres del duque no sólo tenían nombre, sino también una leyenda.
En el Gran Salón estaban la repisa de la chimenea diseñada por Holbein y la butaca en la que el viejo rey Harry se sentó en una ocasión, durante una noche llena de deleites. La misma butaca en la que estaba sentado Parkerton, como era su costumbre, como si fuera el centro de atención.
El duque inspiró profundamente.
—Fui a Brook Street para desagraviar a lady Standon.
—¿A Lucy? —preguntó Jack.
Había tres lady Standon merodeando por la alta sociedad y, si Parkerton se hubiera disculpado con la lady equivocada, no habría servido de nada.
—Sí, a Lucy —respondió con un ligero estremecimiento.
Sí, decididamente, había visto a Lucy Sterling, una gran fresca descarada.
—Es una pícara diabólica —añadió el duque, y volvió a estremecerse—. ¿Clifton está seguro de cargar con esa atrevida y hacerla su esposa?
Jack sonrió.
—La ama.
Se hizo el silencio en el Gran Salón, un silencio que podría haberse interpretado de dos maneras: por la pérdida de la soltería de Clifton o como una oración por su futura felicidad con la indomable Lucy Sterling.
Parkerton había ido a Brook Street y se había disculpado con Lucy porque su anterior secretario había entrado sin autorización en la propiedad del padre de la joven; aun así, Jack seguía mirando con recelo a su hermano. No podía pasar por alto que el reputado duque de Parkerton lucía un ojo morado.
—¿Quieres dejar de mirarme de una vez? —dijo Parkerton bruscamente—. Estoy bien.
—Es un poco…
Jack se dio unos golpecitos en su propio ojo a modo de explicación.
Parkerton se estremeció.
—Sí, sí, es un poco desconcertante.
—Deberías verlo por el otro lado —bromeó Jack, y no pudo evitar añadir—: ¿Estás seguro de que no te has dado un golpe en la cabeza, o tal vez…?
—Deja de mimarme —dijo Parkerton con brusquedad.
Pero Jack estaba acostumbrado a los modales despóticos de su hermano, que eran mucho más normales que la declaración con la que había comenzado aquella reunión.
Una declaración que le había hecho preguntarse si no debería llamar a la tía abuela Josephine. Estaba más loca que una cabra y seguramente reconocería a otro desequilibrado mejor que cualquier otro miembro de la familia.
Aunque la mayoría ya había asumido que Parkerton, tras pasar la barrera de los cuarenta con todos sus sentidos intactos, seguramente se había librado de esa tara familiar de por vida.
En cuanto a mimar a su hermano…
—Caramba, Parkerton, te quedaste sin habla. Totalmente asombrado.
El conde de Clifton, furioso, le había dado un puñetazo en pleno White’s. Luego le había ordenado que se disculpara con Lucy, y ahora esto…
La historia era larga y complicada y Jack no estaba dispuesto a perder el tiempo averiguando todos los detalles. No cuando estaba bien seguro de que tendría que contárselos esa misma tarde a su mujer.
—Entonces, después de que desagraviaras a lady Standon…
—Como Clifton me pidió.
Jack asintió.
—Excelente.
—Le devolví la casa de Hampstead, que le habría correspondido por derecho, y le aconsejé que buscara al conde…
—¿Le aconsejaste que viera a Clifton?
—Me pareció prudente —afirmó Parkerton.
Jack apretó los labios para no reírse.
—Una criatura de lo más impulsiva, ciertamente —le dijo el duque—. En cuanto le insistí un poquito, salió corriendo a buscarlo.
Jack sonrió. Aquello no le interesaba en absoluto. Era otra cosa lo que lo tenía hecho un lío.
—Y después, ¿qué?
Se hizo otra pausa.
—La conocí.
La forma en la que Parkerton lo dijo, sobrecogido y asombrado, dejó mudo a Jack.
Se preparó para lo que se avecinaba, porque ya estaban llegando a la parte del relato que habría desconcertado a cualquiera que conociera a Parkerton.
La parte sobre la que el duque había estado farfullando desde que llegó a la residencia ducal de la ciudad, deambulando por ella totalmente desconcertado.
—Tengo una nueva profesión —había dicho.
¿Una profesión? ¿Qué diablos significaba eso? Era un duque, por el amor de Dios. Los duques no tenían profesiones. Excepto mangonear, a sus parientes corruptos.
Respira, se recordó Jack. Seguro que lo has entendido mal. Parkerton sólo estaba bromeando.
Eso podría haber sido tranquilizador si Parkerton soliera bromear, pero, a decir verdad, nunca lo hacía.
El duque cambió de postura en la butaca y retomó su extravagante historia.
—Estaba intentando despedirme…
—¿Intentando?
—Es una cuestión bastante complicada cuando no hay nadie que te acompañe a la salida. Esa maleducada de Lucy Sterling le echó el cerrojo a la puerta y me dejó allí. ¡Solo!
Jack volvió a mirarlo.
—¿Y qué tiene de difícil salir de una habitación vacía? Te levantas y te vas.
Parkerton lo miró con recelo, enarcando una regia ceja oscura.
Entonces Jack por fin lo vio desde el elevado punto de vista de su hermano. Parkerton siempre era el primero en marcharse, excepto cuando también estaba presente Prinny o alguno de los duques reales.
Su pobre hermano, con todas sus grandes esperanzas, se había encontrado abandonado en una casa desconocida sin ningún tipo de pompa, sin ningún anfitrión que lo adulara, sin siquiera un mayordomo que lo acompañara a la puerta principal.
Debía de haber sido toda una novedad para él. Un día lleno de novedades, pensó Jack mientras miraba la marca negra y amoratada que le rodeaba el ojo.
—Entonces, te disponías a marcharte —lo animó Jack a seguir.
Parkerton asintió.
—Y fue cuando ocurrió todo. —Jack esperó y, por fin, su hermano continuó—: Ella entró. Hacía un poco de viento y llevaba suelto el cabello. —Levantó la mirada, ausente—. Un cabello precioso, Jack. Y estaba ruborizada.
—¿Cabello rubio?
—¿Qué?
—¿Esa dama tenía el cabello rubio?
—Sí, sí, por supuesto.
Elinor. La segunda lady Standon, conjeturó Jack.
—Y entonces se montó un jaleo sobre unos cachorros de perro.
Ahí era donde Jack se había perdido la primera vez que su hermano se lo había contado. Una tontería sobre una galga.
—Su perra estaba teniendo cachorros y me pidió que la ayudara. —Levantó la vista hacia Jack—. A mí. Me pidió a mí que la ayudara.
Tenía todo el derecho del mundo a sentirse incrédulo. La pobre e inconsciente lady Standon probablemente no se había dado cuenta de que le estaba pidiendo al duque de Parkerton que hiciera de comadrona para su preciada perra de caza.
—¡La culpa es tuya! —exclamó mientras apuntaba a su hermano con el dedo.
Por lo menos, eso ya le resultaba familiar. Jack se había pasado la mayor parte de su vida de adulto viendo como Parkerton lo señalaba con un dedo y lo culpaba de todos los percances o desgracias.
—Si no hubiera llevado tu chaqueta cuando me reuní con esa criatura, Lucy, no habría ocurrido nada de esto.
—Te pido disculpas —dijo Jack de forma automática.
—No, no. En realidad, fue bastante fascinante.
Jack nunca había visto esa mirada juvenil en los ojos del duque, y eso le seguía haciendo creer que su hermano mayor había sobrepasado el límite.
—¿La ayudaste a asistir al parto?
—Sí. Lo hice todo solo.
Jack miró de nuevo a su hermano.
—¿Tú?
El duque asintió.
—Sí, yo. Es más, te diré que ya lo había hecho antes.
Entonces fue Jack quien le dedicó una mirada tan desconfiada como sólo podía hacerlo un Tremont. ¿De verdad Parkerton quería hacerle creer que había estado en los establos ayudando a parir crías de manera regular?
Absurdo.
—Es cierto —dijo el duque con un resoplido—. Aunque la última vez que lo hice sólo era un muchacho.
Ya estaban llegando al meollo del asunto.
—Y, en realidad, toda mi ayuda consistió en mirar —admitió—. Sin embargo, en cuanto me arrodillé en aquel armario, lo recordé todo.
Jack tenía la cabeza a punto de estallar. ¿Parkerton arrodillado en un armario para ayudar a una perra a parir sus cachorros?
Si su hermano no estaba completamente borracho, él estaba decidido a coger la botella más cercana y darle un buen trago.
O dos.
—Nacía un cachorro tras otro —dijo el duque con asombro.
—Sí, suele ser así —contestó Jack—. Entonces, después de que los cachorros llegaran al mundo, ¿qué ocurrió?
—Se giró hacia mí…
—¿Lady Standon?
—Sí, por supuesto, lady Standon —replicó Parkerton con brusquedad—. Obviamente, no fue la perra.
Jack esperaba que no. Aunque la idea de que su hermano conversara con perros le parecía más tranquilizadora que lo que estaba a punto de decirle.
—Claro, claro. Me doy cuenta —dijo Jack, y asintió con la cabeza para que siguiera hablando.
Y eso hizo.
—Lady Standon me preguntó si solía hacerme cargo de los asuntos de Hollindrake.
¿El duque de Hollindrake? ¿Qué tenía que ver con todo aquello?
Jack se estremeció. No iba a ser capaz de comprender aquel embrollo para contárselo a su mujer por la noche. Y bien sabía Dios que a Miranda le encantaban los detalles.
—¿Pensó que eras el consejero de Hollindrake? —preguntó Jack.
—Peor aún: creyó que era un vulgar ciudadano —manifestó Parkerton—. Jack, ¿de verdad te costaría tanto conseguir un sastre decente? Esta prenda apenas es presentable.
Parkerton extendió un brazo, revestido de lana negra muy fina, como si lo tuviera recubierto del tejido más tosco del mundo.
Jack había insistido en que fuera a visitar a Lucy con algo menos deslumbrante que las galas ducales que solía llevar, aunque sólo fuera para conseguir que ella lo escuchara. Porque la tercera lady Standon era conocida por mostrar una total indiferencia ante la pompa y las exigencias sociales.
—No creo que mi sastre sea el tema que nos ocupa.
—Sí, bueno, lady Standon creyó que era un tipo de negocios o un consejero que Hollindrake había enviado para solucionar los turbios asuntos de Lucy. —Volvió a estremecerse al mencionar a la dama—. ¿De verdad Clifton está convencido de estar enamorado de esa impertinente?
—Parkerton —lo interrumpió Jack—. Ve al grano.
—Es que todo esto ha ocurrido por culpa de Lucy Sterling. Si yo no hubiera tenido que aparecer con este disfraz para hacer un llamamiento a su sensibilidad democrática y plebeya…
—Parkerton, te vestiste así para no meterte en ningún lío. Para que ninguna matrona ni madre de Londres con una hija en edad casadera pensara que tú, el duque de Parkerton, visitabas a las viudas de Standon porque estabas interesado en casarte con alguna de ellas.
Desde que Hollindrake había ofrecido una suculenta dote a cualquier necio que deseara obtener la mano de alguna de las viudas, la casa de Brook Street se había convertido en un imán para los caza-fortunas y los solteros curiosos de Londres.
—Sí, supongo que era una buena idea hace algunas horas, pero era antes de que ella entrara, me confundiera con un vulgar ciudadano y me contratara.
Jack sintió como si el sólido mármol del suelo se moviera un poco.
—¿Te contrató?
En ese punto, el relato de su hermano se volvía endiabladamente confuso.
—Sí —dijo el duque, y se frotó la sien, como si el ojo morado no fuera lo único que le producía migrañas—. Ya te lo había dicho.
—Por favor, compláceme y explícamelo otra vez.
Parkerton inspiró profundamente.
—Lady Standon me ha contratado para que le encuentre marido.
—¿Quiere que le consigas un marido?
Parkerton asintió.
En aquel punto, y para beneficio de Jack, el hecho de ser considerado el más imprudente de los Tremont (cielos, la mayor parte de la alta sociedad aún seguía evitando a Jack Tremont El Loco) lo disculpó por su reacción.
Estalló en carcajadas.
Porque tenía frente a él al duque de Parkerton, el nuevo casamentero de la alta sociedad.
A James Lambert St. Maur Thurstan Tremont, noveno duque de Parkerton, no le parecía que la situación fuera divertida.
Santo cielo, ni siquiera estaba seguro de cómo se había metido en aquel embrollo.
Había empezado el día como siempre lo hacía: Richards, su ayuda de cámara, le había dispuesto la ropa cuidadosamente para el día, después de haber consultado a Winston, su secretario, sobre cuál era la agenda de Su Excelencia, y había desayunado exactamente a las diez en punto. Era un poco pronto para tales menesteres, para los estándares de la alta sociedad, claro estaba, pero se trataba de su única manía.
Y, teniendo en cuenta que procedía de una familia llena de miembros problemáticos e imprudentes, a nadie le importaba esa pequeña rareza.
Después, tras desayunar y leer el periódico matutino, había acudido a White’s para reunirse con Jack. Tales temas no podían tratarse en la biblioteca ni en su estudio, ni siquiera allí, en el Gran Salón. No, el duque siempre manejaba semejantes asuntos en White’s.
Sin embargo, horas más tarde, por nada del mundo podía recordar qué era lo que quería tratar con su hermano pequeño.
Oh, Arabella. Sí, eso era.
James sacudió la cabeza y apartó ese tema de su mente. La situación de su hija no era nada comparada con… ese enredo en el que se había metido de forma tan inesperada.
No, era mucho más que eso. Era casi un escándalo. Se le podía perdonar por no llamarlo por su nombre porque nunca antes se había visto envuelto en uno.
Aun así, sabía muy bien lo que era. Santo Dios, era el cabeza de la familia Tremont, lo que significaba vivir inmerso en una vorágine constante de escándalos.
Pero nunca había sido el responsable de uno, ni de ninguna desgracia.
Miró a Jack, que seguía rebuznando como un burro, y le lanzó una gélida mirada.
Sin embargo, como todo lo demás en aquel día de locos, esa mirada desdeñosa no consiguió detener las risotadas de su hermano.
—No le veo la gracia —afirmó James.
—No deberías —replicó Jack, que por lo menos había conseguido enderezarse, aunque sus labios temblorosos lo traicionaban.
Agarró su chaqueta e hizo todo lo posible por parecer preocupado.
Pero falló miserablemente.
—¿Y qué esperas que haga? —preguntó. Se había vuelto a colocar junto a la repisa de la chimenea—. ¿Que empiece a hacer listas de candidatos para la dama? Creo que Winston es más apropiado para hacer esa tarea. Es un hombre de listas.
James puso los ojos en blanco al pensar en pedirle a su correcto y formal secretario que elaborara una lista de respetables solteros londinenses.
Santo Dios, el pobre Winston probablemente dimitiría horrorizado.
—No necesito ese tipo de ayuda. Tengo que salir de este… este…
—¿Escándalo? —le sugirió Jack, balanceándose sobre los talones—. Desgracia, deshonor, indecencia… —Hizo una pausa y chasqueó los dedos—. ¡Ah! Y mi expresión favorita… mancha negra.
Jack no debería estar disfrutando tanto con todo aquello. Pero también era cierto que él, el duque, había usado esas mismas palabras a lo largo de los años para describir las diversas correrías de su hermano.
—Prefiero «situación» —lo corrigió James.
Jack sonrió al escucharlo. Claro que sí. El duque había sorteado más escándalos y «situaciones» de los que los anales familiares podían registrar.
—Por supuesto. Aunque tu situación se parece bastante a la «situación», ¿verdad?
¿Tenía que sonreír tanto? Aunque fuera una verdadera «situación» que mereciera mayúsculas y énfasis.
Jack en apariencia lo veía como un problema de su hermano, pero había que tener en cuenta otro aspecto totalmente diferente.
Ella. Lady Standon. Elinor.
James se levantó y se frotó el pecho que, de repente, notaba tenso y le palpitaba.
Como le había ocurrido la primera vez que la había visto.
—Estoy de acuerdo. Me encuentro en un follón —admitió mientras apartaba de su mente esos pensamientos privados—. Y es hora de salir de él.
Porque no quería a una mujer en su vida. Ni una aventura. Ni una amante. Y, desde luego, no quería una esposa.
Él estaba por encima de todo eso. Al menos, eso era lo que se había dicho a sí mismo hasta las dos de la tarde. Sabía qué hora era exactamente cuando la había visto, porque había un reloj sobre la repisa de la chimenea de la sala de estar.
Y, por alguna razón, le parecía que era importante recordar ese preciso momento.
Jack dio un paso atrás.
—¿Por qué no la sacaste de su error, le explicaste quién eras y te marchaste?
Claro, su hermano tenía que señalar la salida más evidente cuando el fuego ya se había tragado el edificio.
Aunque sería fácil culpar a sus propios sentidos abotargados, ya que por algo se había llevado un buen golpe en la cabeza ese día, había una excelente explicación de por qué no había hecho precisamente eso, por qué no había girado sobre sus talones y se había marchado, como se habría esperado del duque de Parkerton.
Por ella. Por su cabello. Por aquellos ojos. Y no era porque no conociera a muchas rubias inocentes. No, en los últimos años eran tan persistentes y frecuentes como los narcisos en primavera.
No, era por ella. Por Elinor.
Lady Standon, se corrigió. Había entrado alegremente por la puerta, lo había mirado y él se había quedado cautivado, total y absolutamente trastocado.
Y podría haber jurado que también había visto una chispa en los ojos de Elinor, al menos hasta que se había recompuesto y había mirado su chaqueta.
Bueno, no su chaqueta, sino la de Jack. La que había tomado prestada para pasar desapercibido.
Demasiado.
Definitivamente, había pasado demasiado desapercibido para ella. La gloriosa Elinor de suave cabello rubio y extraordinarios ojos azules como el aciano.
Hasta que, en realidad, ella lo había mirado por encima del hombro.
¡A él! El duque de Parkerton.
Levantó la mirada y se encontró con que Jack lo estaba mirando con una expresión que le recordaba a su padre, el octavo duque, llena de preocupación y cierta responsabilidad.
Oh, dejar que Jack se convirtiera en el responsable nunca funcionaría.
Esforzándose por relatar lo que había ocurrido aquella tarde, comenzó a hablar con dificultad:
—Yo estaba… y entonces lady Standon entró… Yo no tenía ni idea de que el cabello pudiera tener ese color… quiero decir…
Jack abrió mucho los ojos y luego los entrecerró.
—¡Santo cielo! Te dejó mudo, ¿verdad?
Tardó unos segundos en asimilar las palabras de Jack…, lo que estaba insinuando.
Esa simple sugerencia hizo que se pusiera en pie, bien erguido y con un porte tan ducal como el día en el que había adquirido su título.
—¡Oh, por el amor de Dios, no! No soy ningún muchacho necio.
Jack inclinó la cabeza y lo observó detenidamente, nada convencido.
—No estoy enamorado de la dama —insistió James, a pesar de que algo en su interior le susurraba que estaba protestando demasiado.
—Cosas más extrañas han ocurrido —musitó Jack, mirándose las uñas—. No serías el primer Tremont que se enamorara a primera vista.
—¿Enamorarme? —bramó James, y comenzó a andar de un lado para otro—. No voy a tomar parte en ese disparate. Creo que la explicación más sensata es que, simplemente, este día ha sido así. Ha sido un completo desastre desde que entré en White’s.
—Yo no volvería a White’s en unos días —sugirió Jack mientras miraba el ojo morado de su hermano—. Deja pasar por lo menos una semana. Querrás que la tormenta se disipe antes de volver a dejarte ver.
James hizo una mueca. ¡Oh, por todos los diablos! El moratón del ojo causaría sensación. Sí, ciertamente, debía ocultarse una temporada.
—Tu única esperanza es que tal vez Stewie Hodges haga el ridículo los próximos días y en su locura difunda el chismorreo de que te has convertido en un casamentero.
Jack seguía teniendo los labios curvados en una sonrisa guasona, pero tuvo la sensatez de no reírse esta vez.
Por lo menos, no a carcajadas.
James lo miró, recordándole en silencio que debían volver al asunto que los ocupaba.
—Sí, bueno —dijo Jack, y se tragó cualquier comentario extravagante que hubiera estado a punto de añadir a su broma anterior—. Sigo sin comprender por qué te contrató cuando le dijiste quién eras.
Le tocó a James caminar arrastrando los pies.
—Sí, supongo que es un poco confuso. Y habría aclarado las cosas bastante rápido…
—Sí, si te hubieras molestado en decirle quién eras —dijo Jack moviendo un dedo.
—¿Cómo sabes qué…? —empezó a preguntar James, pero se calló.
—Lo sé. Entonces, supongo que le mentiste. ¿Le diste un nombre falso?
Tal vez haber acudido a un conocido libertino y sinvergüenza en busca de ayuda no hubiera sido la mejor decisión. Desafortunadamente, Jack conocía todos los callejones, calles laterales y caminos cortados que conducían a un desastre inminente, y que lo apartaban de él.
Así que no tenía más remedio que sincerarse.
—Sí. Mentí a la dama. Le di un nombre falso. No tuve elección. Si le hubiera dicho quién era cuando estaba allí, arrodillado en el suelo, habría parecido un completo idiota.
Jack resopló.
Sí, debería haber supuesto que no mejoraría la situación mintiendo, pero en aquel momento…
—¿Qué nombre usaste?
James se encogió. Se encontraba en una gran dificultad y no tenía sentido ocultarlo.
—St. Maur.
En esa ocasión, Jack no pudo contenerse.
—¿Usaste nuestro antiguo linaje Seymour? ¿No podrías haber desenterrado una rama olvidada de los Tremont?
Se rió, se acercó tambaleándose a la butaca de Harry y se sentó en ella.
Evidentemente, había perdido el control, porque esa butaca estaba reservada para…
James sacudió la cabeza. Esa infracción apenas importaba en tales momentos.
—Sólo tú serías capaz de aferrarte a nuestra única relación con la realeza cuando estás intentando ser una persona normal y corriente —declaró Jack—. Parkerton, odio decir esto, pero eres una completa deshonra para todos los chivos expiatorios de mala fama que ha habido en esta familia.
James cambió el peso del cuerpo de un pie al otro. Y él que pensaba que había sido muy elegante sacándose ese nombre de la manga…
—Sólo lo hice para evitarle a lady Standon una situación embarazosa. Se habría sentido avergonzada al darse cuenta de que no sólo me había confundido con un tipo vulgar, sino que además me había desairado.
Jack se tensó.
—¿Te desairó?
No hacía falta que pareciera tan encantado con la idea.
—Sí. Pero cualquiera lo habría hecho, teniendo en cuenta que llevaba tu chaqueta. Me miró por encima del hombro como si fuera inferior.
Bajó la vista de nuevo a la prenda gastada que llevaba y se estremeció.
—Tal vez no debas ser tan exigente con mi chaqueta, Excelencia —le dijo Jack—. Porque vas a tener que ponértela mañana cuando regreses allí para disculparte con la dama.
¿Ir a verla otra vez? No, no podía. ¡No lo haría! No podía volver a enfrentarse a esos ojos y a ese cabello.
Esa mujer conseguía cautivar completamente todos sus sentidos.
Además, él nunca se disculpaba. Era Parkerton, algo de lo que su hermano parecía haberse olvidado. Y aun así, ¿no lo había hecho con Lucy Sterling?
—¡No lo haré! —afirmó.
Tenía que poner el límite en alguna parte.
—¿No te vas a disculpar o no vas a ponerte la chaqueta? —preguntó Jack—. Porque si te presentas allí con tu ropa elegante de costumbre, un enorme carruaje y una procesión de lacayos y escoltas…
—No uso escoltas en la ciudad. Ese espectáculo sólo lo dan los ignorantes.
—Pues considérate un ignorante por el momento, porque hasta que no vayas allí y te disculpes con lady Standon por este malentendido, ella seguirá creyendo que el señor St. Maur, don… por lo menos te pusiste un «don» en el nombre, ¿no?
James cerró los ojos y gimió.
—Sí.
Jack se rió entre dientes.
—Ya me extrañaba que te hubieras conformado con un simple «señor St. Maur». Bueno, en ese caso, señor St. Maur, Don St. Maur, vas a tener que ir allí y explicarle a la dama con tranquilidad, cuidadosa y humildemente…
James abrió mucho los ojos.
—Sí, humildemente —recalcó Jack—. Porque, tú, mi hermano inexperto y presuntuoso, estás en una situación de lo más precaria.
El duque reaccionó. Después de todo, Jack sabría lo que hacer.
—Te vas a poner mi chaqueta para que nadie te reconozca, vas a caminar hasta allí…
—¿Caminar?
—Sí, caminar. Dudo que el señor St. Maur, a pesar de todas tus ilustres invenciones, posea un carruaje.
—¿Caminar? —repitió James, y sintió que la humillación de todo aquel asunto le llegaba hasta las botas, que estarían arruinadas cuando por fin llegara a Brook Street.
—Creo que lo mejor es que el señor St. Maur visite a lady Standon mañana, le comunique que es incapaz de ayudarla y se marche, antes de que empiece a rumorearse en todos los salones de Londres que el conde de Parkerton ha sido visto visitando a una de las viudas de Standon.
James se estremeció. Que lo hubieran contratado para hacer de casamentero ya era suficiente escándalo, pero que pensaran que estaba buscando esposa… eso sería desastroso.