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Adam Bloom estaba sumido en una pesadilla. Ya la había tenido con anterioridad, y en ella se encontraba en su consulta del centro de Manhattan tratando a una paciente, puede que a Kathy Stappini o a Jodi Roht —las cuales, curiosamente, sufrían de agorafobia—, cuando de repente su despacho se convertía en una habitación cuadrada y blanca, del tamaño de la celda de una cárcel, y Katy o Jodi se transformaba en una gran rata negra. La rata tenía unos dientes largos y no paraba de perseguirle por todas partes, saltando hacia él, emitiendo un fuerte sonido sibilante. Entonces las paredes empezaban a acercarse, acorralándolo. Intentaba gritar, pero no era capaz de articular ningún sonido, y de pronto aparecía una escalera larga y estrecha. Trataba de subir corriendo por ella, pero sin lograr llegar a ninguna parte, como si estuviera intentando subir por una escalera mecánica que bajara. Entonces miraba por encima del hombro, y la rata era ya enorme, del tamaño de un rottweiler, y le estaba dando alcance, los largos colmillos al aire, a punto de arrancarle la cabeza de un mordisco.

Sintió que le tiraban del brazo. Asustado, intentó darse la vuelta del otro lado, y entonces oyó: «Mamá, papá, despertaos, despertaos».

Abrió los ojos, momentáneamente desorientado, aterrorizado por la rata gigante, y entonces cayó en la cuenta de que estaba en su cama de su casa de Forest Hills Gardens, con su esposa, Dana, acostada a su lado. Tuvo la reconfortante y calmante sensación que seguía siempre a una pesadilla, un desbordante sentimiento de tranquilidad de que todo iba a ir bien, de que, después de todo, el mundo, gracias a Dios, no era un lugar tan terrible.

Pero entonces oyó susurrar a su hija:

—Hay alguien abajo.

Marissa había terminado la carrera de Historia del Arte en Vassar el año anterior —una elección que no había entusiasmado precisamente a sus padres— y estaba viviendo de nuevo en casa, en la habitación en la que había crecido. Últimamente su comportamiento dejaba que desear, emperrada en llamar la atención a todas horas. Tenía varios tatuajes —incluido el de un ángel en la zona lumbar que le gustaba mostrar llevando camisetas que dejaban la espalda al aire y vaqueros de tiro bajo— y recientemente se había hecho unas mechas rosas en su pelo trigueño y corto. Se pasaba los días escuchando una música espantosa, enviando correos electrónicos, blogueando, mandando mensajes de texto, viendo la televisión y yéndose de juerga con sus amigas. A menudo no llegaba a casa hasta las tres o las cuatro de la madrugada, y algunas noches ni siquiera volvía, «olvidándose» de llamar. Era una buena chica, pero Adam y Dana llevaban tiempo tratando de animarla a poner en orden su vida.

—¿Qué pasa? —preguntó Adam. Estaba medio dormido todavía, un poco atontado, aún a vueltas con el sueño. ¿Qué significaba la rata negra? ¿Por qué era negra? ¿Por qué siempre empezaba siendo una paciente, una mujer?

—He oído un ruido —le explicó Marissa—. Tenemos un intruso.

Adam parpadeó con fuerza un par de veces para despertarse del todo, y dijo:

—Puede que sólo haya sido un ruido provocado por el asentamiento de la casa, o el viento…

—No, te lo aseguro. Hay alguien abajo. He oído pasos y cosas moverse.

Dana también se había despertado, y preguntó:

—¿Qué está pasando?

Dana tenía cuarenta y siete años, igual que Adam, aunque estaba envejeciendo mejor que él. A él le estaban saliendo canas, se estaba quedando calvo y tenía algunos michelines, sobre todo en el estómago, pero ella llevaba mucho tiempo yendo al gimnasio, en particular durante el último año más o menos, y tenía un cuerpo fantástico del que podía presumir. Habían tenido algunos problemas conyugales —habían estado a punto de iniciar un proceso de separación cuando Marissa estaba en el instituto—, pero las cosas habían mejorado en los últimos tiempos.

—He oído a alguien abajo, mamá.

Adam estaba agotado y lo único que quería era volver a dormir.

—No ha sido nada —insistió.

—Te aseguro que lo he oído.

—Tal vez deberías ir a comprobar —sugirió Dana, preocupada.

—Papaíto, tengo mucho miedo.

Lo de papaíto le llegó al alma. No recordaba cuándo le había llamado así por última vez, y se daba cuenta de que estaba realmente asustada. De todas formas, estaba despierto y tenía que ir a aliviar la vejiga, así que de paso bien podía echar un vistazo.

Respiró hondo y dijo:

—Muy bien, de acuerdo —y se incorporó.

Cuando se levantó de la cama, hizo una mueca de dolor. Llevaba unos años con un dolor y una rigidez lumbares intermitentes, una lesión por sobrecarga de tanto correr y jugar al golf. Su fisioterapeuta le había mandado una lista de ejercicios para que hiciera en casa, pero de un tiempo a esa parte había estado muy ocupado con las enrevesadas crisis de un par de pacientes, y no los había estado haciendo. También se suponía que tenía que aplicarse hielo en la espalda antes de irse a dormir y después de correr o hacer ejercicio, y eso tampoco lo había estado haciendo.

Masajeándose la región lumbar con una mano para tratar de relajar la tirantez, cruzó la habitación, abrió la puerta y escuchó. Un silencio absoluto sólo roto por el leve sonido del viento procedente del exterior.

—No oigo nada —dijo.

—Oí pisadas —insistió Marissa en un susurro audible—. Sigue escuchando.

Dana se había levantado de la cama y estaba en camisón junto a su hija.

Adam volvió a prestar atención durante unos segundos.

—Ahí abajo no hay nadie. Anda, vuelve a la cama e intenta…

Y entonces lo oyó. La casa era grande —tres plantas, cinco dormitorios, tres baños y un servicio—, pero incluso desde donde se encontraba, al final del pasillo del segundo piso, el repiqueteo de una fuente metálica o de un jarrón al ser movido fue muy nítido. Parecía como si el intruso estuviera en la cocina o en el comedor.

Dana y Marissa también lo habían oído.

Su hija comentó:

—¿Lo ves?, te lo dije.

—Ay, Dios mío, Adam, ¿qué debemos hacer? —preguntó Dana.

Parecían aterrorizadas.

Adam intentaba pensar con claridad, aunque le resultaba difícil, porque de pronto él mismo se sintió invadido por la preocupación y el nerviosismo. Además, siempre había tenido problemas para pensar recién levantado y nunca conseguía funcionar bien hasta después de tomarse su tercer café.

—Voy a llamar a la policía —propuso Dana.

—Espera —dijo él.

—¿Por qué? —le preguntó su esposa, con el teléfono en la mano.

A Adam no se le ocurrió una buena respuesta. Había alguien abajo; había oído el ruido con claridad, y era indudable de qué se trataba. Pero una parte de él se negaba a creerlo. Deseaba creer que estaba a salvo, protegido.

—No lo sé —respondió, tratando de mantener la calma y la lógica—. Caray, esto es imposible. Tenemos un sistema de alarma.

—Vamos, papá, sé que lo has oído —terció Marissa.

—Puede que se haya caído algo —replicó.

—No se ha caído nada —insistió su hija—. He oído pasos, y tienes que llamar a la policía.

De abajo llegó entonces el nítido ruido de una tos, o de un hombre que carraspeaba. Pareció provenir de un lugar más próximo que el otro ruido. Adam lo había oído. Parecía como si el sujeto estuviera en el salón.

—De acuerdo, llama a la policía —le dijo en un susurro a Dana.

Mientras ella hacía la llamada, Adam se dirigió al vestidor, encendió la luz, extendió la mano hacia el estante superior y cogió su Glock del calibre 45. Luego se agachó, apartó algunas cosas y abrió la caja de zapatos donde guardaba las balas.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Marissa.

Adam seguía agachado, metiendo las balas en el cargador, y no respondió. Había comprado la pistola hacía cuatro años, después de que un par de casas del barrio hubieran sufrido sendos robos. Hacía prácticas de tiro de vez en cuando en la ciudad, en un campo de tiro, el West Side Pistol Range. Le gustaba disparar, y era una manera fantástica de aliviar la tensión y de liberar la rabia de forma segura.

Salió del vestidor con el arma en la mano.

—Joder, ¿estás majara o qué? —le soltó su hija.

Dana seguía al teléfono, terminando de hablar con la operadora del número de la policía en susurros.

—Sí, creemos que está en la casa en este momento… No lo sé… Por favor, dense prisa… Sí… Por favor, corran. —Al terminar la llamada, dijo—: Ya vienen. —Rodeó a Marissa con un brazo, y entonces vio el arma en la mano de Adam—. ¿Qué puñetas haces con eso? —dijo.

Detestaba la idea de tener armas en la casa, y más de una vez le había pedido a Adam que se deshiciera de aquélla.

—Nada —respondió él.

—Entonces, ¿por qué la tienes en la mano?

Adam no respondió.

—Guárdala, la policía llegará de un momento a otro.

—No levantes la voz.

—Adam, la policía está de camino. No hay motivo para tener…

Se interrumpió al oír otro ruido. En esta ocasión no hubo ninguna duda: eran pisadas; el tipo estaba subiendo las escaleras.

—¡Ay, Dios mío! —exclamó Marissa, cubriéndose la boca y empezando a llorar.

Una vez más, Adam estaba tratando de pensar, de concentrarse, pero el estrés le ofuscaba el cerebro.

—Escondeos en el armario empotrado —ordenó.

—¿Qué vas a…? —empezó a replicar Dana.

—Nada. Meteos y punto, joder.

—Ven con nosotras.

—Escondeos de una vez… ya.

Dana pareció titubear. El llanto de Marissa era cada vez más fuerte.

—La va a oír —susurró Adam en tono apremiante.

Dana y Marissa entraron en el armario y se escondieron. Él fue hasta la puerta, sujetando la pistola junto a la oreja, apuntando al techo. Prestó atención durante varios segundos, pero no oyó nada. Se hizo la ilusión de que el sujeto había decidido volver a bajar las escaleras; quizás hubiera oído el llanto de Marissa y se marcharía de la casa sin más.

Pero entonces se oyó el crujido de otra pisada en la escalera; el hijo de puta estaba subiendo. Y aquello le afectó como si cayera en la cuenta de ello por primera vez: ¡alguien estaba dentro de su casa!

Se había criado en esa misma casa, y luego, cuando se fueron a vivir a Florida, sus padres se la habían dado siendo Marissa un bebé. Había disfrutado de hacerse mayor en Forest Hills Gardens, tan cerca de todos sus amigos, con aquellas casas y sus grandes patios traseros, aunque el barrio era más seguro en este momento de lo que lo había sido en tiempos. Como cuando tenía diez años y un chico mayor le robó su bicicleta; una tarde se le había acercado sin más con un cuchillo: «Dámela», le había dicho. Siendo adolescente, le habían atracado dos veces en Queens Boulevard, y a los veintitantos —cuando vivía en Manhattan y estaba haciendo el doctorado en la New School— en una ocasión le habían robado a punta de pistola en el portal del edificio de viviendas de un amigo, en el Village.

Allí parado, con el arma desenfundada, escuchando a que el intruso subiera otro escalón, recordó el espanto y la impotencia que había sentido como víctima; y no quería volver a ser una víctima. Sus pensamientos eran desesperados, aunque trataba de pensar con lógica. ¿Y si el tipo tiene un arma?, se dijo. ¿Y si está loco de atar? ¿Y si de un momento a otro se precipita escaleras arriba y empieza a disparar? ¿Y si me alcanza?

Imaginó que era alcanzado por una bala y que se caía sin vida en el pasillo, y que luego aquel tipo encontraba a Dana y a Marissa en el dormitorio. El sujeto podría ser un violador furioso. En las noticias siempre había historias de allanamientos, de hombres que entraban a la fuerza en las casas y violaban a las mujeres, aunque él jamás había pensado que tal cosa pudiera ocurrirle realmente a él, en su propia casa.

Pero ahora podía estar sucediendo.

El tipo estaba en la escalera y se acercaba. En unos segundos podría estar en el descansillo, y para entonces sería demasiado tarde.

Todo esto se le estaba pasando a la vez por la cabeza, y no tenía tiempo para reflexionar con claridad. Si hubiera tenido más tiempo, si hubiera podido estar más tranquilo y menos disperso, podría haberse dado cuenta de que la policía iba a llegar de un momento a otro. Había una empresa de seguridad privada en Forest Hills Gardens, y se suponía que el tiempo de respuesta tenía que ser inferior a cinco minutos. Si se encerrara con llave en el dormitorio y se escondiera con Dana y Marissa, probablemente el sujeto no podría hacerles nada. Tal vez probaría a abrir la puerta cerrada del dormitorio, aunque luego se daría por vencido, y la policía llegaría.

Pero en ese momento Adam no estaba pensando en nada de eso. En lo único que pensaba era en lo mucho que quería proteger a su familia, en que no estaba dispuesto a ser una víctima de nuevo y en que algún hijo de puta había entrado a la fuerza en su casa, la casa en la que se había criado, la casa que su padre había comprado en 1956.

Oyó que el individuo subía otro escalón de la escalera, y luego otro. ¿Se lo estaba imaginando o el tipo se estaba acercando más deprisa? En el pasillo sólo había una luz de noche, una pequeña lámpara con forma de vela conectada a un enchufe a la altura del tobillo. Los ojos de Adam se habían acostumbrado, pero seguía siendo difícil ver con mucha claridad. El tipo aparecería en cualquier momento. En cuanto subiera uno o dos escalones más, Adam le vería la cabeza, o a lo mejor ese desgraciado subía corriendo y le atacaba.

Adam estaba de pie junto a la puerta de su dormitorio, y al instante siguiente se encontró en el pasillo, corriendo pistola en ristre mientras gritaba:

—¡Fuera de aquí, cabrón!

Estaba más oscuro cerca de la escalera que junto a la puerta del dormitorio. Adam vio entonces que el intruso no estaba tan arriba de la escalera como había supuesto. Quizás estuviera a la mitad, y pudo distinguir que era un tipo grande, pero eso fue todo.

Entonces vio que alargaba la mano para coger algo. Fue un movimiento repentino, y Adam supo que tenía que tratarse de un arma de fuego. Incluso creyó ver el destello de algo brillante cerca de la mano del desconocido. Si esperaba más tiempo, aquel sujeto le dispararía primero. Luego entraría en el dormitorio como una bala, encontraría a Dana y Marissa y las mataría también.

El individuo empezó a decir algo. Más tarde Adam pensaría en este momento y recordaría que el tipo había dicho: «Por favor, no…», pero ahora todo estaba ocurriendo tan deprisa que ni siquiera fue consciente de que el hombre hubiera hablado. De lo único que tenía conciencia cuando empezó a disparar era del peligro en el que se encontraban él y su familia. No estuvo seguro de si su primer disparo dio en el blanco, aunque el segundo sí, en el cuello o en la cabeza. El tipo estaba cayendo hacia atrás, empezando a desplomarse, y Adam recordó a su instructor de tiro diciendo: «Dispara al pecho, no a la cabeza», así que vació el resto del cargador, y los balazos impactaron en el pecho o en el estómago del sujeto. Éste se desplomó entonces y desapareció en la oscuridad, pero Adam oyó aterrizar su cuerpo con un golpazo a los pies de la escalera.

Se hizo un largo silencio, tras el cual se oyó un ruido abajo, pero éste no tuvo nada que ver con el tipo al que Adam había disparado.

Había alguien más en la casa.

Se oyeron unas pisadas, y luego una respiración sonora. Adam no tenía más balas. Si el otro tipo subía las escaleras o empezaba a disparar, estaba jodido.

—¡Largo de aquí o disparo! —aulló.

Fue algo inteligente, puede incluso que brillante. Hacer que el intruso creyera que aún le quedaban balas en el cargador. ¿Por qué no habría de creérselo? Adam había disparado tan deprisa que casi seguro que el individuo no podría haber contado los disparos. Y aunque los hubiera contado y supiera que había hecho diez disparos, ¿cómo sabría que no tenía más munición?

La estrategia dio resultado, o acaso el tipo estaba aterrorizado. Lo oyó salir corriendo y golpearse con algo —¿la consola?—, y a continuación oyó abrir y cerrar la puerta de la calle; el hombre se había largado.

—Adam.

Se volvió de golpe, sintiendo una punzante sacudida en el pecho. Entonces cayó en la cuenta de que Dana y Marissa estaban allí.

—¿Te encuentras bien? —preguntó su mujer.

—¡Volved al dormitorio! —les gritó.

—¿Te encuentras bien? —repitió Dana.

—¡Haced lo que os digo!

Las dos entraron en el dormitorio, y Dana cerró la puerta. A Adam le preocupaba el tipo de las escaleras. ¿Y si seguía vivo?

Extendió la mano hacia la pared del otro extremo del descansillo y puso el pulgar sobre el interruptor de la luz. Titubeó, no estando seguro de que aquélla fuera una gran idea. Podría ser que el tipo tuviera el arma apuntada hacia lo alto de las escaleras, y estuviera esperando a que Adam fuera un blanco seguro.

Encendió la luz y se tranquilizó al ver que el intruso, que llevaba un pasamontañas negro, estaba hecho un guiñapo al pie de la escalera completamente inmóvil. Empezó a bajar, poco a poco, sin apartar los ojos del cuerpo.

A medida que se fue acercando, vio que el sujeto era de piel oscura, con pinta de latino, quizá puertorriqueño. Tenía la cara y el pecho perdidos de sangre, y donde había estado el ojo izquierdo había un enorme agujero por el que rezumaban la sangre y una sustancia gris; también le faltaba un buen pedazo de la mandíbula.

Se quedó mirando fijamente el cadáver un rato, tratando de asimilar lo que había hecho.

Había disparado a un hombre. Había disparado y matado a un hombre.

Luego miró hacia la mano derecha del muerto. Dos escalones por encima de la cabeza había una linterna, pero no vio ningún arma por ninguna parte. Tal vez estuviera debajo del cuerpo.

Como en un trance, siguió mirando de hito en hito al hombre que había matado, hasta que la policía empezó a aporrear la puerta de la calle.