Teo y Toni se habían mudado a un chalet adosado a veinte kilómetros del centro, a la clásica zona residencial con espacios verdes, centros comerciales desmesurados y buenos colegios. Hacía unos años que habían decidido ser padres. Al principio se inclinaron por la adopción, pero durante muchos meses chocaron con las prohibiciones que la mayoría de los países imponen a las parejas homosexuales. Hartos de burocracia, esperas y negativas, terminaron por acudir a la gestación subrogada. Estaba previsto que el bebé naciese al cabo de cuatro meses y querían que su hija, porque iba a ser una niña, se criase en lo que ellos consideraban el mejor entorno.
Por eso habían cambiado la pequeña buhardilla en Chamberí por el chalet con tres dormitorios y jardín. Se habían hecho un seguro de vida, comprado un coche familiar y estaban decorando la habitación del bebé con motivos de Beatrix Potter. No sé por qué todo ese proceso lo viví con la nostalgia de quien ve su juventud quedar atrás. Y, por lo que pude averiguar, no era la única.
—¿Quieres té frío, limonada... vino, quizá?
—Una limonada está bien. Gracias, Teo.
—Le pondré hierbabuena. Ya ha crecido la que Toni plantó en los parterres. —Me guiñó un ojo antes de entrar en la casa a preparar la bebida.
Yo me repantingué en la tumbona, aprovechando los últimos instantes de sol de la jornada. Me había acercado a casa de los T’s, como los llamaba después de que Alain tuviera la ocurrencia, para cenar con ellos y disfrutar de la que sería, con toda seguridad, mi única cena casera de la semana; aunque me juré que no pasaría del día siguiente que hiciera la compra.
Teo no tardó en aparecer con las bebidas.
—Y unos panchitos para picar e ir haciendo hambre. Bajos en sal, no te me agobies.
—Eres tú el que se agobia por la sal.
—Es que este tipazo no se mantiene solo, querida.
Salió entonces Toni agitando el mando del coche.
—Voy a acercarme un momento al centro comercial antes de que lo cierren. Tengo que recoger la cenefa que encargamos para la pared si quiero que el pintor me la coloque mañana. De paso compraré unos quesos para la cena, ¿os apetecen? Sí que os apetecen porque no sé si he rellenado suficientes chipirones. Ahora os veo. Chao, chao.
Toni era vasco y cocinillas; más bien, un magnífico cocinero. Probablemente habría rellenado tres kilos de chipirones, pero nunca le parecía que había comida suficiente.
—Chaíto, mi rey. Conduce con cuidado, no vayas a arañar el Volvo antes de que lo estrene la habichuela —lo despidió Teo, en tanto se alejaba.
—¿La habichuela? —me burlé.
Se encogió de hombros.
—¿Qué quieres? No voy a llamar a la cría María Fernanda.
—Puedes llamarla Lola. Es un nombre muy bonito y el que vosotros habéis escogido para ella, por cierto.
—Bah, será demasiado pequeña para tener nombre. Habichuela me gusta más. —Bebió—. Ya ves tú qué prisas con la cenefa, si hay tres meses para ponerla. Pero está feliz. No para de hacer preparativos, de hablar de ello... Todas las noches ordena los cajones de la ropita diminuta, rosa y llena de lazos. Lo de los miles de lazos es cosa de su madre, la vieja retrógrada esa, que parece que le compra la ropa al mayordomo de la reina Victoria. A lo mejor, si no le hubiera puesto tantos lazos a su hijo de pequeño, no le habría dado el disgusto de salirle gay; todavía voy a tener que agradecérselo a la arpía.
Teo detestaba a su suegra. Con razón, porque la señora, una viuda rancia de moral estrecha, se negaba a aceptar que la pareja de su hijo fuera un hombre.
—Te confieso que todo esto de la paternidad a veces me acojona. El chalet de anuncio de seguros, el coche de la familia Brady, los conejos con chaqueta y sin pantalones de ese dormitorio tan rosa... Me empiezo a parecer a mi hermana mayor o, lo que es peor, a su marido, que es un padre perfecto que da mucha grima.
El sol había terminado de ponerse y se había levantado una brisa fresca previa al anochecer. Me agité con un escalofrío.
—Toma. —Teo me lanzó una manta—. Póntela, que empieza a hacer pelete. ¿Ves? ¡Ya hablo como una madre! Señor, llévame pronto...
Le acaricié el brazo para animarle.
—No tienes que preocuparte. Serás un padre-madre maravilloso.
—Y maravillosa. No sé... ¿Tú crees? ¿Te acuerdas cuando en la universidad decíamos que jamás viviríamos en otro sitio que no fuera el centro de una gran ciudad superpoblada, supersucia y supercontaminada?, ¿que jamás abandonaríamos el asfalto vivo? ¿Te acuerdas de que íbamos a dar la vuelta al mundo, a probar los diez pimientos más picantes del universo y a dormir en un iglú? ¡Míranos! No hemos hecho nada de eso.
—Ya...
—Pero ¿sabes lo que te digo? No me importa. Vale que todo esto de la paternidad ha sido cosa de Toni. Él siempre ha sentido la llamada y yo siempre he ido a mi puta bola, y así hubiera seguido hasta cumplir ochenta años y verme ridículo con la camiseta de Metallica que tanto me gusta. He cedido por Toni y estoy acojonado, no lo niego. Pero, a veces, necesitas que alguien te empuje en la dirección correcta. A veces, eso es el matrimonio.
Asentí en silencio. Tenía la piel de gallina, quizá fuera por la brisa. No, no era la brisa. Me envolvía una manta que me protegía de ella, de lo que no me protegía era de la bola que había empezado a hacerse en mi interior según escuchaba a Teo, mi frívolo, egocéntrico e inmaduro amigo, dándome una lección sin querer sobre el matrimonio y dejando al descubierto mi más doloroso fracaso.
—Sorry por el discurso. Volvamos a hablar de algo insustancial, por favor, o saco el vino.
—Pues nada —fingí parecer despreocupada—. Que tú vas a ser padre y yo voy a buscar un medallón megapoderoso, así que lo de los pimientos y el iglú queda pospuesto sine die.
Teo me agarró de pronto del muslo.
—¿Has aceptado? Has aceptado. ¿Ves? Te lo dije. —Su frase favorita—. Me parece estupendo. Necesitas un poco de acción y emoción en tu vida.
Estuve a punto de argumentarle que, precisamente en ese momento, de acción y emoción mi vida iba sobrada, pero eso me hubiera obligado a mencionarle el asunto de Konrad y no estaba por la labor. Konrad era un tema que estaba cerrado hacía mucho tiempo; que tenía que estarlo.
Tampoco es que Teo me diera mucha opción a abordarlo, por otra parte.
—Y el tal Martinlohse ese, ¿qué?, ¿está bueno? Porque meterse en una aventura así con un tío feo como un hongo no tiene ni la mitad de gracia, ¿qué quieres que te diga?
—No está mal —concluí—. Es atractivo, supongo. De un modo extraño. ¿Quieres que busquemos su foto en Google?
—¿Lo dudas? —Se incorporó sobre mí para asomarse a la pantalla del móvil.
Introduje su nombre en el buscador. No lo había hecho hasta entonces, pero se me ocurrió que no sería raro encontrar alguna foto suya; aunque sólo fuera la de Facebook. Aparecieron varios Martin Lohse, pero ninguno era el que yo buscaba. Tras deslizar unas cuantas veces la pantalla del móvil, distinguí una pequeña fotografía en la que lo reconocí. Se trataba de un retrato formal de la web de una escuela de negocios donde le anunciaban como ponente en unas jornadas sobre el impacto del terrorismo en el arte.
—¿Es éste? Ostras, tú, sí que está bueno. Pero menudo baby face. ¿Qué tiene?, ¿dieciocho años? Por lo menos será mayor de edad, ¿no? Mira que si acabas en la cárcel por echar un polvo...
—Eres un exagerado. De acuerdo que parece más joven, pero si lo observas de cerca se le empiezan a notar algunas arruguillas. Mira, aquí pone su fecha de nacimiento —leí en el escueto currículum—. Tiene treinta y tres —calculé.
—Joder, pues a esta gente les pasó la foto de su graduación.
Teo se quedó mirando la imagen con gesto de concentración.
—Tiene cara de nazi.
El puñetero tenía razón.
—De miembro de las Juventudes Hitlerianas —apostillé yo con cierta guasa.
—Le pones un uniforme de esos negros...
—Que noooo, que el uniforme negro no se...
—Para, para, quieta parada, no te pongas pedante conmigo. Ya sé que el uniforme negro ese era muy sucio para ir de guerra y sólo lo usaron unos pocos años. Me lo has contado como mil veces porque eres muy pelmita con tus cosas. Pero yo a Martinlohse lo visto como me da la gana, igual que hacen en las películas.
—Bueno, vale de bobadas.
Me guardé el móvil para zanjar el asunto de la edad y el atractivo de Martin.
—Mañana tenemos nuestra primera reunión. Tengo ganas de empezar, ¿puedes creerlo?
Teo me sonrió como si supiera algo que yo no sabía.
—Ya no eres la nena acomodada, quejica y cobarde de hace unos años. Te has convertido en una chica de acción, ¿quién lo iba a decir?
—Vaya, ¿gracias? Tú sí que sabes adular a una mujer.
—Somos almas gemelas.
—Cierto... Y también estoy asustada, no eres el único. Ahora ya no soy nueva, sé de qué va esto. Ahora sé que no es un juego para ratones de biblioteca. Se trata de otra liga.
—Sí, querida, pero ahora eres una jugadora profesional.
