Capítulo 3

 

Julián tenía cinco años. Así le había nombrado Teresa a manera de recordatorio y declaración abierta de quién había sido su padre, pero ante todo, de dónde provenía él y lo que le pertenecía por derecho, pues desde su nacimiento, su madre no había cejado de volcar en él todas sus esperanzas, sueños de venganza y futura gloria. Veía en su hijo al futuro dueño de la inmensa y próspera hacienda de Santa Julia, la más grande y poderosa de toda la comarca.

Pese a la escasez que le rodeaba, Teresa había logrado hacer de Julián un niño fuerte y robusto, alto para su edad y el vivo orgullo de su progenitora. Como la mayoría de las mujeres de su condición que trabajaban fuera de su hogar, ella había encontrado un empleo de sirvienta. Todas las mañanas se levantaba al alba y partía al pueblo, donde laboraba largas y tediosas jornadas para obtener apenas lo necesario para mantener a su hijo. Por su parte, Juana bregaba todo el día, las mañanas en el campo, y las tardes haciendo canastas de maguey para vender en el mercado, faenas arduas y duras que rara vez le dejaban un minuto para dedicarle a su pequeño nieto, y el chiquillo debía hacerse cargo de su propia existencia él solo y, a falta de otros compañeros de juego y lugar, había convertido el monte que estaba a espaldas del jacal en su parque de recreo, y a los animales que allí habitaban en sus únicos amigos. No había día en el que Julián no partía cerro arriba para mezclarse con la exuberante vegetación que lo rodeaba de la misma manera a que si hubiera nacido como uno más de sus miles de criaturas. A medida que crecía, más se internaba en sus interminables profundidades, descubriendo nuevas aventuras, así como nuevos peligros.

Si su madre o su abuela se hubieran enterado de los riesgos que vivía día tras día mientras ellas no estaban, seguramente habrían puesto un grito en el cielo por la angustia, y a él una tremenda zurra, pero Julián sabía guardarse muy bien sus secretos, y si regresaba con alguna herida o golpe, hacía cuanto estaba en sus manos por disimularlo y cubrirlo con las ropas, y así, las mujeres quedaban tranquilas de verlo sano y salvo, y todos terminaban contentos.

 

Pero un día las cosas cambiaron para el niño y su vida, hasta cierto punto pacífica. Su abuela enfermó repentinamente y cayó en cama. Su madre tuvo que dejar su trabajo para cuidarla, y Julián debió buscar la forma de traer comida a la casa. Aquello consistía en una tarea bastante difícil, la selva, aunque exuberante, era salvaje y feroz como todos sus habitantes, y poder obtener algo de ella, la mayoría del tiempo, significaba tener que dejar algo también. Desde luego había aprendido a arreglárselas bien en aquel entorno, sabía cómo moverse, qué caminos tomar y dónde conseguir agua y algunas frutas, pero hasta entonces nunca había logrado cazar nada.

Finalmente Julián debió armarse de todo su ingenio y perspicacia, tomó un par de cajones viejos de fruta, a modo de trampa, y el puñal de empuñadura de marfil, única herencia de su abuelo, y se lanzó monte arriba en busca de alguna presa. Sólo tenía cinco años, pero poseía la determinación de un hombre, y no volvería sin el alimento que su madre y su abuela tanto requerían. Conocía el lugar a detalle y no tuvo problema en hallar un sitio donde pudiera encontrar algún animal comestible. Estaba bastante bien familiarizado con los rumbos por los que se movían los habitantes de la selva, así como con el hecho de que donde se encontraba una presa, de seguro también estaría cerca un depredador. No obstante, armado de una fortaleza y valentía envidiables, continuó su misión con una firme determinación; sabía que el miedo no tenía lugar en esta situación, su decisión estaba tomada y no había vuelta atrás. Si durante sus anteriores expediciones se había mantenido a resguardo y a bastante distancia de las feroces fieras que podrían poner su vida en peligro, ahora tendría que hacerles frente. Su mamá y su abuela lo necesitaban.

Caía la tarde cuando Julián regresó al jacal; llevaba un brazo lastimado y varias cortadas, pero sonreía de oreja a oreja, orgulloso del venado que había cazado y arrastraba hasta su casa. Corrió la cortina dispuesto a enseñar la presa que había obtenido con su victoriosa travesía, pero la escena que lo recibió hizo desaparecer al instante la felicidad que lo embargaba; Juana, la querida abuela que lo había traído al mundo y cuidado como a su propio hijo, había muerto mientras él no estaba.

Dejó caer la carne, hacía un momento tan valiosa para él, y se acercó a la llorosa figura de su madre, tendida junto al cuerpo de la anciana. Sus pasos eran lentos y trémulos, vencidos por la aflicción y la tristeza. Con los ojos invadidos de lágrimas posó una mano en el hombro de Teresa, dispuesto a hacer la pregunta cuya dolorosa respuesta ya sabía, pero antes de poder siquiera abrir la boca, fue recibido por una cachetada que lo tumbó contra el suelo.

La sangre brotó del labio del pequeño niño sin que el más mínimo asomo de una exclamación de dolencia emergiera de su boca. Sus ojos, aún entornados en el cuerpo inerte de su abuela, no se percataron de la ira de la madre que se volvía en ese momento furiosa hacia él.

–¡¿Dónde estabas, Julián?! –Vociferó la mujer sin dejar de llorar–. ¡Tenías que ir por el sacerdote! ¡Tu abuela se murió sin poder recibir la extremaunción!

–Lo siento, mamá –su voz se quebró, al tiempo que las lágrimas comenzaban a brotar por sus azules ojos.

–¡¿Lo sientes?! –Espetó irónicamente la mujer–. ¡Dónde te habías metido! ¡Sabías que yo no podía apartarme de su lado! ¡Tenías que ir a empeñar el collar de plata para llamar al médico, pero ni siquiera eso pude pedirte porque se te ocurrió irte de paseo todo el día! ¡¿Dónde estabas?! –Lo zarandeó con tanta fuerza que las uñas se encarnaron en la tierna piel de la criatura.

–Fui a cazar, mamá, quería que tuvieras algo bueno para darle a la abuela, para que se curara.

–¿Y de qué le va a servir la comida a tu abuela si ya está muerta? –Bufó Teresa roja por la cólera, volviendo a cachetear al niño. Las lágrimas rodaron por el rostro compungido del pequeño, quien no se atrevía a levantar la mirada del suelo–. ¡No chille! ¡Sea hombre! ¡Los hombres no lloran, ya se lo he dicho!

–Mamá, perdóneme –se secó el rostro con el brazo ensangrentado y cubierto de arañazos–. Ahora mismo corro por el sacerdote.

–¡Sí, y apúrate! –Lo empujó hacia la puerta–. ¡Ya bastante daño hiciste, intenta ahora por lo menos arreglar algo de tu mal! ¡No sabes hacer otra cosa que traer desgracia al mundo!

Julián agachó la cabeza, reprimiendo las lágrimas y sin decir palabra se volvió sobre sus talones dispuesto a salir por la puerta, pero su madre lo detuvo por la cintura antes de que pudiera dar un paso y lo estrechó contra su pecho.

–Perdóname hijo mío, no es cierto nada de lo que te dije. Te amo con todo el corazón y sabes que sólo vivo para ti –clavó sus ardientes ojos en los del niño, quien hacía grandes esfuerzos por no llorar–. Perdona a esta madre tuya que no sabe más que decir barbaridades.

–No diga eso, mamá. Usted es perfecta y sabe que la voy a querer siempre, no importa lo que me diga.

–Mi Juliancito –sollozó sobre su hombro la mujer–. ¿Qué haremos ahora que nos hemos quedado solos?

–No llore, mamá. Yo la voy a cuidar, se lo prometo –dijo mientras pasaba sus pequeños dedos por el rostro de su madre, secando las lágrimas que no dejaban de fluir por sus oscuros ojos.

–Sé que lo harás, mi niño valiente –una ligera sonrisa se dibujó en sus labios–. Como sé que algún día llegarás a ser un gran señor, y nada de este mundo de miseria y hambre formará ya parte de tu vida. El no tener dinero para nada –su voz volvió a tomar un tono rencoroso, al tiempo que sus ojos se fijaban en el cuerpo de la anciana– ni siquiera para pagar por un médico a la hora de la muerte. Todo esto hijo mío, un día será para ti tan sólo un triste recuerdo del pasado.

Julián observó como los ojos de su madre se encendían una vez más, aquellos ojos que parecían destilar furia cuando se sumían en un tema amargo que guardaba su corazón, y del que apenas él entendía algo.

Teresa secó las lágrimas de su rostro, se puso de pie y se dirigió hasta un rincón al otro extremo de la habitación, debajo de un montón de tierra apisonada extrajo una caja de madera muy bien resguardada y de adentro sacó un hermoso collar de plata, la única joya que poseía, herencia de su familia por generaciones. Con cuidado lo envolvió en un pañuelo y se lo entregó al niño, quien, sabiendo el valioso tesoro que tenía entre sus manos, lo guardó con la misma precaución utilizada por su madre.

–Ve por el padre Carranza y dile que venga cuanto antes porque tu abuelita ha muerto. Después de ir con él, ve con el usurero y pregúntale cuánto te da por el collar. Deberá sobrar bastante después de comprar la caja. Ahora márchate, hijo mío. Y date prisa, que ya cae la noche. –Lo abrazó una vez más.

–Sí, mamá. No tardo. –Salió corriendo a la máxima velocidad que le permitían sus cortas piernas por el largo camino que distanciaba su casa del pueblo.

En cuanto Julián llegó a la pequeña casa ubicada junto a la Iglesia donde vivía el sacerdote, subió a toda prisa los escalones que lo separaban de la entrada y comenzó a aporrear estrepitosamente la puerta. Una mujer de aspecto gruñón le salió al paso, iba vestida con un camisón de dormir y un rebozo de lana, y no dudó en demostrar abiertamente su enojo por la aparición del niño.

–Necesito ver al sacerdote –dijo de inmediato Julián, sin darle tiempo a la mujer de preguntarle nada–. Mi abuelita ha muerto, y mi madre quiere que la vaya a ver.

–Si ya está muerta, ya no hay nada que hacer. Vuelve mañana. –Quiso cerrarle la puerta en las narices, pero el niño se lo impidió.

–¡Por favor, dígale al padrecito que venga!

–¡Niño, no te pongas…!

–¿Qué está ocurriendo, Magdalena? –La interrumpió la voz de un hombre aproximándose a la entrada.

–Este niño quiere que le vaya a dar los óleos a su abuela muerta, excelencia. –Explicó sin más miramientos ni delicadeza la mujer–. Ya le dije que volviera mañana.

–¡Padre, tiene que venir cuanto antes! –Rogó Julián, metiendo la cabeza por la rendija de la puerta que la mujer insistía en cerrar–. ¡Por favor, mi madre lo necesita!

–¿No acabas de decir que fue tu abuela la que murió? –Replicó la mujer en tono seco.

–Sí, pero ella ya está con Dios. Es mi madrecita la que ha quedado desconsolada y lo necesita para que la reconforte.

–Hijo, mi trabajo no es consolar a las huérfanas sino llevar almas a Dios. Si tu abuela murió sin confesión, me temo que ya está condenada al fuego eterno del infierno o al sufrimiento del purgatorio. Yo ya no puedo hacer nada por ella.

–¡No, no es cierto! ¡Mi abuelita era una buena persona, usted la conoció! –Replicó indignado Julián–. ¡Mi abuelita sólo puede estar en el cielo, tiene que estarlo!

–Vuelve mañana con tu madre y entonces fijaremos la misa por el descanso de su alma. –Le dio la espalda el sacerdote, indiferente a sus palabras–. Y dile que son tres pesos por el servicio.

La puerta se cerró de golpe. Julián, perplejo, no daba cabida a lo que acababa de suceder. El hombre que se suponía representaba a Dios en la tierra, el hombre que debía representar nada más que amor, caridad y ayuda hacia el prójimo como él mismo predicaba, se había negado rotundamente a asistir en auxilio de su madre y de su abuela, y para colmo, quería cobrarle tres pesos por la misa, tres pesos que no tenía.

Cabizbajo, emprendió el camino de regreso a su casa. El local del usurero estaba cerrado, lo había visto de camino. De todas formas, no hubiera querido pararse en su puerta a entregar el único objeto valioso que le quedaba a su madre, aquel hombre era conocido por ladrón más que por prestamista, y a su corta edad, Julián ya presentía cómo terminarían las cosas. Pero aquello era lo que menos le preocupaba en aquel momento, sabía que lo más importante para su abuela y su madre era la presencia del sacerdote… ¿Cómo le daría a su madre la noticia? Seguramente se derrumbaría cuando se enterara de la respuesta del párroco. Y el dinero sería otro problema, no tenían una peseta en casa. ¿Cómo harían para conseguir los tres pesos que requería el sacerdote? El collar… ¡No! ¡No vendería el valioso collar de su madre por tres miserables pesos!

 

–¡Niño flojo, muévete con esos tabiques si no quieres que te despida! –Oyó gritar a un hombre al final de la calle, donde se llevaba a cabo una construcción.

–¡Si usté quiere córrame! ¡Ya me tiene harto! –Contestó un niño de unos diez años de edad, tirando las piedras que llevaba cargando.

–¡Chamaco insolente, vuelve enseguida! –Bramó el hombre intentando alcanzar al niño que ya corría lejos, calle arriba.

–¿Necesita un empleado? –Le preguntó Julián, sin moverse de su lugar.

–¿Cuántos años tienes? –Espetó el hombre, volviéndose hacia él, observándolo de arriba abajo.

–Ocho –mintió sin problema, manteniendo la mirada fija en el hombre.

–Estás muy chamaco, no podrás cargar con esto.

–Ya verá que puedo, ese no es problema. ¿Me va a dar chamba o no?

El hombre lo miró con una mezcla de sorpresa y enojo, el niño tenía pantalones, así como una resolución fija.

–Tá bueno –dijo después de un rato de silencio. –Vengase pa acá y hacemos la prueba, pero si no es capaz de aguantar, ni crea que le voy a pagar.

–No se preocupe, señor. Verá como aguanto sin problema –se acercó decididamente Julián, dispuesto a jugarse el todo por el todo. Una manera de pensar que adoptaría de ahí en adelante.