La edad de oro
del boxeo bare-knuckle
Daniel Mendoza, el judío que revolucionó el boxeo
En los casi dos siglos de historia del boxeo bare-knucle, posiblemente sea el sefardí londinense Daniel Mendoza el personaje con mayor influencia en su evolución y desarrollo. El púgil, apodado La Luz de Israel, llenará recintos y teatros, se convertirá en uno de los rostros más populares de su época, será objeto de poemas y canciones, popularizará el boxeo por toda Inglaterra, Escocia e Irlanda y marcará un antes y un después en la técnica del pugilismo. Es, además, el primer campeón que procede de una minoría étnica, los judíos, por entonces considerados poco menos que ciudadanos de segunda categoría y estigmatizados con clichés de ser gente usurera, cobarde y pusilánime. Mendoza acabaría a puñetazos con estos estereotipos y es el primero que marca un patrón que mucho más tarde repetirían John L. Sullivan con los irlandeses y Joe Louis con los afroamericanos. Mendoza, con sus triunfos, sería primero motivo de alegría y orgullo para su gente. Pero, lo que es más importante todavía, lo sería también de prestigio, al pasar de ser el ídolo de los judíos a convertirse después en un judío ídolo para toda la nación, cantado y admirado por todo un país, desde las clases más populares hasta el príncipe de Gales y el propio rey, declarados admiradores del pequeño peleador sefardí. Mendoza es muy responsable de la integración de los judíos en la cultura inglesa en una época en la que el antisemitismo y el acoso físico a esta minoría estaban a la orden del día. Los judíos necesitaban un héroe y apareció Mendoza. Con él, el boxeo pasará de ser una excusa para cruzar apuestas entre aristócratas a una competición mucho más deportiva, popular y moderna que entrará en una etapa dorada gracias también a la activa colaboración de entusiastas periodistas que contribuyeron a su difusión por todo el país. Los cronistas alimentaban el interés previo en los combates y después reportaban con todo detalle lo ocurrido. Los más destacados púgiles se convirtieron en las primeras auténticas superestrellas del deporte.
Aunque en sus memorias cita como fecha de nacimiento el 5 de julio de 1764, las investigaciones de su biógrafo Wynn Wheldon concluyen que fue justamente un año después. Vio la luz en el distrito de Aldgate, enclave judío en el este de Londres, pero sus raíces son hispano-portuguesas. Su tatarabuelo David nació en Sevilla, probablemente vivió varios años dentro de una familia de «marranos» o judíos conversos, antes de poner rumbo a Ámsterdam, donde se casó. Inglaterra había expulsado a los judíos en 1290, mucho antes que España, aunque en 1655, durante el mandato de Oliver Cromwell, se permitió su readmisión, circunstancia que aprovechó el tatarabuelo David para fijar su residencia en el East End londinense. Daniel empezó muy joven a trabajar para un pequeño negocio de frutas y verduras regentado por una familia judía. A menudo sufrían abusos e insultos, lo que en la mayoría de los casos acababa en peleas en las que posiblemente el joven Daniel desarrolló su instinto combativo. Lo mismo ocurriría en su siguiente empleo, como vendedor de té. En 1780, una fuerte discusión sobre pagos y propinas con un mozo que llegó transportando un cofre a la tienda acabó con el mozo retando al propietario del negocio. Fue el joven Daniel, con 15 años, el que aceptó el challenge a un combate con los puños a pesar de ser considerablemente de menor tamaño y fortaleza que su fornido rival. La gente se arremolinó formando un ring. No se sabe muy bien si ya se conocían de antes o no, pero por ahí estaba el prestigioso pugilista Richard Humphries, que actuó como segundo del judío. Tras 45 minutos de contienda, el mozo, que recibió una buena tunda, se declaró incapaz de seguir peleando. La fama del pequeño peleador empezó a extenderse a pesar de que esta victoria fuera producto de un reto y no por dinero. Mendoza cambia de empleo con frecuencia y pese a obtener varios triunfos en peleas públicas, como el que consiguió en 1784 ante Harry el Carbonero, todavía sigue siendo un aprendiz. Pero irá adaptando las enseñanzas recibidas de Richard Humphries y, además, se convertirá en un estudioso de los combates. Hay constancia de que, en 1786, sin cumplir aún los 21 años, acudió a ver cómo el entonces campeón Tom Johnson derrotaba a Bill Love en unos pocos minutos.
Mendoza, más bajo y liviano que la mayoría de sus rivales, no lo tiene nada fácil en una época en la que en el boxeo se combatía sin categorías y sin que importase lo más mínimo el peso de los contendientes para casar combates. Una circunstancia que, sin duda, marcó su evolución como púgil y el desarrollo de su innovador estilo en el que, más que la fuerza, primaría la velocidad, la habilidad y la movilidad. Un estilo, por cierto, que en un principio no fue bien acogido por muchos aficionados, que gustaban más de los combates cruentos entre fajadores. Tras vengar su única derrota ante el veterano Tom Tyne, el siguiente combate, ante Sam Martin, el Carnicero de Bath, atrajo a más de 5000 espectadores, acomodados en unos graderíos construidos exclusivamente para este pleito. Entre ellos se encontraba el mismísimo príncipe de Gales, el que posteriormente sería el rey Jorge IV. Mendoza derrotó a su rival en media hora y acabó el combate sin recibir prácticamente daño alguno. El triunfo fue muy celebrado, especialmente por la comunidad judía, y su entrada en Londres fue triunfal. Además, ahora era rico. El combate le había proporcionado la desorbitada cantidad de 1000 libras, 500 como premio por el combate y otras quinientas entregadas personalmente por el futuro rey de Inglaterra. Con parte de ese dinero y con su creciente fama, abrió una escuela en la que además de enseñar el noble arte, ofrecía al público exhibiciones. Rico y famoso con tan solo 21 años.

El sefardí londinense Daniel Mendoza (1764 -1836), apodado Daniel el Judío o La Luz de Israel. Fue campeón de Inglaterra y uno de los más grandes y revolucionarios innovadores en la técnica del pugilismo.
El boxeo atravesaba su mejor momento, con el patrocinio de los más pudientes y una sobresaliente exposición en los periódicos. Sus más destacados practicantes gozaban de fama y prestigio y podían ganar importantes cantidades, tanto con sus combates como dando clases a los hijos de los más destacados aristócratas. Pero los combates que realmente elevarían a Daniel Mendoza a la condición de estrella mediática de la época y de auténtico personaje de culto fueron los que conformaron su trilogía con su antiguo mentor y ahora máximo rival, Richard Humphries. Maestro y pupilo acabaron teniendo diferencias y además eran los dos más destacados pugilistas, representantes de la vieja y la nueva escuela respectivamente. La prensa hizo pública su animosidad, utilizando términos como celos, envidia y arraigada antipatía. El enfrentamiento era inevitable y además estuvo precedido de tensos encuentros públicos previos y de cruces de cartas a través de los periódicos, que hicieron que la expectación fuera creciente. Además, en esas cartas discutían públicamente las condiciones para su combate: bolsa, depósitos, garantías, si se combatía sobre la hierba o sobre una plataforma elevada, tamaño del ring, fechas, lugares y reparto de los ingresos de la bolsa y la taquilla. Otro punto que se debatió fue que si los partidarios de uno de los contendientes invadían el ring en algún momento del combate, dicho boxeador resultaría perdedor. Y es que se habían dado casos en los que, estando un púgil cercano a la derrota, una banda que había apostado por él entraba en el cuadrilátero para provocar la suspensión del combate y salvar su apuesta o, al menos, dar un tiempo extra de recuperación a su favorito.
El 9 de enero de 1788, en Odinham tuvo lugar el primero de los enfrentamientos. Humphries era favorito para la prensa y para los habituales seguidores del prizefighting. El duelo no estuvo exento de polémica pues Humphries, al finalizar un asalto visiblemente fatigado, tardó más de los 30 segundos estipulados en regresar al scratch porque decidió quitarse los zapatos y cambiarlos por unos calcetines para conseguir un mejor agarre. Más tarde, su segundo, el excampeón Tom Johnson, intervino en un momento de aprieto de Humphries, con lo que impidió un ataque, posiblemente definitivo, de Mendoza. Claramente fue foul y tendría que haberle supuesto la derrota a Humphries. Aun así, el combate fue duro para el sefardí, que recibió un severo castigo en los riñones, aunque fue finalmente una lesión en el tobillo tras una caída lo que provocó su derrota. La gente de Mendoza había llevado consigo cuatro palomas, dos blancas y dos negras, para informar de inmediato del resultado del combate. Las blancas se mantendrían en su cajón. Sería el vuelo de las dos palomas oscuras, de regreso a Duke’s Place, en Aldgate, las que portarían al barrio la mala noticia de la derrota de Mendoza. No obstante, el audaz boxeador judío salió reforzado y la crítica alabó su nuevo estilo, sus movimientos y su destreza. Señalaban que utilizaba preferentemente los golpes rectos, frente a los curvos abiertos de Humphries, y hacían alusión a su posición de guardia con los puños más juntos y más cercanos a su cuerpo.
Los siguientes meses registraron un nuevo intercambio epistolar que alimentaba la esperada revancha. Estos cruces de golpes verbales, desde entonces y hasta hoy en día, pasaron a formar parte del juego. The World, medio elegido para la batalla dialéctica entre Mendoza y Humphries, aumentó considerablemente sus ventas. Al mismo tiempo, los dos púgiles aparecerán en innumerables cuadros, grabados y caricaturas. El boxeo vende y se ve como una práctica beneficiosa para elevar los valores y la hombría de los ingleses. La revancha tiene lugar en Stilton el 6 de mayo de 1789. Tampoco estuvo el pleito exento de controversia. En las negociaciones, habían acordado que no estaría permitido el shiftting, que era la antideportiva práctica de poner la rodilla en tierra o provocar el knockdown sin recibir ningún golpe, para neutralizar de inmediato el ataque del rival o para tomarse medio minuto de respiro. Habían acordado que el primero en utilizar este recurso perdería el combate y Humphries dio la impresión de haberlo usado en más de una ocasión. Los de Mendoza pidieron la victoria por foul, pero tras largas deliberaciones, los umpires determinaron que la acción no había sido suficiente como para determinar la derrota de Humphries. Ante el temor de que finalmente se declarase el combate como nulo, Mendoza aceptó continuar. Suyas estaban siendo las mejores acciones y los golpes más efectivos. La prensa valoró su buena defensa y su capacidad para parar golpes y responder. Incluso se permitió en algún momento del pleito bajar sus manos y provocar a su rival con gestos burlones. Lo que mucho más tarde harán boxeadores como Muhammad Ali, Héctor Camacho, Jorge Páez, Naseem Hamed o Tyson Fury ya se hacía en el xviii. Mendoza mostraba su superioridad y Humphries, castigado y extenuado, vuelve a hincar la rodilla. Esta vez sí que no hay dudas. El triunfo es para Mendoza.
El desempate y definitivo encuentro de la primera gran rivalidad deportiva a gran escala se disputó en Doncaster, el 29 de septiembre de 1790. Mendoza, de nuevo, muestra su dominio de los golpes rectos frente a los swings de su oponente, además tiene mejor defensa, es más rápido y sabe dosificar mejor sus energías. Humphries se daña la rodilla en una de las caídas. Recordemos que las proyecciones y derribos estaban permitidos y era habitual que muchos de los asaltos acabaran precisamente con un derribo provocado por un cross buttock, lance en el que se arroja al suelo al rival proyectándolo con el apoyo de la cadera. Aun así, el combate se prolonga al menos durante 45 minutos más, que serán de pleno dominio de Mendoza, quien finalmente se hace con el triunfo. Se alabará el gran boxeo del sefardí, así como el tremendo coraje del perdedor. A pesar de la rivalidad y de los agrios intercambios dialécticos previos, al acabar el definitivo encuentro y también cuando publique sus memorias, Mendoza hablará de Humphries con todo respeto. Parecido a lo que protagonizarán Muhammad Ali y Joe Frazier casi dos siglos más tarde.

Primer enfrentamiento entre Daniel Mendoza y su mentor Richard Humphries, en Odinham en 1788. En el ring, los dos umpires y los dos pugilistas con sus respectivos equipos. Ilustración de Samuel Williams Flores de 1788.
Mendoza aprovechó su popularidad para realizar giras por toda Inglaterra, en las que realizaba exhibiciones de boxeo en teatros. Además, con sus colaboradores escenificaba recreaciones de sus combates con Humphries. También deleitaba al público con imitaciones detalladas de los distintos estilos de los boxeadores más célebres de la época. Sus exitosos viajes por Irlanda y Escocia fueron determinantes en el desarrollo y auge del pugilismo en esas tierras. Su fama era tal que hasta pasó a formar parte del lenguaje popular: dirimir un conflicto o cualquier diferencia por la fuerza pasó a denominarse «a la Mendoza».
Con las retiradas de Tom Johnson y de Ben Brain, el título honorífico de campeón de Inglaterra quedo vacante y fue consenso generalizado que el nuevo campeón saldría del enfrentamiento entre Mendoza y Bill Warr, quienes colisionaron el 14 de mayo de 1792 en Smitham Botton, cerca de Croydon. Tras 27 minutos de contienda y 24 rounds, Mendoza, de nuevo contra pronóstico, se proclamaba campeón. También en la revancha Mendoza fue claramente superior. Muy poco después, el pequeño peleador judío tuvo la oportunidad de conocer en persona al rey Jorge III. Fue en Windsor, donde tuvieron una larga conversación en la que pudo comprobar la afición y los amplios conocimientos que sobre el pugilismo tenía el monarca. Más que probablemente, este encuentro hizo de Mendoza el primer judío de la historia en mantener una larga conversación con un monarca inglés.
Un cliché muy extendido, y que los propios judíos comparten en la actualidad, es que son malos para el deporte, pero buenos administrando el dinero. En el caso de La Luz de Israel se cumplía exactamente todo lo contrario. Mendoza fue un boxeador excepcional y revolucionario, pero un pésimo gestor de las sobresalientes cantidades que ganó con sus puños. Según recibía el dinero, y ganó fortunas, lo gastaba. Aunque no existe ninguna evidencia, podría ser posible que parte del desastroso dispendio pudiera deberse a una desmedida afición a las apuestas. Algún negocio como una taberna o comercios de aceite y tabaco acabaron de forma ruinosa, lo que le hizo contraer deudas con distintos acreedores. En realidad, ninguno de los negocios que emprendió fuera del boxeo le funcionó. Quizá por eso fue un campeón tan itinerante: las giras eran exitosas y rentables, las disfrutaba y además le ponían momentáneamente lejos del alcance de los acreedores. Por este motivo, el campeón pasó varias temporadas en prisión, algo que en esa época era bastante habitual y frecuente para gente con deudas.
Mendoza, además, solía asistir a muchos de sus pupilos y a otros importantes boxeadores como second o como bottle holder, los dos asistentes con los que contaban los púgiles en sus encuentros. La prensa de la época daba gran relevancia a las dos funciones y en las crónicas de cada combate se mencionaban sus nombres, que en la mayoría de los casos eran también destacados púgiles. El papel de los second era de gran importancia. Elegían a los árbitros y umpires y sorteaban la esquina, algo especialmente importante al disputarse los combates al descubierto y de día, por lo que la posición del sol tenía su relevancia. Aunque en realidad, y siendo el boxeo entonces exclusivo de los británicos, lo normal era que los combates se disputaran bajo un cielo nublado y con lluvia. Los segundos también daban ánimos e instrucciones a su boxeador y, en caso de ser derribado este, corrían a levantarle para proceder a su recuperación. Lo habitual era que entre asaltos el púgil se sentara en las rodillas de su second. Mientras tanto, el bottle holder, parecido al papel actual del cutman, se encargaba de limpiarle con una esponja el sudor y la sangre. Ayudaba al second a levantar al púgil caído y también apoyaba en las instrucciones técnicas. Y por supuesto, y de ahí el nombre, su labor más visible era la de dar de beber de una botella al peleador. Y no siempre agua: los mejores bottle holders llevaban consigo sus propios brebajes especiales para una más pronta recuperación física de su boxeador. En combates que a menudo podían durar horas, su labor era de vital importancia.
Paralelamente, con el auge y la popularización del prizefighting, tomó cuerpo lo que gracias al escritor Pierce Egan, autor de Boxiana, se empezó a conocer como The Fancy, una comunidad cada vez mayor de fieles seguidores del pugilismo. Estaba constituida por todos aquellos que acudían sistemáticamente a las sesiones de sparring en los anfiteatros —especialmente el celebérrimo Fives Court—, y a los numerosos benefits, homenajes de carácter benéfico que incluían siempre la presencia de los más reputados peleadores y que acababan con exhibiciones en los que a menudo los más jóvenes valores se promocionaban y se daban a conocer. Los miembros de The Fancy estaban dispuestos a recorrer en asno, a caballo, en carruaje o sencillamente andando un montón de millas, por caminos inhóspitos, bajo la lluvia por senderos de barro, para poder presenciar los más destacados combates. Constituían un conglomerado transversal en el que se mezclaban miembros de las clases más populares con escritores, intelectuales y aristócratas. Casi todos, cada uno en la medida de sus posibilidades, apostadores, no solo al resultado del combate sino también a first blood, es decir, qué púgil sería el primero en provocar sangre en la anatomía del rival. The Fancy no contaba con un cuartel general fijo, pero solía frecuentar los pubs, especialmente aquellos regentados por exboxeadores, en los que compartían informaciones y cotilleos, hacían sus pronósticos y previsiones y se informaban de los combates venideros y de cómo poder llegar a los escenarios, más o menos ocultos, para los mismos. Tras compartir unas cervezas, las reuniones de miembros de The Fancy acababan recordando los grandes combates del pasado y los celebraban con los populares chaunts, canciones en las que se loaban las gestas de prizefighters del pasado. Este grupo de apasionados contaba además con la extensa información acerca del pugilismo que aparecía en prácticamente todos los periódicos de la época. Además, en 1793 vería la luz Sporting Magazine, la primera publicación inglesa dedicada íntegramente a los deportes y que en su número inaugural ya incluía crónicas de tres combates además de la primera entrega de una serie de artículos dedicados a lo que fueron los comienzos del pugilismo.
El reinado de Mendoza acabaría en 1795. En Hornchurch cayó ante Gentleman John Jackson, un rival de mucha menor experiencia, pero visiblemente mucho más grande. En cualquier caso, el campeón dominó con su ciencia los primeros compases, hasta que se produjo uno de los incidentes más célebres de la historia del prizefighting. El retador enganchó con una mano la larga cabellera del judío mientras que con la otra le golpeaba hasta dejarle al borde de la inconsciencia. El orgulloso campeón intentó rehacerse, pero en el noveno asalto, tras unos 10 minutos de contienda, se consumó su derrota y el cambio de monarca. Los segundos de Mendoza pidieron vehementemente que se declarara foul la acción de Jackson. Pero los umpires, pese a no ser la acción muy decorosa, no la consideraron ilegal. Nada decían de eso las reglas de Broughton. Es más, numerosos prizefighters tenían por costumbre raparse la cabeza para sus combates para evitar precisamente eso. Curiosamente, cuatro años antes, en un combate por el campeonato entre Tom Johnson y Benjamin «Big Ben» Brain, y con Daniel Mendoza asistiendo en la esquina del primero, Johnson agarró a Big Ben de la cabellera y le comenzó a golpear. Al acabar el round, su second aprovechó el medio minuto entre asaltos para hacerle un rapado de urgencia. Daniel, lamentablemente para él, no aprendió de la experiencia y eso le costó el campeonato, aunque también era evidente que los años, las batallas que ya llevaba a las espaldas y los meses en prisión le habían pasado factura.
Los posteriores intentos de Mendoza para forzar una revancha no tuvieron éxito. De hecho, Gentleman John Jackson no volvería a pelear ni defendió su corona. En total, su carrera se redujo a tres combates y menos de 90 minutos de acción. A pesar de ello, y de su poco gentlemanesca manera de hacerse con el título, Jackson también dejaría un importante legado en la historia del boxeo, como veremos un poco más adelante. Mendoza volvió a centrarse en sus clases, giras y exhibiciones. También llegó a trabajar para el sheriff de Middlesex. A pesar de su nefasta gestión financiera y sus problemas con la justicia por este motivo, la popularidad le acompaño hasta sus últimos días. En 1806, tras más de diez años sin subir al ring, obtuvo una nueva victoria ante Harry Lee. Otros catorce años más tarde, Mendoza, posiblemente necesitado de dinero, accedió a realizar un último combate, a pesar de tener ya 55 años. Curiosamente, su duelo ante Thomas Owen levantó mucha expectación. Eran muchos los nuevos aficionados al boxeo que conocían las gestas de Mendoza, pero nunca habían tenido la oportunidad de verle en acción. Perdió y poco más tarde, en el Five Courts, templo pugilístico de la capital, se despidió de la afición con un emotivo discurso. Daniel Mendoza falleció el 3 de septiembre de 1836, medio ciego y enfermo, a los 71 años, pero su carrera e influencia marcan un antes y un después en el boxeo bare-knuckle.
Sus características físicas, 1,70 m de estatura y poco más de 70 kilos, en una era en la que no había divisiones de pesos, le obligaron a desarrollar el sentido técnico y táctico de una manera sin precedentes. Su legado quedó de manifiesto con el éxito de muchos de sus numerosos alumnos, como los también judíos Dutch Sam o los hermanos Belasco. Además, a él debemos el primer manual técnico de boxeo escrito por un campeón. En 1789, con su fama y popularidad en lo más alto, publicó The Art of Boxing un completo e innovador libro de técnica en el que se incluyen numerosos conceptos defensivos como paradas y desvíos, trabajo por parejas para desarrollar el bloqueo y contrataque, el uso de fintas y engaños, cambios de alturas, posiciones de equilibrio, ripostas, utilización de golpes rectos contra curvos y distintas estrategias ante boxeadores de distintos estilos. Sin duda, Mendoza puede considerarse como el verdadero padre del boxeo científico. Además, sus giras por toda Inglaterra, Escocia e Irlanda fueron fundamentales en la difusión y popularización del boxeo. Sus tres combates con Humphries originaron más canciones, poemas, ilustraciones y hasta memorabilia para la venta que ningún otro acontecimiento deportivo del siglo xviii. En 1816, publicó Memoirs of the Life of Daniel Mendoza, lo que supone que, por primera vez en la historia, una estrella del deporte publica su autobiografía. Aunque nunca fue estrictamente practicante —de hecho su primer combate lo disputo en Sabbath—, Mendoza sí se mostró siempre beligerante con el antisemitismo y orgulloso de defender el honor de su gente y de romper estereotipos.
Gentleman Jackson, Emperador del Pugilismo
Como hemos visto, el predecesor de Mendoza fue el llamado Gentleman John Jackson, campeón que a pesar de su efímera carrera tendrá también una gran influencia en el desarrollo del boxeo. Nació el 28 de septiembre de 1769 en Worcester, en el seno de una familia de clase media que siempre se opuso a su fiebre pugilística. Destacó como boxeador amateur y en exhibiciones, pero realmente en su carrera hizo tan solo tres prizefights. En la primera, en 1789, es decir con 19 años, derrotó en 1 hora y 7 minutos a William Fewterell, un gigantesco y experimentado peleador escoces que llevaba 18 victorias consecutivas. La segunda, en 1789, tan solo duró cinco rounds en un total de 20 minutos. Perdió ante John Ingleston al tener que abandonar tras fracturarse el tobillo en una caída en el resbaladizo terreno de hierba y barro en el que se estaba disputando la contienda. Seis años más tarde, regresaba al ring para arrebatarle la corona al legendario Daniel Mendoza, como hemos visto antes, tras recurrir a la nada deportiva, aunque no ilegal, práctica de golpear al rival mientras le agarraba de la melena. Tras proclamarse campeón, se retiró y dejó vacante el título, pese a los reclamos de revancha por parte de Mendoza.
Jackson tenía una morfología imponente de 1,80 metros en los que se repartían de forma perfectamente proporcionada sus ochenta y tantos kilos. De hecho, fue cotizado modelo de pintores y escultores que quedaban impresionados por su físico. Además, tenía un refinado gusto en el vestir que le alejaba del aspecto algo más rufianesco o vulgar de algunos de sus predecesores. Con esa planta y esa elegancia triunfó en la capital. Montó una academia en el West End londinense, en el distrito de Picadilly, la parte más elegante, en la que enseñaba boxeo a distinguidos alumnos, entre los que se encontraba Lord Byron, furibundo apasionado del noble arte, que bautizó a su maestro como el Emperador del Pugilismo. En realidad, la técnica de boxeo que Jackson enseñaba estaba fundamentalmente basada en las enseñanzas del libro de Mendoza, pero su elegancia, su atractivo y cierto toque esnob, convirtieron su centro de enseñanza en el más exitoso de la capital. Jackson, además, dio numerosas exhibiciones y clases privadas a miembros de las clases nobles de Inglaterra, Rusia y Prusia, con lo que eliminaba estigmas y aportaba un toque de distinción. Practicar el boxeo y acudir a los combates volvía a considerarse selecto.
En 1814, el excampeón encabezó la fundación del Pugilistic Club, que podría considerarse como el primer intento de crear un organismo que regulase este deporte. Contaba con el apoyo económico de muchos de sus amigos ricos que financiaron la organización de combates, en los que Jackson guardaba las bolsas, nombraba a los árbitros y tomaba las decisiones definitivas en caso de disputas. Además, empezó a promover una cierta conciencia para que los segundos parasen antes los combates con el fin de proteger mejor la seguridad del boxeador, inició la práctica de recoger donaciones para los púgiles que salieran derrotados y promovió la organización de actos benéficos para ayudar a exboxeadores que atravesasen dificultades financieras. Sus contactos y relaciones fueron tan importantes como para que se le encargara velar por la seguridad en la coronación del rey Jorge IV de Inglaterra quien, como hemos visto, al igual que su padre, era fervoroso y activo aficionado al boxeo. Jackson recluto a dieciocho distinguidos boxeadores y exboxeadores como protección privada del rey durante la ceremonia. Lo que parece evidente es que si el nuevo rey, teniendo a su disposición todos sus ejércitos, recurría a los servicios de Jackson era fundamentalmente porque le gustaba rodearse de los deportistas a los que más admiraba. Como príncipe de Gales, heredero de la corona, ya patrocinó y ayudó a organizar numerosos combates. Sus hermanos, los duques de Clarence y de York también fueron ardientes seguidores con participación activa en el boxeo.

Gentleman John Jackson (1769-1845). Derrotó a Daniel Mendoza para proclamarse campeón. Fundaría una exitosa academia en Picadilly a la que acudían distinguidos alumnos. Entre ellos, el escritor Lord Byron.
En realidad, técnicamente, el pugilismo no era una práctica ilegal, en el sentido de que no existía ninguna ley que lo prohibiera expresamente, sino que quedaba a expensas del mayor o menor grado de celo de los magistrados. Muchos de ellos, contrarios a la práctica del prizefighting, podían impedir que los combates tuvieran lugar, con detenciones a sus protagonistas por delitos como alteración del orden público, reunión ilegal, disturbios o agresión. Pero con semejantes seguidores no era de extrañar que otras muchas veces, siempre y cuando no se produjeran desmanes, los magistrados hicieran la vista gorda. Algunos, incluso, acudían abiertamente a presenciar los combates. Según recoge Adrian Harvey, autor de The Beginnings of a Commercial Sporting Culture in Britain, de los más de quinientos combates organizados entre 1793 y 1815, tan solo hubo quince interrumpidos por las autoridades, aunque muchos de ellos se vieron obligados a cambiar de escenario a última hora o a disputarse en condiciones secretas para evitar la interferencia de los magistrados.
Campeones del cambio de siglo
Tras los efímeros reinados de Thomas Owen (1796-1797) y de Jack Bartholomew (1797-1800) el título pasó a ser propiedad de Jem Belcher, un carnicero de Bristol que era nieto del excampeón Jack Slack. Apodado el Napoleón del Ring, destacaba por su sobresaliente velocidad y por su legendario coraje. Se mantuvo imbatido desde los 12 años, edad a la que empezó a pelear, hasta los 24. Disputó el título por primera vez ante Jack Bartholomew el 7 de enero de 1800, pero tras 51 asaltos ninguno de los púgiles estaba en disposición de continuar la pugna y los umpires determinaron el resultado de empate (draw). Cuatro meses más tarde, en el esperado desempate, Belcher se impuso tras 17 rounds para así proclamarse campeón de Inglaterra. Pero la vida del campeón cambió dramáticamente en 1803 al perder un ojo jugando a las raquetas en Little St Martin’s Lane, en Leicester Square, en el corazón de Londres. No deja de resultar paradójico que pese a la terrible dureza del prizefighting, fue en un juego parecido al frontenis donde Belcher sufrió el accidente que marcaría el declive de su carrera. La desgracia le afectó anímicamente y no volvió a ser el mismo. Estuvo dos años retirado sin defender el título, pero finalmente se vio obligado a aceptar el reto de su pupilo Hen Pearce. El nieto de Slack mostró la valentía y el arrojo de antaño, pero la pérdida del ojo le había dejado tremendamente limitado y perdió el campeonato tras 18 duros asaltos.
Belcher disputaría dos combates más, dos derrotas ante el sensacional Tom Cribb, la última de ellas en disputa del campeonato en 1809. Los expertos entendían que un Belcher en plenas condiciones y con visión en ambos ojos jamás hubiera perdido, pero, evidentemente, Belcher ya no era ni una triste sombra de lo que había sido. Además, cometió la insensatez de apostar prácticamente toda su fortuna en este combate. Las deudas que contrajo en su duelo con Cribb le llevaron incluso a pasar cuatro semanas en prisión. La derrota cerró definitivamente su carrera y le llevó a la ruina, a la que también contribuyó su desordenada vida. El excampeón murió sin blanca a los 30 años. Su funeral fue multitudinario. Debido a su carácter y a su valentía, despertó la admiración del pueblo. Decenas de miles de personas se echaron a las calles de Londres para dar un último adiós al popular púgil. «Ahí va el campeón de Inglaterra», gritaban mientras el cortejo fúnebre recorría las principales arterias del centro de la capital. Y, por supuesto, también acudieron los más destacados púgiles de la época, que quisieron rendir un último homenaje a uno de los campeones más valientes y corajudos de la era bare-knucle.
John Gully, de la prisión
al Parlamento
El sucesor de Belcher, Hen Pearce, no volvería a combatir tras conseguir el campeonato. Rápido, fuerte, habilidoso y pegador, fue uno de los más destacados púgiles de la época, pero problemas de salud le obligaron a decidir su retirada sin llegar a defender la corona. Su heredero será el singular John Gully, uno de los más espectaculares ejemplos de meteórico ascenso social gracias a su destreza con los puños. Gully era el hijo de un carnicero de Wick, pequeña localidad cercana a Bristol. A la muerte del padre, Gully tuvo que hacerse cargo del negocio familiar, que no funcionaba especialmente bien. Al poco tiempo, empezó a acumular pérdidas que le acabarían llevando a la prisión de King’s Bench, un centro penitenciario para deudores, del que uno no podía salir hasta que no saldara sus deudas, bien por medio de trabajo o por el pago de un tercero. Con 21 años, en la cárcel y con unas deudas que jamás podría pagar por sí solo, el futuro no parecía excesivamente halagüeño para el carnicero.
Pero en mayo de 1805 recibió la visita del destacado prizefighter Hen Pearce quien, como hemos visto antes, sería más tarde campeón al destronar a Jem Belcher. Acordaron realizar una exhibición pugilística en el patio de la cárcel, en la que el joven Gully fue capaz de batirse con destacada valentía y destreza ante uno de los más grandes peleadores del momento. Uno de los testigos del encuentro, que acudió a King’s Bench como parte del grupo de visitantes, era Fletcher Reid, un apasionado impulsor del prizefighting con una desarrollada visión para descubrir nuevos talentos. Impresionado por el despliegue del recluso, entendió rápidamente que un verdadero combate entre Pearce y Gully podría generar un gran interés y se puso de inmediato a recaudar los fondos suficientes, unas 300 libras, para garantizar la libertad definitiva del Gully. Además, con el apoyo económico del popular coronel Henry Melish, le financió todos los gastos de entrenamiento y manutención necesarios para que afrontara su combate contra Pearce en las mejores condiciones, para lo que le pusieron a las órdenes del excampeón y reputado entrenador Gentleman Jack Johnson. Una visita inesperada y una aparentemente intrascendente exhibición pugilística cambiaron radicalmente el rumbo de la vida de un John Gully que parecía predestinado a pudrirse en prisión sin poder hacer frente a todo lo que debía. El boxeo, desde tiempos inmemoriales, es el deporte de las oportunidades.
La victoria fue para Pearce tras 1 hora y 17 minutos de intensa batalla, en un total de 64 rounds. Los dos titanes estaban visiblemente dañados, sobre todo el valiente Gully, cuyos mentores le convencieron para que no prosiguiera una batalla que ya estaba prácticamente perdida. Pearce loó públicamente la fortaleza y coraje de un Gully que era prácticamente un novato comparado con él y, a pesar de la derrota, se ganó el aprecio y la admiración de la fanaticada. Entre el enfervorecido público que presenció la batalla, en la parte de atrás, montado a caballo, se encontraba un emocionado duque de Clarence, a quien años más tarde se le conocería como Guillermo IV, rey del Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda y rey de Hanover.
Meses más tarde, Hen Pearce se proclamaba campeón de Inglaterra al imponerse a Jem Belcher, pero se acabaría retirando sin defender su campeonato, lo que dejaba el terreno despejado a Gully para reclamar la disputa del título. Su siguiente combate, ante Bob Gregson, conocido como el Gigante de Lancashire, sería por el campeonato de Inglaterra. Gully obtuvo la victoria, proclamándose campeón. Unos meses más tarde también fue capaz de derrotar de nuevo al gigante en el combate de revancha. Los dos pleitos por el campeonato fueron de tremenda dureza. Nada más acabar el segundo, Gully dio las gracias a los asistentes y anunció públicamente su retirada. Tenía 25 años y ahora se quería centrar en el negocio que había montado gracias a la fama y el dinero obtenido del boxeo, un pub con posada llamado The Plough, en la londinense Carey Street. Aun así, mantuvo su contacto con el pugilismo y participó como segundo en numerosos combates en los primeros años de su retiro, pero con el tiempo, Gully fue alejándose paulatinamente del prizefighting para centrar su atención en otra de las pasiones deportivas de la época: las carreras de caballos. Se convirtió en uno de los más exitosos corredores de apuestas de la época y entre sus clientes se encontraba el príncipe de Gales. Más tarde, logró comprar su propia cuadra de competición. Hasta en tres ocasiones sus caballos ganaron el Derby, la más popular y lucrativa carrera de todo el reino. Compró propiedades, invirtió en minas y se convirtió en una de las más importantes fortunas de la época. John Gully culminó su espectacular remontada social cuando fue elegido miembro del Parlamento británico. Quien empezó como carnicero arruinado y recluso de King’s Bench estuvo en la Casa de los Comunes entre 1832 y 1837, convirtiéndose así en el primer boxeador parlamentario. Murió rico a los 76 años.
Bill Richmond, primer negro estrella del deporte
El negro norteamericano Bill Richmond es uno de los personajes más complejos, misteriosos e interesantes de la era dorada del pugilismo inglés, además de haber pasado a la historia como uno de sus mejores practicantes y uno de sus más eminentes maestros. Su trayectoria vital, que le llevó de esclavo a figura admirada, querida y respetada por la aristocracia británica, era algo que para un negro en los tiempos de las guerras napoleónicas solo podía producirse gracias al boxeo, de nuevo el deporte de las oportunidades, que ha permitido ascensos sociales y económicos a minorías étnicas en tiempos en los que cualquier otro camino les estaba vetado. El periplo de Richmond parece sacado de una novela de Charles Dickens: de una vida que parecía predestinada a la esclavitud y el anonimato, a convertirse en una de las figuras más prominentes y reverenciadas de la Inglaterra georgiana. De una vida de miseria y lamento en América, a enseñar los fundamentos del noble arte a refinados escritores como William Hazlitt o Lord Byron y a hacer una exhibición de su ciencia ante Federico Guillermo III de Prusia y otros señalados miembros de la nobleza, cuando el emperador visitó Inglaterra en 1815. El retrato que le hizo Robert Dighton puede admirarse en el National Portrait Gallery de Londres. Solo en el boxeo.
Los orígenes de Richmond son difusos y están envueltos en misterio. En realidad, no había excesivo interés en guardar registro de los negros nacidos en esclavitud en esa época en América. El mismo Richmond, como recoge Pearce Egan en Boxiana, cree que nació el 5 de agosto de 1763, como uno de los varios esclavos que tenía el reverendo irlandés Richard Charlton en la iglesia episcospaliana de St. Andrews en Staten Island (Estados Unidos), aunque no se ha encontrado registro que lo demuestre. Las circunstancias que posibilitaron su manumisión a los 13 años también son inciertas, aunque sí es seguro que quien la consiguió y dio un giro radical a su existencia fue el brigadier general Hugh Percy, aristócrata inglés, filántropo, declarado abolicionista y uno de los más prestigiosos militares británicos durante la guerra de Independencia estadounidense. La versión más extendida, tal vez con su parte de leyenda, cuenta que, a la edad de 13 años, Richmond se vio obligado a repeler con sus puños el ataque, sin provocación o motivo justificable, de tres soldados británicos que contra todo pronóstico salieron del incidente malparados y escarmentados. El suceso llegó a los oídos de lord Percy, quien tuvo la curiosidad de conocer en persona al causante de la escabechina pugilística que sufrieron sus hombres. Cuando llevaron a su presencia al joven Richmond, el militar no solo quedó impresionado por su manera de haber tumbado a mamporros a sus soldados, sino también por su innato magnetismo, su encanto personal y unas dotes sociales impropias de un esclavo joven y analfabeto. El caso es que el valiente negro le cayó en gracia al general y este decidió conseguir su libertad, adoptarlo, hacerle su ayuda de cámara y llevárselo a Inglaterra. El 2 de junio de 1777, tras veintiocho días de viaje en barco, Bill Richmond, de mano de su benefactor, llegaba a Inglaterra para iniciar una nueva vida. Percy le pagó toda su educación y el exesclavo no solo aprendió a leer y a escribir, sino que también tuvo siete años de formación profesional, todo un lujo en esa época, como ebanista, oficio de mucho prestigio y en gran demanda.
A pesar de que el ambiente era mucho más liberal que en Norteamérica, el ebanista, además casado con una mujer blanca, algo totalmente entendible dado que la escasa población negra en Inglaterra era prácticamente en su totalidad masculina, sufría con frecuencia episodios de abusos racistas, que en algunos casos hubo de solucionar a la Mendoza, como se decía en la época. Richmond, educado y con encanto, y a quien siempre le gustaba vestir elegantemente, no dejaba de ser un extraño espécimen en su sociedad y se vio al menos involucrado en cinco peleas, según Pearce Egan, tres de ellas provocadas por insultos racistas. Una vez establecido en Londres, tras años viviendo en York, Richmond entra en contacto con el pugilismo profesional de la mano de lord Camelford, pintoresco aristócrata y decidido patrón del prizefighting, junto al que tiene oportunidad de asistir a numerosos combates y ver en acción a las estrellas del momento, como Jem Belcher. A pesar de tener un buen oficio, Richmond entendió que con un buen patrón como Camelford podría obtener grandes sumas si se dedicaba a tiempo completo al boxeo.

Bill Richmond. De esclavo en Estados Unidos a estrella del pugilismo en Inglaterra. Fue uno de los más reputados profesores de la ciencia del boxeo.
A diferencia de lo que ocurre en la actualidad, donde los boxeadores con aspiraciones tienen que hacer méritos en los combates preliminares de una velada, en los siglos xviii y xix, lo habitual era hacerlos después del combate principal. Especialmente si este había resultado corto o insatisfactorio, aprovechando la multitud ya congregada, de forma espontánea, se organizaban retos que desembocaban en nuevos combates denominados bi-battles. Se pasaba el sombrero entre los presentes y si se alcanzaba una cantidad considerable y había dos voluntarios, ya teníamos pleito. Si además el enfrentamiento era del agrado de The Fancy, una segunda pasada del sobrero resultaba todavía más lucrativa. Era la manera más rápida de causar una buena impresión en la afición e ir ganando prestigio. En uno de estos, el 23 de enero de 1804, tras el campeonato entre Henry Pearce y Joe Berks, se presentaba Richmond para enfrentarse al prestigioso George Maddox. Richmond, inexperto, perdió la tremenda batalla pero causó una magnífica sensación. Su carrera pugilística, a pesar de que tenía ya 40 años, despegaba.
Paralelamente, se entrenaba, hacía sparring y alquilaba una sala en el Five Courts en la que enseñaba la noble ciencia de la defensa. También era habitual verle actuar como segundo de los más destacados púgiles, entre ellos el gran campeón luego convertido en rival, Tom Cribb. Su trabajo no pasaba desapercibido y se le consideraba uno de los más eficientes como entrenador y en el trabajo en la esquina. A pesar de su color, la comunidad pugilística respetaba y admiraba a Richmond y le consideraba definitivamente uno de los suyos. Richmond se convirtió de esta manera en uno de los más destacados deportistas de la Inglaterra de comienzos del xix. Ganó al judío Youssop, batalló, aunque perdió, con Tom Cribb poco antes de que este se proclamara campeón, salió vencedor en una esperada revancha ante Maddox y de forma intermitente protagonizó espectaculares combates hasta su retirada con 55 años. En todos ellos, Richmond daba muestras de su ciencia y de su estilo de contragolpeador científico, al mismo tiempo que dedicaba su tiempo a la enseñanza como uno de los más prestigiosos profesores de la dulce ciencia. Se convirtió así en uno de los rostros más populares de su tiempo, sin duda el negro más famoso y reconocible de toda Inglaterra. Al mismo tiempo, el pub que adquirió con sus ganancias en el prizefighting, el Horse & Dolphin, en el centro de la capital, a poca distancia del Five Courts, fue uno de los mentideros más frecuentados por The Fancy. Pero, a pesar de su destacada carrera como boxeador, Richmond pasará a la historia fundamentalmente como protagonista directo de dos combates que paralizarían la nación, dos enfrentamientos por el campeonato que pueden considerarse los más importantes y trascendentes de toda la época bare-knucle, las dos legendarias contiendas entre Tom Cribb y Tom Molineaux.
Cribb y Molineaux,
los combates del siglo
El primero de los dos colosales enfrentamientos que mantuvieron el campeón inglés Tom Cribb y el negro norteamericano Tom Molineux podría considerarse como el primer gran enfrentamiento deportivo de carácter internacional, un choque que por su importancia y trascendencia bien puede asemejarse a lo que significarían más de un siglo más tarde los combates entre Joe Louis y Max Schmeling. Como señalaba el periodista Frank Keating en un artículo en el diario The Guardian publicado en 2010, el Cribb-Molineaux tuvo lugar 60 años antes de que Inglaterra jugara contra Escocia sus primeros partidos internacionales tanto en fútbol como en rugby, 67 años antes de que jugaran en criquet contra Australia y 92 años antes de que dos selecciones de fútbol no británicas se enfrentaran en un partido internacional. El histórico combate se disputó en Copthall Common, cerca de East Grinstead, en el condado de Sussex, el 18 de diciembre de 1810. Como referencia, en esa fecha España se encontraba en plena guerra de la Independencia contra las tropas napoleónicas.
Cribb, de Bristol, ciudad de gran tradición que entre 1780 y 1820 produjo cinco campeones de Inglaterra, sirvió en la Marina británica antes de centrarse en su carrera boxística. Tras varias victorias y un solo reverso conocido, ante George Nichols, su triunfo ante el negro Bill Richmond en 1805 le dejó a las puertas de la disputa del campeonato de Inglaterra. De la mano del capitán Barclay, afamado patrón y entrenador físico, se preparó para su asalto al título. Tras la retirada del campeón John Gully y tras sus sonadas victorias ante Bob Gregson y el excampeón Jem Belcher, Cribb recibió el reconocimiento como campeón. Fue uno de los más populares, de los que aparecía en retratos y piezas de cerámica y cuyo nombre aparecía en poemas, canciones y piezas literarias. Cribb, con sus gestas pugilísticas que coincidían en el tiempo con un período de constante tensión bélica con Francia, era a los ojos de la nación un ejemplo patriótico de las virtudes de la fuerza, la resistencia y el coraje. Su pasado en la Navy acrecentaba este sentimiento.
Molineaux era un exesclavo americano que apareció en Inglaterra en 1809 y que fue acogido por Bill Richmond, quien no solo le adiestró en la ciencia de fistiana, sino que también le dio acomodo en su pub, el Horse & Dolphin. A pesar de proceder de un origen similar, la esclavitud en América, eran de perfiles totalmente opuestos. A diferencia de su maestro, Molineaux tenía unas dimensiones y unas condiciones físicas sobresalientes para el pugilismo. Era una auténtica fuerza de la naturaleza. Por el contrario, si Richmond era un hombre culto y con don de gentes, de vida familiar ordenada, prudente y temperado, su nuevo alumno jamás aprendió a leer ni a escribir, era arrogante y bravucón y con una afición al alcohol y a las mujeres que no siempre era capaz de controlar. Había nacido esclavo en 1784 en una plantación en el estado de Virginia. Como era costumbre, especialmente en los estados del sur, los propietarios de las plantaciones organizaban peleas entre sus esclavos y los de otras plantaciones, en los que apostaban importantes cantidades. Siguiendo el relato de las dos principales fuentes sobre los primeros años de Molineaux, Fights for the Championship, de Fred Henning de 1902 y el Black Dynamite de Nat Fleischer de 1938, Molineaux era habitual protagonista de este tipo de duelos. Precisamente, gracias a uno de ellos obtuvo su libertad. Un terrateniente llamado Peyton hizo saber que contaba con un esclavo llamado Abe por el que estaba dispuesto a apostar cualquier cantidad a que era capaz de derrotar a cualquier negro de Virginia. Algernon Molineaux, que así se llamaba el propietario de la plantación del que el esclavo Tom heredó el apellido, tal vez envalentonado por el alcohol ingerido, aceptó el reto de jugarse la desorbitante cifra para la época de 100.000 dólares. No está claro si el Massa eligió a Tom o si fue este el que se ofreció voluntario para el enfrentamiento. La apuesta era tan brutal, en términos económicos, que el asustado Algernon, buscando la máxima motivación de su hombre, le prometió a Tom su libertad más una cantidad de dinero para que reiniciara su vida si era capaz de vencer al colosal esclavo de Peyton y de salvar de un verdadero quebranto económico a su señor. Algernon recurrió a los servicios de un marino apellidado Davis para adiestrar Tom en las técnicas de ataque y defensa, así como para optimizar su preparación física ante un combate que resultaba crucial para la economía de la plantación. Tom derrotó al esclavo Abe y su entusiasmado propietario cumplió su palabra y le concedió la libertad. El marino Davis, consciente de las impresionantes condiciones que tenía, recomendó a Tom una nueva vida en Inglaterra, una tierra en la que podría labrarse un futuro como peleador. Según el mencionado Henning, antes de partir al viejo continente, Molineaux estuvo un tiempo en Nueva York, donde ganó numerosos combates tras los que reclamó para él el título de campeón de América.
Molineux llegó a Inglaterra por Liverpool. Desde allí, fue caminando hasta Londres, donde se encontró con el que será su maestro, Bill Richmond, quien le iría poco a poco introduciendo en los círculos pugilísticos, y el que diseñó con inteligencia su carrera, invirtiendo su tiempo y su dinero. Richmond, que no pudo hacerse con el campeonato como boxeador, soñaba con hacerlo como mentor de su nuevo pupilo. Además, veía en Molineaux no solo un potencial negocio sino también la mejor herramienta para vengarse de su derrota ante Tom Cribb. Tras victorias ante Jack Burrows y Tom «Tough» Blake, The Fancy comprobó que Molineaux era una seria amenaza y que sus progresos bajo la tutela de Richmond eran evidentes. Richmond presionaba, y movió todos los hilos posibles para poder financiar el reto de su boxeador. Mientras, la prensa y los fanáticos hacían que la expectación por el duelo fuese en aumento, hasta llegarse a un punto en el que el enfrentamiento entre Molineaux y Cribb por el título era ya algo inevitable. A Richmond le costó encontrar el soporte financiero para culminar el reto. Muchos patrones se mostraban reacios a apoyar a Molineaux, tal vez por miedo a que se considerara un acto de traición o antipatriótico el posibilitar que el preciado campeonato de Inglaterra pasara a manos de un negro norteamericano, lo que sin duda supondría un duro golpe a la moral nacional en los tiempos de las guerras napoleónicas. La prensa de la época llenaba sus páginas con informaciones sobre el combate y mostraba su preocupación al expresar que lo que se ponía en juego en este enfrentamiento era nada menos que el honor patrio y que una derrota de Cribb supondría un golpe demoledor al concepto del espíritu de pelea de los ingleses. En este sentido, daba la impresión de que a los ingleses les preocupaba menos perder con un negro que con un no inglés. Era evidente que seguía existiendo tensión entre Gran Bretaña y su excolonia, tras los convulsos tiempos de la guerra de Independencia estadounidense.
Con la fecha y el escenario ya fijados, los dos contendientes empezaron sus respectivos campos de entrenamiento. Molineaux se recluyó con Richmond en Hertfordshire, mientras que el campeón fijó su cuartel general en Kent. Ante la ausencia del Capitán Barclay, Cribb se puso bajo la tutela del gran excampeón John Gully. Ambos equipos recibían casi a diario la visita de destacados aficionados y de periodistas. Las noticias de que los dos peleadores se encontraban perfectamente preparados aumentaron la expectación por el combate. Una gran cantidad de dinero se empezó a mover en forma de apuestas, a priori ligeramente favorables a Cribb. Jamás un combate había levantado tanta expectación en la nación. Incluso el príncipe de Gales, a punto de ser nombrado regente dada la incapacidad de su padre, el rey Jorge III, se mostraba, como el resto de la nación, expectante hasta el punto de enviar a Sussex a Jack Radford como hombre de confianza para que le contara de primera mano cualquier detalle de este histórico enfrentamiento.
Y por fin llegó el día, el esperado 18 de diciembre de 1810. Copthall Common amaneció en medio de fuertes lluvias torrenciales, lo que no impidió que entre 5000 y 10.000 espectadores se desplazaran desde toda Inglaterra para ver el gran duelo, sin importarles tener que recorrer kilómetros atravesando barrizales. Para todos aquellos que lo hicieron mereció la pena, porque el Cribb-Molineaux pasará a la historia como uno de los más fieros combates, en el que ambos gladiadores se ganaron la inmortalidad. Un duelo titánico, según los asistentes, pero también envuelto en misterios e irregularidades, con versiones incompletas e incluso contradictorias. Tal vez, a pesar de tener una mentalidad más abierta y liberal que la que existía en América en ese momento, Inglaterra no estaba aún preparada para tener como campeón a un negro norteamericano entrenado y manejado por otro negro norteamericano. Quizá era demasiada carga simbólica, al igual que un siglo más tarde la sociedad estadounidense fue incapaz de convivir con un campeón mundial del peso pesado de raza negra como Jack Johnson.
Molineux tenía en su esquina a Richmond y Tom «Paddington» Jones, mientras que el campeón contaba con la experiencia del excampeón John Gully y la del también prestigioso prizefighter Joe Ward. Los relatos de lo ocurrido en el embarrado ring de 24 pies (7,31 m) coinciden en señalar que fue una intensa batalla bajo la lluvia, de dominios alternos, pero en la que un desarrollo normal de los acontecimientos hubiera culminado con la coronación de Molineaux como nuevo campeón. Pero no fue así. Al menos, dos graves irregularidades impidieron el triunfo del americano. En un momento de superioridad de Molineaux, cuando tenía al campeón sujeto contra las cuerdas, se produjo una invasión del ring que liberó a Cribb de una comprometida situación, lo que provocó una ruptura de las cuerdas que demoró el reinicio del pleito. Además, en el tumulto, el retador negro resultó lesionado en su pulgar izquierdo, que incluso pudo haberse fracturado. Aparte del lógico perjuicio que la lesión le pudo ocasionar, más flagrante y definitiva fue la segunda de las evidentes injusticias. Poco más tarde, tras una nueva caída, el extenuado Cribb no es capaz de recuperarse y acudir a la línea de combate (scratch) en los 30 segundos reglamentarios. Esto tendría que haber supuesto automáticamente el triunfo de aspirante. Pero en ese momento, el astuto Joe Ward, asistente de Cribb, se quejó al árbitro de que Molineaux estaba boxeando con las manos ilegalmente lastradas, es decir que en el interior de sus puños escondía unas balas de fusil, lo que multiplicaba el efecto de sus golpes. En medio de la tangana y del desconcierto, y quizá temeroso de que otorgar la victoria a Molineaux podría desembocar en una incontenible revuelta, el árbitro ordenó que se reanudara el combate. La demora no solo desmoralizó a Molineaux, sino que además se vio afectado mucho más que su rival por el frío y la lluvia, a la que no estaba acostumbrado. Cribb, por el contrario, aprovechó el parón para recuperar el aliento. Tras la reanudación, el inglés logró imponerse a su rival y conseguir la victoria tras 44 rounds disputados en 55 brutales minutos. Inglaterra respiró y Cribb fue elevado, aún más, a la categoría de héroe por su innegable esfuerzo. Aun así, quedo en el aire la sensación de que el desarrollo del combate había sido un atentado contra el tradicional fair play británico. Gran parte de la prensa, como si compartieran el sentimiento de culpa o vergüenza, pasaba de puntillas por el incidente. Pero hasta el gran excampeón Daniel Mendoza, presente en Copthall Common, escribió años más tarde que Molineaux ganó tres veces este combate y explicaba que la turba que invadió el ring lo hizo para proteger las grandes cantidades que se habían apostado por la victoria del de Bristol.
De forma inmediata, con la clara huella de Richmond, Molineaux solicitó públicamente la revancha a través de una carta a los medios. Quizá por no exasperar los ánimos, incidía en que su derrota se debió en parte a las condiciones meteorológicas que le afectaron en gran manera. Mientras esperaban y seguían presionando a Cribb, Richmond y Molineaux iniciaron una exitosa gira por varias ciudades inglesas realizando exhibiciones de sparring. Su fama era global y allá donde iban gran número de asistentes pagaban gustosamente por ver en directo a los profesores de ébano. Cinco meses después de su controvertida derrota ante Cribb, Molineaux volvía a subirse al ring. Su reputación había crecido y más de 10.000 espectadores se acercaron a ver su victoria ante William Rimmer en 21 asaltos. En este combate, y por segunda vez consecutiva, se producirá una invasión multitudinaria del ring justo cuando Molineaux había puesto fuera de combate a su rival. Tras una pausa de más de veinte minutos, vitales para la recuperación de Rimmer, se decidió proseguir un combate que el norteamericano ya tendría que haber ganado. En cualquier caso, Molineaux prosiguió su trabajo de demolición hasta conseguir, por segunda vez, poner fuera de combate a su rival. Era la segunda vez que ocurría y en esta ocasión la prensa lo reportó sin ambigüedades condenando semejante comportamiento. Aceptar un combate con Rimmer había sido una decisión arriesgada, pero la contundente victoria de Molineaux sirvió para incrementar la presión sobre Cribb y para acrecentar aún más el interés en un nuevo duelo.
Las últimas negociaciones para la ansiada revancha tuvieron lugar el 8 de junio en el pub de Richmond, el Horse and Dolphin, donde se reunieron miembros de los dos equipos, además de los más notables componentes de The Fancy. Una de las principales exigencias de Richmond fue que el combate se disputara en un ring montado sobre una plataforma elevada, no en el suelo, para dificultar cualquier invasión que pudiera perjudicar a su pupilo, como ocurrió en sus dos últimos enfrentamientos. También pidió que el combate se disputara a más de 100 millas (160,93 km) de Londres. Las exigencias económicas eran grandes y Richmond tuvo que invertir en el reto de Molineaux prácticamente toda su fortuna. Hubo de adelantar 100 guineas cuando se cerró el trato, pero con el compromiso de tener que aportar otras 200 para cubrir definitivamente la cantidad en juego. Además, tendría que costear todos los gastos de entrenamiento, emplear su tiempo en la preparación de su pupilo y, por lo tanto, desatender su negocio mientras estaba fuera. Para poder compaginar estos dos aspectos, entrenamiento y financiación, Richmond montó una gira con Molineaux y con su amigo Tom Belcher, hermano del campeón Jem Belcher, por distintas ciudades. No era lo ideal, pero no había más remedio. Por su parte Cribb, sin ningún tipo de problema de financiación, se tomó este combate más en serio que nunca y volvió a recurrir a los servicios del prestigioso Capitán Barclay, cuya ausencia se notó en el primer duelo con Molineaux. El célebre marchador pedestre fue el encargado de organizar y supervisar un intenso campo de entrenamiento en las Highlands escocesas con el fin de maximizar la fuerza y la resistencia del veterano campeón.
Y por fin llegó el momento esperado, el acontecimiento deportivo que más expectación levantó durante toda la etapa georgiana. De nuevo, toda una nación expectante. El duelo tendría lugar el 28 de septiembre de 1811 en Thistleton Gap, donde se acercaron entre 15.000 y 20.000 espectadores, como era de esperar, mayoritariamente partidarios del inglés. Como asistentes del campeón volvían a estar John Gully y Joe Ward, mientras que Richmond y Bill Gibbons representaban al retador. Cribb, a sus 30 años, lucía un físico impecable, aunque fue Molineaux, de 27, quien consiguió first blood, primera sangre, al abrir una herida en la boca del campeón en el segundo round. El aspirante había empezado bien el combate y atacaba con furia en busca del campeonato y del desquite de una injusta derrota. Cribb, con el rostro ensangrentado y visiblemente inflamado, y a pesar del castigo que recibía, sonreía al público, como tranquilizándolo, pleno de confianza en su legendaria resistencia y capacidad de encaje. Al fin y al cabo, jamás se había entrenado tanto ni se había encontrado en mejor forma física.
Pero, según coinciden las crónicas, es a partir del sexto round cuando el pleito empieza a tomar un nuevo rumbo. Molineaux empieza a dar síntomas de fatiga, acrecentada tras recibir un fuerte golpe de Cribb en la garganta. Jamás se hizo más patente que las grandes batallas se ganan en el campo de entrenamiento. Cribb, confiado y repleto de energía, aumentó la presión. Molineaux sufría y lanzaba ataques a la desesperada, pero el dominio era absoluto del inmisericorde campeón inglés que, en el noveno round, logró acertar con una izquierda al rostro de Molineaux, quien cayó desplomado y con la mandíbula fracturada. El norteamericano no pudo recuperarse para volver a la posición de combate en los treinta segundos reglamentados. El triunfo era para Cribb, quien, sin embargo, y tal vez recordando lo ocurrido en el primer enfrentamiento, levantó su mano derecha como señal de que concedía el tiempo necesario para que Molineaux se recuperase, dándole la oportunidad de proseguir el combate. ¿Era este un acto de deportividad del campeón o simplemente buscaba humillar aún más a su rival? Molineaux, maltrecho y prácticamente llevado en volandas al scratch por Richmond y Gibbons, volvió a caer. De nuevo Cribb le concedió tiempo extra para iniciar el undécimo. Sería el último asalto de este combate que duró tan solo diecinueve minutos. Molineaux, duramente castigado, cayó exhausto. El campeón festejó su triunfo con una danza escocesa como agradecimiento al Capitán Barclay.

Combate de revancha entre Tom Cribb y Tom Molineaux en 1811 en Thistleton Gap. Podemos ver a Bill Richmond en la esquina del norteamericano. Los enfrentamientos entre Cribb y Molineaux fueron los primeros grandes acontecimientos deportivos de carácter internacional. Concitaron la atención de todo el país. Entre 15.000 y 20.000 aficionados lo presenciaron en vivo.
Al día siguiente del combate, Cribb visitó a Molineaux para interesarse por su estado y en su primer discurso público alabó la actitud de su oponente. Expresamente dejó claro que la rivalidad deportiva que había tenido con Molineaux no se debía en ningún caso a motivos de raza sino de nacionalidad y a su deseo de que, blanco o negro, ningún extranjero fuese capaz nunca de arrebatarle el campeonato de Inglaterra. El triunfo de Cribb, que finalmente evitó que el título cayera en manos extranjeras, fue recibido con júbilo por la prensa, poniéndolo como ejemplo de las virtudes combativas y el carácter inglés. Un triunfo que también pasó a formar parte de la cultura popular en forma de canciones y poemas que loaban la actuación del peleador de Bristol. Cribb consolidaba para siempre su condición de héroe nacional. Tras este combate, prácticamente se mantuvo inactivo, aunque no renunció al título hasta 1822. Se centró más en sus negocios con el carbón, a dar clases y, sobre todo, a regentar el Union Arms, el pub que adquirió, en el Haymarket en el centro de Londres.
Por su parte, Richmond atravesó su momento más difícil. Había invertido prácticamente todo lo que tenía para que Molineaux se hiciera con el título. No solo no lo obtuvo su pupilo, sino que la derrota provocó una amarga y definitiva separación entre ambos. Molineaux, probablemente de forma injusta, culpó a Richmond y su preparación de la derrota, sin tener en cuenta el tiempo, el esfuerzo y el dinero que el maestro invirtió en él. En realidad, quien no estuvo a la altura en dedicación y sacrificio en sus entrenamientos fue Molineaux. No deja de ser llamativo que en muchas ocasiones este tipo de cosas sigan todavía ocurriendo en el boxeo más de doscientos años después. Richmond perdió su pub e intentó rehacer su vida con clases, exhibiciones y con combates esporádicos hasta los 55 años. Ayudó y adiestró a otros boxeadores negros, pero ninguno de ellos llegó, ni remotamente, a estar tan cerca de proclamarse campeón como Molineaux. Se aventuró años más tarde con una carnicería, aunque las cosas no irían excesivamente bien. Por su parte, Molineaux se marchó a Escocia y luego a Irlanda y siguió con su carrera hasta 1815 alternando victorias con derrotas. Sin Richmond a su lado y con un marcado deterioro físico provocado por su desmedida afición al alcohol, nunca volvió a ser el mismo. Su declive fue vertiginoso. Tom Molineaux contrajo tuberculosis y murió en Galway con tan solo 34 años.
Con el tiempo, aunque pudiera resultar paradójico por la agria rivalidad que mantuvieron durante tantos años, Cribb y Richmond empezaron a fraguar una estrecha relación de camaradería y amistad. Participaron juntos en exhibiciones y formaron parte del grupo de púgiles escogido por el excampeón John Jackson para velar por la seguridad en la coronación de Jorge IV. Y según pasaban los años, el vínculo entre los dos rivales, como el de Joe Louis con Max Schmeling más de un siglo después, se iba haciendo cada vez más fuerte. Se veían a menudo y Richmond acudía frecuentemente al Union Arms, al pub de su amigo Cribb a charlar, a reír y a recordar los viejos y buenos tiempos. ¡Con la paliza que se dieron en su día! ¡Con la furia que habían provocado en Richmond los triunfos de Cribb ante su pupilo Molineaux! ¡Con la de veces que se habían enfrentado también desde esquinas opuestas! Muchos de los peleadores de su generación ya habían muerto y ellos mantenían esa especial camaradería como dos de los más sobresalientes peleadores de la era dorada del pugilismo. La del 27 de diciembre de 1829 fue una de esas largas tardes de amistad y nostalgia. A eso de las once de la noche, tras haber pasado la tarde juntos, Cribb y Richmond se despidieron con un abrazo en la puerta del Union Arms. El norteamericano se encontraba de buen humor. A pesar de sus 67 años, edad avanzada en esa época, especialmente para un prizefighter, Richmond seguía luciendo un porte muy distinguido. Toda su vida se había cuidado mucho y era prácticamente abstemio. Sería el último abrazo. De regreso a casa, Richmond sufrió un violento ataque de tos. Su mujer solicitó ayuda, pero cuando llegaron los médicos ya era tarde. Esa madrugada fallecía uno de los más destacados púgiles de toda la era bare-knucle, el que más barreras tuvo que derribar en un inimaginable trayecto que le llevó de ser uno de los esclavos de un reverendo en América a una de las figuras más queridas y respetadas en Inglaterra, el primer negro que consiguió convertirse en estrella del deporte, más de medio siglo antes de que en su propio país de origen se aboliera definitivamente la esclavitud.
En la actualidad, en el lugar exacto donde estaba el Union Arms, muy cerquita de Picadilly Circus, se encuentra el pub que homenajea al antiguo y que lleva por nombre el de Tom Cribb. En él es posible tomarse una cerveza en el mismo sitio en el que se despidieron por última vez con un abrazo Cribb y Richmond. Si estáis en Londres y habéis leído este libro, os pido que lo visitéis y que, solos o acompañados, cerréis los ojos, levantéis la copa y brindéis por la memoria de los Cribb, Richmond, Molineaux, Mendoza, Johnson, Pearce, Gully, Belcher y de todos esos bravos peleadores que protagonizaron una etapa irrepetible en el pugilismo, una auténtica edad de oro, a la vez brutal, heroica y llena de romanticismo.