NOTA DEL AUTOR

Cuando se publique este libro, habrán pasado más de veinticinco años desde que vi por primera vez jugar en una pista de tenis a Roger Federer; veinticinco años llenos de superlativos en los que fui testigo de cómo un joven de quince años se convertía en un hombre excepcional, en uno de los mejores, si no el mejor, tenista de la historia, y en uno de los seres humanos más admirados del planeta. Habiendo podido seguir su extraordinaria vida y su carrera durante tanto tiempo, y tan de cerca como solo un periodista podría soñar, hoy puedo decir que he sido muy afortunado. A veces parecía irreal.

El tenis empezó siendo mi segundo amor de niño. Mi primera pasión fue el hockey sobre hielo, mucho antes de descubrir el club de tenis de la pequeña ciudad de Weinfelden, en el noreste de Suiza, donde crecí. El club de tenis tenía tres pistas y estaba situado junto a una cervecería y un pequeño arroyo llamado Giessen. Escondido tras muros y setos, el club tenía un ambiente sofisticado, casi secreto. En aquella época, a principios de los años setenta, el tenis era un deporte para ricos y privilegiados y estoy seguro de que su atractivo crecía por tratarse de un mundo distinto. Puesto que ya era miembro del equipo local de hockey sobre hielo, mis padres no me permitían apuntarme a otro club deportivo. Así que mi hermano Kurt y yo jugábamos al hockey, mientras que mi hermana mayor, Jeannine, se hizo socia del Club de Tenis Weinfelden.

Gracias a ella por fin tenía un motivo para entrar en el club como visitante y así comenzó mi afición por el tenis. Me arrastraba por las gradas de hormigón de la pequeña sede del club para ver jugar a mi hermana y luego me quedaba a ver a los demás entrar en la pista. Les miraba hipnotizado intentando comprender sus técnicas y tácticas, y soñaba con poder bajar allí y jugar.

Mi hermana no tardó en darse cuenta de mis deseos y, de vez en cuando, me prestaba una de sus viejas raquetas con la que yo salía a la cancha de enfrente de nuestra casa para golpear pelotas contra la pared, solo, a corta distancia, pero una y otra vez, hasta que se me aceleraba el pulso, me chorreaba el sudor y mi madre me llamaba para cenar. La raqueta era buena, de madera brillante, con la firma de un tal Stan Smith.

¿Stan Smith? En ese momento era solo un nombre para mí, pero fue el que puso en marcha mi imaginación. ¿Qué sabía yo del mundo del tenis? Nada. En esa época teníamos una televisión en blanco y negro con solo cinco canales, rara vez se emitía deporte en directo y, cuando lo había, solía ser fútbol, esquí o a veces boxeo. Era toda una experiencia cuando la familia se amontonaba en el salón en mitad de la noche, medio dormida, para ver si Muhammad Ali seguía siendo el rey del mundo. El tenis tampoco tenía mucha cobertura en los periódicos, que solo parecían cubrir el fútbol, el hockey sobre hielo, el esquí o la Fórmula 1.

No recuerdo en qué año vi por primera vez Wimbledon en televisión, pero sí recuerdo que me fascinó de inmediato su pista central cubierta de hierba, sus gradas techadas, su idílica y noble disposición y su ambiente. Las imágenes televisadas fueron una revelación para mí: el tenis era importante, tenía seguidores, y Wimbledon me parecía una catedral donde miles de personas, como yo en el TC Weinfelden, observaban totalmente embelesadas el vuelo de las pelotas y la lucha de dos solitarios contrincantes. Era una visión de un mundo que no sabía que existía. Pensaba que si pudiera acudir a un partido en Wimbledon una vez, solo una vez, ya podría morir feliz. Cuando años más tarde me convertí en periodista deportivo, mi primera nota sobre Wimbledon se tituló: «Los dioses del tenis se mudan a su templo».

Hoy, el TC Weinfelden se ha trasladado a las afueras de la ciudad y en su lugar se ha construido una urbanización. ¿Cómo podría haber imaginado, cuando estaba sentado solo en aquellos escalones de hormigón, que mi trabajo me llevaría un día a cubrir los mayores torneos de tenis del mundo desde el borde de la cancha y que el tenis suizo se subiría durante dos décadas a una ola de éxitos?

Cuando empecé a escribir sobre tenis a principios de los años ochenta, me fascinaban los jugadores de la talla de John McEnroe, Boris Becker y Stefan Edberg que levantaron el trofeo dorado en la hierba de Wimbledon. Hasta que Heinz Günthardt alcanzó los cuartos de final en Wimbledon en 1985 —el año del cuento de hadas de Becker— y marcó un gran momento para Suiza y un punto culminante para mí como periodista de tenis. También fue el comienzo del milagro del tenis suizo. Gunthardt tuvo que retirarse a los veintisiete años por problemas de cadera, pero fue el pionero que despertó al tenis suizo de su hibernación. Tras él llegó Jakob Hlasek quien, a finales de los ochenta, sería el primer jugador suizo en situarse entre los diez primeros y clasificarse para el Masters de Nueva York, donde incluso llegó a las semifinales. Después vendría Marc Rosset, el campeón olímpico de 1992, que llegó a la final de la Copa Davis con Hlasek y se convirtió en el primer jugador suizo en alcanzar una semifinal de Grand Slam. Martina Hingis fue ganadora de un Grand Slam a los dieciséis años y consolidó a Suiza como una nación tenística respetada. Ella ganó cinco grandes trofeos individuales y se convirtió en la número uno del mundo más joven de la historia del tenis.

Pero entonces apareció en escena un nuevo jugador masculino: Roger Federer. Después de que Heinz Günthardt llegara a los cuartos de final de 1985, parecía un sueño casi imposible de imaginar que algún día un jugador suizo pudiera estar entre los diez primeros del mundo o llegar a una final de Grand Slam. Ni hablar de ganarla…

¿Cómo podría haber imaginado entonces que un compatriota se plantaría un día en la Cancha Central como campeón, para luego batir un récord tras otro y proporcionarnos lágrimas y triunfos una y otra vez? No solo eso, sino que además sería uno de los mayores embajadores que ha visto este deporte. Es casi surrealista pensar que Stan Wawrinka haya ganado tres Grand Slams y aun así sigue estando a la sombra de su compatriota.

Esta biografía es mi segundo libro sobre Federer. La versión original en alemán, Das Tennisgenie. Die Roger Federer Story, se publicó por primera vez en 2006 y se ha traducido y actualizado varias veces. En la edición más reciente, el libro termina después de su decimoséptimo título de Grand Slam en Wimbledon en 2012. Cuanto más tiempo pasaba, más claro parecía que su próximo capítulo sería la retirada.

Incluso los dioses del tenis debieron quedar impresionados por la determinación de Federer. Y así, a una edad en la que la mayoría de la gente se ha retirado hace tiempo, le dieron un regreso que ni siquiera él podría haber imaginado, le permitieron volver a compartir éxitos de cuento de hadas y reescribir la historia del tenis. Esto me dio la motivación para escribir una biografía sobre él desde cero. Ahora estaba claro que uno o dos capítulos más no serían suficientes para hacer justicia a las últimas etapas de su carrera, su vida y su importancia para el tenis. Habían pasado demasiadas cosas en los diez años o más transcurridos desde mi primer libro y ese nuevo material podía analizarse y clasificarse ahora con mucha más claridad.

Federer siempre ha facilitado la vida a los periodistas con su franqueza y accesibilidad. Le doy las gracias, aunque al final no haya participado activamente en esta biografía. Lo entiendo perfectamente: o se involucra en algo con pleno compromiso o no participa. Esta franqueza hace que trabajar con él sea tan agradable. Mi agradecimiento también a sus padres Lynette y Robbie y a su equipo; a Severin Lüthi, Pierre Paganini y a Tony Godsick, que, al igual que Federer, sabe tomarse todo con humor. Mi agradecimiento a los innumerables entrevistados que estuvieron dispuestos a compartir sus experiencias y conocimientos conmigo y que han contribuido a hacer de todas esas semanas, meses y años en el circuito de tenis un viaje inolvidable. Muchas gracias a Peter Burns, de la editorial Polaris, que ha hecho posible esta traducción; a mi buena amiga Alix Ramsay, que ha perfeccionado esta versión en inglés con su clase, conocimiento y habilidad; y a la editorial Piper de Múnich, especialmente a Anne Stadler, Angela Gsell, Elisabeth Wiedemann y Steffen Geier. Y, por último, mi mayor agradecimiento a mi maravillosa familia, a Eni y Jessica, que siempre aceptan sin rechistar que justo cuando acabo de vaciar la maleta la haga de nuevo para grabar la siguiente etapa del viaje de Federer.

René Stauffer

Müllheim, Suiza

Marzo 2021