Introducción
Los Herméticos de los que trata este libro pueden ser definidos como «aquellos escritos en griego y latín que contienen enseñanzas religiosas o filosóficas atribuidas a Hermes Trismegisto». No tiene mayor importancia que digamos «religiosas» o digamos «filosóficas»; los escritores en cuestión enseñaron doctrinas filosóficas, pero valoraron estas doctrinas solo como medios o ayudas para la religión.
Aparte de estos, hay otra clase de documentos cuyo contenido también es atribuido a Hermes Trismegisto; a saber, escritos relativos a astrología, magia, alquimia y formas relacionadas con la pseudociencia. Pero en el carácter de su contenido estos últimos difieren fundamentalmente de los primeros. Las dos clases de escritores coincidieron en atribuir a Hermes lo que escribieron, pero nada más. Poco o nada tuvieron que ver los unos con los otros; fueron de un calibre mental muy diferente; y en la mayoría de los casos es muy fácil distinguir a simple vista si un documento dado debe asignarse a una clase o a la otra. Estamos, pues, justificados al tratar los Herméticos «religiosos» o «filosóficos» como una clase aparte, y, para nuestro propósito presente, ignorar la masa de basura que entra bajo el otro encabezado.
¿Por qué tipo de gentes, y en qué circunstancias, fueron escritos nuestros Herméticos? Esta pregunta puede responderse del siguiente modo. Existieron en Egipto, bajo el Imperio romano, hombres que habían recibido alguna instrucción en filosofía griega, y especialmente en el platonismo del periodo, pero que no se hallaban satisfechos con aceptar y repetir los dogmas tradicionales de las escuelas filosóficas ortodoxas, y que buscaban construir, sobre la base de una doctrina platónica, una religión filosófica que satisfaciera mejor sus necesidades. Ammonio Saccas, el instructor egipcio del Plotino egipcio, debe de haber sido un hombre de este tipo; y existieron otros más o menos como él. Estos hombres no compitieron abiertamente con las escuelas de filosofía establecidas, ni trataron de fundar por cuenta propia una nueva escuela de líneas similares; sino que, aquí y allá, uno de estos «buscadores de Dios» reunía en torno a él un pequeño grupo de discípulos, y trataba de comunicarles la verdad en la que había encontrado la salvación para sí mismo. La enseñanza debe de haber sido ante todo oral en estos pequeños grupos, y no basada en textos escritos; debe de haber consistido en charlas privadas o íntimas del instructor con un solo discípulo, o con dos o tres discípulos como mucho. Pero, de vez en cuando, el instructor ponía por escrito la esencia de una charla en la que se explicaba algún punto de importancia primaria; o quizá un discípulo, tras una charla de esta índole con su instructor, escribía cuanto pudiera recordar de ella; y una vez registrada, el escrito sería pasado de mano en mano dentro del grupo, y de un grupo a otro.
Algunos de esos escritos han llegado hasta nosotros, y estos son nuestros Herméticos. Los Herméticos son archivos cortos, la mayoría de pocas páginas, que contienen charlas como las que he descrito, o charlas similares imaginadas por el escritor, y sin duda conforme al modelo de las que realmente tuvieron lugar.
Pero si los Herméticos son eso, ¿cómo es que, comúnmente, se los ha considerado como algo muy diferente? Ello fue el resultado del hecho de que en estos escritos los nombres dados al instructor y a los alumnos son ficticios. El instructor, en la mayoría de los casos, es llamado Hermes Trismegisto, y el alumno Tat, Asclepio (Esculapio) o Amón.
¿Cuál fue la razón para ello? ¿Por qué estos escritores prefirieron llamar a los tratados que escribieron «Discursos de Hermes Trismegisto», y componer diálogos en los que hacían hablar a Hermes como instructor, en vez de escribir en su propio nombre, diciendo en su propia persona aquello que querían decir? El motivo debe de haber sido similar al que hizo a un judío escribir un Libro de Daniel, o un Libro de Enoc, en vez de un libro propio. En el periodo helénico, y bajo el Imperio romano, el vigor del pensamiento independiente, tan conspicuo entre los griegos de siglos pasados, se había difuminado. Había una tendencia creciente a apoyarse en la autoridad y en la tradición; y entre quienes se hallaban interesados en la filosofía, el hombre que era «nullius addictus iurare in verba magistri» se convirtió cada vez más en la excepción. Es verdad que al mismo tiempo había una gran tendencia al sincretismo; es decir, que hombres de diferentes escuelas filosóficas estaban dispuestos a tomarse prestados unos a otros sus pensamientos; pero esto, en su mayor parte, significaba poco más que el que un hombre reconociera la autoridad de dos o más maestros en vez de uno solo, e hiciera cierto intento por fusionar o reconciliar las enseñanzas de esos maestros. Los nombres de los grandes maestros de tiempos anteriores (Platón, Pitágoras y otros) eran venerados de forma casi supersticiosa; y se confeccionaban listas en las que se trazaba la sucesión de los discípulos de esos grandes instructores, afirmándose que A había aprendido de B, y B de C, y así sucesivamente. Se pensaba que todos deberían haber aprendido de cualquier otra sabiduría anterior; la gente apenas creía que alguien pudiera toparse con una verdad pensando por sí mismo. Y los propios grandes maestros llegaron a ser tratados de forma similar. Comúnmente se sostenía que Platón había aprendido de Pitágoras; y surgió el deseo de obtener acceso directo a las fuentes de las que Platón había sacado su filosofía. En Platón uno obtenía la sabiduría de Pitágoras de segunda mano; sería aun mejor poder obtenerla de primera mano. Debe de haber sido en respuesta a esta demanda la forma en que se crearon (principalmente entre el 100 a. C. y el 100 d. C.) grandes números de escritos pseudónimos atribuidos a este o aquel antiguo pitagórico —o en algunos casos al mismo Pitágoras, a pesar del hecho constatado de que Pitágoras no ha dejado ningún escrito.
Pero Pitágoras, a su vez, debe de haber aprendido de alguien más. ¿De quién obtuvo él su sabiduría?
Una respuesta a esta pregunta la ofrecieron los griegos residentes en Egipto, o egipcios que habían adquirido una cultura griega. Durante mucho tiempo se había aceptado como un hecho histórico conocido que tanto Pitágoras como Platón estudiaron en Egipto. Debieron de haber estudiado en las escuelas de los sacerdotes egipcios. ¿Y qué se enseñaba en estas escuelas? Nadie, excepto los sacerdotes mismos, sabían lo que se enseñaba en ellas; los sacerdotes tenían buen cuidado de mantener ese conocimiento para sí mismos. Todo lo que la concurrencia ajena sabía al respecto es que los sacerdotes tenían en sus manos una colección de libros antiguos, que se decía habían sido escritos por el dios Toth, el escriba de los dioses e inventor del arte de la escritura. Algunos de esos libros nos son conocidos hoy en día —por ejemplo, el «Libro de los Muertos», y otros de carácter similar; y tal vez nos parezca extraño que alguien pudiera llegar alguna vez a imaginar que contuvieran una filosofía profunda. Pero en aquellos tiempos nadie, salvo los sacerdotes, tenía acceso a ellos; y si un griego lo hubiese tenido, no habría podido sacar nada de ellos, al estar escritos en un código y una lengua desconocidos. Aquello que era conocido de tan pocos debía, así se pensaba, ser algo muy elevado y sagrado. De todo esto dedujeron que Pitágoras y Platón habían obtenido su sabiduría de los sacerdotes de Egipto, y que los sacerdotes de Egipto la obtuvieron de sus libros sagrados, que eran los libros de Toth.
Los griegos, desde los tiempos de Herodoto o incluso antes, se habían acostumbrado a traducir como Hermes el nombre divino egipcio de Toth. En época posterior distinguieron este Hermes egipcio del Hermes de Grecia, a base de añadir al nombre una traducción de un epíteto que era aplicado por los egipcios a su dios Toth, y que significaba «muy grande»; y en lo sucesivo llamaron a este personaje (ya fuera considerado como un dios, o como un hombre) Hermes Trismegisto, y a los libros egipcios atribuidos a él «los escritos de Hermes Trismegisto».
De aquí que hombres como aquellos de los que he hablado, pensadores poco conocidos y casi solitarios, llegaron a escoger Hermes Trismegisto como el nombre más conveniente a su propósito, y en sus escritos dieron como enseñado por Hermes lo que realmente era su propia enseñanza. Estos hombres estaban enseñando la que tenían por verdad suprema y esencial a la que apuntaba la filosofía griega; y se daba por sabido que la filosofía griega se derivaba de los libros egipcios de Hermes, en donde se enseñaba dicha verdad esencial. Siendo esto así, aquello que escribieron podría por igual atribuirse tanto a Hermes como a sus verdaderos autores; y haciéndolo de esta forma, sus escritos adquirirían el prestigio unido a aquel gran nombre. Un escrito al que se prestaría poca atención si solo portara el nombre de un oscuro Ammonio, tendría más peso si manifestase revelar la enseñanza secreta de Hermes Trismegisto.
Algunos de los instructores de los que he hablado deben de haber sido los primeros en haber inventado este artificio; otros, a cuyas manos pasaron sus escritos, fueron impulsados por motivos semejantes a seguir su ejemplo; y en poco tiempo el diálogo o discurso hermético se convirtió, en ciertos círculos de Egipto, en la forma establecida de escribir sobre estos temas.
No ha de suponerse necesariamente que los autores de los Herméticos tratasen de engañar a sus lectores, no más que Platón cuando escribió diálogos en los que a Sócrates se le hacía decir cosas que Sócrates nunca había dicho. Es posible que los escritores, o al menos algunos de ellos, no pretendiesen o esperasen engañar a nadie, y que, dentro del estrecho círculo de lectores a los que estaba destinado originalmente cada uno de estos escritos, nadie se engañara. Pero cuando el documento pasó más allá de las fronteras de ese círculo y cayó en manos de otros, esos otros, en cualquier caso, y con toda probabilidad, lo entenderían literalmente, creyendo encontrarse ante un registro genuino y fiable de cosas dichas por un antiguo sabio de nombre Hermes Trismegisto, o una traducción al griego de cosas que habían sido escritas en lengua egipcia. Y esto es lo que creyó comúnmente la gente que conocía tales escritos, durante unos mil trescientos años, desde los tiempos de Lactancio hasta los de Casaubon. Pueden haber, quizá, algunos que todavía lo crean así.
¿Qué tipo de persona era este Hermes Trismegisto? ¿Fue un hombre o un dios? Si a uno de los escritores Herméticos se le hubiese planteado dicha pregunta, creo que habría respondido de esta guisa: «Hermes fue un hombre como tú y como yo —un hombre que vivió en Egipto hace mucho tiempo, en tiempos del rey Amón. Pero fue un hombre que alcanzó la gnosis (esto es, el conocimiento de Dios, pero un tipo de «conocimiento» que involucra la unión con Dios); y fue el primero y más grande instructor de la gnosis. Falleció, como fallecen los demás hombres; y tras su muerte devino un dios —igual que tú y yo también, si alcanzamos la gnosis, devendremos dioses tras nuestra muerte. Pero en los diálogos que yo escribo, y en los que escriben otros como yo, y en los que hacemos hablar a Hermes como instructor, lo representamos como hablando a sus pupilos en el tiempo en que vivía sobre la tierra; y en aquel tiempo era un hombre».
Comparando los Herméticos con otros escritos del periodo sobre los mismos temas, encontramos dos cosas «conspicuas por su ausencia» en estos documentos. En primer lugar, los escritores herméticos no reconocen ninguna Escritura inspirada e infalible; y no hay, para ellos, ningún texto escrito a cuyas palabras deba amoldarse todo lo que dicen. No están por tanto obligados, como lo estuvieron el judío Filón, y cristianos como Clemente y Orígenes, a conectar su enseñanza a cada paso con documentos escritos en otros tiempos y para otros fines, y a mantener, como judíos y cristianos se vieron impulsados a hacer, que cuando el escritor inspirado dijo una cosa quería decir otra. De aquí que cada uno de los hermetistas era libre de partir de cero, y de pensar las cosas por sí mismo: libre en un sentido en el que judíos y cristianos no eran libres, e incluso los instructores profesionales de la filosofía pagana, muy ocupados en explicar y comentar los escritos de Platón, Aristóteles o Crisipo, hicieron relativamente poco uso de la libertad de que disponían. Exonerado de esta sujeción al pasado, un hermetista podía ir directo al grano, libre de la acumulación de estorbos que obstaculizaban a otros; y esto hacía que le fuera posible condensar en el espacio de unas pocas páginas todo lo que encontraba necesario escribir. De aquí que haya en los Herméticos un estilo directo y una simplicidad de afirmación como no ha de encontrarse en otros escritos teológicos del tiempo, sean paganos, judíos o cristianos. No quiero con ello decir que haya mucho de original en las doctrinas que se enseñan en los Herméticos; los escritores estaban bastante predispuestos a aceptar sugerencias de otros (principalmente de los platónicos), y hay poco en estos documentos que no haya sido pensado antes por alguien más. Pero si un hermetista ha adoptado de otros sus creencias, son, no obstante, sus propias creencias; y su escrito no es una mera repetición de fórmulas tradicionales. Puede haber aceptado el pensamiento de otra persona, pero lo ha repensado de nuevo, y sentido su verdad en su propia persona. Algunos, al menos, de los escritores Herméticos se creyeron «inspirados por Dios». Hablan del nous divino de modo muy semejante a como un judío o un cristiano podría haber hablado del Espíritu de Dios. Es el nous que ha penetrado en el hombre el que le dice lo que necesita saber; y el yo verdadero o más elevado del hombre es idéntico o consustancial con ese nous divino. «Piensa las cosas por ti mismo», dice un hermetista, «y no te extraviarás».
Y una segunda cosa que ha de advertirse es la ausencia de teúrgia, es decir, de ritualismo o sacramentalismo. La noción de la eficacia de los ritos sacramentales, que llenó un lugar tan grande, tanto en la religión de los cristianos como en la de los aderentes a los cultos de misterios paganos, está ausente (con excepciones bien insignificantes) a lo largo de estos Herméticos. El escritor del Corp. XI (ii), por ejemplo, dice: «En todas partes vendrá Dios a tu encuentro». No dice que Dios vendrá al encuentro de un hombre en ritos de iniciación como los de Isis o Mitras o en el agua del bautismo, o en el pan y el vino de la eucaristía cristiana; lo que dice es: «Dios vendrá a tu encuentro en todas partes», en todo lo que ves y en todo lo que haces.
¿En qué fecha fueron escritos los Herméticos? Las evidencias externas (reunidas en los Testimonios) prueban que en torno al 207-13 d. C. algunos Herméticos del mismo carácter que los nuestros ya se hallaban entonces en vigor y al alcance de los lectores cristianos; y que en el año 310 d. C., o alrededor de él, la mayoría de los Herméticos que conservamos, si no todos, se hallaban en circulación, así como muchos otros que han desaparecido.
Con respecto a todos los restantes Herméticos no podemos decir nada, excepto del carácter de las doctrinas que en ellos se enseñan. ¿Qué puede inferirse de ello?
Había un sistema de filosofía o teología hermética, no un cuerpo único de dogmas fijos; cada uno de estos numerosos escritores tenía su propia manera de pensar, y observaba las cosas desde su propio punto de vista; y hay amplias diferencias entre las enseñanzas de un libelo y otro. Pero subyacente a todas estas diferencias existe una cierta similitud general, como la que resultaría de manera natural de una preparación similar en un entorno común.
En primer lugar, la influencia de Platón (y del Timeo más que de ningún otro diálogo de Platón) es manifiesta en casi cualquier página. La mayoría de los hermetistas no eran probablemente muy dados a la lectura (lo que podría deducirse del hecho de que en su enseñanza se apoyaban mucho más en la charla que en los libros), y puede ser que algunos de ellos nunca hubieran leído una sola línea de los propios escritos de Platón; pero de un modo u otro, bien por asistir a las conferencias públicas de los instructores profesionales de filosofía, o por la discusión privada con hombres que sabían de estas cosas, se habían embebido de las doctrinas fundamentales del tipo de platonismo que era corriente en sus tiempos.
Pero este platonismo preponderante es modificado, en varios grados, por la infusión de un ingrediente estoico. Términos y concepciones derivados de la física o la cosmología estoicas se encuentran en la mayoría de los libelos. Ahora bien, el platonismo modificado por la influencia estoica —el tipo de platonismo sincretista que encontramos en Filón, por ejemplo— no se hallaba y no podía haberse hallado vigente en lugar alguno mucho antes del siglo I a. C. No puede haberse producido tal fusión de doctrinas durante el periodo de escepticismo de la escuela platónica, donde académicos como Carneades se hallaban en guerra declarada contra el dogmatismo de los estoicos. No fue sino hasta que esa pendencia desapareció, cuando el escepticismo de la Academia fue reemplazado por una forma más positiva de enseñanza platónica; y fue solo entonces cuando los platónicos empezaron a estoicizar, y los estoicos a platonizar. Este nuevo comienzo puede fecharse, sin precisar con detalle, alrededor del 100 a. C. Entre los estoicos que platonizaban, el nombre más sobresaliente es el de Posidonio, que escribió entre el 100 y el 50 a. C.; y en algunos de los Herméticos puede verse claramente la influencia de Posidonio. Cualquier propuesta para situar la fecha de los Herméticos antes del 100 a. C. puede, por consiguiente, ser desechada. No es solo probable, sino seguro, que la verdadera fecha sea posterior a esa.
Pero ¿cuánto más tarde? Si deseamos responder a esa pregunta, no debemos contentarnos con hablar acerca de los Herméticos en general; debemos examinar los libelos uno por uno, y tratar de descubrir, con respecto a cada uno de ellos por turno, qué fecha es indicada por los detalles de afirmación doctrinal que encontramos en ese documento concreto. Eso es lo que he tratado de hacer. Las deducciones extraídas de datos de este tipo deben ser inevitablemente imprecisas; pero la conclusión a la que he llegado es esta: que los Herméticos que han llegado hasta nosotros fueron escritos en su mayoría, si es que no todos, en el siglo III d. C. Algunos de ellos pueden haber sido escritos hacia finales del siglo segundo; pero probablemente ninguno en fecha tan temprana como el siglo primero. Y esta conclusión, extraída de los contenidos doctrinales de los documentos, concuerda con la fecha del 270 d. C. que es indicada por la profecía del Ascl. Lat. III, y no se halla en desacuerdo con las evidencias externas.
Hasta aquí, he hablado solo de doctrinas derivadas de la filosofía griega. Eso incluye casi todo lo que estos documentos contienen; pero no todo estrictamente. Hay, en algunos de los libelos, cosas que pueden o deben de haber dimanado de alguna otra fuente. Pero son de importancia subordinada.
En primer lugar, puede preguntarse si hay algo en los Herméticos que se derive de la religión nativa de Egipto. Por lo que respecta a las afirmaciones definidas de doctrina, hay muy poco. Con la excepción del mero armazón y escenario de los diálogos —los nombres de Hermes Trismegisto, Amón, etc., y las menciones a unos pocos hechos supuestos que se relacionan con dichos nombres—, apenas hay nada de lo que pueda afirmarse sin lugar a dudas que es de origen egipcio nativo. De vez en cuando aparece una forma de expresión, o un modo de poner las cosas, que no es como aquellos a los que estamos acostumbrados en los escritos filosóficos griegos; y en algunos de estos casos parece posible que lo que el escritor dice le fuera sugerido por frases que estuvieran en uso en los cultos egipcios. Por ejemplo, en algunos de los Herméticos encontramos la afirmación de que Dios se autoengendra; de que Dios está oculto; de que Dios es innombrable, y, sin embargo, tiene innumerables nombres; que Dios es bisexual; que Dios es vida, y la fuente o el autor de toda vida; y así sucesivamente. Semejanzas con estas afirmaciones pueden encontrarse en documentos egipcios nativos; y en cada uno de estos casos es posible que el escritor obtuviera la noción a partir de una fuente egipcia; pero es igualmente verosímil que le llegara de algún otro lugar. E incluso si en tales puntos concedemos a Egipto el beneficio de la duda, el ingrediente egipcio de la doctrina hermética no deja de ser relativamente pequeño en cantidad; la mayor parte de ella se deriva incuestionablemente de la filosofía griega.
La influencia egipcia, sin embargo, puede haber sido muy relevante en otro sentido; puede haber afectado al espíritu o actitud de los escritores. Algunos de estos hombres, quizá casi todos, eran de raza egipcia, aunque griegos en educación; y hay en algunos de sus escritos un fervor e intensidad de emoción religiosa, culminantes en un sentido de unión completa con Dios, o de absorción en Dios, como difícilmente puede hallarse en los escritos filosóficos griegos, hasta que llegamos a Plotino, que era, él mismo, egipcio de nacimiento y formación. Es cierto que en Platón también había algo de «misticismo», si puede llamársele así a ese estado de ánimo o de sentimiento; pero en él había también mucho más, hasta el punto de que los pasajes de sus escritos en los que se encuentra esta expresión son relativamente escasos y espaciados. Y a veces algo del mismo estilo puede decirse también de la mayoría de los seguidores de Platón en tiempos posteriores (hasta que llegamos a Plotino); gentes como Plutarco, por ejemplo. Numenio (que era sirio) puede haber sido más como los hermetistas; pero de él solo poseemos cortos fragmentos. Puede haber habido algo más parecido al fervor religioso de los escritores Herméticos en algunos de los cultos de misterios griegos, y más aún en cultos de misterios foráneos adoptados por los griegos, especialmente el de Isis (que también era de origen egipcio). Pero los devotos de dichos cultos se hallaban, en su mayor parte, a un nivel intelectual muy inferior al de los hermetistas, y su devoción hacia los dioses que adoraban se hallaba inextricablemente entremezclada de ritos sacramentales y operaciones quasi mágicas de los que los instructores Herméticos se mantuvieron alejados. Y cuando comparamos a los hermetistas con los escritores griegos de filosofía de quienes obtuvieron sus doctrinas, encontramos que es precisamente esta mayor intensidad de fervor religioso la que los señala como diferentes. Me inclino a pensar que es esta tónica o sentimiento el elemento distintivo egipcio en los Herméticos. Lo que tenemos en ellos es el efecto producido por la filosofía griega cuando fue adoptada por hombres de temperamento egipcio.
En segundo lugar, ¿hay algo de origen judío? Hay, indudablemente, algo de esto; pero no mucho. En Corp. I (el Poimandres), y en la corta obra Corp. III, se muestra claramente un conocimiento del comienzo del Libro del Génesis. Más aún, el Corp. I contiene una doctrina derivada de especulaciones judías sobre Adán, y muestra, en algunas expresiones, estrechas semejanzas con Filón. En el escritor de ese documento se aprecia sin duda la influencia judía. Pero ese libelo difiere mucho del resto de los Herméticos; no hay motivo para suponer que la mayoría de los hermetistas lo hubieran visto nunca, o hubieran oído hablar de él; y no creo que fuera atribuido a Hermes por su autor.
En el resto de los Herméticos encontramos, de vez en cuando, poco más que un término o una frase aislados que parezcan ser de origen judío; esto es, apenas más de lo que cualquier pagano podría haber captado de charlas ocasionales con judíos, o leyendo el primer capítulo del Génesis, que probablemente fuera conocido por muchos paganos de aquel tiempo como un interesante espécimen de cosmogonía bárbara.
En tercer y último lugar, ¿se ha tornado algo prestado a los cristianos? Con respecto a esto, mi respuesta es que no he conseguido encontrar en las doctrinas enseñadas nada que fuera de origen cristiano —con la posible excepción de la doctrina del renacimiento en Corp. XIII. Ese es el único libelo que conservamos en el que aparezca la noción del renacimiento; y su autor (o el autor de un Hermético anterior al que hace referencia) puede haberla cogido de una fuente cristiana; pero no puede decirse con seguridad que así lo hiciera.
Dejando eso de lado, no puedo encontrar nada en las doctrinas enseñadas que derive del cristianismo. Los hermetistas no tenían un Cristo, ni un equivalente para Cristo. Hermes no es nada de ese tipo; es meramente un hombre y un instructor, y difiere de otros instructores humanos solamente en grado. Algunos de los hermetistas hablan de un «segundo Dios», y le aplican frases que recuerdan algunas de las aplicadas por los teólogos cristianos a la segunda Persona de la Trinidad cristiana. Pero este «segundo Dios» de los hermetistas es el Cosmos (o, en algunos pocos casos, Helios); y cuando los escritores herméticos llaman al Cosmos «hijo de Dios» e «imagen de Dios», están siguiendo una tradición derivada del Timeo de Platón y no del Nuevo Testamento. (Hay también unos pocos pasajes Herméticos en los que aparece un hipostasiado logos de Dios; pero en tales casos la fuente es judía, no cristiana). El «segundo Dios» de los hermetistas difiere fundamentalmente del Cristo de los cristianos en esto: que no es un Salvador de la humanidad. No hay en los Herméticos traza alguna de un «Salvador» en el sentido cristiano, esto es, de una Persona divina o supracósmica que haya bajado a la Tierra para redimir a los hombres, haya retornado al mundo superior, y que se llevara a sus seguidores a morar allí con él. Los hermetistas podrían hablar de salvación; era la salvación lo que buscaban, y lo que sostenían haber encontrado; pero no hablaban de un Salvador como el que adoraban los cristianos. Según su doctrina, es por la operación del nous divino del hombre como este es salvado; y el nous divino nunca encarnó sobre la Tierra.
Los escritores herméticos debieron, por supuesto, haber sabido muy bien que el cristianismo existía. Algunos pueden haber conocido poco acerca de su significado interno, y quizá hayan pensado en los cristianos como uno de los diversos tipos de gentes incluidas bajo el término general de asebeis o atheoi, pero tanto si sabían mucho del cristianismo como si sabían poco, lo ignoraron en sus escritos. Hay, en verdad, un documento hermético, Ascl. Lat. III, cuyo escritor habla del cristianismo (sin nombrarlo), pero habla de él como de un enemigo mortal, y prevé su victoria venidera sobre los cultos paganos con intensa preocupación y horror. Hay también, en Corp. IX, un comentario de pasada que probablemente se refiera a los cristianos, e igualmente implica que son enemigos. Pero estos dos ejemplos son un caso excepcional; y los hermetistas, en general, parecen haber considerado al cristianismo como algo demasiado odioso para hablar de ello, o como una cosa demasiado despreciable como para ser digna de mención.
Parecería casi, por consiguiente, que si hubo algún préstamo fue en la otra dirección. ¿Tomaron los cristianos algo de los hermetistas? Pero «préstamo» difícilmente sea la palabra correcta. No ha de suponerse que la Iglesia cristiana tomara este o aquel dogma de los hermetistas, o de cualesquiera otros paganos. Y, sin embargo, la Iglesia cristiana cogió mucho, pues cogió a los hombres mismos. Si no los propios autores de los Herméticos, la mayoría de sus hijos o nietos o bisnietos, y la mayoría de sus discípulos, o los discípulos de sus discípulos, deben de haberse convertido al cristianismo, como hicieron la mayoría de los paganos por aquel tiempo. Algunos pueden haberse mantenido al margen, aferrados al paganismo; y los resultados hacia los que tendió la enseñanza de tales hombres puede verse en Plotino y en sus sucesores neoplatónicos. ¿Y qué significó eso? En algunos aspectos el cambio no sería grande. El hermetista, al volverse cristiano, no tendría demasiado que olvidar. Si uno fuera a resumir la enseñanza hermética en una sola frase, no puedo pensar en ninguna otra capaz de servir mejor a este propósito que la frase «Benditos los puros de corazón, pues ellos verán a Dios». En esa medida, al menos, el hermetista no tuvo nada nuevo que aprender del catecismo cristiano. Se había acostumbrado a aspirar a la unión con Dios, y a sostener que «odiar nuestro cuerpo» es el primer paso en el camino hacia el cumplimiento de dicha aspiración; y cuando vuelva a él, un poco más tarde, transformado en un eremita cristiano en el desierto egipcio, encontramos que todavía es de la misma opinión. Por otra parte, el converso tendría que aceptar, por añadidura a las doctrinas que ya sostenía, algunas otras que eran nuevas y extrañas para él; se le diría que en lo sucesivo debía creer en un Salvador que se había «hecho carne»; y tendría que admitir la eficacia de ciertos ritos sacramentales, y la infalibilidad de ciertos escritos, y cosas parecidas.
Pero hemos de considerar no solo lo que la conversión al cristianismo significó para los mismos hermetistas, sino también cuáles fueron los efectos producidos por su conversión en el cuerpo de la cristiandad al que se incorporaron. Y es aquí, precisamente, donde ha de buscarse la influencia de la enseñanza hermética sobre la cristiandad. Por mucho que estos hombres puedan haber «nacido de nuevo» en el bautismo cristiano, tienen que haber retenido, bajo formas alteradas, muchos de sus arraigados modos de pensar y de sentir, y tienen que haber inculcado algo de esto en aquellos que en lo sucesivo serían sus colegas cristianos. Hasta donde su influencia llegó, habría una tendencia a subrayar esas facetas o aspectos de la doctrina cristiana y de la vida cristiana que se hallaban más estrechamente de acuerdo con la enseñanza hermética. Y aunque los instructores herméticos y sus seguidores tienen que haber sido pocos en número en comparación con la masa de cristianos egipcios, su influencia puede haber sido mucha mayor en proporción que su número; pues eran los hombres que habían demostrado mayor celo por la religión como paganos, y seguirían teniendo todavía mucho de ese celo. Hombres de la talla de estos instructores tienen que haber sido prominentes entre quienes establecieron la tónica en los monasterios cristianos que surgieron en Egipto en el siglo cuarto, y asumieron el liderazgo en los debates sobre cuestiones de la teología cristiana en Alejandría. Y en ese sentido podría decirse que en los Herméticos obtenemos una vislumbre de los muchos talleres en los que se dio forma a la cristiandad.
WALTER SCOTT