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Asúnsolo, una hermosidad corporada

“Asistirá mister Oscar Wilde.” En el pico de fama del autor irlandés, al calce de invitaciones para tertulias de té y reuniones popof aparecía esa leyenda contundente: la presencia del dandy garantizaba un encuentro digno de mención. Bueno, pues afirma Fabienne Bradu que durante las décadas de los treinta, cuarenta y parte de los cincuenta, la mecenas del arte María Asúnsolo era el equivalente mexicano de Wilde. Las fiestas de sociedad y eventos artísticos querían alardear de su presencia.

Fue la mujer más dibujada del siglo XX nacional. Además de Rivera y Siqueiros, posó para María Izquierdo, Raúl Anguiano, Jesús Guerrero Galván, Federico Cantú y su tío, el escultor Ignacio Asúnsolo, además de la lente de Manuel Álvarez Bravo. La suya era una guapura natural que, en palabras de don Quijote, la dejaba retratada en el alma de quien la conocía.

Aunque es incierta la fecha, se cree que nació por 1905, en Missouri, Estados Unidos; decía que siendo niña habían matado a su padre, involucrado con los zapatistas. Lo cierto es que cursó la escuela en Texas, donde también estudiaba su prima, Dolores Asúnsolo López-Negrete, conocida después como Dolores del Río. En los años veinte, María llegó a la Ciudad de México. A un empresario rico, dueño de la joyería La Perla (sobre la que hoy llamamos calle Madero), le pareció ideal una mujer así, preciosa e inteligente, un botón para presumir; ella creyó que casarse le daba independencia. Para 1924 ya era esposa y mamá del pequeño Agustín. Pronto, a la desvergüenza de ser divorciada añadió otra: comenzó con David Alfaro Siqueiros una relación de turbulencia y oleaje violento. Inés Amor, galerista y hermana de Pita Amor [ver capítulo 32], contaba que en 1932 el pintor le pedía dinero prestado para comprarle perfumes a su novia, María. Los quereres de sobresalto les duraron varios años. Un episodio que añadió drama a la historia de pareja ocurrió cuando el exmarido de Asúnsolo le prohibió ver al hijo en común. Entonces Siqueiros raptó al niño, para regresárselo a su madre. Fue un notición: el pintor revolucionario había hecho justicia. El papá del niño no lo vio así, de modo que se llevó al chico a vivir a Alemania; la madre no pudo volver a verlo sino hasta que éste fue casi mayor de edad.

Para mediados de los cuarenta María se mudó a un departamento en Paseo de la Reforma 137. El edificio tenía diez pisos; era uno de los más altos de la ciudad. En ese mismo inmueble instaló poco después la Galería de Arte María Asúnsolo (GAMA), desde la cual apoyó a pintores nacionales y extranjeros. Su manejo del negocio era relajado, relajado: no llevaba registro contable de las ventas ni solicitaba garantías de depósito. Un periódico de la época hizo notar que en la tina del baño de la institución esperaban telas de Izquierdo, Orozco y Rivera, por decir algo.

Además de los artistas, quienes eran recibidos a comer cuando quisieran (y los pobretones querían con impúdica frecuencia), también rondaban a la galerista fans, como el que a diario le hacía llegar un ramo de gardenias. Ella también abría las puertas para huéspedes como la fotógrafa francoalemana Gisèle Freund. En esa época los políticos mexicanos hallaron conveniente invertir en obras de arte. Ya que la operación les daba estatus y les permitía blanquear cuentas dudosas, se dejaban ver con frecuencia por la GAMA, con la cartera abultada. La frente más alta. Así, la galería era epicentro de la vida cultural, artística y política del país.

En 1941 Asúnsolo se inventó llevar una muestra de pintura contemporánea a la provincia. Puebla fue la sede de la Semana Cultural, que presentó conferencias a cargo de nombres de peso completo, como Alfonso Reyes, José Bergamín y Manuel Rodríguez Lozano. La cosa salió tan bien que replicaron el esquema en el extranjero: en 1942 el yate presidencial llevó a La Habana arte contemporáneo mexicano y 50 000 ejemplares para vender en la Feria del Libro. Los periódicos caribeños se fascinaron con la Madame Récamier de rebozo de bolita. Y hablando de calificativos, Neruda la bautizó como la mujer macrocósmica y el dramaturgo Rodolfo Usigli le escribió el poema “La niña de cabellos blancos”, porque encaneció cuando aún era joven. Además, el boliviano José María Velasco escribió la sinfonía María Asúnsolo, estrenada en 1944 por la Orquesta de la UNAM. Así de gustadora era la inteligente.

Un sello particular de ella era el empleo constante del diminutivo: pedía esa cancioncita, brindaba con salucita y se despedía con adiosito. Además, era muy leal a sus amigos (por citar un caso, cuando Izquierdo sufrió una embolia, Asúnsolo le ayudó a reunir dinero), pero usaba el encanto para pedir a los pintores su firma en documentos comunistas, por los que durante un tiempo no les permitían el ingreso a Estados Unidos. Fue el caso de Juan Soriano; por supuesto, él también la retrató.

Durante los años cincuenta cerró la GAMA y se casó con Mario Colín, rico político con nombre de avenida. Cuando en los ochenta Colín fue asesinado en Cuernavaca, ella sufrió una absurda investigación. Aunque tuvo el respaldo de la comunidad artística, su hijo Agustín murió a consecuencia de los brutales interrogatorios por el crimen.

Su vida fue del todo infrecuente: no tenía ni una sola errata en el cuerpo (lo dice Bradu) y era obsesionante para quien la conocía. Enriqueció su belleza natural, producto del azar, al convertirse en una mujer corporada, que habitó su vida a plenitud. Nada más. Pero al mismo tiempo nada menos.