Peleas eran las de antes

Y también hubo broncas… En medio de todas sus simpáticas historias, sus partidos y protagonistas memorables, el Sudamericano tuvo grescas monumentales, episodios desagradables e incidentes de todo tipo, aunque ninguno tan grave y peligroso como el del primer torneo, en 1916. “Once policías para 30 mil hinchas en el primer escándalo del fútbol”, tituló el excelente historiador y escritor Daniel Balmaceda su artículo publicado en La Nación el 27 de noviembre de 2018. Magnífica investigación de un suceso que, a ciento cinco años de distancia, no se explica cómo no finalizó en tragedia.

Uruguay y Argentina habían llegado primero y segundo al último cotejo del campeonato, generándose una expectativa casi inenarrable. Al contingente de uruguayos que cruzaron el Plata se sumaron centenares de hinchas argentinos, provenientes de Rosario, La Plata, Bahía Blanca, Baradero y Pergamino y otras ciudades del interior. El estadio de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires estaba calculado para algo más de veinte mil personas. Apretando, veinticinco. El furor por la posibilidad de ser campeones llevó hasta Palermo a varios miles más. La organización no estaba preparada para semejante aluvión, las boleterías eran pocas. Desde varias horas antes la gente estaba agolpada frente al recinto. Como en la historia del Titanic, todo empezó a darse mal. Y a encadenarse.

El partido estaba anunciado para las 2:30 de la tarde. Las ventanillas, completamente insuficientes, se abrieron a las 12:30. El proceso era muy lento y el público comenzó a impacientarse. Cerca de la hora de comienzo, aún había muchos miles intentando comprar su boleta. Ahí arranca el desastre, recopilado por Balmaceda de los diarios La Nación, La Razón, La Prensa y La Vanguardia3:

“La gente se apretujó a partir de las 12:30 en una lucha a codazo limpio para llegar hasta las ventanillas”. Las colas eran inmensas y la concurrencia superaba la capacidad de las tribunas que era de veinte mil espectadores. El público era controlado por once efectivos policiales designados. “A la 1:10 hubo varios millares que optaron por renunciar a la lucha frente a las boleterías y arremetieron, en cambio, contra los guardianes de las puertas de acceso. Este proyecto no tardó en ser conocido por la muchedumbre. De pronto, como obedeciendo a una señal que jamás alguien dio, la multitud arremetió en incontenible carga”. Se llevaron puesto a un policía y su caballo, los dos primeros heridos de la jornada.

“Una multitud se desparramó por la tribuna oficial, trepando en tropel a las gradas y ocupando los sitios disponibles en los palcos, que a esa hora estaban en su casi totalidad ocupados por familias. Estas pasaron, por cierto, un instante poco agradable”. “Aparecieron los equipos uruguayo y argentino, y pudo notarse que, lejos de ser recibidos con un entusiasmo característico de las grandes bregas internacionales, el público permanecía silencioso”. Todo se complicó cuando los simpatizantes colmaron el centro de la cancha. “Los miembros de ambos cuadros se retiraron al guardarropa”.

Ya se habían cambiado cuando se resolvió que se jugaría el partido, pero no sería el definitorio del torneo, sino un amistoso. Volvieron a cambiarse, salieron a la cancha y ayudaron a la policía en la tarea de sacar a la gente. Los intrusos se ubicaron en un costado, a medio metro de las líneas laterales.

Carlos Fanta, el árbitro chileno, dio comienzo al partido a las 3:30. Avanzó Uruguay. Robó la pelota Argentina y la lanzó al campo contrario. Los orientales retomaron el balón y atacaron. Un defensor argentino (Reyes) recuperó la pelota y se la pasó al arquero (Isola), quien no quiso problemas: de un puntinazo, la lanzó fuera del campo. Lateral para los vecinos. “Y cuando tomó la pelota el jugador uruguayo que debía ponerla en juego nuevamente, la gente agolpada sobre ese lado se adelantó, no sabemos en virtud de qué, pues el lance no revestía la menor importancia”.

Una vez más el campo de juego se vio desbordado y los futbolistas, resignados, se retiraron al vestuario. Era imposible intentar llevar adelante el partido. Y se desató la furia. “Algunos de los manifestantes más audaces se dirigieron a los dos arcos y los arrancaron”. También quitaron las redes. Uno de los arcos fue llevado, como trofeo, delante del palco oficial, en donde los directivos de los equipos sudamericanos y el resto de los invitados quedaron petrificados por el pánico. Incendiaron una de las redes. También, la tribuna popular que daba al río —y era de madera— se prendió fuego. Miles de intrusos en el campo de juego, un desorden absoluto y los mínimos policías, refugiados4.

Las escenas dantescas que se vivieron aquella tarde no lograron abortar la idea de jugar anualmente el Campeonato Sudamericano, sin embargo generaron la idea de que las muchedumbres que el fútbol convocaba podían resultar peligrosas y ello comenzó a alejar a las familias. Por un verdadero milagro de Dios no hubo que llorar muertos.

 

 

La Argentina, un poco por casualidad, fue teatro de otros dos episodios lamentables, aunque estos ya desatados por los propios futbolistas en el campo de juego. Y ambos en el mismo escenario: el estadio Monumental, de River, muy próximo al referido de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires. El primero, protagonizado por los equipos de Argentina y Brasil.

Diez de febrero de 1946, última jornada del Sudamericano, a definirse entre argentinos y brasileños. Ambos llegan invictos al choque, pero la celeste y blanca sería campeona si había empate, pues tenía un punto más. El clima en la capital argentina estaba caldeado, más allá de las altas temperaturas típicas del febrero porteño. Los dos colosos se habían medido cuarenta y nueve días antes en Río de Janeiro por la Copa Roca. Allí, en un choque —casual o no— desgraciado, Ademir Menezes le había fracturado una pierna a José Pedro Battagliero. Todos los periódicos cariocas coincidieron en que el encontronazo había sido accidental, pero en la Argentina no pensaban lo mismo. Enseguida llegó el Sudamericano, que en cierto modo sonaba a revancha, se olía en el aire, según testimonios de la época. La delegación brasileña estaba concentrada en River Plate, y en su libro O Mestre Ziza el delantero Zizinho pintó un panorama de lo que se vivía en los alrededores del estadio:

A la mañana del partido, los vendedores de frutas gritaban “Pera dura para tirarle a los brasileros”… Vendían unas peritas pequeñas, duras como piedras. Pasamos todo el día oyendo las mayores provocaciones sin preocuparnos, porque en la cancha íbamos a mostrar quiénes eran los mejores. En ese ambiente entramos al campo de juego y vimos que la pista estaba toda colmada. El Dr. Ciro, como jefe de la delegación, le solicitó al jefe de la policía que sacara a la gente de la cancha porque de esa forma no había garantías para los atletas brasileños. Y recibió como respuesta: “Sáquelos usted si puede”5.

Antes del inicio, encima, hizo su entrada por la pista Battagliero, andando todavía con muletas. Esa tarde había unas ochenta mil personas y la multitud encendió aún más su animosidad contra el adversario. En esa época, una fractura conllevaba una larga recuperación. Battagliero pudo recuperarse, pero nunca más vistió la camiseta de la Selección ni volvió a ser el de antes. A las tres de la tarde sonó el silbato del uruguayo Nobel Valentini; empezaba un partido que, se intuía, podía ser caliente.

“En el comienzo nuestro dominio era completo. A los 20 minutos ya habíamos perdido muchas oportunidades de gol”6, relata Zizinho en sus memorias.

El cronómetro marcaba 28’ cuando ocurre otra jugada desgraciada que desataría una guerra: un planchazo de Jair que impacta en la pierna izquierda del capitán argentino José Salomón y le produce fractura de tibia y peroné. Los jugadores argentinos entendieron que era demasiado: dos fracturados en dos partidos con Brasil en un mes y medio. Félix Daniel Frascara, una de las plumas de oro de la revista El Gráfico, escribió entonces:

El partido final del Campeonato Sudamericano duró nada más que veintiocho minutos, es decir, hasta el momento en que explotó la bomba de la agresión colectiva. Salomón, caído tras un encontrón con Jair; Fonda y Strembel persiguiendo a Chico y Jair; puñetazos y puntapiés; revuelo general, confusión, zancadillas, palos; invasión del campo por innumerables agentes de policía; Chico, tras pegarle a Pescia, es perseguido por Marante, recibe un puntapié, sigue su carrera por el túnel y los policías, ante la imposibilidad de alcanzarlo con los brazos, pretenden derribarlo haciéndole zancadillas, cae Chico frente al mismo palco de periodistas y recibe una andanada de golpes, hasta que lo dejan reanudar su marcha hacia los vestuarios, tomándose la cabeza dolorida y mirando, extraviada la vista, con expresión de terror; en el resto del campo de juego se prolonga la gresca. Son cinco o diez minutos de locura increíble.

Cabe acotar que, en ese torneo, se montó un palco de prensa al costado de la cancha, dentro del perímetro mismo del campo, que en River es muy amplio; por eso los periodistas pudieron ver, desde al lado, las bochornosas escenas de violencia. Zizinho continuó con su versión: “Jair no era un atleta de golpear a nadie. Si hubiese sido yo, o Chico, Heleno, Procópio, ellos podrían desconfiar. Pero no de Jair… El campo se volvió un pandemonio. No se entendía nada. Sufrimos agresión del público, de los jugadores. Y lo peor fueron los policías, que se supone que estaban ahí para cuidarnos; fueron los que más pegaron”7.

Ya resguardados en el vestidor, los brasileños recibieron la orden de su delegación de no retornar a la cancha. Dieron por terminado el partido, al menos por ese día. Se ducharon, tomaron un refrigerio de sándwiches y bebidas, y se cambiaron para marcharse. Hasta que ingresó el jefe de policía y los conminó a seguir el partido. Nueva reflexión de Zizinho:

“‘Si no vuelven a la cancha, yo retiro a mis uniformados. La gente está como loca allí afuera para invadir el vestuario. Vuelven y arreglen la cosa de forma que no haya más peleas’, nos dijo. ¿Cómo se puede ganar un partido en ese ambiente? Arreglar para que no haya más peleas era, como mínimo, entregar el partido”.

La presencia del exdefensor brasileño Domingos da Guía, que había sido ídolo de Boca Juniors y muy respetado en el ambiente local, ayudó a aplacar los ánimos para que se pudiera continuar. Finalmente, se reanudaron las acciones 72 minutos después de la suspensión. El réferi expulsó a Chico y a De la Mata, uno por lado. En la reanudación, José Marante reemplazó al infortunado Salomón.

Tucho Méndez abrió el marcador para Argentina a los 38 minutos del primer tiempo (en realidad había pasado una hora y media del comienzo) y en el complemento él mismo anotó el 2-0 definitivo, el que le daba a Argentina su octavo título sudamericano. El arquero argentino Claudio Vacca reseñó con sinceridad: “Ganamos 2 a 0, pero tranquilamente pudimos haber perdido, porque ellos anduvieron muy bien en esa primera parte del match”. Luego exagera cuando recuerda que “Ese partido empezó a las 3 de la tarde y terminó a las 10 de la noche”8.

El capitán José Salomón era un profesional disciplinado, un notable back, vigoroso y eficaz, del Racing Club, que ya había sido campeón sudamericano en 1941 y 1945. También para él fue su último partido con la casaca nacional. La fractura truncó su carrera. Intentó retomar el fútbol en el Liverpool uruguayo, pero no funcionó. Argentinos y brasileños no volvieron a enfrentarse por diez años, hasta febrero de 1956, en la Copa América disputada en Montevideo. Y este fue un condimento más para que Argentina no concurriera al Mundial de Brasil en 1950, al que estaba invitado.

Trece años después de la pelea entre argentinos y brasileños, el estadio Monumental volvía a ser escenario de una batahola de proporciones, esta, la más grande de la historia del fútbol sudamericano. No era una tarde de verano sino una noche de otoño, pero el clima se tornó tan caliente como en 1946. El programa de la cuarta jornada cruzaba a Chile con Bolivia y, a continuación, el plato fuerte: Uruguay ante el Brasil campeón del mundo, un clásico. Ya en las primeras acciones se adivinaba la pierna fuerte de los dos lados. El ácido pero valiente comentarista Dante Panzeri, director de El Gráfico, escribió en la revista: “Los dos equipos entraron ‘a eso’. A darse. Brasil incluyó a Almir por su condición de ‘guapo’. Lo creyó necesario para jugar con Uruguay y su sombra de ‘guapo’”.

Partido intenso, cero a cero, cuando a los 32 minutos…

“Llegó el momento que esperaban los dos”, continúa Panzeri, “el momento en que Almir va al encuentro de una pelota que también pretende Leiva, este llega primero y chocan Almir, Leiva y Silveira (Alcides). El choque va acompañado de patadas del brasileño, llega Pelé a intervenir y detrás de este aparece Gonçalves para ‘intervenirlo’ a Pelé con otras patadas. A las que Davoine agrega las suyas”.

Entonces todo se fue de control: Almir y William Martínez se enfrascan en una pelea que terminó involucrando a todos los protagonistas. La imagen de Didí tirando una espectacular patada voladora hacia un tumulto de jugadores uruguayos podía haber sido el afiche de un torneo de artes marciales. El celebrado periodista y escritor brasileño Nelson Rodrigues la tituló “El Didí de Miguel Ángel”, como una pintura renacentista: “Vi el prodigioso salto de Didí. Es un cuadro, un lienzo que Miguel Ángel firmaría. Dije salto y me rectifico, fue exactamente un vuelo, para castigar a los uruguayos que estaban pegando (…) Solo le faltó a ese momento de tremenda garra brasileira, un fondo musical de Chopin”9.

No era justamente una obra de arte. El chileno Carlos Robles expulsó a cuatro jugadores: los uruguayos Davoine y Tito Gonçalves y los brasileños Orlando y Almir. William Martínez fue a parar al hospital. En el prólogo del libro Eu e o futebol, autobiografía de Almir Albuquerque, João Saldanha rememora:

Yo estaba en Buenos Aires en aquel Brasil x Uruguay. Almir marcó allí una época importante para el fútbol brasileño. En Argentina y Uruguay era común que dijeran que con tres gritos ellos le ganaban a nuestra gente. No estaban entendiendo que ya en aquella época Brasil salía limpio, buscaba más la pelota, y la verdad es que William Martínez estaba pegando fuerte esa noche. Almir saltó en el área y en esa refriega salieron las manos (…) Ganamos en la pelea y después en el resultado. Los uruguayos nunca más hablaron de machismo, cobardía, valentía y esas cosas. Y fue este pernambuquinho valiente de Almir quien marcó ese hito para el fútbol brasileño. Si ellos quieren jugar limpio, mejor; pero si quieren ir palo y palo, también damos.

Lejos de criticar, en Brasil celebraron la reacción; estaban hasta la corona de la inveterada reciedumbre de los uruguayos. Panzeri no se guardó adjetivos para pintar una noche bochornosa:

Los únicos calificativos justicieros para esta vergüenza en forma de batalla salvaje y bárbara de supuestos civilizados pueden ser aquellos que años ha registraba la crónica policial que informaba de encuentros callejeros, de preferencia noctámbulos, entre patotas de gente de mal vivir. Aquí no hay forma de localizar culpabilidades originales. Aquí no hay atenuantes para nadie. Aquí no hay inocentes. Aquí hay solamente 22 culpables. 22 jugadores de fútbol dignos de haber sido detenidos en masa por la policía y alojados donde se destina a los estafadores y delincuentes. Ellos estafaron y delinquieron. Le faltaron groseramente el respeto a miles de aficionados que pagaron más de dos millones de pesos… no para verlos trenzarse en campal batalla de puñetazos, puntapiés, cabezazos.

Los periodistas no daban abasto para anotar lo que veían en el campo de juego. Dice El Gráfico de esa hora:

No hay tiempo de seguir una alternativa del pugilato porque más allá hay otra más horrenda. Todos se pegan con cuanto tengan a mano, todos corren, unos despavoridos, otros amenazantes. Con lo que vemos nosotros el vecino reconstruye lo que no pudo ver. Con lo que ve el vecino nosotros completamos lo que nos faltó mirar. Así en todo el estadio. Así se van sabiendo los pormenores sádicos de la cuestión: que el masajista Américo descargó toda su “simpatía” tratando de herir a William Martínez, que Bellini perdió dos dientes, William Martínez uno: al mismo Martínez le rompen la testa con patadas a renglón seguido de la puesta de espaldas que le hizo Mario Américo, que ‘El Diamante Negro’, Leónidas Da Silva saltó de su cabina radial para sumarse al pugilato…

Después de 22 minutos de lucha, las cosas se calmaron. La pelota pudo volver a rodar y enseguida Uruguay se puso en ventaja con un golazo del Chongo Escalada, pero la superioridad verdeamarela se reflejó en el segundo tiempo con tres tantos del incontenible Paulo Valentim.

Con el pitazo final se desató de nuevo el infierno porteño: Bellini buscaba a sus compañeros para celebrar la victoria cuando cuatro jugadores uruguayos se le fueron encima “con tomas y vuelos de catch. Uno de sus agresores se pone tan perfectamente en horizontal a casi dos metros de altura, que con ambos pies logra darle en pleno rostro al capitán brasileño y derribarlo. Cuando Bellini va a levantarse un trompis le recuerda su destino inicial”, dijo El Gráfico. Más allá, Demarco y Sasía descargaban trompadas sobre Didí y renace otra batahola. Los uruguayos abandonan la cancha salpicados de rechiflas de público argentino y turistas brasileños, pero lejos de apagar el fuego yéndose por el túnel, permanecen en agresiva actitud acompañada de gestos obscenos. Las corridas y escaramuzas siguieron por los pasillos internos del estadio, tres golpeándose allá, dos acá. Nadie parecía poder controlar la locura.

Era el epílogo de una noche que había transitado por los dos extremos: el fútbol más puro y una barbarie jamás vista antes o después.

 

 

La primera Copa con formato de grupos a partido de ida y vuelta, en 1975, tuvo también su episodio de violencia. En la misma zona que Colombia y Ecuador, Paraguay arrancó confiado en su superioridad respecto a los adversarios del norte, pero no le fue bien en su visita a Bogotá: cayó 1-0 en El Campín, en la que sería la primera derrota de muchas contra Colombia en la historia del enfrentamiento entre ambos. Ya era una Colombia fuerte, física y mentalmente, y con el tiempo superaría incluso en el aspecto técnico al fútbol guaraní. Cuatro días después, la Albirroja apenas rescató un empate 2-2 en el Atahualpa, de Quito.

Obligado a ganar en Asunción, el Defensores del Chaco lució repleto. Colombia, en cambio, tenía la tranquilidad conseguida con los dos triunfos (ante Paraguay y Ecuador). Y el choque ya se veía venir caldeado. Los paraguayos comenzaron a meter pierna creyendo que los colombianos aflojarían… Todo lo contrario: el conjunto cafetero, que en ese torneo vistió una camiseta naranja, puso más garra y fue superior en el juego. Cerca de los 40 minutos, Ernesto Díaz situó en ventaja a los visitantes y el arquero Ever Almeida intentó agredirlo. Al parecer, según declaraciones del propio portero, el delantero bogotano lo provocó diciéndole: “Tronco nacionalizado, ya te hice el gol en Bogotá y aquí de nuevo. Deja de robar”10. Almeida, uruguayo naturalizado, reaccionó; un reflejo de la bronca. Estalló entonces una gresca de proporciones a la que se sumaron casi todos los protagonistas.

La policía entró al campo de juego, pero no a separar: empezaron a azotar con sus bastones a Willington Ortiz, Alfonso Cañón, La Mosca Caicedo, Pedro Zape, Toto Rubio y los demás que tenían cerca. Hasta el propio técnico, el venerable Efraín Caimán Sánchez, terminó golpeado. En su libro Paraguay: un siglo de fútbol, el reputado historiador y diplomático asunceno Miguel Ángel Bestard calificó duramente la trifulca sin apelar a chauvinismos: “Es la jornada más bochornosa protagonizada por un seleccionado nacional, en un partido que no terminó por falta de garantías. Los jugadores parecían tigres heridos y persiguieron a patadas a los colombianos. La policía, muy patriota y nacionalista, colaboró con la garroteada”11.

El árbitro brasileño Arnaldo Cézar Coelho suspendió el juego y la Conmebol dio por terminado el encuentro con el resultado como estaba, 1-0 a favor de Colombia, que clasificó así a la semifinal de la Copa América. Era, también, la eliminación de Paraguay, por más que dos semanas más tarde superara a Ecuador.

“Fue una vergüenza en el propio estadio Defensores del Chaco, que otrora fuera testigo de gloriosas jornadas. En el match de retorno ante Ecuador, la afición, triste, dio la espalda al espectáculo y el resultado final, victoria de Paraguay, en nada influyó”12, concluyó Bestard.

3 Balmaceda reconstruye esta historia con entrecomillados de los diarios mencionados. Transcribimos tal como está en su libro.

4 Balmaceda (2011).

5 Zizinho (1985, p. 70).

6 Zizinho (1985, p. 69).

7 Zizinho (1985, p. 69).

8 Historia de la Copa América, (2015, p. 165).

9 Rodrigues (1994, p. 60).

10 Ruiz y Londoño (2021, p. 87).

11 (1996, p. 242).

12 (1996, p. 242).